jueves, 30 de junio de 2016

CAPÍTULO III

Capítulo III
Otro opositor salió al pasillo; media hora exacta había transcurrido desde que lo hizo su antecesor. Sus ojos, algo enrojecidos, daban a entender que no estaba satisfecho con su actuación. Jaime lo miró con cierta sorpresa y le preguntó intrigado:
-Qué, ¿mal rato?
-Me he puesto algo nervioso y no he podido profundizar como yo deseaba en algunos aspectos de mi trabajo.
-¿Alguna pregunta comprometida?
-Únicamente el inspector ha querido saber si los días festivos acompaño a los chicos a oír la santa misa a la iglesia. Cuando le he explicado que los días sin clase me marchaba a mi pueblo, situado a diez kilómetros, ha movido la cabeza al mismo tiempo que apuntaba algo en su libreta.
-Parece que ese inspector es el único que quiere investigar en nuestras vidas.
-Efectivamente. Es el que más anotaciones escribe y el que más serio escucha. Su mirada profunda ha hecho que mis nervios se alteraran.
Dos de septiembre de 1961; un verano no muy caluroso comenzaba a despedirse y las madrugadas ya refrescaban. A las nueve de la mañana tenía que estar en la vieja Universidad de la plaza de la Magdalena -convertida en Instituto de Enseñanza Media- en donde todos los maestros que habíamos aprobado la Oposición de Ingreso en el Magisterio íbamos a elegir, entre las vacantes que habían quedado libres del reciente Concurso de Traslados, un pueblo para iniciar nuestro trabajo. Había treinta municipios para veintiocho maestros. Yo era el último de la lista; la enfermedad que tanto me debilitó hizo que no pudiera esforzarme para afrontar con garantías las pruebas de la Oposición. Pero ahora, mi mayor preocupación era poder elegir un lugar que no me alejara mucho de Zaragoza; tanto me había acostumbrado a convivir con la familia de mi novia que pensar en alejarme de ella me producía cierto temor. Cuando llegó mi turno desconocía la ubicación de las tres localidades que quedaban. Ante la duda le pregunté al presidente de la mesa cuál de ellas estaba más cerca de la capital.
-Elija La Zaida –me respondió con seguridad.
En Aragón existen varios pueblos cuyos topónimos se asemejan: Zaida, Azaila, Zaidín, La Zaida... Todos ellos, de procedencia árabe, guardan construcciones moriscas de torreones y castillos que nos recuerdan un pasado de convivencia musulmana y cristiana. Cuando elegí La Zaida ignoraba en qué parte de la provincia se hallaba. Fue un compañero, nacido en Gelsa, quien me explicó que se encontraba en la margen derecha del Ebro, unos quince kilómetros río abajo de su pueblo.
-¿Cómo se llega allí? -le pregunté intrigado.
-Has tenido suerte. Algunos trenes de la línea Zaragoza-Barcelona paran en su estación. No es un pueblo grande pero posee una magnífica huerta.
La circunstancia de estar bien comunicado me ilusionó. Sabía de maestros y maestras que estaban ejerciendo en pueblos de montaña, alejados de las vías de comunicación, que realizaban varios kilómetros en carro, o montados en alguna caballería, para llegar a su destino; pueblos que quedaban incomunicados cuando la nieve hacía acto de presencia. Estos sacrificados docentes se convertían, sin buscarlo, en verdaderos héroes cuya labor no era reconocida debidamente por las autoridades, aunque existían algunas localidades cuya estancia en ellas puntuaban el doble que en el resto: puntos muy valiosos, pero bien ganados, para participar en los concursos de traslados.
Con el Título Administrativo de mi nombramiento en mis manos –indispensable para tomar posesión- inicié el viaje hacia La Zaida: sesenta kilómetros era el recorrido. Atravesada la ciudad bajo un estrecho túnel, la vía, paralela a la carretera nacional, jugaba a cruzarla bajo puentes por donde el humo de la máquina se volvía furioso contra los vagones. El paisaje era un puro contraste: a la izquierda, una vega fértil de campos de maíz, alfalfa y árboles frutales, mostraba su esplendor al lado derecho formado por una estepa salpicada de rastrojos quemados compitiendo con laderas yesosas y ralas de vegetación. El tren, lentísimo en sus arranques, intentaba coger algo de velocidad que enseguida se amortiguaba para parar en la siguiente estación. Tras hora y media de recorrido llegué a La Zaida.
La lluvia había hecho su aparición. Esperé a que amainara en la sala de espera y allí fue donde, por un incidente protagonizado por niños, me sentí por primera vez maestro rural.
-Qué poca educación tienen los niños de ahora. No sé qué les enseñan en la escuela - exclamó una señora, ya mayor, al ver cómo dos muchachos, dando un salto sobre un charco de agua, le mancharon de cascarillas sus gruesas y oscuras medias.
Aunque nadie de los allí presentes sabían que yo era el nuevo maestro del pueblo, me sentí inconscientemente aludido y le respondí con mucha elegancia:
-No crea usted señora que los chicos de ahora son peores que los de su época. Ocurre que usted los juzga como si fueran personas mayores, olvidándose de que el niño vive un mundo distinto. Está mal lo que han hecho, pero estoy seguro que no lo hicieron intencionadamente.
Cuando terminé de hablar me sentí aliviado, y todavía más al comprobar que una sonrisa ingenua de agradecimiento apareció en los rostros de aquellos niños que todavía desconocían que yo iba a ser su maestro. Apaciguada la lluvia salí de la estación y recorrí lentamente el corto camino que la separaba del pueblo. Mi primera mirada se dirigió a la pequeña torre de la iglesia en donde las cigüeñas, algo inquietas, parecían sentir los primeros impulsos de la emigración. Para mí, que procedía de una tierra de secano, era una novedad el contemplar el revoloteo de estas respetadas aves. Rodeando al pueblo, una ancha franja de verdor se extendía hasta la orilla del río Ebro.
Intranquilo, algo nervioso, como todo el que camina hacia lo desconocido, pregunté por el Ayuntamiento a una anciana que, sentada en la puerta de su casa, contemplaba a los viajeros que habíamos llegado: con sus indicaciones no tardé en encontrarlo. En una calle ancha, prolongación de la pequeña plaza de la iglesia, se levantaba un edificio de tres plantas -el mayor de los que le rodeaban- donde además del Ayuntamiento estaba la vivienda del secretario. Subí a la primera planta y golpeé con los nudos de mi mano derecha la oscura puerta de entrada, en cuya parte central una pequeña placa anunciaba que allí estaba la secretaría
-¡Pase! - escuché de una voz ronca y oscura.
La sala, de forma rectangular, con una techumbre alta ennegrecida, tenía las paredes algo curvadas. Dos balcones dejaban entrar la escasa luz del nublado día; frente a ellos una estantería acristalada guardaba abundantes carpetas azuladas. Y en un rincón de la habitación, escondido tras una ancha mesa, se hallaba sentado un señor, algo obeso, fumando tranquilamente mientras leía el periódico del Movimiento Nacional Amanecer. Las fotografías de Franco y José Antonio Primo de Rivera, separadas por un crucifijo, pendían detrás de él como vigilantes de todo lo que allí ocurriese.
-Buenos días. ¿Es usted el señor secretario?
-Qué desea – me contestó secamente.
-Soy el nuevo maestro y vengo a tomar posesión de la escuela.
Aquel señor redondo, con bigote ya algo cano, apartó de la mesa el periódico y me lanzó una mirada fría y escrutadora. Pasado un momento dubitativo sonrió irónicamente, y antes de que hablara, adivinándole sus pensamientos, le dije:
-Qué, ¿se extraña de que sea joven?
-No, no; ya estoy acostumbrado. En los últimos tres años han pasado por aquí cinco maestros, sin contar el tiempo en que el sacerdote tuvo que hacerse cargo de la escuela porque nadie venía. Por el contrario, las chicas hace diez años que tienen a la misma maestra.
-Yo vengo como maestro provisional, con la oposición aprobada, y tengo la intención de permanecer todo el curso.
-¿Ya ha encontrado casa en donde hospedarse? Aquí no hay fonda. Y si no encuentra... El curso pasado el maestro estuvo en casa del alcalde porque nadie quiso tenerlo. Y él, que no tiene hijos, realizó un gran esfuerzo para que no dijeran que no se tomaba interés por la escuela.
Las palabras del secretario, sobre todo el tono irónico con que las pronunció, me pusieron en retaguardia; nunca había pensado en la situación de no encontrar patrona. Olvidando de momento este asunto saqué de la cartera el certificado de mi nombramiento como maestro del pueblo para que lo diligenciara. Antes de entregárselo miré de nuevo el título con sus correspondientes pólizas de 1ª clase y 2ª bis (150 y 50 pesetas respectivamente), al que iban unidos tres sellos, de cinco pesetas cada uno, con la esfinge San José de Calasanz como aportación al Colegio de Huérfanos del Magisterio. Al llegar al apartado que especificaba el sueldo anual me quedé pensativo: dieciséis mil novecientas pesetas. Esto hacía que mensualmente disponía de mil doscientas para pagar a la patrona y mis gastos particulares. No sabía cuánto me podrían cobrar, pero no dudaba que los ahorros serían nulos.
El secretario realizó con mucha parsimonia el trámite de escribir en la parte posterior del documento el texto que reflejaba mi presencia en el Ayuntamiento. Pero al escrito le faltaba la firma del señor alcalde sin la cual el documento carecía validez; como estaba trabajando en la huerta y hasta el medio día no regresaba, me quedaban dos horas de ansiosa espera.
-Mire, lo que puede hacer -me dijo el secretario, ahora con gesto más amable- que el alguacil le acompañe a visitar varias familias y compruebe si alguna está dispuesta a tenerlo. Aquí no existe fonda ni casa para los maestros. Doña Agripina, la maestra, vive en una que tiene alquilada desde hace más de diez años; ella se compra y se guisa.
Ay, amor. Qué vergüenza, qué desamparo sentí al tener que recorrer varias casas, como un vulgar pedigüeño, solicitando asilo para poder comer y dormir. Todo eran muy buenas palabras pero nadie quería responsabilizarse. ¿Tanto temen al maestro? Yo les ofrecía ochocientas pesetas, ellos me pedían mil. No podía aceptarlo, con solo doscientas al mes no tenía para mis gastos y los viajes semanales a Zaragoza; porque yo, amor mío, tenía la intención de poder abrazarte todas las semanas. Tus caricias y tus consejos me alimentaban mucho más que la comida. Es duro, muy duro, llamar en puertas semiabiertas y explicarle a la dueña de la casa quién era y qué quería. Muchas se alegraban porque tenían hijos y deseaban que la escuela funcionara. Pero lo de tener el maestro a pupilaje les parecía muy fuerte. ¿Tan complicados somos? ¿Tanto miedo tienen a compartir la comida con quien iba a intentar educar a sus hijos? No lo entendía. ¡Ay, el dinero! El refrán de pasar más hambre que un maestro de escuela que tanto había oído, seguía vigente todavía. En algunos momentos he sentido deseos de abandonar. Volver a la capital y buscar trabajo en un colegio particular Pero una voz interior, desconozco de qué parte de mí salía, me invitaba a seguir en la brecha. "Si de verdad te has hecho maestro por vocación, no lo dudes; sigue en la lucha que sentirás satisfacciones impagables". Y con la compañía amable del alguacil seguí buscando.
Después de hablar con varias madres, todas ellas con hijos en edad escolar, nos encontramos al practicante del pueblo y al médico en su visita diaria a los enfermos; un médico muy especial al que le faltaban las dos piernas e iba sentado en una silla de ruedas tirada por dos perros alobados; luego me enteraría que esa minusvalía se la produjo el estallido de una bomba en la Guerra Civil. La escena, que los nativos veían natural, me impactó enormemente. El alguacil me los presentó y nos saludamos cortésmente. Fue el practicante quien, separándose del doctor, me volvió a saludar con cierta sonrisa.
-Buenas. ¿Es usted el nuevo maestro?
-Así es. Un maestro que va en busca de patrona.
-¿Y ya la ha encontrado?
-No señor. Parece que me tienen miedo y nadie quiere hospedarme en su casa. Solamente una señora viuda ha manifestado interés pero me ha pedido más de lo que gano.
Aquel hombre delgado, aparentemente joven y ya con abundante calva, puso su mano en mi hombro y me dijo: -No se preocupe. Si usted da clases particulares de bachillerato, en mi casa tendrá cama y comida. Tengo un hijo que este año va a estudiar primero y hay dos compañeros más en el pueblo en las mismas condiciones.
Su proposición me abrió los ojos y oídos poniendo en mi futuro ráfagas de esperanza: estaba preparado para realizar ese cometido. Era un maestro que había cursado el Bachiller Superior y el curso Preuniversitario y me sentía con fuerzas. Miré fijamente al practicante para transmitirle confianza y le contesté: -No tengo inconveniente. Su hijo y sus compañeros podrán estudiar el bachillerato como alumnos libres sin tener que trasladarse a la ciudad.
El médico, que había permanecido sin intervenir en la conversación, me saludó cariñosamente y me aconsejó a quedarme en el pueblo, añadiendo:
-Al principio encontrará a la gente de aquí algo huraña, pero si ven que usted es trabajador y cariñoso no le faltará ayuda.
Se despidió de nosotros, acarició a sus perros y, tras pronunciar un suave grito extraño, comenzaron a tirar de la silla haciéndola avanzar con extrema facilidad; afortunadamente todas las calles eran llanas.
Acompañado por el practicante comencé a caminar por estrechas calles hasta llegar a la casa en donde vivía, un edificio de tres plantas –baja, principal y graneros- clásica de los labradores, con puerta principal y trasera, y un gran patio que él empleaba como barbería. Dos sillones, un mostrador en donde descansaban las maquinillas, las navajas de afeitar, las brochas, el jabón y la bacía se reflejaban en un gran espejo junto a mi sorprendida cara. Un reloj de pared, cuyo tic-tac monótono ponía un sonido disperso, hacía de aquel improvisado salón, con abundantes sillas, un lugar extraño cuya única luz natural entraba por un ventano estrecho.
A mano derecha, una puerta de madera maciza daba paso a la habitación que el practicante empleaba como sala de curas. Abrió la estancia y me dijo:
-Este cuarto será su dormitorio.
En un rincón había un armario-vitrina lleno de gasas, frascos de alcohol y yodo, un tensiómetro, pinzas y varias agujas hipodérmicas que eran hervidas cada vez que se usaban. Y en un lateral, junto a la pared, una cama plegable para que yo durmiera. ¿Podría hacerlo? El olor a medicina barata puso en mi estómago arcadas indeseables. Una pequeña ventana con recias rejas y un cristal traslúcido dejaba entrar la poca luz que allí existía.
¿Y la cocina? Grande, amplia, con varios armarios empotrados y dos tinajas llenas: el agua corriente todavía no había llegado. Esta situación, y la cuadra en donde tendría que hacer mis necesidades espantando con un sarmiento a las gallinas, ya las viví de niño; este aspecto no me asustaba. Estaba acostumbrado a sentir en los ojos el escozor producido por el inconfundible tufo de los excrementos acumulados de los diversos animales que en el establo conviven: en esos momentos íntimos te sentías muy desprotegido.
Aquel mismo día conocí a toda la familia del practicante: la esposa, dos hijos y su suegra. Los muchachos, de nueve y once años, muy mimados y consentidos por su madre, una mujer bondadosa, atenta y cariñosa, que me dio a entender que me trataría como de la familia. Sus palabras parecían sinceras y su esposo las confirmaba: se les veía muy compenetrados. Comí con ellos y con la abuelica en un ambiente nada tenso. No hablamos de dinero, ni de pagos; y me extrañó que no se mencionara este tema. Únicamente la abuela aludió que me veía bastante delgado y eso no era bueno. Terminada la comida, una larga conversación de los temas más diversos hizo amena la sobremesa; luego, acompañado por el practicante, volví a casa del alcalde a que firmara la correspondiente toma de posesión. Golpeamos el picaporte de la puerta de la calle y entramos en la cocina en donde el mandatario, echado en un banco, se despertaba de una larga siesta.
-Siéntense. He tenido que madrugar para el riego y necesitaba dormir un rato –balbuceó sorprendido al vernos.
-Este es don Jaime, el nuevo maestro -le dijo el practicante-. Se va a hospedar en mi casa y quiero que se halle a gusto en el pueblo. A ver si usted convence a los padres de los chicos de que no falten a la escuela y que intenten apoyarle con alguna ayuda extraordinaria.
Me sentí de nuevo avergonzado. Pedir ayuda, caridad, cuando era justicia lo que los maestros necesitábamos, me avergonzaba. Con qué autoridad moral les iba a mostrar a mis alumnos la importancia que tiene la educación y la cultura cuando el Estado y la sociedad nos marginaban. Para la mayoría, el sacerdote era la figura capital del pueblo. Sus sermones amenazantes de eternos castigos, si no cumplías con los preceptos de la Santa Madre Iglesia, hacían más mella en sus corazones que lo que yo les pudiera decir a sus hijos explicándoles que el conocimiento del mundo que nos ha tocado vivir les iba a sacar de la ignorancia. Hablarles de que la materia y el espíritu se complementan, que si hoy vivimos mejor que nuestros antepasados es debido a que el hombre razona sobre sus errores, iba a ser tarea complicada; pero mi decisión era firme y decidida. Mi estreno como maestro iba a estar lleno de ilusiones y esperanzas.
Pasé dos días en la capital diligenciando asuntos relacionados con mi profesión y volví al pueblo. De nuevo el contraste del paisaje contemplado a través de las ventanillas del tren llamó mi atención. Ahora, en vez de observar la extensa huerta, dirigí la mirada a la parte derecha de la vía, camino de Barcelona. Me fijé con precisión y descubrí que aquellos pequeños montes, llenos de esparto y romero, estaban formados por capas superpuestas de láminas de yeso y alabastro: las matas esteparias, ya secas, ponían un extraño color otoñal quebradizo. En la parte llana, cercana a la vía y a la carretera, algunos agricultores controlaban la quema de rastrojos que luego prepararían para la próxima siembra. Cuando el tren empezó a disminuir su marcha me asomé por la ventanilla y distinguí a lo lejos un gran letrero en el que se leía: La Zaida- Sástago.
Al bajar del vagón observé cómo algunos viajeros se trasladaban a un viejo autobús, asmático y quebradizo, que los iba a llevar a los cercanos pueblos de Alborge, Alforque, Cinco Olivas y a la gran población de Sástago. Con la maleta en la mano derecha comencé el pequeño recorrido que existe desde la estación al pueblo y en cuyo inicio, sobre un enorme haz de flechas y el yugo clavado en el suelo, se anunciaba el nombre de la localidad. Algunas casas de una sola planta, adornadas delante con originales jardines, ponían un cierto encanto en el camino blanqueado por el polvo de una pequeña industria de alabastro. El griterío de unas voces femeninas orientó mi mirada hacia la escuela que se hallaba en la misma orilla de la carretera: un edificio, cuya fachada de ladrillo blanquecino ya contemplé el día que fui a tomar posesión. Las niñas, que habían comenzado las clases dos días antes, esperaban a que llegara la maestra. No tardó en hacerlo: una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy bien arreglada, a la que sus alumnas rodearon con alegría en cuanto la vieron. La saludé y ella me correspondió con mucha afectuosidad pero también con cierta ironía; llevaba en el pueblo mucho tiempo y era considerada como una vecina más.
-¿Es tu primera escuela?
-Sí, sí. -le contesté algo aturdido al ver en sus ojos una mirada extraña.
-Mucho vas tener que luchar con tus chicos. Están bastante abandonados; en dos cursos han tenido cuatro maestros distintos, y un mes estuvieron atendidos por el sacerdote. Espero que tú resistas todo el año escolar. Algunos compañeros venían el último trimestre, terminaban el curso y así podían cobrar la paga de los meses de vacaciones.
Eran las mismas palabras que me dijo el secretario. Pensé que para dar clase todo el mundo valía. Si no hay maestro se acude al cura o a cualquier persona que sepa leer y escribir y disponga de tiempo, como si el educar fuera una mera traslación de conocimientos. ¡Cómo estaban las pequeñas escuelas rurales españolas! Abandonadas, sin apenas medios didácticos y con unos maestros que no aguantaban el curso completo por no poder subsistir; únicamente los llamados matrimonios pedagógicos eran capaces de hacer frente a las necesidades de la vida.
La escuela, un edificio de una sola planta de construcción reciente, tenía una pequeña verja que la separaba de la calle principal que al mismo tiempo era carretera. Las chicas, rodeando a su maestra, le pidieron la llave y abrieron la verja; aquel bullicio femenino me hizo sentir algo incómodo, tal vez porque allí, ni por el camino, había visto a ningún alumno. Seguramente, pensé, no sabrán que hoy llegaba el nuevo maestro.
-La llave de tu escuela está en el Ayuntamiento. Ya mando a una de mis chicas a pedírsela al secretario. Aunque si quieres -añadió- puedes entrar en mi clase porque las dos son iguales.
Enseguida se corrió la voz por el pueblo. Cuando la alumna de doña Agripina me trajo la llave ya estaba rodeado de niños. Se acercaban algo temerosos pero enseguida cambiaron su semblante. Me veían joven y eso les agradó; alguno hasta se atrevió a cogerme la mano para saludarme.
-Me llamo Miguel, aunque todos me llaman "Miguelón". Aquí todos los chicos tenemos mote.
-Bien, Miguelón; pareces un chico fuerte. ¿Quieres llevar esta maleta a casa del practicante? -le dije con sonrisa agradecida.
Pasada la verja había un pequeño jardín que rodeaba toda la edificación. A la derecha de la entrada se hallaba la escuela de las niñas y a la izquierda la de los niños; detrás, un pequeño recreo, también separado, completaba el edificio.
Concluida esta primera inspección externa metí la llave en la cerradura de la puerta. Estaba impaciente por conocer mi primera escuela, qué mobiliario tendría y con qué material iba a contar. Su interior estaba dividido en tres dependencias: un pequeño vestíbulo de entrada; un cuarto pequeño para el material y la gran sala de clase. La ventilación y luminosidad eran excelentes: tres ventanales en un lado y dos ventanas altas en el otro, le daban un aspecto agradable; sin embargo no existían servicios. ¿Cómo solucionar las necesidades fisiológicas? Los chicos lo resolvían detrás una tapia cercana a las eras; yo tendría que buscar otra menos escatológica y más higiénica.
Con entusiasmo, pero algo nervioso, comencé mi primer día de clase, muy distinto a los anteriores. Pasas días y días soñando con ilusión este encuentro y cuando quieres llevar a la práctica tu plan de trabajo descubres problemas con los que no habías pensado. Tenía la experiencia de tres años impartiendo clases en un colegio privado de la capital, pero al ser una escuela graduada todos los niños de la clase tenían la misma edad y parecidos conocimientos. ¡Qué distinto era una escuela unitaria con treinta niños de seis a doce años! La carrera de Magisterio la había estudiado como alumno libre al mismo tiempo que cursaba el curso Preuniversitario. La dirección del colegio en donde había cursado todo el bachillerato, me brindó la oportunidad de quedarme como maestro a pesar de no poseer todavía el título. Acepté porque ello significaba poder seguir en la ciudad con independencia económica y estudiar por libre la mencionada carrera. Otros compañeros, aprobada la reválida elemental de cuarto curso, realizaban la prueba de ingreso en la Escuela Normal, y con tres cursos y un examen de reválida conseguían el título de Maestro de Enseñanza Primaria; eran muchos los que con dieciocho o diecinueve años ya ejercían como maestros interinos por diferentes pueblos de la provincia pasando verdaderas penalidades. Y todavía eran más las jóvenes maestras que se estrenaban en escuelas unitarias-mixtas alejadas de sus familiares y mal comunicadas.
El nivel de aprendizaje de los alumnos era muy bajo, sobre todo en los de Grado Elemental, debido seguramente al trasiego continuo de maestros en los cursos anteriores. Los primeros días fueron desconcertantes. Ponía enorme interés para que la clase marchara con el debido orden y poder desarrollar el programa que me había trazado, pero unas veces me faltaba tiempo y otras me sobraba. Qué desaliento sentía al comprobar que no había explicado debidamente un tema o que algún niño me dijera en tono suplicante: "Ya he terminado lo que nos ha puesto. ¿Qué hago ahora?" El no controlar bien el tiempo, y las continuas interrupciones que me hacían los pequeños, ponía a prueba mis conocimientos y mi paciencia.

MANCHONES

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