martes, 28 de junio de 2016

MONJITAS...-...LLOVER

MONJITAS
Aparecían de improviso en el pueblo una vez al mes. Vestidas con hábitos blancos y negros sólo se les veía un trocito de sus caras pálidas virginales y unas manos alargadas y finas que contrastaban con las oscuras y fuertes de nuestras madres. Eran tiempos de hambruna y sin embargo venían a pedir. Sabían que la caridad del honrado labrador era más desprendida y sentida que la del habitante capitalino.
Como obediente monaguillo les acompañaba en muchas ocasiones en su peregrinar por las estrechas y empinadas calles del pueblo. Antes de llamar en cada portal les decía el nombre de la dueña y así podían pedir con más familiaridad la correspondiente dádiva. Como el dinero escaseaba eran obsequiadas, sin embargo, con uno, dos y hasta tres huevos por casa: huevos hermosos, blancos u oscuros, con olor a pesebre y paja. Eso era suficiente para llenar los cestos de mimbre en donde los metían debidamente protegidos.
Cuando llegaba la tarde, en el coche de línea que partía hacia la capital, abandonaban el pueblo satisfechas de la mercancía recibida. A la hora de despedirse siempre me daban una estampita con una Virgen muy sonriente. "Rézale todos los días y siempre tendrás lo necesario", me decían con mucha dulzura. Alguna vez lo hice pero el milagro nunca llegó a cumplirse.
No creo que queden monjitas como aquéllas. Aquel proverbio que tanto nos anunciaba que Dios no abandonaba ni al más humilde de los animalitos, hace tiempo que quedó sepultado en los sótanos de los conventos. Sin embargo, la sonrisa, no sé si verdadera o fingida, y la dulzura con la que hablaban, llegaron a cautivarme. Creo que la Divina Providencia les dejaba engañar conscientemente.

FELICIDAD
Recién nacidos y ya nos ataban a las reglas de una religión heredada. Vivíamos intranquilos, amortajados entre el temor a pecar y el castigo eterno que podían merecer nuestras acciones. Las vidas estaban marcadas por parámetros divinos que la mente infantil inconscientemente almacenaba. Aprender a pensar era tarea que nadie se molestaba en enseñar. Había que andar despacio, sin salirse del camino trazado; en la línea recta que a ningún lugar conducía. Y a lo mejor, sin darnos cuenta, éramos felices.
En casa vivíamos de acuerdo con las reglas canónicas de la Santa Madre Iglesia. El tiempo estacional llevaba el mismo ritmo que el litúrgico. Y a veces, eran éstos tan obsesivos y dominantes que nuestras vidas se convertían en un continuo rezo. Dios, eterno vigilante, entraba sin pedir permiso en el corazón convirtiéndose en huésped ególatra cuyo cantar monótono te llenaba el alma de suspiros. ¿Era esto la felicidad?
ÁNGELES
Angel de mi guarda,
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día;
si me desamparas
mi alma se perdería.
Todas las noches, apenas metido en la cama, antes de que el sueño me dejara inerte, despedía el día rezando al ángel de mi guarda: ese fiel escudero que, colgado en un colorido cuadro, siempre estaba dispuesto a salvarme del peligro pecaminoso. En ocasiones el sueño no llegaba, y para evitar que el miedo y la angustia pusieran temblores en el corazón, jugábamos secretamente al "veo, veo..."
Con esta simple artimaña, al otro ángel -diablo rojo con cola y tridente- que escondido bajo la cama luchaba por asustarnos, le hacíamos huir arrastrando su horca con cara asustada de niño feo. Acabada la batalla, un plácido sueño me llevaba por cumbres muy altas. Con el alba, una paz perezosa me ataba a la soledad de unas sábanas todavía calientes.

TARDES DE DOMINGO
Los días festivos, terminada la familiar comida, el padre se marchaba al casino a beber un simulacro de café y a jugárselo a las cartas. En partidas interminables de perra gorda y perra chica, luciendo en la solapa el escudo semanal de un auxilio social obligatorio, pasaba interminables horas de murmullo y humo. Los chicos, si la propina llegaba, comprábamos alguna golosina a la anciana que nos mostraba su contenido encima de una humilde mesa, en el rincón de la plaza. Al mismo tiempo, en la cocina de la casa, la madre y la abuela, con esfuerzo infinito, lavaban la vajilla y abrillantaban el hogar y los suelos prisioneras de un castigo divino. Luego, sumisas y resignadas, sentadas junto al brasero, esperaban que el toque del campanico, con sones suaves y alargados, les llamara con dulzura a cumplimentar los monótonos rezos.
Los chicos y chicas, a regañadientes, también dejábamos nuestros juegos y un tanto desconcertados entrábamos en el templo. En aquel ambiente de sombras silenciosas, rodeados de imágenes entristecidas -algunas con corazones abiertos atravesados por espadas- escuchábamos los cantos de vísperas, un alargado rosario, himnos al Santísimo expuesto y a veces una novena. Para terminar la maratoniana jornada, cantábamos a coro el catecismo bajo una luz eclipsada por el tedio.
De aquellas tardes aburridas de domingo, esclavos de la iglesia y sus misterios, el único placer que con nostalgia recuerdo es el sabor dulzón de una peladilla rosa que la anciana del rincón de la plaza me vendía por un beso.

OTOÑO
El otoño llegaba al pueblo con la vendimia. El agresivo mar del verano daba paso a una playa enamorada y tranquila, cantora al alba de su elaborada cosecha: policromía de hojas en violáceos atardeceres hacían del paisaje una sugestiva sonata.
En la plaza Mayor, hombres con rostros meditabundos -preocupación y anhelo en sus miradas profundas- convertían el señorial recinto en un extraño mercado humano. Llegaban en grupos, como aves migratorias un tanto desconcertadas. Abrasada su sangre al caminar por estrechos atajos de un monte poco amaestrado, dejaban tras sus huellas calcinados rastrojos de un monocultivo indigente forzados a trabajar.
Arreglado el trato con el dueño, el compromiso de la palabra era el aval de sus conciencias. Duro sería el trabajo: ¡de luz a luz! Pero aún les quedaba en sus pulmones agobiados el deseo de contar historias y cantares: tristezas alegres de lejanas penas que en sus corazones con humildad reposaban.
Cuando llegaba la noche... ¡qué gozo con la cena caliente que la dueña de la casa con amor preparaba!
Cuando llegaba la noche... ¡la cama de paja y arpillera se hacía mullida con el recuerdo familiar que tanto amansaba la ansiedad!
Cuando llegaba la noche... ¡el incierto despertar de un tiempo embrumado asustaba a los ratones que por las vigas del pajar a gusto se paseaban!

ORFANDAD
Tras una larga enfermedad, el óbito llegó de improviso cuando la vendimia estaba recién estrenada. Rodeando su cama, una corona de atentas miradas iba curvando las cejas ante aquel cuerpo que lentamente se evadía: no estaba el médico en el pueblo ni existían medicinas que pudieran curarla. Ella, con los ojos ya cerrados, me cogió la mano en su último estertor y trasladó a mi cuerpo su voz acariciante de nube azul junto a toda la ternura que su grandioso corazón almacenaba.
Era ella tan joven y tan hermosa, tanta paz y amor repartió en su breve vida, que al saber que su partida era eterna quedó herida mi alma de ansiedad y amargor.
¿Por qué, madre, nos dejaste con tanta presteza? ¿Por qué tu apacible voz fue segada si aún nos quedaba tanto por quererte?
¡Con qué dolor lloramos tu ausencia! ¡Cómo las lágrimas hacían hervir nuestros ojos quemando sus retinas! No obstante, aún tuve el valor de arrancarle a tu cuerpo esa mirada, ese gesto que ablandaba corazones y guardármelo para no sentirme vacío. El milagro se produjo al revés: tu espíritu se reencarnó en mi sangre y siguió regando mis huesos.

LLOVER
Cuando el trigo convertido en fina nieve descansaba en los graneros y la sangre de la uva fermentaba en los trujales, era el tiempo de que llegaran las lluvias; lluvias envolventes de la nueva siembra.
Llover: ¡qué placer escuchar cómo las grises canales golpeaban con sus chorros de vida las finas piedras!
Llover: ¡llorar alegremente sobre los campos aturdidos en espera de que el crudo invierno los durmiera!
Llover. Llover suavemente, con paciencia; ya volverá la ambiciosa primavera
a despertar, de improviso, tanta aletargada fuerza.

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