martes, 28 de junio de 2016

OTRAS VOCES...-...TEXTO DE LA SOLAPA

OTRAS VOCES
Con frecuencia el corazón me rebosa de palabras que añoro. Son voces que nacieron en la infancia y enraizaron en mí sin sentirlas: cadencias nunca olvidadas por donde mis ojos volaban al infinito. Esas ventanas mágicas que me alejaban del invierno me fueron mostradas con amor por la madre, ya enferma pero siempre vigilante; por la hermana mayor, convertida a veces en dueña prematura de la casa; por la prima o por la vecina amiga que, con sus historias y cuentos, narrados con misterio y suspiro, ponían placer en el cuerpo y bondad en el corazón.
Eran voces dulces, suaves; sonidos frágiles que el viento arropaba; cantos arrullados en vaivenes de caricias; calores y risas que ponían paz en labios heridos. Aunque a veces, algunos ojos, gastados por inesperados lloros de corazones que temblaban, diluían el encanto dejando la escena un tanto destemplada.
A pesar del contraste, aquellos momentos de ensueño, alargados junto al brasero hasta la madrugada, eran una felicidad que no tenía precio, un premio inesperado que mis manos apretaban mientras la hermana pequeña, dormida ya en la cuna, era un alma libre que por las nubes volaba

SIEMPRE EN EL CORAZÓN
Estudiar en la ciudad para hacerte bachiller y cursar una carrera universitaria, si el interés y la inteligencia coincidían, era un objetivo que sólo estaba al alcance de algún hijo de funcionario o de niños privilegiados cuyos padres eran amos de abundantes tierras. Los demás, si querían estudiar de forma más económica, tenían la oportunidad de hacerse sacerdotes o frailes aunque la vocación, a los diez u once años, no estuviera definida.
Yo tuve un buen maestro y una excelente maestra que convencieron a mi padre para que me llevara a la ciudad. Le hablaron de la posibilidad de estar interno en un colegio y trabajar como fámulo al mismo tiempo que estudiaba: algo más de sacrificio y esfuerzo pero el beneficio saldría gratis. La idea no me disgustó; siempre había soñado con nuevos horizontes y vivir experiencias distintas El sacerdocio, a pesar de haber sido monaguillo desde los seis años, dejó de seducirme: no quería ser pastor de unas almas a las que se la fustigaba. Y así, después de varios meses de estudio intenso -a la Enciclopedia le había dado más de tres vueltas, y no era rara la noche que soñaba en voz alta con la conquista de Granada o los afluentes del río Ebro- logré aprobar el examen de ingreso en el Bachillerato.
Tras la inmensa alegría por haber superado la prueba, aunque tenía por delante un verano para gozar de libertad, el pensar que llegado octubre tendría que abandonar el pueblo, me hacía sentirme un tanto confundido. Diez años almacenando vivencias en el corazón era todavía un equipaje demasiado pequeño para tan larga aventura. Además, me dolía tener que dejar a mis amigos y nuestros juegos. Y todavía más no poder contemplar el despertar de la Naturaleza: esas flores atrevidas del almendro que pagan caro la osadía de madrugar; o el llorar de las cepas cuando sus yemas enternecidas por un sol primaveral deciden hacer brotar sus pámpanos; o contemplar el color rojizo de la tierra recién labrada; o la vuelta de las golondrinas metiéndose enloquecidas por las ventanas abiertas de los graneros buscando sus viejos nidos; o ver correr un tanto desconcertadas a las perezosas lagartijas recién salidas de su letargo invernal. ¡Cuánta belleza por tan poco precio!.
Pero, ¡ay, ese mildiu invisible que amortaja la hoja de la vid cuando los granos del racimo, ya esporgado, comenzaban a engordar! ¡O esas nubes negruzcas de julio que traían escondidas en sus entrañas el martilleo de un pedrisco desolador cuando el agua era el maná esperado! ¡O ese repique de unas campanas dormidas que sonaban a mortajuelo con desgana haciendo llorar a la tarde! ¡Cuántas luces y sombras se mezclaban en el corazón! El pueblo me atraía, me envolvía en sus alas invisibles de espuma y, enraizándome en sus ribazos y laderas, me dejaba marcado para siempre. Pero en esas horas mustias de futuro incierto se evaporaban las bellezas que tenías almacenadas y te atrevías a gritarle: ¡ahí te quedas, maldito; pongo esfuerzo y horas de esperanza en un ilusionado jardín y no me lo dejas terminar a gusto!
Pero a pesar de todo, al recordar aquella extraña infancia, contrapuesta de amargor y ternura, lo he valorado con inmenso amor. El pueblo supo sembrar con tino en mi sangre el vigor y la constancia que necesitaba para vivir en la ciudad; plantó con energía la hechura viril de hombre inquieto que guarda en su memoria el frescor de lo natural, de lo que siempre perdura. Y aunque, al abandonarlo, mi vida era un sueño por descifrar -un libro breve con inquietud leído- siempre lo he llevado con orgullo en el corazón.




 
Texto de la solapa
Santiago Sancho Vallestín (Paniza, 1939), ha ejercido la profesión de Maestro Nacional durante 43 años. Los pueblos zaragozanos de La Zaida y Manchones fueron sus primeras escuelas hasta que llegó a Zaragoza capital, al patronato de la Escuela Profesional San Valero. De aquí pasaría al colegio público Rosa Arjó en donde ejercería la docencia hasta su jubilación.
Pionero en la realización de Unidades Didácticas, varias de ellas recibieron premios: ¡Ñan, Ñan: buen provecho! (Premio Nacional del Ministerio de Agricultura); ¡Glú,Glú; buen trago de agua! (Premio de la D.G.A Ramón Pignatelli); ¡Cáncer: mejor prevenir que curar! (Premio regional de la Asociación Española contra el Cáncer); ¡Uf, uf: qué hunos! y El galacho de Juslibol y su entorno (Primeros áccesits del Concurso nacional "Cuenta con tu planeta".
Por la poesía siente verdadera vocación, y aunque sólo ha publicado un libro, Naturaleza sentida / Sentida Naturaleza, tiene varios en perspectiva. La publicación de Siempre en el corazón, visión atormentada y nostálgica de su niñez en el pueblo, es un libro lleno de emoción y sentimiento que nos hace pensar y recordar hechos y vivencias de una postguerra que muchas personas no han olvidado.

No hay comentarios:

Publicar un comentario