martes, 28 de junio de 2016

VOCES...-...LA SIESTA..-....

VOCES
-¡Estañador y paragüero...!
-¡Afiladooor...!
-¡La quincallera...!
Aparecían de improviso como fantasmas amaestrados. El pregón de humo y fuego, el sonido inconfundible del silbo escalonado y el grito extraño de un alma en pena, recorrían como nubes saltarinas todas las calles del pueblo.
Eran personajes chocantes, ajenos al pueblo pero necesarios. Vivían su trashumancia con la elegancia de saberse humildes en aquel tapiz de pobreza. En tiempos desnudos se apuraba el cáliz hasta dejarlo bien seco. Y aquello que parecía desgastado o quebradizo se arreglaba a pedazos y se seguía empleando; era un reciclaje forzoso que nadie escondía.
¡Cuando el túnel de la escasez no daba opción a otras salidas, a todo se le daba algún uso!

SONIDOS
A cincel los tengo grabados en la cueva del cerebro. Sus ecos deformes me acompañan en las noches de insomnio desnudo. Eran sonidos con rostro; voces de la casa, del pueblo y del campo; voces formando parte del paisaje como una sombra triturada
En la madrugada -todavía las estrellas en parpadeo- se oían los primeros quiquiriquíes pasando de corral en corral: era un canto alargado, marcador de territorio y fuerza. Luego, las gatas en celo, tras una noche de maullidos placenteros, volvían a su particular refugio. Y los gorriones, con sus gritos estridentes, competían por comer entre bardizos y corrales. Enseguida, los andares lentos y seguros de las caballerías resonaban por patios y calles saludando a una mañana siempre llena de sorpresas. El ¡sooo!, el ¡arre!, el ¡pasallá! y el ¡huesque! pronto recorrían los campos de ladera a ladera mientras el reloj de la torre, implacable y desconfiado, seguía dando las horas.
En las calles volvía la vida: mujeres escobando sus portales, llantos de niños hambrientos, la bocina del alguacil pregonando al vendedor ambulante en la plaza; los golpes del herrero agarrado a su yunque retorcido; algunas riñas de perros... Todo, todo formaba parte del decorado de un escenario inmenso que, día tras día, comenzaba su función con la rutina de una acto obligado.
Pero había un sonido oscuro, melancólico y triste, que aceleraba el corazón: ¡el tintineo de la campana viatical! Una mañana de octubre -el pueblo olía a vendimia- ese sonido de muerte llegó a la alcoba de mi casa. El sacerdote, escondiendo en sus manos el milagro de la vida, me miró animoso, pero su deseo y el mío no se cumplieron. El tormentoso badajeo de esa campana y el chisporroteo de los cirios que la acompañaban son sonidos que nunca he olvidado.

OTRO CORRAL
Mi amigo y vecino Agustín Toledo tenía un corral con higueras blancas.
Los higos dulces de sus altas copas los cogíamos con extensas cañas.
Era un corral humilde, silencioso, rodeado de otros cercados con bardas
donde el tiempo corría perezoso dejándonos hacer a nuestras anchas.
Jugábamos a ser pequeños hombres sembrando a destajo simientes varias
que, tras recibir abundante riego, esperábamos que pronto germinaran.
Pocas veces vimos nuestra cosecha: los conejos y gallinas saltaban
las escuálidas murallas de barro que nuestra gran ilusión levantaba.
Tiempo hace que las higueras murieron, pero bajo la sombras de sus alas
pude gozar las horas más dichosas que un niño en su breve infancia soñara.

EL CAMPANICO
Era el hijo menor de la torre. Siempre sonaba el último, como niño castigado que esperaba órdenes. Su badajeo fino y educado, alejándose con el viento, se convertía en el alguacil anunciador de las funciones religiosas.
¡Cuántas veces colgado en su cuerda flotante imprimía a sus notas alegría y ritmo, creyendo que mi inocente fuerza infantil arrastraba a la iglesia a los vecinos! El campanico era nieto de Ana María, la vetusta campana cobriza que soltaba sus notas graves poniendo temblor o alborozo en nuestros corazones, según la misa fuera de réquiem o de fiesta: el sacristán, con amor de padre, sabía seducirla. Sus adiestradas manos ponían música en el gigante badajo que todo el pueblo escuchaba y reconocía.

LLORÉ
Lloré. Lloré en silencio, como los hombres que se tragan el llanto y se les hincha el pecho. Lloré. Lloré sin gritos, sin lágrimas, sin gestos: tenía el alma y el corazón, de tanto dolor, secos.
Lloré porque aquella tarde, violáceo ya el cielo, dos ráfagas de plomo hirieron de muerte a mi perra Diana junto al campo yermo.
Maldije a los matarifes verdes, con gorro tricornio y alargados fusiles, que para coger al cazador furtivo quitaron la vida a su humilde perro.
¡Pobre Diana, la perra más lista del pueblo que hablaba conmigo contándome sus sueños! ¡La que hacía de caballo en mis afanados juegos! ¡La que lamía la comida del plato dejándolo como un espejo!
Lloré. Lloré sin lágrimas, en silencio. Mi corazón, de tanto sufrir, se había quedado seco.

LA SIESTA
En el silencio alargado de la tarde recién estrenada, con las ardientes paredes de un cuarto en penumbra, extraños pensamientos empapados en sudor me visitaban. En ese momento de soledad misteriosa, cuando nada en la casa tenía ritmo, parecía sentir dos corazones: efluvios de un cuerpo descentrado que a través de las sombras espectrales proyectadas por las rendijas del balcón se desfogaba.
Esas siestas obligadas de un verano bochornoso y seco, ponían enfebrecida savia roja en mis dilatadas venas como un aprendizaje de sueños imposibles que igual que venían se alejaban.
Nunca pude dormir la siesta. Su camino errante, que andaba en silencio, sólo era quebrado por el aleteo de alguna inquieta mosca, hambrienta de aventuras y placeres, que jugaba a no dejarse cazar por una mano poco diestra.
En esa hora de resplandores infinitos, cuando las sombras estrechas se refugiaban en los aleros y lo gorriones abrían la boca acongojados, sentía envidia sana de esos chicos libres que, escondidos en la replaceta de la fuente, dejaban pasar el tiempo contando historias de amores reales o inventados, recreándose con embeleso en palabras que muchos desconocíamos.

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