viernes, 1 de julio de 2016

CAPÍTULO XI

Capítulo XI
Salió otro opositor de leer su Memoria: era el contrincante a batir. Se le veía contento, satisfecho de la defensa que había realizado. Al ver a Jaime le dijo:
-No te descuides porque ahora van más deprisa.
-Tienes razón, luego entraré –le contestó un tanto resignado.
Se despidieron deseándose suerte aunque sabían que uno de los dos iba a ser el primero.
Jaime, antes de entrar, miró la lista de todos los opositores con la puntuación acumulada de cada uno. Emocionado comprobó, una vez más, que se hallaba en el segundo puesto, a setenta y cinco centésimas del compañero que acababa de marcharse. El resultado final iba a depender de la calificación que el tribunal le diera a su Memoria. “Si me hacen preguntas –pensó- trataré de ser objetivo procurando no exponer ideas que molesten. No quiero que me vean agresivo ni condescendiente. Pienso hablar con naturalidad, como si los componentes del tribunal fueran amigos. Lo haré con la mirada alta pero no desafiante, con el tono de voz suave y los gestos bien medidos. Si me preguntan alguna aclaración les contestaré con sinceridad. Y si me equivoco trataré con disimulo de salvar la situación, nadie es perfecto”.
Y Jaime siguió con sus recuerdos.
El inspector de Enseñanza Primaria debería ser, según la Pedagogía, un señor amigo del maestro que, además de supervisar su trabajo, le ayudara a solucionar los posibles problemas pedagógicos y administrativos que se le presentaran. Sin embargo, según me contaban algunos compañeros, nada de eso ocurría. Su labor era más de policía que de orientador, causa por la que muchos le temían. Tres años de maestro y nunca he tendido una visita de inspección; ni en La Zaida, ni en Zaragoza, habían hecho acto de presencia. Por eso me extrañó, al mismo tiempo que me alegré, cuando recibí un oficio en el que se nos citaba a todos los maestros de la zona a reunirnos con él en Daroca. En la misiva no había orden del día ni especificaba de qué iba a tratar la reunión; únicamente nos avisaba para que les comunicásemos a los alumnos que ese día no tendrían clase.
La reunión la celebramos en el colegio público que lleva el nombre de Pedro Sánchez Ciruelo, un sabio insigne, del siglo XVI, de los muchos que nacieron en Daroca. Llegué a la cita con mucha antelación; encontré la escuela abierta pero no había ningún compañero, únicamente las voces de las señoras de la limpieza resonaban por las aulas. Pausadamente fueron llegando los maestros, algunos éramos del mismo curso, y nos saludamos algo sorprendidos por el encuentro. Nadie sabía cuál era el motivo de la reunión y ello nos hizo estar algo inquietos y preocupados. A la hora en punto de la cita apareció un taxi de Zaragoza del que se apearon tres personas; una de ellas era el inspector.
El inspector, nacido en un pueblo del Campo de Bello, fue un responsable político importante durante la Guerra Civil y había presumido de pasearse por los pueblos con la camisa de Falange, correaje y pistola a la cintura, en los tiempos duros de la contienda. Y hasta escribió un libro Cómo se creó la Bandera de Falange de Calamocha en el que cuenta sus aventuras políticas en los primeros días de la Guerra. Al estar su pueblo natal cerca de Daroca, solía visitarla con frecuencia, pero en escasas ocasiones se acercaba a los pequeños pueblos de su comarca.
Con una sonrisa exagerada, que hacía vibrar su pronunciado bigote, nos saludó uno a uno y pasamos al comedor en donde nos sirvieron un bondadoso desayuno. Sus acompañantes -uno de ellos vestía la camisa azul falangista- se ausentaron para preparar en otra sala la reunión con todos nosotros. La sesión no trató de asuntos pedagógicos ni de los problemas que tuviera cada escuela. Para el inspector eso era asunto particular de cada maestro y tendría que solucionarlo con la Junta Municipal de Enseñanza. Él nos habló de dos cosas: el ornato exterior de la escuela, con abundantes macetas, y sobre todo del complemento alimenticio: ese vaso de leche que todos los días tenían que beber obligatoriamente los alumnos; el queso y la mantequilla, que en tiempos se daba a los más necesitados, ya habían desaparecido; ahora era la leche en polvo la que todo alumno debía tomar.
Uno de los acompañantes nos explicó de forma muy didáctica, en una pizarra, el valor nutritivo de la leche para que los niños crecieran más y sus huesos se fortalecieran. Luego expuso con detalle todo el proceso que llevaba el producto para convertirse en polvo sin perder ninguno de sus nutrientes; únicamente era el agua la que desaparecía. Si a esa materia se le volvía a añadir de nuevo el elemento líquido, la leche obtenida era de una calidad extrema.
Los niños no eran muy amigos de tomar el “complemento alimenticio”. El sabor que tenía les producía a algunos cierto rechazo a beberlo. Por ello, era curioso contemplar cómo la mayoría se traían de casa, en un vaso, además del azúcar, una cucharada de cacao que disolvían toscamente. Cierto día, un grupo de alumnos aparecieron con una urticaria por el cuerpo. Vinieron sus madres a comunicarlo y me sugirieron si podría ser de la leche. En días sucesivos la urticaria le salió a la mayoría coincidiendo con el comienzo de un nuevo saco. Inmediatamente suspendí el reparto y hablé con el médico. Estuvimos una semana sin beber y la erupción desapareció. Este hecho lo comuniqué inmediatamente por escrito al Servicio de Inspección y me contestó con un oficio diciéndome que suspendiera el complemento alimenticio, y que el saco en cuestión lo recogiera el alcalde y mandara enterrarlo en un hoyo profundo. Desde aquel día ya no se bebió más leche en la escuela. Muchos niños se alegraron, pocos la echaron en falta. Al inspector ya no lo volví a ver ni tuve correspondencia alguna con él. Para mí fue un ser etéreo que tal vez se creyera que estaba por encima del bien y del mal.
En las horas alargadas de nuestro tercer invierno en el pueblo meditaba constantemente sobre el futuro, más por ellas que por mí. No debía ser tan egoísta como para exigirles a la madre y a la hija vivir en este ambiente de soledad sin apenas perspectivas. Ella no me lo decía, pero lo notaba en su mirada, en los pensamientos ocultos y en algunos gestos inconscientes que a veces disimulaba. Y tenía razón. Ya era mucho tiempo alejada de los suyos viviendo en unas condiciones muy difíciles de acostumbrarse. ¿Y la niña? Ella se criaba fuerte y parecía feliz, pero no iba a ser agradable que durante más de quince años tuviera que vivir en este pueblo, o en otros parecidos, hasta que yo consiguiera, por puntuación acumulada, llegar a la capital.
Por eso, y porque yo también lo deseaba, quise aprovechar la oportunidad que me brindaba el Ministerio de Educación: intentar aprobar las últimas oposiciones de diezmilistas que iban a celebrarse y conseguir una vacante en Zaragoza. Sabía que era complicado, seguramente habría muchos aspirantes para escasas plazas, pero lo iba a intentar. Es lo menos que podía hacer por quien tanto se había sacrificando por mí. Quería que su mirada y su sonrisa, tan expresivas y elocuentes, estuvieran siempre reflejadas en su rostro como anuncio de felicidad.
Puse manos a la obra y pedí a una editorial madrileña que me enviara los cuestionarios. Aprovecharía todo el tiempo que pudiese para no dejar nada a la improvisación. Estaba seguro que en el intento también ella iba a ayudarme.
-¡Adelante!
-Sí. ¡Adelante! -exclamé ilusionado.
Aquel día escribí a los alumnos en la pizarra, para que la copiaran y explicaran, la frase: “Con esfuerzo e ilusión puedes convertir tus sueños en realidad”.
A los diez días recibí los temas Eran cinco libros, de unas cien páginas cada uno, con muy pocas novedades; los autores todavía manejaban las ideas de una escuela cerrada. La renovación pedagógica que prometía el Centro de Documentación y Orientación Didáctica de Enseñanza Primaria, que se vislumbraba en la revista Vida Escolar, estaban ausentes en estos tratados. Más bien parecían resúmenes en telegrama para que el opositor, con poco esfuerzo, repasara y pusiese al día conceptos y contenidos que ya sabía pero que tal vez los hubiera olvidado. De novedad, nada; los valores religiosos y patrióticos primaban sobre el resto. Para los autores la escuela seguía anclada en el pasado.
Y aquí estoy. Dos meses sin apenas tiempo libre. Las vacaciones de Semana Santa he permanecido enclaustrado repasando y repasando. La Memoria me la escribieron a máquina en el Centro Mecanográfico de la calle Méndez Núñez, frente por frente a donde doña Ramona daba sus famosas clases de música. Pero debería llevar dos Memorias: la que he preparado para presentarla y la que guardo almacenada en mi cerebro; la primera está realizada siguiendo los cánones marcados por el Ministerio; la otra, la auténtica, es la que tenía que haber escrito y las circunstancias políticas actuales me obligan a almacenar. Tal vez cuando la presente ya sabré si estoy en condiciones de aprobar la Oposición, pero primero tendré que realizar el ejercicio práctico para el que estoy citado la semana próxima en el colegio Joaquín Costa: su director me dirá a qué alumnos tengo que explicar las clases de la mañana y cuáles son los temas a tratar. Pasado el primer ejercicio vendrá, unos días después, la parte escrita. Todos los opositores aprobados en el práctico, desarrollaremos dos temas, sacados por sorteo, de los propuestos por el Ministerio. Se me esperan unos días apasionantes; mis alumnos van a notar que los dejo algo abandonados.
...Ay, amor. Y la niña seguía creciendo. Y nuestras caricias recibían en pago el regalo de un nuevo gesto, el inicio de un chapurreo que no entendíamos pero que cada uno le dábamos nuestra particular interpretación. Y apareció su primer diente que fue precedido de días de dolor: sus encías inflamadas le hacían babear, le robaban sueño y nos ponía la inquietud propia de unos padres primerizos. Los días de invierno pasaban lentos y oscuros; ilusionados esperábamos el despertar del campo que metía en la casa los primeros aromas, cantos y ritmos de la ansiada primavera.
Y la niña, tras gatear por el frío suelo, se quiso poner de pie. ¡Qué emoción! Agarrada a mi pierna levantaba su cuerpo pidiendo ayuda. Y el cuarto de estar se hacía más ancho para que ella lo pudiera disfrutar. Pasó el tiempo y dijo: papa-papa... Y tú sentiste envidia al ver que aprendió a llamarme el primero y a llorar cuando cerraba la puerta y me iba a la escuela.
La niña ya tiene año y medio. Corretea por el corral arrancando hierbas que a veces chupa. Le salen muchas niñeras que quieren llevársela a pasear. Ella goza con todas pero siempre mira tu cara para decirte que como tú no hay nadie. Que en tus manos y en tu corazón está su verdadero bienestar. ¿Qué será de ella cuando se convierta en moza? La miramos ilusionados y nos hacemos muchas preguntas. ¡Qué tontos somos! Nos creemos los únicos padres que quieren a su hija, y cuando vemos a otra de su misma edad siempre hacemos comparaciones. Pero ella a lo suyo: comer, jugar, dormir...
Jaime, con tranquilidad disimulada se adentró en el aula. Observó la sala con detenimiento y se sentó en la parte de atrás. Allí permaneció atento hasta que terminó su antecesor. El presidente del tribunal dijo en voz alta:
-Señor Sanz Ballester, su turno.
Llegó a la tribuna decidido; saludó a los componentes del jurado y el inspector le devolvió una sonrisa fingida que él tuvo que corresponder. Ocupó el asiento que le habían destinado y, contrariamente a lo que el anterior opositor había hecho, dejó encima de la mesa la Memoria y sin abrirla comenzó a hablar. Tuvo unos instantes de cierto titubeo pero enseguida se lanzó con entusiasmo a contar lo que para él significaba ser maestro. Les habló de su vocación, de su metodología, de la dedicación exclusiva a la escuela, pero también de las dificultades que había tenido que compartir con su esposa para sobrevivir con un mínimo de dignidad. El espíritu de ella estaba presente a lo largo de la disertación, y esa presencia espiritual fue la que en los momentos difíciles supo sacarle del apuro para seguir adelante.
Pasados treinta minutos de un monólogo sin interrupción, el presidente, mirándole un tanto sorprendido, le dijo:
-Señor Sanz Ballester, está bien, está bien. Creemos que ya es suficiente. Le dé a su esposa mi más sincera enhorabuena. Tal vez ella le haga ganar la plaza en Zaragoza.
Ya se iba a marchar cuando el inspector lo llamó.
-Espere un momento. Usted nos ha contado cosas interesantes, y algunas novedosas, pero esas novedades ¿se las comunicó a su inspector cuando lo visitaba? ¿Dejó constancia en el Libro de Visitas?
Jaime respiró profundamente intentando relajarse; luego, poniendo cara seria le contestó:
-Señor. Ni en Manchones ni en La Zaida, ni cuando estuve provisional en Zaragoza, recibí visita de inspección. ¡Ojalá lo hubiera hecho! En un pueblo, la soledad del maestro ante sus problemas es a veces agobiante. ¡Cuánto hubiera agradecido un consejo, una ayuda, una orientación!
El inspector tomó nota en su cuaderno pero no le respondió. El tribunal comenzó a levantarse. Jaime salió lentamente de la sala; en el exterior no quedaba nadie. En aquel silencio del largo pasillo sintió que las paredes querían hablarle: los carteles que en ellas se exponían empezaron a moverse a su paso. A lo lejos, junto a la puerta de salida, le pareció vislumbrar la figura de su esposa. No, no era posible; ella se encontraba en el pueblo con la niña. Quiso ir a su encuentro y la sombra desapareció. No lo dudó; aquel espíritu juguetón que le hizo señas estaba seguro que era ella; la había tenido presente en su disertación y venía a darle la enhorabuena.
-¡Lo conseguimos! –le gritó.
La sombra desapareció. Salió a la calle. El sol de las dos de la tarde caía con fuerza sobre la acera sin árboles. Un taxista con el cartel de libre en su vehículo lo miró ofreciendo su servicio. No le hizo caso y siguió andando, necesitaba que su cabeza y su corazón volvieran a la realidad.
La vuelta al pueblo, que realizó en tren, se hizo más larga que en otras ocasiones por un retraso en el trasbordo. Llegó al anochecer, cuando muchos vecinos tomaban la fresca sentados en sillas de anea y poyetes toscos de madera. Recorrió toda la calle principal, y cuando divisó las viviendas de los funcionarios descubrió a su esposa e hijita que lo esperaban impacientes en la puerta.
-¿Todo bien, mi amor?
Un tanto cansado, pero sin perder la sonrisa, les respondió:
- Me he esforzado todo lo posible, creo que lo conseguiremos. Ahora nos toca esperar.
Les dio un abrazo y se adentraron en la casa. A través de la ventana observó la luna llena que parecía sonreír. Mañana, pensó, me preguntarán mis alumnos cómo me ha ido el viaje a Zaragoza. Y yo, sonriente, les contestaré que muy bien, que el soñar despierto siempre pone esperanza en la vida.

Capilleta en Manchones

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