viernes, 4 de noviembre de 2016

MONAGUILLO PILLO

Monaguillo pillo.

Son muchos los días festivos que desde la cabaña escucho el sonido de las campanas de la iglesia anunciando con sus toques la próxima celebración de la misa. Si el aire es cierzo, los tantanes de su badajo se oyen con más intensidad recorriendo las laderas cercanas en donde rebotan produciendo un continuo eco. Las campanas hablan, o al menos lo hacían cuando de niños estábamos familiarizados con sus toques y sonidos. Su lenguaje sonoro, a veces misterioso, no necesitaba traductor para el buen parroquiano.

De niño yo era un feligrés que pasaba muchas horas en la iglesia. Tenía seis años, todavía no había realizado la primera comunión, cuando ya era monaguillo. Tan integrado estaba con la parroquia, y tan a gusto me sentía, que en muchas ocasiones me subía encima de una silla en la cocina de mi casa y predicaba, ante la complacencia de mi madre y sus amigas, las cosas que el mosén decía en la iglesia: ―Rezar, rezar mucho sin no queréis ser condenadas al fuego eterno‖, palabras que mis oyentes escuchaban con risas escondidas. Ser monaguillo y vestirte con sotana roja y roquete blanco para ayudar a misa, te hacía sentirte importante aunque no comprendieras las respuestas que en latín le tenías que dar al sacerdote. Pero tras repetir y repetir las palabras llegabas a identificarlas y pronunciarlas hasta con cierto sentimiento. Ya no era solamente el Dóminus vobìscum y su respuesta, sino todo el Confiteor Deo que tanto nos costaba aprender. En la parroquia éramos diez o doce monaguillos. Recuerdo a Paco Cebrián, José Mª Fortea, Antonio Caeles, José Mari Ubide (hijo de don Eduardo el farmacéutico), Domingo Laín, mi primo Pepe Sancho... En las misas ordinarias éramos dos los ayudantes; uno a la derecha y otro a la izquierda. El estar en uno u otro lado, de rodillas y detrás del mosén, tenía su importancia. El de la derecha era el que tenía la campana y se encargaba de tocarla en el Santus, en la Consagración y en el Agnus Dei. Además, en el Ofertorio él era el vertía vino y el agua de las vinajeras en el cáliz sobre el que el sacerdote ponía los dedos por el que se derramaba; luego, en el lavatorio, sus manos quedaban limpias como la patena en donde se guardaba la grandiosa forma que él comulgaría. El monaguillo de la izquierda se tenía que contentar con pasar el misal, en su soporte, del lado de la Epístola al del Evangelio, único momento de la misa, durante su lectura, en que podíamos ponernos de pie. Luego solía pasar la cajeta (un recipiente de hierro bastante pesado) en donde los asistentes al acto echaban abundante calderilla.

En las misas solemnes de terno, cuando los sacerdotes lucían hermosas y valiosas casullas adornadas con hilo dorado, había otro monaguillo más que se encargaba de sacar de la sacristía el incensario con la naveta. Era mayor que los ayudantes ordinarios y sentíamos envidia de él porque el portar dicha pieza, moviéndola rítmicamente de delante hacia atrás, le daba mucha categoría. Él se encargaba también de dar a besar la reliquia de la Paz a los sacerdotes y a las autoridades que se sentaban en los bancos laterales junto al altar mayor, bancos de madera oscura y recia que tenían mucho señorío. En ocasiones especiales, si venía alguna persona que tocara el órgano, teníamos que ir a manchar el grandioso fuelle para que el aire estuviera siempre presente; trabajo pesado que muy pocos queríamos realizar. En estas misas, además de cantos solemnes en donde sobresalían las potentes, pero delicadas voces, de Gloria Higueras y Carmen Cebrián, solía haber un sermón pronunciado por algún sacerdote invitado al que acompañábamos desde el altar hasta el púlpito, en cuyo lateral sobresalía un inquietante brazo sujetando una cruz. Sentados en sus escaleras, si lo que predicaba nos aburría, solíamos entretenernos jugando a contar los ángeles que había en el magnífico retablo del altar mayor o contemplando los reflejos misteriosos que la luz producía al introducirse por la grandiosa cúpula central.

En la parroquia, el sacristán era una persona importante cuyo trabajo no era bien percibido por todos. Sin embargo, siempre estaba pendiente de que los actos a celebrar, y su anuncio con el diferente repique de campanas que el señor Tomás tan magistralmente solía realizar, fuera entendido por todo el pueblo. Todas las mañanas lo primero que realizaba al entrar en la sacristía era mirar en el Ordinario de la misa qué color le correspondía al día señalado; aunque estaba escrito en latín él entendía cuando era el blanco, el verde o el morado. Elegido el color sacaba la casulla correspondiente con su estola y manípulo y lo colocaba encima de la grandiosa cómoda que había en la sacristía; sobre ella depositaba con mucho cuidado el alba, el cíngulo y el amito. Luego recorría el altar para comprobar si las velas estaban bien puestas y podían encenderse. Con anterioridad ya había llenado las vinajeras con el agua y el vino (bebida especial que procedía de la cosecha de Bautista Julián), y se había preocupado de cortar de las grandes obleas las formas que se consagraban en la misa. Los monaguillos, que nos comíamos golosamente los recortes, apreciábamos al señor Tomás, y aunque en ocasiones parecía tener mal genio -se decía que sufría dolor de estómago- nos llevaba muchas veces al cuarto del reloj en la torre para ver cómo le daba cuerda subiendo con un manubrio las pesas de aquella pesada maquinaria, trabajo que a veces era realizado por su hijo. En ocasiones, subiendo por aquellas escaleras carcomidas, llenas de palomina y plumón que a muchos les hacía estornudar, nos dejaba llegar hasta el techo de las bóvedas en donde las palomas zureaban su amor en un sonsonete acunante. Otras veces, sobre todo cuando en la Semana Santa le ayudábamos a montar el Monumento, recorríamos con él los escondrijos más profundos que tenía la iglesia, y hasta nos
enseñaba una tumba secreta en la que decía que existía enterrada una momia. ¡Qué sueños con esa momia!

Los domingos, después de la misa Mayor, el mosén nos daba una pequeña paga, y aunque su cantidad era exigua todo tenía su valor; con ella podíamos comprar alguna chuchería a la tia Chopa que todas las tardes festivas se aposentaba en un rincón de la plaza. Cuando había una boda también recibíamos propina por parte del padrino que, según quien fuese, era más o menos generoso. En los bautizos éramos igualmente recompensados; y a veces hasta nos traían a la sacristía chocolate y bizcochos que glotonamente devorábamos. Luego, en la puerta de la iglesia nos uníamos a los demás chicos y chicas que gritaban a coro: ―¡Echar, echar, si no el niño se morirá!‖. Qué crueles éramos, pero el grito surtía efecto y de los bolsillos de los padrinos salían volando abundante caramelos, y en ocasiones hasta calderilla, que con avidez nos lanzábamos a recoger.

También teníamos momentos duros y difíciles. Era cuando el sacerdote te mandaba que tocaras en la puerta de la iglesia la campana de los Viáticos. Su sonido misterioso y profundo volaba pronto por todo el pueblo y eran muchas las personas que se asomaban a la puerta de su casa preguntando para quién era. Ese ―para quién‖ creaba momentos de suspense que aceleraban los corazones. Pronto acudían a la iglesia voluntarios, sobre todo mujeres, que con velas encendidas acompañaban al sacerdote hasta la casa del enfermo. Los monaguillos entrábamos con él hasta la habitación en donde sobre la mesilla, junto a la cama, lucía casi siempre una parpadeante lamparilla. Encima de la cabecera, varias imágenes de santos y vírgenes adornaban el ambiente. En aquel escenario tan tétrico, el mosén le decía al enfermo tras llamarlo por su nombre: ―El señor viene a su casa y debe ponerse contento por su visita‖. Si la persona estaba consciente solía sonreír con ese deseo del que espera el milagro de la curación. Pero en muchas ocasiones, sobre todo en ancianos, apenas podían pronunciar palabra alguna y su respiración dificultosa les hacía toser. El darle la comunión en aquella situación era problemático; había que inclinarlo y ayudarle con un poquito de agua para que la sagrada forma no se le quedara en la garganta. Luego venía el momento de administrar la extremaunción, ungir diversas partes de su cuerpo con los santos óleos. Los monaguillos nos sentíamos cohibidos ante semejante situación, especialmente cuando el sacerdote descubría el pecho y los pies del encamado al mismo tiempo que realizaba la señal de la cruz; aquella piel callosa, arrugada y triste, testigo de vivencias infinitas, no se inmutaba al ser humedecida con el aceite sanador. En los familiares directos se reflejaba la angustia que instintivamente se nos transmitía a los acompañantes. De vuelta a la iglesia el sacerdote agradecía a todos los acompañantes su asistencia y hacía votos para que el enfermo sanara o en caso contrario tuviera un encuentro feliz con Dios. Ese Viático entró en la alcoba de mi casa siendo yo monaguillo cuando mi madre, cuarenta años recién cumplidos, luchaba con su último estertor. ¡Cuánto le pedí yo, niño feliz a su lado, para que se curara! Pero mi deseo no fue correspondido. Y un trece de octubre, recién comenzada la vendimia, quedé huérfano para siempre. Desde aquel día mi relación con el que todo lo ve y todo lo puede quedó bastante deteriorada.

Con la llegada de la Cuaresma, y sobre todo en la Semana Santa, el trabajo de los monaguillos se multiplicaba. Los viernes, además de guardar ayuno y abstinencia, se celebraba el Vía Crucis en el interior del templo conmemorando cada estación delante de las imágenes que cuelgan en sus paredes.

El sacerdote, acompañado de tres monaguillos, uno portando la cruz y los otros con candelabros encendidos, comenzábamos el recorrido. La primera estación, situada en el altar mayor, nos mostraba a un Jesús semidesnudo cogiendo la cruz que debía soportar a lo largo de su camino al Calvario. Los asistentes al acto permanecían en sus asientos arrodillándose y levantándose en cada estación y de forma especial cuando el sacerdote anunciaba las diferentes ocasiones en que Jesús caía en tierra.

Todos los chicos, arrodillados, besábamos emocionados las frías baldosas del suelo produciéndose a veces situaciones grotescas que nos hacían reír. Los cantos de ―Perdona a tu pueblo, Señor‖ resonaban solemnemente por todo el templo creándose una atmósfera esotérica que ponía inquietud y temblor en los corazones. El misterio se acrecentaba en los actos solemnes del Jueves y Viernes Santo, sobre todo cuando delante del grandioso Monumento colocado en el lado derecho de la iglesia, dos solados romanos de madera custodiaban al Santísimo. Esa solemnidad se rompía por la tarde cuando llegaba el momento de ―matar a los judíos‖: un estruendo producido por el martilleo continuo sobre las tablas que cada niño llevábamos, era acompañado por el girar intermitente y alborotador que la chicas producían con su carracas. Las palomas de la torre, que ya descansaban en sus nidos, huían desconcertadas buscando un lugar más tranquilo. Para la Semana Santa, llena de sermones, confesiones y comuniones, siempre venía algún fraile predicador. Estos días aprovechaban la mayoría de los hombres para ―cumplir con parroquia‖ y anotar su nombre en las listas que el sacerdote realizaba en la sacristía; sabían que si no quedaba registrado su cumplimiento podían ser amonestados y publicar sus nombres en una lista en el atrio de la iglesia.

En los entierros, y en los funerales llamados ―Cabos de año‖, también éramos parte importante en su celebración. Los cantos de los responsos, todos ellos en latín, resultaban altamente significativos. En este quehacer aparece una persona que siempre estaba dispuesta a colaborar: Jacinto Polo, un hombre sencillo y bondadoso que llevaba los bolsillos de la chaqueta llena de libros litúrgicos. De su voz, un tanto chillona y desafinada, se escapaban gorgoritos extraños que a veces nos hacían reír; pero él, siempre muy educado, no se daba por aludido y gozaba enormemente. Jacinto Polo, que conocía la técnica del solfeo, era un asiduo protagonista en la mayoría de los actos religiosos; su figura, extraña y huidiza, marcó una época en la vida de la parroquia. Los monaguillos le gastábamos alguna broma escondiéndole alguno de los muchos libros que usaba pero él nunca se sintió ofendido. Cuando más gozaba era en los cantos de los entierros detrás de la caja del difunto al despedirlo en el atrio de la iglesia, delante de la pila del agua bendita. Al entonar el sacerdote, vestido con capa negra, el Libera me, Domine, de morte aeterna... Jacinto Polo y los monaguillos contestábamos: Quando caeli moevendi sunt et terra... Para luego continuar con: Dies illa, dies irae, calamitatis... Y en este gori gori latinesco, nuestros cantos se mezclaban con los suspiros y llantos de los familiares que a los laterales de la caja se situaban. Terminado el acto, una triste soledad, barnizada de incienso y cera, hacía que nuestros pasos de vuelta a la sacristía resonaran misteriosamente por las bóvedas del templo mientras las campanas, con sus tañidos quejumbrosos, hacían sonar los últimos tantanes.

Otros momentos que me han recordado mi época de monaguillo han sido cuando al llegar a la cabaña temprano, con el sol desperezándose en la lejanía, oigo el cantar de las aves madrugadoras que, como la alondra, desgranan sus melodías alegremente siendo difícil localizar su posición. Estos cantos matutinos, despertadores de vida, me evocaban las auroras que en mi infancia cantábamos recorriendo las calles de la localidad. Los ―cantos de aurora‖ era una tradición que estaba muy arraigada en los pueblos de Aragón. Era rara la localidad que no dispusiera de sus cantores, generalmente hombres, que recorriendo el pueblo entonaban de madrugada variadas estrofas invitando a la gente a participar en el rosario que luego se iba a rezar. Esta costumbre, que databa del siglo XVII, fue instituida por los frailes dominicos para su arraigo en las clases populares. Según cuenta la Gran Enciclopedia Aragonesa, en Bujaraloz se cantaba la siguiente estrofa: El rosario de la madrugada / es para los pobres que no tienen pan; / que los ricos están en la cama / para que el relente no les haga mal.

En Paniza el canto de la aurora estaba muy institucionalizado en la década de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado. Se cantaba en los días festivos de primera clase antes de que amaneciera, días en que la misa mayor era especial en cuanto a los cantos y a la forma de vestir del sacerdote -casulla de gala con adornos de hilo dorado- y los monaguillos con pequeñas y valiosas dalmáticas; misas en las que el incensario estaba presente y se repartía la reliquia de la paz a las autoridades que ocupaban los bancos laterales junto al altar.

Los participantes en la aurora teníamos el lugar de encuentro en la barbería del practicante Arturo Lázaro, situada en los bajos de la ―Casa Capaz‖. Cuando los cantores llegábamos en los días de invierno ya tenía el practicante la estufa encendida, y a su alrededor se calentaban nuestras manos mientras ensayábamos la letra de la aurora que íbamos a entonar. Con siete y ocho años ya acudía a cantar; mi madre me despertaba con delicadeza para no asustarme, y aunque le dolía que madrugara tanto sabía que me gustaba. Entrar en la barbería y ver a tantos hombres con pellizas, tapabocas y boinas calentándose imponía bastante, pero enseguida desaparecía el temor al ver la delicadeza con que nos trataban. Entre los asistentes había una persona que era indispensable; no cantaba, porque apenas oía, pero era el portador de la especial campana que guardaba en su casa como una joya y servía, con sus misteriosos toques, para anunciar en cada esquina que la aurora llegaba: se llamaba Pepe Pérez y era sastre.

El sacerdote Domingo Agudo es el autor de la música y letra de las auroras que cantábamos. Sus composiciones sencillas –compás de cuatro por cuatro- tenían el encanto de que las voces agudas de los chicos no desentonaban con las graves y profundas de los mayores; el conjunto resultaba emocionante, y oírlo en la distancia ganaba en calidad. El primer canto se realizaba delante de la barbería, en la misma plaza. Tras los tres toques de campana comenzábamos a cantar poniendo lo mejor de nuestras voces para que el acto resultara atinado. Al concluir, de nuevo sonaban los tres toques que anunciaban la continuación. Seguíamos andando por la calle Mayor para pararnos en las siguientes esquinas: Horno Alto, Julio Palacios, Tejedores y Cuatro Esquinas. Iniciábamos luego la subida por calle Ancha hasta llegar al Somontano en donde si hacía cierzo nos refugiábamos en la fachada de la casa del zapatero, enfrente al hospital. Aquí dábamos la vuelta volviendo a cantar en las esquinas opuestas hasta llegar a la de la Montserrat, para concluir en las restantes de la calle Mayor.

 En este largo pero pausado recorrido, contemplábamos cómo en muchas casas se encendían las luces y sus propietarios escuchaban en la penumbra sin asomarse, aunque en ocasiones, sobre todo en las fiestas navideñas, alguna ama de casa bajaba al portal y nos ofrecía galletas y moscatel para aliviarnos el frío. En agradecimiento le cantábamos de nuevo la aurora.

Terminados los cantos, los monaguillos entrábamos en la iglesia para acompañar al sacerdote y a las muchas mujeres que habían acudido a nuestra llamada. De nuevo se iniciaba otra vuelta al pueblo rezando y cantando el rosario. Viva María / Viva el rosario / Viva santo Domingo / que lo ha fundado, era la estrofa que más se repetía entre misterio y misterio, siendo ahora las voces femeninas las que predominaban cuando ya el día comenzaba a dejase ver. A los monaguillos aún nos quedaba la obligación de ayudar al sacerdote en la misa primera, acto que repetiríamos a las diez de la mañana en la llamada misa mayor que, tras el canto de las antífonas delante de los libros que había en el facistol del coro, se celebraba solemnemente. Tras más de dos horas podíamos volver a casa; por la tarde aún quedaría por celebrar las Vísperas y Completas y un nuevo rosario. ¡Cuántas horas dedicadas a una liturgia de la que ningún provecho sacábamos!

Letras de las auroras :

(8 de diciembre: día de la Inmaculada)

Hoy es día de la Inmaculada,
aurora dorada del divino sol;
hoy es día de santo alborozo
que inunda de gozo
al pueblo español.
Cristianos venid,
devotos llegad,
a rezar el rosario a María
que es pilar y guía
de la Humanidad.
(25 de diciembre. Navidad)
Maltratados de nieves y hielos
el rey de los cielos
hoy nace en Belén.
Y sin cuna, ni ropa, ni alhajas,
en lecho de paja
se duerme mi Bien.
Cristianos venid......
(1 de enero: Año Nuevo)
Ley divina, inflexiva, imponía
a la grey judía
la circuncisión.
Y la Virgen camina hacia el templo
para dar ejemplo de su devoción.
Cristianos venid...
(6 de enero: Reyes)
Procedente de tierra lejana
regia caravana se acerca a Jesús;
centelleos de mágica estrella
los bañan en bella
y misteriosa luz.
Cristianos venid...
(8 de septiembre: Virgen del Águila)
Paniceros, dejad vuestras penas,
la aurora serena ha salido ya;
y a la cresta del monte se asoma
la blanca paloma que nos salvará.
Cristianos venid...

Bóvedas de crucería de la iglesia de Paniza.

Cúpula de la iglesia.

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