EL TRILLO DEL ABUELO
Cuando al rayar el alba tío
Francisco empujó la puerta para entrar en la estancia de la era donde dormía el
abuelo Remigio, comprobó que no se podía abrir. Algo había detrás que ofrecía
resistencia. Tío Francisco al anochecer anterior había ido al pueblo para
llevar el grano recopilado, y volver con el avituallamiento necesario para
seguir la trilla del resto de la cosecha de cereales de aquel año 1943.
Era costumbre que durante
la trilla del cereal alguien se quedase a dormir en la era. Lo hacían todos por
vigilancia y por comodidad para no tener que recoger los utensilios todos los
días. Esa noche se quedó el abuelo sólo.
Recuerdo que alguna vez yo
me quedé acompañándole. Era un verdadero placer dormir sobre la paja en el
silencio de la noche y el contemplar de las estrellas. Tenía la impresión de
que el abuelo se las conocía todas. “Todas tenían su nombre”. A la madrugada cuando
empezaba a refrescar, el abuelo me despertaba y nos metíamos al más (habitáculo
de personas y pequeños enseres, junto al pajar y a la cuadra para las
caballerías) hasta la salida del sol. La madrugada tenía un encanto especial:
olía a humedad, frescura, y sobre todo olía a la mies almacenada y preparada
para ser trillada, triturada, y separar el grano de la paja. Los pájaros, los
grillos y demás pequeños seres daban la bienvenida al nuevo día. Era una
gozada. Lo es ahora para mí, recordarlo después de sesenta años vividos y
alejados de aquel ambiente.
Tío Francisco empujó y
empujó la puerta hasta que por una abertura pudo penetrar en el interior.
Lo que había detrás de la
puerta era, ni más ni menos, que el trillo de repuesto que se guardaba en el interior.
Se había caído y obstaculizaba la apertura de la puerta.
Abuelo
Remigio Abuela Eulalia
Tío Francisco
En Albalate del Arzobispo
(Teruel), los carpinteros Abellán, José Gasco, Pellicero, José Tirao, eran los
que confeccionaban los trillos, y especialmente los constructores de carros y
demás aperos de labranza y de recolección como Martín Aparicio, Pedro Aparicio,
Angel Nogués y Basilio Plou.
En una economía de
subsistencia todos vivíamos directa o indirectamente de la agricultura. Los
cereales eran el plato fuerte de las cosechas: cebada, avena, morcacho
(morcajo, mezcla de trigo y centeno “todo terreno”), y el trigo por excelencia,
el más importante y a él se destinan las mejores tierras, porque con él se hace
el pan. Personas y animales tenían asegurado el principal alimento con estas
cuatro especies de cereales.
Por cierto, cuántas veces
el abuelo me recitaba el siguiente dicho:
“El trigo le dice al
morcacho:
- ¡Garras largas, pronto
espigas pero tarde granas!
Y le responde el morcacho:
- ¡Barbas de oro, cuando tú
no estás, yo socorro!”.
Y, efectivamente, en tiempo
de sequía y de malas cosechas el morcacho evitaba la escasez total. El pan era
muy malo, pero era pan y era alimento. Los chicos lo comíamos a regañadientes,
lo untábamos con aceite, vino, azúcar, leche de cabra, y en algún caso con miel
cuando se podía, pero lo comíamos.
El trillo era una tabla
dentada con piedras pedernal incrustadas en la madera sobre una superficie
ligeramente curvada hacia arriba en su parte delantera y tirada por
caballerías. Dos caballerías emparejadas. La más fuerte y ligera se colocaba en
la parte exterior para lograr el tiro simultáneo y unificado. Sobre la otra
superficie del trillo, subían una o dos personas para hacer peso. Dos personas
al menos cuando comenzaba la jornada de trilla. La mies, la parva, estaba muy
hueca, como acolchada, sobre la que se deslizaba el trillo. Al comenzar la
mañana, las caballerías que estaban descansadas corrían en círculo tirando del
trillo sobre aquel “mar de mies”, que simulaban las olas en la imaginación
infantil. ¡Qué placer! Era un motivo para invitar a los amigos cuyos padres no
eran agricultores.
Los dientes de pedernal
poco a poco iban desmenuzando la mies a medida que avanzaba la mañana y el sol
calentaba. El sol era fundamental pues secaba la mies y hacía que quebrase
mejor separando el grano de la paja.
Toda la mañana dando
vueltas y vueltas sobre la parva.
De vez en cuando con la
horca “peinábamos” la mies de tal manera que lo que estaba más abajo subiera a
la superficie. De este modo la trituración se hacía más homogénea.
La era
para trillar. Verano de 2.007.
Hacia las tres de la tarde,
cuando el sol más calentaba, y cuanto más calor hacía, mejor; la parva estaba
tan triturada que parecía una alfombra brillante con múltiples reflejos. Se
diría que aquello no era paja, “eran cristales resplandecientes”. Era como un
remanso de paz en el lago. Era el momento de la trilla de tío Francisco. Desde
mi somnolencia le oía cantar jotas aragonesas, flamenco, y canciones
especialmente sentimentales. Eran melodías suaves y profundamente añoradas.
Eran como la canción de cuna que uno se cantaba a sí mismo, pero en este caso
se cantaba para no dormirse. El esfuerzo por no dormirse en aquella calma
chicha era grande. A las caballerías sin permitir que se parasen, se las dejaba
caminar a su natural impulso. Era el momento más fuerte de la trilla. El sol
aplastaba. Toda la naturaleza parecía aletargada. Solo las chicharras con su
sonsonete permanente y monótono invitaban más a dormirse. Aunque los críos, con
nuestros sombreros de paja, nos dedicábamos a buscar caracolas de monte,
observar nidos de pájaros y perseguir lagartijas. En esta canícula se imponía
el “trago del segador”, un buen trago de vino tinto que daba energía interior,
y a continuación un trago de agua refrescada en la bodega.
Había otro tipo de trillos
en los que las piedras pedernal eran sustituidas por rodillos dentados de
hierro. El trillo pesaba más y trituraba mejor. Era arrastrado por las
caballerías más fuertes. Los herreros Enrique Alquezar, Juan Bofil, Alejos
Martín y Julián Martín preparaban la parte metálica para que los carpinteros la
acoplasen a los trillos. Éstos eran trillos de categoría superior. El normal,
el de los menos pudientes, era el trillo de dientes de pedernal. Era el que
nosotros usábamos.
Cuando la mies estaba
perfectamente triturada, hacia mitad de la tarde, se recogía con la
“replegadora” tirada por las mismas caballerías en un solo montón y a un lado
de la era. Quedaba preparada para la fase siguiente, la de aventar la parva.
Pero para ello había que esperar que se levantara el viento solano o de
Levante. En alguna ocasión, en ausencia de viento, llegó a ocuparse la era con
varias parvas amontonadas. Por falta de espacio se tenía que dejar de trillar.
Cuando llegaba el viento todos corríamos para aprovechar “la volada”. Un viento
excesivo como el cierzo no era bueno para el aventaje, pues su fuerza era tal
que se llevaba todo.
Colocadas dos personas una
a cada lado del montón de parva trillada, una de derecha a izquierda, y la otra
de izquierda a derecha, se cogía una palada de parva y se lanzaba en alto hacia
adelante. El ligero viento hacía que la paja fuera hacia un lado y el grano, al
pesar más, caía en un montón un poco más adelante. Naturalmente la separación
no era del todo perfecta, por lo que había que pasar a la fase de “acribar” o
cribar el grano. La criba hacía que el grano cayese limpio al “terníz” (tela de
cáñamo) extendido en el suelo y la granza, o granzón, quedaba apartada para
echarla con la paja. Se recogía el grano en talegas o sacos y se almacenaba en
los graneros o almacenes de las casas.
La hora de la cena en la
era, al aire libre, y hacia el anochecer, suponía un gran alivio. El olor a la
fritada vegetal con frutos de la propia huerta era muy reconfortante. Un huevo
pasado por agua hirviendo y..., a soñar.
La puerta estaba a la
derecha del habitáculo. Por lo que hacia la izquierda se encontraba el espacio
útil. Aquí estaba el trillo apoyado sobre la pared en sentido vertical. El
abuelo se preparaba la cama en el suelo teniendo como cabezal al trillo. Era
una costumbre del abuelo, o una manía, apretar y apretar la almohada hacia la
pared. Quizás ello hizo que el trillo se pusiese cada vez más verticalmente
hasta llegar a perder el equilibrio en un momento dado. Lo cierto es que el
trillo a lo largo de la noche perdió su equilibrio vertical y cayó. Pero lo
normal hubiera sido la caída hacia adelante por la propia inercia. No fue así.
El trillo cayó hacia su
lado derecho llegándose a apoyar sobre una silla, que cerca de la puerta hacía
de mesita de noche. Por lo que la altura de la silla permitió un hueco entre el
trillo y el suelo. Fue lo suficiente para que la cabeza del abuelo no sufriera
ningún daño. Ni siquiera el abuelo se percató, o no le dio suficiente
importancia en la oscuridad, porque continuó durmiendo hasta que al amanecer
tío Francisco intentó abrir la puerta. Si el trillo en su caída hubiera seguido
su trayectoria natural, habría aplastado de lleno todo el cuerpo del abuelo.
Cuando, hacia las ocho de
la mañana, mi madre y yo nos incorporábamos para las labores de la trilla, así
nos lo contó tío Francisco. Y tal como lo dijo, lo escribo. Han pasado ya más
de sesenta años.
Éste ha sido un recuerdo
que he conservado siempre.
Entre la familia lo hemos
comentado muchísimas veces. Todos creímos a tío Francisco, porque era un hombre
que no mentía nunca, al igual que el abuelo. No se permitía a sí mismo las
mentiras piadosas para disimular, o evitar males mayores. Lo que tío Francisco
decía, “iba a Misa”. Eso sí, todos estuvimos perplejos ante tal hecho.
Durante todo el día el
abuelo permaneció muy callado, silencioso, muy serio.
No comentó absolutamente
nada. Pero yo estoy seguro de que en su silencio, con su silencio, no cesó de
dar gracias a Dios.
El abuelo ya nunca volvió a
quedarse solo en la era. Siempre estuvimos alguien con él.
Zaragoza, 4 de Abril de
2006.
Bibliografía:
Anuario
General de España, de Bailly-Baillière-Riera, 1944.
Memoria de
los hombres-libro. Guía de la Cultura Popular del Río Martín, de Luis Miguel
Bajén García y Fernando Gabarrús Alquézar. Biella Nuei Sociedad Cooperativa,
2002.
NOTA:
Publicado en la Página Web: www. etnógrafo.com de Emilio García Gómez.
Etnografía de la memoria.
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