PASTOR, CAMINERO, LABRADOR Y MINERO.
Su marido era pastor de
ovejas y a penas le veíamos. Se pasaba la vida en el monte con su rebaño, su
perro y su borriquillo. Todos los días del año en plena naturaleza. Solamente
se le veía durante las principales fiestas que se celebraban en el pueblo, o
cuando una gran nevada impedía sacar a apacentar los animales. Cuando volvía a
casa, casi nadie se apercibía de ello. Llegaba tarde y madrugaba mucho. Así era
su jornada.
Con su esposa, Teresa la
“Aguilara”, vivían en el número once del Cantón Curto. En el segundo tramo del
Cantón. Tenía el matrimonio dos preciosas hijas: Carmen y Mari Pili. Cuando
íbamos a la escuela, lo hacíamos juntos todos los chicos y chicas.
Cruzábamos el pueblo por
Las Losas, Plaza de la Iglesia, Calle Mayor, Plaza Nueva y Plaza del Convento
hasta llegar al estupendo edificio donde estaban ubicadas las cuatro clases
para chicos y otras cuatro clases para las chicas. Los chicos en la primera
planta y las chicas en la segunda.
El paisaje era
extraordinario: el río Martín con su fértil huerta, el Cabezo de Cantalobos o
de la Cruz, y detrás San José, el Cementerio, las eras donde se trillaba el
cereal (eras de San José o de “Las Lastras”), y al fondo…, al fondo…, el
Barranco de la Hoz y los montes a partir de los cuales comienza una elevada
extensión de tierra entre El Taconero (523 m.), el Llano de la Chumilla y El Saso. Es
el comienzo del Desierto de Calanda, donde confluyen los términos de Urrea de
Gaén, Híjar, Alcañiz, Calanda y Andorra.
.
Un día, y en una de
aquellas sesiones de “teatro-tertulia” que teníamos, una de las dos hermanas
nos sorprendió con esta especie de filosofía popular que tanto abunda en el
seno de la vida de las gentes y sobre las apariencias en la vida de los
humanos.
Decía así:
Mucho reloj y mucha cadena
y cuando llegan a casa no tienen cena,
porque el puchero está roto con una raja
y por allí se sale…., la calabaza.
En el Nº 12 vivían la tía
Josefa, la “Mochuela” con su marido, Manuel Arnas, y sus tres hijas Pilar,
Manuela y María. La primera se fue a trabajar a Francia, las otras dos
siguieron en Albalate.
El tío Manuel era caminero,
que entonces era un oficio muy extendido en España. Consistía en mantener en el
mejor estado posible las carreteras españolas: las cunetas limpias, los baches
parcheados y las señalizaciones en buen estado.
En lugares estratégicos,
cruces de carreteras, y en zonas de poblaciones con una cierta relevancia, se
levantaban unos edificios llamados “las Casillas”. Eran almacenes para
herramientas, materiales, maquinaria, y junto ellos normalmente se encontraban
además las viviendas del Caminero Jefe.
Próximo al oficio de
caminero andaba el de picapedrero.
Colocadas unas antiparras
en los ojos, a veces una careta de fina malla de alambre, en las piernas y
rodillas unas espinilleras y rodilleras, y calzadas unas botas, el picapedrero
se pasaba todas su jornada partiendo guijarros de río en una “parva” sobre la
cual poco a poco desmenuzaba las piedras con las que se parcheaban las
carreteras amalgamadas con alquitrán.
La única herramienta de la
que disponía era un mazo pesado de hierro con un largo mango de madera.
Una y mil veces las piedras
eran golpeadas hasta reducirlas a un tamaño adecuado para el allanamiento de
los pozos que se iban produciendo en las carreteras. Piedras picadas y
alquitrán eran los materiales elementales empleados.
En el peor de los casos se
usaban solamente piedras, tierra y agua apretadas con unos tacos fuertes y
macizos de madera con un mango que permitía subirlo y bajarlo verticalmente
golpeando con fuerza el suelo. Hacía el efecto del almirez.
Albalate
del Arzobispo desde “El Palomar”. Años cuarenta.
María al casarse con
Antonio se fue a vivir a “Las Canaletas”. Fueron los padres de Antonio y de
Manolo. El padre se dedicaba a cultivar “los corricos de tierra” que poseía.
Más tarde se puso a trabajar como minero en las Minas de carbón en Ariño. La
mina fue la salida más airosa, económicamente, para muchos albalatinos. El
dinero comenzó a correr y la vida cambió. Del campo a la mina y de la mina a
sus “tierricas” para sacar los alimentos elementales; y posteriormente, como
distracción y entretenimiento. Además con ello creían conservar “las propias
esencias” de sus antepasados.
Manolo casó con mi prima
hermana Carmen Molina, que con sus hermanas, María y Lucía, eran las tres hijas
de mi tío Paco y de mi tía Antonia. Paco, Carmen, Laureano, Teresa y José eran
los hijos de mis abuelos Santos y Blasa.
Manolo y Carmen terminarían
pasando, como hicimos muchísima gente, del campo a la ciudad, de hombres
rurales a hombres urbanos.
Como dice el lema de la
Página Web Etnografía de la memoria donde se encuentran estos relatos: Padres rurales
e hijos urbanos: lugares, oficios, emigración y supervivencia.
De la abuelica viuda del número 15, la casa de las escalericas, ya ha
quedado dicho en otro relato: “algunas abuelas vivían solas pero no estaban
solas”, porque los vecinos estaban pendientes de ellas.
En la última casa del Cantón, el número 19, vivieron en un principio, el
tío Paco, el “Sabio”, y la tía Pilar, su esposa. Tuvieron dos hijos llamados
Paco y Mariano. Paco, el mayor, era un buen amigo. Creo que era primo hermano
de mi amigo Miguel, por lo que la amistad con Paco quedaba doblemente
fortalecida. Mariano nació más tarde con el que no tuve mucha relación, porque
se fueron a vivir a la calle del Tremedal.
La casa quedó ocupada por la Tía Gregoria, la “Pañeda” y su marido el tío
José, el “Pites”. Sus hijas fueron Fina, Paca, Pilarín y Alicia. Pilarín fue
con la que tuve más relación por ser de la misma edad que yo. Compartíamos
ilusiones, juegos y sentimientos. Cuatro chicas, buenas mozas, cuya presencia
se dejaba notar en la calle.
En una de aquellas sesiones de “teatro”, Pilarín salió con el tema que
hoy en día se suele llamar el síndrome post vacacional o algo parecido.
Decía así:
Lunes,
desgana; martes, mala gana;
Miércoles, no
me da la gana; jueves, lo dejo para mañana;
y viernes,
comienza el fin de semana.
El número 17 de la calle era una segunda salida de la casa que daba al
Barrio Bajo. Apenas esa puerta se abría alguna vez. Junto a la puerta, y bajo
la casa, había una abertura en la pared con una rejilla de hierro que era un
“caño” o colector de las aguas pluviales y que en su final iba a parar a la
acequia baja del pueblo o incluso al río. Esto era corriente, lo sigue siendo
hoy en día, debido a la estructura urbana del pueblo apiñado alrededor del
Castillo.
Además de este colector de aguas
pluviales en el Catón Curto, había varios en distintas calles del pueblo, como
el del tramo bajo del Tremedal, el de la casa de Muniesa en la Av. de Teruel,
el de la Plaza del Voluntario, y el gran colector o barranco de la Plaza del
Convento.
Este barranco se llamaba el del “Arco el Pín” donde desembocaba al río
Martín. Barranco que ha sido convertido, una vez canalizado, en la calle de
Pedro Gil. Calle muy animada especialmente en días festivos. Plaza del Convento
y Ronda del Pintor Gárate, paralela a la ribera, quedan unidas por el antiguo
barranco urbanizado.
Y al final del Catón estaba el túnel o pasadizo que nos unía al Tremedal.
Era otro barrio, otras gentes. Otra salida y entrada al pueblo, como era la del
Portal de Santo Domingo.
Tanto el Cantón Curto como el Barrio Bajo unían el Portal del Pozadero
con el de Santo Domingo. Entradas y salidas del campo a la Villa y de la Villa
al campo.
Lo mismo ocurría en tiempos medievales con el Portal de San Antonio y con
el Portal de Santa Bárbara. Campo y pueblo quedaban unidos por los cuatro
puntos cardinales.
Villa cerrada y campo abierto. Monte abierto y seguridad en el pueblo. Se
dominaban las tierras y se resguardaban en el pueblo. Se conquistaba hacia
fuera, y se profundizaba hacia dentro construyendo seguridad, solidaridad,
convivencia, y en definitiva ciudadanía.
Desde el “Almudín” del Ayuntamiento.
Cuatro Puertas en el pueblo y la Plaza en el centro. Ayuntamiento e
Iglesia, juntos, frente a frente. Colaboradores a lo largo de la historia, pero
también indebidamente mezclados e indebidamente hostigados en otras ocasiones.
Porque no hay que olvidar que cada uno tiene su propio cometido. “Al Cesar, lo
que es del Cesar, y a Dios, lo que es de Dios”.
Cuando el viajero, con el que comenzábamos estos relatos, volvía del
Ayuntamiento y bajaba por la cuesta de Las Losas, unas vecinas del Cantón le
observaban mirándole de arriba abajo. Cuando estuvo cerca, le sonrieron y le
dieron los buenos días. El viajero cortésmente les respondió con una media
sonrisa, mezcla de sorpresa y agradecimiento.
Instalado en su asiento del autobús reclinó su cabeza y se puso a pensar.
“Qué interesante sería conocer algo más de esas gentes del cantón tan oscuro en
invierno, pero tan fresco en verano”. Y pensando, pensando, se quedó dormido.
Cuando despertó a través de la ventanilla observó a lo lejos la silueta
del Pilar de Zaragoza. El viajero había llegado a su destino.
Zaragoza, Enero de 2008.
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