I.- FAMILIA Y PUEBLO:
PRESENCIAS DEL PASADO
La calle era estrecha,
empinada y oscura. Era el antiguo barrio judío en Albalate del Arzobispo, villa
instalada a orillas del río Martín, en la provincia de Teruel, al amparo del
castillo del los Señores Arzobispos de Zaragoza, bastión y fortaleza impregnada
en nuestra subconciencia, y paisaje gravado a fuego lento en nuestras mentes y
nuestros corazones.
Desde lejos se ve el
castillo y el pueblo acurrucado bajo él.
Albalate
del Arzobispo (Teruel). En el centro, el castillo. Foto: Laureano Molina Gómez
En el número 65, y hacia el
final de la calle La Churvilla, casi bajo la gran roca sobre la que se sustenta
el castillo, allí vivían Laureano y Pilar, juntamente con su hija de casi dos
años, María.
Era una casa pobre, pero
habitada con dignidad, y con la ilusión de una auténtica cristiana, mi madre, y
un entusiasta anarquista, mi padre. Allí nací yo.
La primera reflexión que
hago sobre mi recuerdo es: cómo una mujer tan cristiana pudo casarse con mi
padre, tan entusiasta anarquista. Anarquista y ateo porque era pobre. Como su
padre, pastor de ovejas a jornal. Y roturador de tierras, para poderles sacar
algo que llevarse a la boca.
Es el primer misterio de la
vida, del hombre. Pudo casarse porque
quiso. Se casó porque lo quería por encima de todo. El amor es lo que les unió.
La libertad anarquista del Comunismo Libertario es lo que lo permitió. Teísmo y
ateismo conviven mediante el amor y mediante la libertad.
Laureano y Pilar. Se casaron el 10-4-1934.
Pero si la pobreza de aquel
entonces era temida, más temida era la situación social que se vivía en el
pueblo y en España.
Era un 30 de Marzo de 1937
cuando yo vine a este mundo. En Febrero, Franco había bombardeado Albalate. Y
lo volvió a bombardear otra vez a mediados de Abril. Mi nacimiento era motivo
de alegría en la familia, pero también motivo de gran preocupación.
¿Qué iba a ser de nosotros
ante aquel panorama?
Mi padre se alistó en el
Ejército Republicano, para según él, intentar ganar la guerra y salvar las
colectividades del Bajo Aragón.
Mi padre,
Laureano Molina López (1909-)
Al perder la guerra se fue
al exilio como todos los demás. En Francia permaneció hasta 1966 trabajando
como viticultor en las viñas de “Maison Neuve”, en un pueblecito llamado
Tauriac le Morón, situado frente a la confluencia de los ríos Dordogne y
Garone, cerca de St.André de-Cubzac y próximo a Burdeos.
Francia fue para mi padre
como su segunda patria. Le dio lo que España no le pudo dar: orgullo de
sentirse persona trabajadora, estimado y reconocido como un buen trabajador de
la viña entre sus vecinos.
Naturalmente, y al principio del exilio,
estuvo internado en el Campo de Concentración de Argelès Sur Mer, donde el
hambre, la humedad, el frío y las enfermedades hicieron estragos con los más
débiles.
Los anarquistas
especialmente organizaron “comités” de solidaridad para aliviar a los enfermos.
Para ellos se les conseguía algún alimento extra y se ayudaba a bañarse en las
frías aguas del Mediterráneo para intentar curar la sarna que se había cebado
en ellos. Naturalmente estoy hablando de la época invernal.
Ese era el Dios de mi
padre, el del apoyo mutuo.
Fotos del
campo de concentración de Argelès-sur-Mer
Posteriormente vino la 2ª
Guerra Mundial con la ocupación de Francia por los nazis alemanes. Pero esto es
otra historia.
Mientras tanto mi madre se
quedó sola con dos hijos que sacar adelante. La escasez de alimentos y el
recelo generalizado de unos para con los otros enmarcaban el ambiente del
pueblo. Nunca jamás se oyó una queja de mi madre para con mi padre por haberles
“abandonado”. Nunca jamás mi madre habló mal de mi padre, al menos yo no lo
percibí. Este era el Dios de mi madre, el del amor y el de la comprensión.
Nosotros crecimos sin ningún recelo hacia nuestro padre. Creo que en
situaciones similares de ausencia de un miembro de la pareja, la mejor
educación que se puede y se debe dar a los hijos es contar, al menos, con el
recuerdo positivo hacia el ausente, fuere por los motivos que fuere.
Puedo decir que crecimos
sin ningún trauma. Esto fue el mejor regalo de mi madre y de mis abuelos. A
ello hay que añadir el gran respeto y cariño que se nos inculcó hacia la
familia de mi padre, mis abuelos Santos y Blasa. Todavía lo recuerdo y me
siento feliz y agradecido por ello.
Pilar Gómez Manero (4-4-1910--13-2-1983). Foto de 1933.
Esto formaba parte del Dios
de mi madre.
Remigio Gómez Manero (X-1863-25-12-1947) y
Eulalia Manero Trullén (10-12-1869-20-3-1963).
En esta situación mis abuelos
maternos, Remigio y Eulalia, y mi tío Francisco que permanecía soltero, nos
acogieron en su casa. Y con ellos mi hermana y yo nos criamos. Mi madre se
sintió plenamente arropada. La figura paterna era sustituida, en gran parte,
por mi abuelo. Mi Dios sería el de mi madre y el de mis abuelos. Un Dios justo,
fuerte, bueno, solidario con los demás, con todos los demás sin distinción,
porque, al menos, “el santo temor de Dios incitaba a ello”.
Hubo unos días, en la época
de la Guerra Civil Española, en que mis abuelos decidieron abandonar el pueblo
e irse a vivir al monte, a “Los Tollos”, al pié de la Sierra de Arcos, entre la
zona llamada La Silleta y La Pinarosa.
Los
Tollos, al otro lado del barranco
Allí tenían un pequeño
“más” (pequeña construcción) rodeado de olivos (empeltres y pranzones). Al sur
la sierra, y al norte la extensa visión hacia el pueblo. El pueblo quedaba
lejos, la montaña estaba encima de nosotros. El silencio al anochecer era
impresionante.
Así lo percibía, más
adelante, cuando de lunes a sábado subíamos a coger las olivas, siendo yo un
mozalbete.
Era el silencio de la
naturaleza, de lo grandioso, de lo desconocido, y sobre todo el Dios que daba
calor a mi familia, quien envolvía todo.
El “mas” tenía una puerta
de madera forrada de chapa, para que durase más tiempo y para ganar en
seguridad, creo. En la planta calle estaba la cuadra de las caballerías y por
una escalera se subía a la planta alta donde solo había una ventana. Puerta y
ventana estaban orientadas hacia el mediodía, hacia la Sierra de Arcos. En esta
planta estaba la cocina con su fogón de leña, y separado por un tabique un
lugar con paja limpia que hacía de cama comunitaria. Era como dormir en una
tienda de campaña. El calor de los troncos en el fogón y el que subía de los
animales abajo instalados, hacía que el dormir apaciblemente fuera de lo más
natural del mundo.
Con la salida del sol, al
día siguiente, había que extender alrededor del olivo los “ternices” (grandes
piezas de tela de cáñamo), sobre los que caerían las olivas sacudidas por
nosotros ayudados de unas cañas y unas escaleras. Se recogían, y se separaban
las hojas de las olivas para empaquetarlas en sacos. Al final de la jornada, mi
tío atendía las caballerías, e íbamos a recoger ramas secas, romeros, y todo lo
que podía arder evitando lo que podría producir excesivo humo.
Mi madre preparaba la cena
y las “judías secas” (alubias) cocidas a fuego lento para el día siguiente. Yo
me iba a la conquista de la soledad de aquellos barrancos donde abundaban los
zorros, conejos y liebres. ¡Qué grandes eran los barrancos para mí entonces y
qué pequeños me parecen ahora!
La noche era impresionante
por su silencio, su oscuridad, su profundidad y el suave “movimiento” de las
estrellas. No creer en Dios en aquel paisaje, era un crimen, era un suicidio.
Dios era necesario. Era necesario y era fortaleza para mi familia, y creo que
para casi todo el pueblo. Porque también era esperanza de una vida mejor.
Vivíamos por el recuerdo; nos hacía vivir mejor el presente; y nos daba
esperanza para seguir viviendo la vida. Había sufrimientos y penurias, pero no
había aniquilación y desesperanza.
Dios era la Utopía de los
pobres. Mientras, mi hermana quedaba al cuidado de mis abuelos en el
pueblo. Los ancianos siempre fueron
sustento moral y ético de la sociedad, de una sociedad humanista, sea ésta
creyente o no lo sea.
El Dios era el que se
estudiaba también en la escuela. Nuestra formación académica en los años
cuarenta giraba entorno a la Enciclopedia cíclico-pedagógica de los Editores
Dalmau Carles, Pla, S.A.(1945). Allí estaba todo lo que podía estar, todo lo
que podía o debía estar: matemáticas, lengua, geografía, geometría, historia,
física y química, y ciencias naturales, que juntamente con la higiene personal
y colectiva, la agricultura, la industria y el comercio, constituían todo
nuestro universo intelectual.
Portada y
contraportada de la edición de 1936 de la Enciclopedia cíclico-pedagógica de
los Editores Dalmau Carles
Pero la Historia Sagrada
era lo que envolvía y alimentaba nuestras conciencias. El Antiguo y el Nuevo
Testamento constituían nuestras “Tablas de la Ley” que regían nuestras vidas
individuales y colectivas. Todo era muy simple: Dios-mundo; Paraíso-pecado;
Árbol de la vida y de la ciencia del bien y del mal; buenos y malos; Caín y
Abel; Noé y el diluvio universal; el pueblo escogido y el pueblo disperso,
réprobo; familia, hijos. Abraham: Sara-Agar, Isaac-Ismael; Sodoma y Gomorra;
tierra prometida-desierto; Esaú-Jacob; hermanos envidiosos de José y éste
vendido a unos mercaderes; la paciencia y resignación de Job; esclavitud en
Egipto-libertad en el desierto; el Decálogo; David y Goliat; Reyes y pueblo;
Profetas, etc.
En el fondo, todo era
blanco o negro, bueno o malo, conmigo o contra mí. En política era “por el
imperio hacia Dios”..., Franco sí, comunismo, no.
El Nuevo Testamento se
resumía en la Navidad y en la Semana Santa: belén, familia, autoridades,
tambores, Vía Crucis, calvario, “Septenario” en la semana de “Dolores”, previa
al Domingo de Ramos. La Pascua, meriendas. Confesiones y comuniones. “Comulgar
por Pascua Florida”. La virgen de Arcos, romerías. Las fiestas, y el trabajo en
el campo.
Cruz en el
cabezo de Cantalobos (1.913).
Naturalmente había gente
que profundizaba mucho más sobre el origen y el destino del hombre. Por ejemplo
mi abuelo Remigio y mi tío Francisco.
El Dios de ellos era el del
universo, las estrellas, las montañas, valles y ríos, la grandiosidad de la
naturaleza. El Dios que hacía llover para los justos pero también para los
injustos. El Dios de la vida y de la muerte; de la razón o el desenfreno: del
derroche o de la austeridad. - Pienso que la mejor herencia, la mejor educación
que se puede recibir es la de saber vivir con austeridad pero con dignidad, y
especialmente en el mundo actual -.
No tener claro esto es caer
en las garras del consumismo y de las que lo controlan. Es perder el Norte en
la vida.
Mi abuelo era analfabeto,
pero era un buen pensador, un buen hombre que reflexionaba muchísimo.
Toda su vida era
experiencia pura, en el sentido de que conjugaba la acción y la reflexión.
Tenía una gran memoria en
la que almacenaba todo lo que oía en los sermones, charlas, semanas religiosas
de misiones. Todo lo que veía y oía nunca caía en saco roto. El lo transformaba
en su filosofía existencial.
Mi abuelo
Remigio
Recuerdo sus instrucciones
en el “solanar”, casi ciego por causa de unas cataratas, que su único gozo era
aquel rato de sol de la tarde y sus propios pensamientos.
Cuando yo volvía de la
escuela, me subía con “mi pan y olivas” a merendar y hacerle un rato de
compañía. Para mí era la “clase de repaso” que me daba mi abuelo. El me
enseñaba todo lo práctico, todo lo ético, todo lo moral. Era el padre que me
faltaba por los avatares de la Guerra Civil.
Recuerdo, también, aquellas
noches durmiendo en la era hasta las tres de la madrugada, cuando ya empezaba a
refrescar y es entonces cuando nos metíamos en la estancia para dormir.
Me hacía observar las
estrellas, reflexionar sobre el universo, la naturaleza, las gentes y los
pueblos; él despertó en mí el afán de saber, de escudriñar, de “escarbar”, de
“enzurizar”, de no conformarme solo con lo conseguido hasta el momento, sino de
ir siempre más allá de la simple apariencia.
Pero también me enseñó que
no podía hacer mitos de nada ni nadie. Todo era perecedero, cambiante,
transformable. Solo Dios era eterno. Me inculcó aquello de “nunca más servir a
señor que se me pueda morir”, del Duque de Gandia, San Francisco de Borja.
Zaragoza, Enero de 2003.
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