miércoles, 16 de marzo de 2016

ENCUENTRO CON LA MUERTE



Encuentro con la muerte.
 José Mª Gracia Ochoa y yo, salíamos del seminario hacia las 11 h. de la noche. Cogimos el tranvía Nº 11 en la antigua feria de muestras, plaza del Emperador Carlos V, apeándonos en la plaza de Aragón, desde donde nos dirigimos al Hospital Provincial “Nuestra Señora de Gracia”. A ambos nos tocaba hacer guardia cuidando a nuestro compañero muy enfermo Antonio Serrano Monterde. La noche transcurría con cierta tranquilidad hasta que hacia las 6 h. nuestro compañero y amigo, el simpático Antonio dejaba de existir. Como era natural estaba también cuidándolo una hermana suya. Entre los tres tuvimos que vestirlo. Era la primera vez que yo manejaba un cuerpo desnudo sin vida, aunque todavía caliente. Amortajar al compañero fue un aldabonazo muy fuerte. Los tres llorábamos a lágrima viva. Una vez que el médico certificó su muerte, trasladamos su cuerpo a su casa de Miralbueno. Era una mañana fría, muy fría. Toda su familia salió a la calle a recibir la comitiva. Estábamos deshechos sin saber cómo comportarnos. Hicimos lo que todos: llorar y llorar sin cesar. El Rector se personó con dos compañeros que nos sustituyeron y nosotros nos fuimos a dormir lo que pudimos en aquellas circunstancias.
El funeral fue multitudinario, solemne y en un silencio impresionante y desgarrador. Supuso como un “cursillo” de la vida y para la vida. La muerte estaba ante nosotros.
(Cuando he escrito lo que precede no he podido contener nuevamente las lágrimas).
El primer compañero que murió fue Francisco Pérez Blasco (12 años). Cuando volvimos a Alcorisa para empezar un nuevo curso se nos comunicó que se había ahogado en la piscina de su pueblo, Andorra (Teruel). Un chaval menudo, alegre, juguetón, y que en nuestros juegos era escurridizo como una ardilla.
En la foto que nos hicimos al final del segundo curso de filosofía en la escalinata del Seminario de Casablanca, Tomás Pérez Remiro llevaba en su cara el presagio de una tragedia. Durante los exámenes de final de curso no paró de estudiar aún a pesar de llevar varios días indispuesto de unas diarreas que ni él ni nosotros dimos mayor importancia. Sobre todo él que era de lo más sufrido y callado. No sólo era un condiscípulo, era un amigo; cuánta bondad había en él. Durante esas vacaciones en Urrea de Jalón se le presentó una enfermedad que no pudo superar. Él eligió “el camino del cielo”.
Después irían falleciendo los compañeros: José Mª Aguirre, Javier Alonso Gaján, Ángel Celma, Agustín Gracia Millán, Manuel Millán Senmartí, Santiago Beltrán Contamina, Francisco Pérez Bascuñana y Antonio Comín Gil.
Pérez Bascuñana acudió a Alcorisa desde Madrid donde residía para celebrar juntos los cincuenta años que se cumplían de nuestro ingreso en el Seminario de Alcorisa (1951). No nos habíamos visto desde niños e hicimos esfuerzos por recordarnos. Era piloto de aviación, y en su haber tenía el hecho de haberse estrellado con su avioneta fumigando unos campos en Mallorca. Le costó reponerse, pero nos lo contaba esa mañana de octubre de 2001 en la plaza mayor de Alcorisa y antes de ascender en grato recuerdo al Calvario. Pero ya no ha podido volver a nuestras reuniones actuales de excompañeros de seminario. Murió en Madrid ese mismo año.
Antonio Comín Gil nos ha dejado en este mismo año, mayo de 2004. Los que pudimos asistimos a su entierro. “¡Antonio, has dejado algo bueno en el recuerdo de nuestras vidas!”
También de los que se hicieron sacerdotes han muerto unos cuantos de nuestro curso y del curso anterior al nuestro. Ambos cursos estuvimos durante los años de filosofía y de teología muy compenetrados.
El primero de nuestros sacerdotes en morir fue Hilario Martínez Martínez. Se preparó concienzudamente en el Seminario Hispanoamericano de Madrid para hacer efectiva la llamada del Arzobispo Casimiro, dedicando unos años de su vida sacerdotal en Hispanoamérica. Vuelto a Zaragoza, y en una mañana de primavera, estando sentado en un banco en la calle “Julián Sanz Ibáñez” su corazón, su “gran corazón” dejó de latir. Su familia vivía en la misma calle. Él se “apagó” como una vela gastada dando luz y calor.
Julio Aranda Pardos, Pedro Eraso Luri, Carlos Aizpún Ponzán, Manuel Sevillano Pelarda, Domingo Laín Sanz, y Teodoro Sánchez Punter, todos dieron lo mejor de sí mismos para los demás antes de dejarnos para siempre.
Teodoro dejó tal impacto en su barrio, el de San José de Zaragoza, que los vecinos quisieron que el Centro Cultural del Barrio llevara su nombre, el “Sánchez Punter”
Sin desmerecer en nada los méritos de los demás, quiero hacer una mención a la “desaparición silenciosa” del sacerdote secularizado, casado, con tres hijos, y misionero en América Latina, Manuel Sevillano Pelarda.
Era Manolo, hombre espiritual como no había otro, trabajador, inteligente y entregado por la causa de la “Construcción del Reino de Dios y de su Justicia”. Casado con la sobrina del Obispo Ángel Morta se fueron a Bolivia donde abrieron una Emisora de Radio para desde allí informar, formar y promocionar tanto humanamente como cristianamente a todos los que pudieron. Estuvieron a tope de trabajo, pero apenas con lo imprescindible para poder vivir.
Durante la época del seminario consiguió conectar con los Hermanos Charles de Faucauld, llegando a confraternizar con ellos y con quienes tuvimos un encuentro en el seminario. Todavía poseo algunas fotografías de aquel evento.
- Faucauld, Carlos Eugenio, era natural de Estrasburgo, donde nació un 15 de septiembre de 1858, en una clásica mansión burguesa. Después de diversos avatares se fue al Sahara con el único impulso de dar ejemplo de caridad, al servicio de Dios y de los hombres en el entorno de los beduinos acampando al sur de Argelia. Posteriormente le seguiría en el mismo estilo de vida el Padre Peyriguere en Marruecos. El movimiento de militantes de la HOAC entorno a la Editorial ZYX, S.A., al cual pertenecí unos cuantos años hasta el comienzo de la transición política en España, editó un libro de bolsillo con el sugerente título “Misioneros que no colonizaron” (Madrid 1968). El título dice ya la forma cómo se presentó en aquel ambiente sahariano donde vivió dando ejemplo de humanidad hasta que fue muerto un 1º de diciembre de 1916. Los “Hermanitos del Sagrado Corazón de Jesús”, de Faucauld” nos hacían llegar el Boletín de Reflexión y de Oración “Jesús Caritas”. Faucauld escribiría en su retiro en Beni-Abbes, 1902: “Hacerme todo a todos, con un único deseo de corazón, el de dar a las almas a Jesús”. Su Reglamento se basaba fundamentalmente en “el deseo extremo de pobreza, humildad, y desprendimiento”-.
Manuel Sevillano fue impregnado fuertemente por esta espiritualidad y forma pobre de vivir. El Obispo Ángel Morta se lo llevó de secretario a la Diócesis de Madrid. Posiblemente harto “de la Corte de Madrid”, decidió con su esposa, irse de misioneros a donde ellos creían que hacían más falta.
 Años atrás llegaron a Zaragoza, donde se establecieron. Parece ser que la salud física y mental de Sevillano se iba resquebrajando, debido quizás a que no podía soportar la idea de no poder compaginar su estado secular con la de seguir ejerciendo su sacerdocio.
Lo que en América sí que fue posible porque allí las necesidades básicas de la gente, permitía y aceptaba que un sacerdote secularizado se dedicara plenamente al bien de los demás, aquí en Europa la formalidad sociológica, canónica y aún “teológica”, no podía permitirlo.
Su desgarro interior fue el “cáncer” que lo llevó a su extinción. Se le vio deshecho, desgarrado, vestido muy pobremente (llevaba zapatillas), con su salud totalmente rota.
Murió poco después en una Residencia de Salud en Sant Boi de Llobregat (Barcelona).
A la vuelta hacia casa de un paseo colectivo con los demás enfermos, él se quedó rezagado y un coche lo atropelló y murió. Los compañeros sacerdotes de Zaragoza lo llevaron a enterrar al Panteón Familiar en el pueblo soriano de Ágreda.

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