Playa y
literatura.
Mientras la vida a "ras de suelo"
continuaba. Como cuando fuimos en verano de colonias a Casas de Alcanar
(Tarragona). No se estilaba mucho entonces eso de ir de veraneo a la playa. El
viaje fue en tren hasta Tortosa. Desde allí nos trasladamos al Barrio de
Pescadores de Alcanar. De ahí su nombre de Casas de Alcanar. El edificio era
antiguo, pero muy acogedor. Era la Casa de Verano del Seminario de los
Josefinos de Tortosa. Tenía una gran terraza encima de la casa, desde donde se
veía el mar y toda la huerta de naranjos y limoneros.
Como chicos jóvenes y alegres que éramos
cautivamos a las gentes del lugar. Lo que más les gustaba era que cuando íbamos
en pandilla, cantábamos y lo hacíamos a coro polifónico. Por la mañana íbamos a
la playa. Por cierto, todas aquellas playas entonces eran de gravilla. La arena
que ahora se ve ha sido trasladada de otros lugares, para atraer más al
turismo. Las competiciones consistían en ir nadando hasta las barcas de
pescadores ancladas a unos 300
metros mar adentro. Las tardes las ocupábamos en ensayar
nuestro coro, piezas polifónicas. Una de ellas era la “Misa de Requient” de
Mozart. Estudiábamos,
leíamos, y hacia el atardecer callejeábamos por el mercadillo que se instalaba
en la plaza céntrica del barrio.
Después de cenar y en la terraza hacíamos
tertulia a modo de “fuego de campamento” donde cada uno daba de sí, su chispa
más graciosa. Contemplar las estrellas desde allí era toda una gozada.
Una de las excursiones fue a San Carlos de la
Rápita. Contemplamos la subasta de pescado, para nosotros incomprensible por la
rapidez que contaban desde 100 hacia abajo y en catalán. Al primer gesto del
comprador se paraba en seco en el número que pronunciaba en ese momento y que
constituía el precio del lote de pescado. Comimos unas cuantas sardinadas a la
plancha. Bebimos los gazpachos hortelanos que se hacían, refrescados con
cubitos de hielo. Tomábamos mucha agua de limón. “Saboreábamos la vida
controlada, pero libre para nosotros”. En el puerto de San Carlos había algunos
barcos aparcados. Hicimos la apuesta de cruzarlos bajo el agua por debajo de la
quilla. Ahora esto es impensable porque los barcos son mucho más grandes, y
porque entonces el puerto era como muy familiar. Las “machadas” amistosas eran
muy comunes y muy normales.
En la tienda de comestibles había de
dependienta una muchacha muy bonita y muy alegre. Congeniamos rápidamente, y en
especial Domingo Laín, que era de los más alegres y juerguistas del grupo. Los
dos hoyuelos que se le formaban en sus mejillas al reír eran cautivadores para
aquella señorita. Y a decir verdad todo se desarrollaba en el más puro
platonismo.
Amor Platónico era lo que se gestaba en
nosotros, como no podía ser de otra manera, cuando en el seminario, los
domingos por la mañana recibíamos las visitas de las hermanas, las primas, y
las amigas de las mismas, que subían a traernos la ropa limpia de casa, o
simplemente a ver los seminaristas que entonces era visto como una cosa
simpática y buena. Las campañas en Pro del Seminario que se hacían al llegar la
primavera, para San José, que entonces sí que era una gran fiesta, daban pié a
aquel intercambio de simpatías, empatías, y enamoramientos. Era un termómetro
que la vida nos iba poniendo con el que se medía nuestra debilidad y nuestra
fortaleza. Había quienes empezaron a plantearse la continuidad o el abandono
del seminario. Algunos lo dejaron. Otros suspirábamos profundamente aguantando
la respiración bajo “las aguas de la vida”. Porque ver desde nuestras ventanas
del seminario, los domingos por las tardes, - los sábados trabajaba todo el
mundo -, a las parejas de jóvenes sentados por los ribazos de las huertas que
lo rodeaban, era todo un suspiro de nostalgia, de recuerdos quizás, de deseos
que hacían subir nuestra adrenalina a tope. Entonces aprendíamos aquello de que
el placer intelectual es el mayor de los placeres. O, ¿quizás no?. Nosotros nos
refugiábamos en la lectura y en el estudio. ¿Era bueno? ¿era malo? No lo sé.
Solo sé que nos permitía seguir viviendo, y viviendo a tope con alegría.
¡Cuántos líderes políticos y de todo tipo, salieron de aquella “escuela del
romanticismo existencial”. En todo caso nadie he visto que se haya arrepentido
de aquella experiencia. Las tertulias que tenemos ahora, en nuestro
reencuentro, cumplidos ya los sesenta años, nos lo confirman. Nadie reniega del
Seminario. Todos dicen: “si volviera a nacer haría lo mismo”.
Era el tiempo en que se leía en el Seminario
la revista Ecclesia, las publicaciones de “Propaganda Popular Católica” (PPC),
que dirigió durante mucho tiempo el periodista José Mª Pérez Lozano. Se leía el
periódico “YA”, la revista “Vida Nueva”, “Triunfo”, “S P”, “Destino”, algunas
revistas y periódicos italianos y franceses. Naturalmente se leía la prensa
local y nacional como el “Heraldo de Aragón”, “El Noticiero”, “Amanecer”, el
“Diario de Madrid”, etc. etc.
Era el
tiempo de José Luis Martín Descalzo, sacerdote y escritor español. Nació en
Madridejos en 1930. Ordenado sacerdote (1953), catedrático de Literatura en el
Seminario de Valladolid. Escribió, entre otras obras, y leídas por nosotros:
“Un cura se confiesa” (1955), “La frontera de Dios”, premio Nadal 1956.
José Luis Martín Vigil fue uno de nuestros
preferidos escritores. Escritor, novelista y sacerdote español. Nació en Oviedo
en 1919. De profundidad psicológica, sus temas eran preferentemente de la
juventud. Obras: “La vida sale al encuentro”, “La muerte está en el camino”,
“Tierra brava”, “Una chabola en Bilbao”, “Cierto olor a podrido”, Sexta
galería”, “Los curas comunistas”, “Un sexo llamado débil”, “Muerte a los
curas”, “Del amor y del mar” y “Primer amor, primer dolor”, “Listos para
resucitar”. Títulos y temas que nos subyugaban, humanizaron nuestro
pensamiento, nos hicieron tocar temas de la vida, y sobre todo nos ayudaron a
liberalizar nuestros espíritus, fuertemente ligados a una moral tradicional y
restrictiva. “Estábamos atados con una finísima cuerda de la que poco a poco
nos íbamos soltando”.
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