miércoles, 29 de junio de 2016

CUADERNO TERCERO

-CUADERNO TERCERO-

Vacaciones de Semana Santa

Llegué al pueblo el siete de abril, Viernes de Pasión, a las seis de la tarde. Al sol todavía le quedaba más de una hora para esconderse por la sierra de Algairén. En la carretera me esperaban impacientes mis dos hermanas. Antes de bajar del autobús las saludé con gesto de alegría que ellas me devolvieron. ¡Cuánto ha crecido la pequeña! Peinada con flequillo y coletas casi no la conocía. Besos y abrazos, y hasta alguna lágrima de emoción, sellaron nuestro encuentro. En el recorrido hacia casa saludaba a los amigos que también comenzaban las vacaciones. En mi calle aún quedaban al abrigo de un carasol varias mujeres, sentadas en sillas de anea, remendando calcetines y mudas. Y en la puerta de casa, con la mirada fija y las orejas tiesas, se hallaba el perro Ali esperando mis caricias; dentro, en el patio, se encontraba mi padre recogiendo las herramientas de trabajo.
Comienzo este nuevo cuaderno de mi Diario en la tarde del Miércoles Santo cuando mis amigos se pasean por las calles, como si fueran una banda de música, golpeando con mazos las tablas que luego llevarán a la iglesia para matar a los judíos. El Domingo de Ramos -estas vacaciones se está más tiempo en la iglesia que fuera de ella- fueron tres horas, de diez a una, las que pasé vestido de monaguillo. Primero fue la bendición de las ramas de olivo depositadas en el altar mayor. A continuación, el reparto a todos los asistentes y procesión con ellas dando la vuelta por la plaza. En los cánticos mi mente intentaba querer traducir lo que se decía en latín. Para mi sorpresa descubrí que algo había aprendido: traduje algunas palabras que, inconscientemente, comenzaba a declinar. "Pueri"; nominativo plural de puer pueri, segunda declinación: los niños. "Hebraeorum"; genitivo plural: de los hebreos. "portantes ramos olivarum":
llevando ramas de olivo. Aquellos cantos comenzaba a tener sentido. Tras la procesión llegó la larguísima misa con un Evangelio donde el sacerdote lee toda la pasión y muerte de Cristo, según San Mateo, cantada también en latín. Mi estómago, que no había ingerido nada desde la cena del día anterior, me hizo recordar el hambre de los primeros meses en el colegio.
Y mañana, Jueves Santo, más de lo mismo. A las diez, la llamada misa crismal de bendición de los óleos y última comunión antes de que muera Cristo y, con Él, las campanas que serán sustituidas por matracas. Todos estos actos los vivo muy intensamente. Y a pesar de que mis dudas crecen, gozo y me emociono cuando canto en los oficios religiosos. No obstante, me gustaría conocer la sinceridad de quienes van a comulgar solamente estos días: lo hacen porque lo necesitan, o se sienten obligados por una norma. Las ideas que Vicente trata de introducir en mi cerebro creo que son razonables. ¿Por qué tienen que pasar a la sacristía a dar su nombre al sacerdote con el fin de controlar a quiénes no cumplen con el precepto de cumplir con Parroquia? ¡Ay de aquéllos que no lo hagan! Sus nombres aparecerán escritos en una lista en la puerta de entrada a la iglesia para escarnio de ellos y curiosidad de alguna beatas que esconden sus caras tras largas mantillas. Dios, que conoce nuestros sentimientos, es el único que sabe cuándo nuestras acciones merecen castigo. Si le quitamos a la persona su poder de pensar libremente le robamos lo que nos distingue de los animales.
Viernes santo:
Hoy es día de ayuno y de abstinencia: comeremos un solo plato de patatas con bacalao y cenaremos otro de migas con una sardina rancia; no habrá ni almuerzo ni merienda. Como en el templo no hay actos hasta la celebración del santo entierro, he aprovechado toda la mañana para escudriñar por los viejos baúles y rincones de los graneros, buscando objetos relacionados con la Guerra Civil. En el mayor de los baúles seguían estando las camisas azules de falange y las fotografías en chapa de Franco y José Antonio; fotografías que mientras vivió mi madre ocupaban un lugar preferente encima de la cómoda. En mi afán de búsqueda abrí el bolsillo de una de las camisas -nunca lo había hecho- y encontré en su interior el carnet de falangista de mi padre. En la amarillenta foto, de medio cuerpo, asomaba un correaje cruzando su pecho. En la cintura, que no se veía, daba la impresión de llevar colgada una pistola. Mis manos temblorosas trasladaron al cerebro escenas que rechazaba inmediatamente. Si existe un arma tengo que encontrarla -me dije muy decidido-. Si la tiene escondida -pensé- será para que nadie sepa qué utilidad le dio. ¿Quién podrá sacarme de esta duda que tanto me atormenta?
Seguí buscando por todos los rincones. Con la ayuda de una escalera me subí a la falsa: un techo movedizo por donde corrían las ratas a gusto. En su parte final, junto a la fachada de la calle, había que caminar de rodillas para no pegarte en la cabeza con los maderos y vigas. Nunca había caminado por aquí, me había asomado alguna vez ayudándole a mi madre a dejar algún mueble viejo, o cuando la gata trasladaba de lugar sus crías porque yo se las había tocado, mas siempre sentía vértigo al mirar desde arriba. Hoy, con mucho miedo, pero también con la decisión del que va a la busca de un tesoro, me he puesto a caminar agachado por entre medio de tanto trasto abandonado: zapatos antiguos, cuadros de vírgenes y santos, herramientas oxidadas de toda clase, jaulas y reclamos para perdices, una pierna ortopédica usada por una tía que no conocí, alguna piel de conejo y los numerosos cestos de mimbre de la vendimia llenos de sus correspondientes borraces. Desanimado por no encontrar lo que buscaba he vuelto a la escalera para iniciar el descenso. Ha sido entonces, al mirar a la gran viga que hacía de puente, cuando he visto encima de ella un envoltorio que me ha sorprendido. He vuelto
a subir con cuidado y, metiendo la mano entre los dos maderos, he logrado coger el misterioso paquete.
Una vez abajo he desatado las cuerdas que sujetaban el trozo de arpillera que lo envolvía. Temblaba por si en esos momentos pudiera aparecer mi hermana mayor -mi padre estaba cazando y no volvía hasta la hora de comer- y me encontraba hurgando en cosas que, ella, tal vez conociese. He quitado la vieja arpillera, un tanto carcomida por las ratas, y envuelta en un trozo de tela de colchón he encontrado lo que buscaba: la pistola. Al observarla he descubierto a su lado otro envoltorio, más fino, atado con liza; estaba tan anudada que he tenido que coger unas tijeras para poder cortarla. Allí había, ¡oh sorpresa! una pequeña libreta sin tapas en cuyo interior, escrito a lápiz con letra que no era de mi padre, aparecía una lista de personas nombradas por sus motes, excepto dos que no lo tenían: debían ser personas importantes porque aparecían como Doña Tina y hermano. En total, quince apodos de diferentes familias.
Asustado, he recogido la pistola para envolverla de nuevo. Me he dado cuenta entonces que era un revólver de cinco disparos, como los que lleva Gary Cooper en sus películas. Todavía he tenido valor para girar el tambor y comprobar que estaba descargado. Sin embargo, no he metido la libreta en el paquete. Con cuidado la he envuelto en una hoja de periódico, metiendo también en su interior el viejo carnet falangista de mi padre. Con mucho sigilo lo he escondido entre el colchón y el somier de mi cama con intención de llevármelo a Zaragoza: esperaba poder estudiar con detenimiento a quién pertenecen esos motes. El revólver lo he dejado en el mismo lugar, entre la viga y los maderos.
Sábado de gloria:
A la tristeza y al dolor que ayer por la tarde recorrió la calle Mayor del pueblo, paseando a un Cristo yacente acompañado de todos los vecinos, cantando un miserere
largo y profundo, ha amanecido hoy con el despertar de las campanas. !Aleluya! ha cantado el sacerdote, y !Aleluya! hemos contestado todos los asistentes a la misa del Sábado de Gloria. En el ambiente ya es todo nuevo: la mirada, el hablar, el comer, el vestir... Las campanas, rompiendo su silencio, esparcen sus sonidos por las laderas cercanas. El pueblo ya ha vuelto al trabajo. Aún nos queda para mañana celebrar la Pascua de Resurrección, fiesta de primera clase, cuya solemnidad supera a todas las restantes. Por la tarde ya se podía ir al café, o al casino, a ver jugar a las cartas a los mayores. Radio Zaragoza, que toda la semana había estado emitiendo música religiosa, sermones, rosarios y Vías Crucis, ya lanzaba a las ondas jotas, canciones populares y las más modernas de Machín; así como el anuncio de la inminente corrida de toros de Pascua y los estrenos de nuevas películas en los cines que, durante cuatro días, habían permanecido cerrados. El Dorado anuncia el estreno de El tercer hombre como una película llena de emoción e intriga; hasta que la podamos ver nosotros en los cines baratos del Frontón Cinema, Monumental o Fuenclara pasarán cerca de cuatro meses. Pero esta vuelta a la normalidad significaba que pasado mañana volvía de nuevo al colegio. Y lo hacía con más dudas de las que vine pero con un secreto desvelado: mi padre tenía un revólver escondido y una lista de personas que algo debió de pasarles en esos años oscuros de la guerra de los que nadie se atreve a hablar.
Lunes de Pascua:
Mi hermana ha comenzado a preparar la maleta: las mudas, siempre limpias; las camisas, bien planchadas; dos pares de calcetines nuevos, dos pares de alpargatas -unas con suela de goma y otras de esparto- y, como siempre, no falta la pastilla de jabón, la pasta de dientes y la caja metálica de betún negro para los zapatos de los días festivos Al abrir la maleta ha sacado un libro que había olvidado en su interior: Cómo aprender esperanto en un mes. Intrigada por esa palabra me ha preguntado de qué trataba.
Cuando se lo he explicado ha puesto cara de sorpresa preguntándome si era difícil aprenderlo. Haciéndome el entendido le he dicho que no, es el idioma del futuro para que la humanidad se entienda y no vuelvan a existir más guerras.
Es ahora, al llegar el momento de la despedida, cuando me doy cuenta que apenas he jugado con mis amigos, el poco caso que le he hecho al perro Ali y el olvido de iniciar el estudio de ese idioma internacional. Los llamados oficios religiosos, las interminables misas, los sermones y el ambiente de luto obligado que han adornado estos días, apenas me han dejado tiempo para la alegría y la diversión. Mañana por la noche, cuando duerma de nuevo en el colegio, seguro que la tristeza y la nostalgia harán que me cueste conciliar el sueño.

19 de abril (De nuevo en el colegio)
Pinoseco ha sido hoy muy puntual. Todavía no habían terminado de entrar los externos cuando ya estaba esperándonos en su clase; la llegada del buen tiempo le ha sentado bien. Ha venido más moreno y hasta sonriente; parece que su continuo dolor de estómago le ha desaparecido. En la clase, nada de correas ni de cepillos; explicación durante tres cuartos de hora mientras nuestros cabezas, todavía con el recuerdo de la Semana Santa, se sentían aturdidas con tanta circunferencias, tangentes y secantes; segmentos, sectores y arcos: la Geometría ha ocupado el lugar de la Aritmética y parece más divertida.
Al salir de la clase he podido saludar a Mª Pilar. La he encontrado más alta, tal vez sea su nuevo peinado que también le da a su cara más brillo. Yo también he crecido, al menos eso me dijeron en el pueblo, y lo pude comprobar al comprar las nuevas alpargatas -he pasado del número 34 al 35- y porque mi hermana tuvo que sacarme el
doble de los pantalones, el de diario y el de los días festivos; además, la bata que llevo en el colegio es ahora cuando me sienta bien: al comienzo del curso tenía que doblarme el final de las mangas para que no me taparan las manos.
En el internado he tenido una desagradable sorpresa; me han trasladado de habitación; voy a dormir en el "gallinero". Este cuarto, de forma cuadrada, no tiene vistas al exterior. Sus tres ventanas, con cristales traslúcidos, dan a un patio de luces en donde cuelga sus ropas a secar la vecina que vive realquilada en un piso interior del gran caserón. Desconozco la causa del cambio. Lo siento porque ya no tendré a mi lado a Javier ni podré ver ni escuchar por las mañanas el bullicio y alboroto que los hortelanos producen con sus mercancía: los ruidos y sus voces campesinas me hacían sentirme unido al recuerdo del pueblo.
En la nueva habitación soy el interno más joven.; dos hermanos procedentes de Mediana, un chico de Letux y otro de Híjar somos los únicos alumnos de pago, el resto son fámulos: alumnos mayores que yo y la mayoría huérfanos, como Samuel el de Azuara o Liestos el de Belchite; todos tienen una gran fuerza de voluntad para poder estudiar y trabajar al mismo tiempo. Además, me he enterado que muchos de ellos son familia de la esposa del director. A veces, como queriendo ocultar secretillos que conocen de los dueños, hablan en un lenguaje poco entendible para nosotros. Pepe Fachendas, el fámulo más veterano después de Manuel, aunque tiene cara de bruto -estudia veterinaria y es el encargado de encender la calefacción- posee unos sentimientos nobles y sinceros. Al verme en su habitación se ha acercado a mi cama y me ha dicho con tono afable:
-Chavalín, aquí estarás bien. Si alguno de éstos se mete contigo ya estaré yo para defenderte.

21 de abril:
Tenía ganas de hablar con Vicente. En el estudio de la tarde he hecho todo lo posible por sentarme a su lado en la vela. En la segunda hora lo he conseguido: él mismo me ha llamado y me ha hecho un hueco al lado de Pepe, el hijo del director, que estaba a su derecha.
-Qué me cuentas. Cuántos sermones has oído esta Semana Santa. Supongo que habrás cumplido con Parroquia y habrás cantado muchas veces el "Perdona a tu pueblo, Señor".
La ironía con la que me ha preguntado no me ha parecido bien. Yo respeto su postura y sus sentimientos, y le admiro; mas querría que él viese en mí al chico que duda, que ha nacido en una familia que dice llamarse católica y le han educado de acuerdo a esas creencias. La actitud durante la Guerra Civil ya es tema más delicado: no poseo los suficientes datos para poder opinar. Si la lista de nombres que tenía escondida mi padre en la libreta del granero significaba que él había sido cómplice para que alguien fuera denunciado, iba sufrir una gran decepción. Sin embargo, comprobando anoche los motes de los vecinos, uno por uno, todos ellos viven; únicamente desconozco quiénes pueden ser doña Tina y su hermano, y otro nombre apodado como "Magal"
Pepe se ha dado cuenta de que estaba algo tristón. Me ha contado que ha pasado unos días en Arañones, en casa de los Marraco y, aunque poco, aún ha podido esquiar en la escasa nieve que quedaba en el Tobazo. Luego, cambiando de tema me ha preguntado si seguía escribiendo poemas. La palabra poema me gustaba; desde que se la oí a él por primera vez ya no decía que escribía poesía sino poemas.
-Quería haberlo hecho estas vacaciones -le he contestado, sorprendido, al ver que se acordaba de mis gustos- mas las obligaciones religiosas con tantos sermones,
misas, Vía Crucis y rezos me lo han impedido. Estoy llenos de sentimientos que me angustian y me gustaría poder expresarlos en poemas.
-¿A tu edad te sientes angustiado? -me ha preguntado mirándome sorprendido-. No creo que sea angustia, será la morriña de haber dejado el pueblo. No te deprimas, vive y goza de la vida. Estudia, pero no te atormentes por sacar buenas notas, lo importante es aprender a ser persona. Esta idea me la transmite mi hermano mayor y procuro llevarla a la práctica, aunque mi padre, siempre tan exigente con los estudios, querría que sacara sobresaliente en todas las asignaturas.
Al nombrarme a su hermano le he recordado que con Vicente había comentado un poema de su libro Sumido 25, y que, aunque no entendía muchas cosas de lo que decía, sí vislumbraba a través de sus versos parecidas preguntas a las que de forma más sencilla yo le hacía a mi alma. Sorprendido por esta inesperada declaración me ha prometido regalarme el libro.

25 de abril
Don Manolo, el segundo hijo del director, nos lo había anunciado a finales del segundo trimestre. A la vuelta de la Semana Santa nos iban a dar clase de Gimnasia en un terreno situado enfrente de la plaza San Cayetano, donde termina la calle Manifestación. Unas casas y locales antiguos habían sido derribados, y hasta que se construyese de nuevo en el solar lo iban a preparar para emplearlo como recreo para nosotros y poder impartir las clases de Gimnasia: hoy ha sido el día del estreno. Un militar -un compañero ha dicho que era capitán de infantería- no muy alto pero con bigote y voz campanuda, nos ha dirigido los primeros ejercicios. Tras hacernos formar en dos filas y separarnos uno de otro por la distancia de nuestro brazo extendido, nos ha hecho numerarnos -uno, dos; uno, dos...- para transformar las filas en cuatro columnas. Como por arte de magia, aquel apelotonamiento primitivo se ha convertido en espacio
abierto en donde cada uno podía mover los brazos y las piernas sin estorbar al compañero. Y allí, ante la mirada de varios gatos asustados que sentían robada su intimidad, hemos realizado la primera tabla. Para ser el primer día no ha estado mal. Según comentan, nos van a preparar con la finalidad de realizar una gran exhibición, junto a otros colegios, cuando llegue el final del curso.

30 de abril:
A lo largo de esta semana he estudiado las reglas por las que se rige el idioma esperanto. A primera vista parece sencillo: todas las palabras se pronuncian como llanas y no llevan tilde; solamente existe un artículo; todos los nombres terminan en o y los adjetivos en a; el plural se forma añadiendo la letra j al singular, y el femenino añadiendo el sufijo ino al masculino. Y lo más importante: no existen excepciones en las reglas como ocurre con el español. Con el libro delante, y buscando palabras en el diccionario que tiene al final, he escrito una frase: Mia amikino Mª Pilar es multa bona. Dudo si está bien construida pero se la pienso dar mañana que iremos todo el curso, las chicas también, a animar al equipo de fútbol del colegio que juega la final escolar, organizada por el Frente de Juventudes, contra los Corazonistas: el Liceo Hispano, San Felipe y la Sagrada Familia no pudieron con nosotros. Don Manolo, les ha pedido a los externos que acudan a darles ánimos; los internos iremos obligados.
Los paseos por la ribera resultan más atractivos que durante el invierno. El número de pescadores en ambas orillas aumenta y ya hemos visto las primeras barcas de alquiler paseando por sus orillas. Igualmente, los remeros de Helios entrenan con más intensidad con las piraguas. En las puertas de la Cocina Económica ya no se forman colas tan largas esperando que les den comida; sin embargo, por los alrededores del Mercado Central se siguen viendo muchos hombres buscando trabajo en la descarga de camiones valencianos cargados de patatas o de frutas. Algunos de ellos, con aspecto
alcoholizado, igual cantan a grito pelado canciones obscenas, que se santiguan y rezan Padrenuestros y Avemarías. Otros, medio echados en las escaleras de la entrada, parecen muertos vivientes por la suciedad de sus manos y cara, y por la vestimenta apestante que les cubre.
También son muchos los que buscan en las cajas abandonadas por los rincones residuos de comida. Y otros que, con desprecio a su salud, recogen las colillas del suelo para luego, sin aprensión alguna, liar un cigarro cuyo humo lo inhalan hasta los más hondo de los pulmones. Los guardias urbanos, vigilantes de la moral pública, les fuerzan, a veces, a abandonar el lugar; mas ellos, sin techo donde cobijarse, y con hambre retrasada, apenas tienen fuerza para resistirse: sonríen y parecen que lloran. Si te acercas a escucharles te dicen que acaban de salir del Hospital y no tienen dinero para comer. Algunos, de donde han salido ha sido de la cárcel, víctimas de una persecución política que los ha convertido en piltrafas humanas, sin posibilidad de encontrar trabajo; mas no se atreven a decirlo porque saben que ya están fichados para siempre por la policía. Algunas mañanas, los encargados municipales de la manga-riega los expulsan de las escalinatas con sus chorros fuertes y agresivos de agua.
Cuando Vicente me cuenta esta cruda realidad me pregunto qué hacen la Iglesia y los autoridades judiciales por ellos. Al mismo tiempo acuden a mi mente los numerosos pordioseros que llegaban a mi pueblo pidiendo casa por casa algo de comida, con el saludo religioso de un "Ave María Purísima". Y la dueña del hogar les solía dar un trozo de pan, ya algo duro, contestando: "Sin pecado concebida". Por la noche dormían en pequeñas cuevas existentes a las afueras cuyas paredes, ennegrecidas por las hogueras que encendían, nos parecían a los chicos ver en ellas estampas de los hombres primitivos como las que venían dibujadas en la Enciclopedia.


2 de mayo
Hoy hemos tenido fiesta escolar al celebrarse el Día de la Independencia en nuestra lucha con los franceses. Por la mañana nos han llevado al cine Gran Vía en donde los de Falange han proyectado para los alumnos de varios colegios la película "El capitán de Loyola"; luego, nos hemos trasladado a la plaza de José Antonio a participar en un acto patriótico rindiendo homenaje a los héroes de esta guerra. Allí, delante de un grandioso monumento, en donde se ve a Agustina de Aragón, una centuria de flechas ha depositado en su base una grandiosa corona de laurel. Con ellos, marchando al ritmo de cornetas y tambores, nos hemos trasladado a dejar otra corona en la puerta del Carmen. Desde allí nos ha traído el inspector al colegio: ya era hora de comer.
Con motivo de esta fiesta, nos reunieron ayer por la tarde, en la vela, a los alumnos de los cuatro primeros cursos. Un profesor que da clase de Literatura a los mayores, don Francisco Oliván, gran investigador de la historia de Aragón -así nos lo presentó el director- nos impartió una emocionante lección sobre lo ocurrido en el mes de junio de 1808 cuando las tropas de Napoleón, al mando del general Lefevbre, intentaron penetrar en nuestra ciudad. Nos habló de la heroicidad de los vecinos del Arrabal, de las Tenerías, de San Miguel y los de nuestra cercana parroquia del Gancho. Ahora tenían significado para mí los nombres de las calles de Casta Álvarez, Cerezo, Boggiero, condesa de Bureta, Espoz y Mina, Torre Nueva y plaza de Sas, todas ellas cercanas al colegio. Pero lo que más me emocionó fue la historia que nos contó de un niño que se atrevió a arrebatar al enemigo, en el campo de batalla, una bandera. Con ella, junto con otras y diversos trofeos conquistados a los franceses, formaron al día siguiente un desfile para ofrecérselos a su Patrona. "...Ese niño heroico, sin nombre conocido, presidía la formación de aquellos valientes héroes que fueron saludados con fervor por una gran multitud cuando llegaron a la plaza del Pilar". Con esta frase terminó su lección de historia; si nos hubieran dejado le hubiéramos aplaudido.
Esta exaltación patriótica del Dos de Mayo no es del agrado de Vicente. Él me cuenta que los franceses traían a España las ideas de libertad y fraternidad de la Revolución francesa, un aire fresco que hubiera servido para sacar a nuestra patria del caciquismo y la ignorancia. En esta guerra murieron heroicamente miles de ciudadanos; unos, víctimas de las armas, y otros, los más, por las epidemias de tifus y cólera al contaminarse las aguas. Fueron muertes inútiles que nos dejó durante muchos años sumidos en la pobreza, aunque ese Rey, que muchos llamaban El Deseado, concediera a nuestra ciudad varios títulos honoríficos. Creo que Vicente se excede al quitarle importancia a la heroicidad de Agustina de Aragón, a la valentía del general Palafox y a las numerosas personas anónimas que dieron su vida por defender algo en lo que creían.

5 de mayo:
La final de fútbol no la pudimos ganar. El equipo del colegio Corazonistas, ayudados por un árbitro que nos pintó un penalty inexistente, se llevó el partido y el trofeo. El cura que los dirigía, al que llamaban Hermano Arturo, estuvo todo el tiempo paseando por las bandas llevando en la mano un rosario al mismo tiempo que fumaba nerviosamente. Nuestro equipo, vestido todo de negro, no acertó a batir al portero a pesar de que varios disparos llevaban la marca de gol. Fue una pena porque todos les apoyamos con gritos y cánticos. Don Manolo supo ser un buen deportista y felicitó al Hermano por el triunfo alcanzado. Nosotros, por el contrario, gritábamos al árbitro con fuertes abucheos.
Con la emoción del partido casi me olvido de entregarle a Mª Pilar el papel con la frase escrita en esperanto. Me acerqué a ella con el temor y la vergüenza de ser visto por mis compañeros que parecían burlarse del encuentro. Le dije que para el verano estudiaría muy intensamente el idioma ya que no me parecía complicado. Ella no se atrevió a leer el papel, lo escondió muy apretado en su mano derecha; me dio las gracias
y se marchó corriendo con sus amigas que, todavía alborotadas, seguían gritándole al árbitro hacia los vestuarios.
Los internos de los cursos inferiores volvimos a colegio andando, en fila de a dos, obedeciendo las órdenes del inspector de turno. El partido se había jugado en un grandioso campo de tierra que lo Hermanos Salesianos tienen en el barrio de la Ciudad Jardín. En el camino de vuelta pasamos por la estación de ferrocarril del Campo Sepulcro y nos detuvimos a contemplar la llegada de un tren que procedía de Madrid. No pudimos entrar al andén porque teníamos que pagar un billete, pero el ruido de la locomotora y el humo que desprendía inundó todo el exterior del recinto.
Pasamos, luego, por delante de la plaza de toros y del Hospicio: un edificio grandioso en donde numerosos chicos y chicas, internos como nosotros, aprenden un oficio. Cuando se les veía pasear por la ciudad se les notaba enseguida quiénes eran por la bata que llevaban de uniforme y por el pelo cortado al cero: ser hospiciano parecía tener escrita en la cara la señal de un delincuente. Sin embargo, muchos de ellos eran huérfanos o habían sido abandonados por sus padres; son chicos humildes, faltos de amor y cariño, que los tratan frecuentemente con indiferencia y malos modales.

7 de mayo:
En el estudio de la tarde en la vela, cuando el silencio se podía mascar -era don Elías el que nos cuidaba- ha entrado el fámulo que hace de portero y me ha dicho que tenía visita. Sorprendido y nervioso, pero también contento porque alguien venía a verme, le he seguido hasta la sala de visitas situada al fondo del pasillo, junto a la puerta de entrada. He entrado en la sala y allí estaba mi primo, el estudiante de cura, vestido con sotana de paseo y con la beca roja cruzándole el pecho. Tras un afectuoso abrazo y preguntarnos por nuestra salud, me ha dicho que venía a verme porque hacía más de un mes que no sabía nada de mí: creía que podía estar enfermo. Le he contestado, algo
avergonzado, que era un ingrato, pues desde finales de marzo no había vuelto a visitarle al Seminario. Creo que él se ha dado cuenta que algo me preocupa porque me ha dicho que tenía la mirada algo tristona, como si no tuviera la conciencia tranquila. Mi primo, tiene veinte años, termina este curso los estudios de Filosofía y aún le faltan cuatro de Teología para ser ordenado sacerdote. También perdió a su madre cuando era niño; esto hace que nos sintamos unidos como hermanos. Si yo estudio en este colegio es debido a la relación que tiene su padre, hermano del mío, con el director: los dos estudiaron unos años en el seminario de Belchite, y aunque se convirtieron en exseminaristas no perdieron la relación.
Hemos estado cerca de media hora hablando del pueblo, de nuestra familia y de lo que pensábamos hacer el próximo verano. Cuando nos despedíamos ha entrado en la sala -iba a llamar por teléfono en el aparato que en ella se encuentra- el hijo poeta del director.
- Es tu primo, ¿no?- me ha preguntado sonriente
- Sí, sí. Es mi primo-hermano- le he contestado algo nervioso.
Se han saludado muy efusivamente y como si ya se conocieran de toda la vida han comenzado una interesante conversación sobre la sociedad actual, el futuro de la Iglesia y el estado de la enseñanza; al final han terminado hablando de poesía. (Mi primo también es poeta. Ha ganado algún premio en los concursos celebrados en su Seminario, pero su poesía es de rima y de contenido religioso. El año pasado, cuando se inauguró el cine del salón Parroquial en el pueblo, recité una poesía suya que le encargó el mosén para tan importante acto. La declamé encima del escenario, sin sentir vergüenza, delante de todo el pueblo. La poesía comenzaba así: "¡Salve, parroquia añorada / madre de un pueblo ferviente / que vive en un puro ambiente / de piedad acrisolada... "). El hijo del director, enterado de esta afición, le ha dicho que esperara
un momento porque le iba a regalar un ejemplar de su libro Sumido 25; quería saber qué opinaba un futuro sacerdote de su obra.
A los cinco minutos ha bajado de su casa un ejemplar y allí mismo se lo ha dedicado. Por primera vez he visto este famoso libro del que Vicente me mostró un poema, y su hermano Pepe prometió regalarme, pero todavía no lo había hecho. Me ha impresionado el dibujo de la portada: un par de botas de las que salían los cinco dedos de dos invisibles pies, y a su alrededor un camino con abundantes piedras. Allí mismo le ha leído un poema del que yo no entendía nada; solamente recuerdo que empezaba así: "Puesto que el joven azul de la montaña ha muerto es preciso partir".

10 de mayo:
Desde que duermo en la habitación del gallinero con los fámulos me entero de muchas interioridades del director del colegio y su familia: las disputas con el hijo poeta por su vida un tanto bohemia; las discusiones que tiene con los arrendatarios de sus tierras en Belchite y Almonacid de la Cuba; las salidas que todas las noches realiza al Casino Mercantil, en donde el portero y los camareros le reciben con gran reverencia; las preocupaciones porque la familia todavía es vista por alguna autoridad de la ciudad como sospechosa y enemiga del Régimen. Pero los fámulos también cuentan cosas de sus vidas, como los temores y miedos que pasó Pascual el "Moro" en su pueblo de Villalangua, cercano al pantano de La Peña, cuando varios maquis, esquivando la vigilancia de la Guardia Civil de Bailo, llamaron en su casa pidiendo comida y refugio. Y su padre los escondió, poniendo en peligro su vida, en una falsa del granero; al llegar la noche se pusieron de nuevo en camino hacia las pardinas escondidas en el monte.
"De la guerra -contaba- apenas me quedan recuerdos. Cuando terminó tenía cuatro años, pero mi hermana mayor que ya había cumplido los doce -éramos tres chicos y dos chicas- me ha contado infinidad de veces lo que los falangistas les hicieron
a la maestra, doña Cecilia, y a su hermana que vino al pueblo a vivir con ella. La maestra -siguió contando- afiliada a un sindicato obrero, era muy querida en el pueblo porque enseñaba con mucha vocación, no sólo a los niños sino también a los adultos en las clases nocturnas.
Al poco de comenzar el curso, en septiembre de 1936, se presentaron en el pueblo dos coches negros llenos de falangistas. Con pistola en mano entraron en casa del sastre que, según se comentaba, había sido acusado por alguien de ser y rojo. Uno de sus hijos quiso huir por la ventana del corral y le dispararon: murió en el acto. Doña Cecilia se encaró con los asesinos y discutió por la salvajada que habían realizado. A la semana siguiente volvieron de nuevo al pueblo, sacaron a la maestra y a su hermana de la casa con cierta violencia y las sentaron en medio de la plaza. Los falangistas, como si representaran una obra de teatro que tenían muy bien ensayada, comenzaron a cortarles el pelo a tijeretazos bruscos ante la sorpresa de todo el vecindario que nada hizo por evitarlo. Ellas, con la valentía del que tiene la conciencia tranquila, aguantaron la vergüenza de la humillación sin pronunciar palabra. Luego, recogieron del suelo el pelo y andando tranquilamente se metieron en su casa.
Al día siguiente, cuando el alguacil fue al Ayuntamiento vio que en la fachada de la escuela estaba colocada la bandera republicana, y cosida a ella, como de si tratase de un crespón negro en señal de luto, estaba el pelo de la maestra y de su hermana. Inmediatamente el alcalde avisó a la Guardia Civil y buscaron a la maestra. Entraron en su casa descerrajando la puerta y encontraron a la dos hermanas en la misma cama, muertas por intoxicación de los gases de un brasero que ellas se habían colocado en la mesilla; doña Cecilia todavía tenía agarrada a su mano la badileta de remover las brasas ya calcinadas. Encima de la cómoda habían dejado escrita una carta, dirigida a todo el pueblo, explicando por qué se quitaban la vida, advirtiéndoles que ellos no eran
culpables de lo sucedido. Terminaba diciendo que ..."preferían morir antes que vivir sin libertad y con la cabeza baja".
Las lágrimas afloraron a mis ojos al escuchar esta espeluznante historia. Eran las doce de la noche y ya no podía dormirme. El "Moro", al recordar los hechos, también se emocionaba. Me atreví a preguntarle.
-Si tanto le apreciaban ¿cómo no impidió el pueblo la humillación de su maestra?
-Era mucho el miedo y el temor que existía en todas las casas. Fue al día siguiente -continuó- al llevarlas a enterrar en una fosa al lado del cementerio, sin meterlas en ninguna caja, como si fueran unos animales, cuando se despertó la conciencia colectiva. La mayoría del pueblo, y de forma especial sus alumnos, comenzaron a protestar pidiendo se les diera un enterramiento digno. Ante la avalancha del griterío, el carpintero del pueblo, sin esmerase demasiado, construyó con cuatro tablas unas vulgares cajas en donde metieron sus cuerpos. Aquello pareció tranquilizar las conciencias.

15 de mayo:
Enfrente de nuestro colegio, en la misma calle, existe otro de Enseñanza Primaria para chicas llamado El Buen Pastor; es un edificio de ladrillo oscuro que tiene tres plantas. En la parte baja, a las nueve y media de la noche se reúnen los serenos que luego se reparten por la ciudad para vigilar sus calles y abrir los portales a los vecinos olvidadizos. Aunque algunos se desplazan en bicicleta, la mayoría lo hacen andando, luciendo una larga bata, gorra visera y una gruesa vara. La puerta de nuestro colegio se cierra a las diez; el alumno mayor que llega tarde tiene que hacer uso de sus servicios llamándole con sonoras palmadas y gritando: "¡Serenooo...!". A veces tarda en llegar:
escondido en alguna tasca que todavía sigue abierta apura sus últimos momentos antes de comenzar la primera ronda.
-¡Serenoo...!
-¡Ya vooy...! - responde a lo lejos una voz que parece salida de ultratumba.
Con la llegada del mes de mayo las maestras del colegio de enfrente han levantado un altar en una de las clases de la planta central, dedicado a la Virgen. Todas las tardes, media hora antes de la salida, se reúnen todas las chicas con sus maestras delante de él para rezar el rosario y cantar "Venid y vamos todos con flores a María,...". En la tarde de ayer, cuando más se oía el eco de las voces femeninas, entró en la vela el segundo hijo del director, Luisito, avisando a los alumnos externos que ya podían salir a pagar la mensualidad del mes de mayo. Y lo hizo como siempre, sin hablar; llevando apretado en los labios su inseparable cigarro, mostrando una carpeta azul en la mano izquierda y realizando con el dedo índice de la derecha un gesto giratorio que terminaba indicando la puerta. El primero en salir fue un compañero de mi curso cuyo padre es militar. Al instante dio un grito que asustó a toda la vela: el inspector que nos vigilaba acudió en dos zancadas y todos nos precipitamos a averiguar qué pasaba.
-¡No os amontonéis -exclamó al ver a Luisito en el suelo- ¡Volved a la vela!
Las convulsiones de un ataque epiléptico le habían hecho perder el equilibrio. ¡Tuvo suerte de no pegarse en la cabeza con la mesa en donde se sentaba a cobrar los recibos! Inmediatamente aparecieron Pinoseco y otros profesores que con mucho cariño y cuidado le tranquilizaron. Pasado el susto lo levantaron y le dieron a beber un vaso de agua. La tarde se puso oscura de repente; media hora después descargó sobre la ciudad la primera tormenta de la temporada: era el anuncio de que el verano se acercaba.
Los fámulos comentaron por la noche en el dormitorio, con mucho interés, lo sucedido a Luisito. Samuel, el de Azuara, y Larqueta, de Zaragoza, explicaron que
estos ataques le suelen repetir con los cambios de tiempo o cuando el nerviosismo se apodera de su cerebro. El comportamiento de Luisito en el internado es curioso. A veces nos vigila como si fuera el director y se le ve feliz cumpliendo esta misión. Su corazón de niño grande, y sus gestos un tanto amanerados, lo convierten en una persona híbrida. Sabe multitud de dichos y refranes que con frecuencia nos cuenta, pero todavía son más los que graciosamente se inventa. Sus padres y hermanos, conocedores de sus "prontos", le protegen con mucho mimo para que no cree problemas. Él se siente feliz sabiendo que todo el dinero de las cuotas mensuales que abonan los alumnos externos, pasa por sus alargadas y finas manos, cuyos dedos, oscurecidos por la nicotina, tienen aspecto bilioso.

17 de mayo:
Sin darnos cuenta el curso está dando sus últimos coletazos. Nos queda menos de un mes para los temidos exámenes finales. Muchos alumnos ya nos levantamos hora y media antes de que el Lorenzana se pasee habitación por habitación tocando sus conocidas palmadas de diana: queremos ir repasando, poco a poco, todo el contenido de cada asignatura. ¡Cómo se olvidan las cosas! La memoria se cansa de guardar datos y parece querer despacharlos de su almacén. Sin embargo, lo que no se me ha olvidado ha sido lo que con tanto miedo estudiaba: las Matemáticas. El haber realizado multitud de ejercicios, gastando abundantes cuartillas, creo que ha sido fundamental para llevar al día todo la materia.
En estas madrugadas, alumbradas por un tempranero sol que alarga las sombras, gozo contemplando la variedad de verdores que los hortelanos han ido vendiendo a toda la ciudad.
-¡Matea¡ ¡Aquí te dejo dos sacos de patatas y una caja de cebollas!
-¡Matea! ¡No te olvides de mi mercancía: dos fajos de borrajas, dos de lechugas y una banasta de coles!
-¡Matea! ¡Cuídame estas escarolas y acelgas que luego vengo a ayudarte a cargar!
Y la Matea, recogiendo los encargos que le llevan los compradores, ya no necesita cubrir su cuerpo con toquillas para evadir el frío. Y los gritos a su famélica mula platera, una vez que ha cargado toda la mercancía en su carro-galera, le salen con más brío y resonancia. Los olores de la huerta suben a nuestro cuarto de estudio como aromas de una tierra libre y renovada. La abuelica de los churros sigue anunciando su producto como en el invierno, aunque raro es el día que agota toda la cesta. Ayer, cuando pasó debajo de las garitas, todavía cerradas, un compañero la llamó desde el balcón del cuarto en donde estábamos varios internos repasando las asignaturas.
- ¡Abuelaaa...! !Coja la cuerda que le hecho con dinero y ponga en la bolsa dos docenas de churros!
Y subiéndolos con cuidado ante la mirada expectante de todos nosotros y de algunos hortelanos, la rica mercancía llegó a nuestro poder sin percance alguno. ¡Qué crujientes y sabrosos estaban! Aquel desayuno inesperado, regalo del de Hecho, me sirvió para recordar las tortas de masa fina que mi madre freía en la sartén, de madrugada, el día que le tocaba realizar la masada semanal.

19 de mayo
Al medido día, al iniciar nuestro paseo por la ribera, me ha convencido Javier para ir a visitar los almacenes El Sepu situados en la calle Torrenueva, muy cercanos a la tienda la Reina de las Tintas, en donde alguna vez compramos láminas de papel de barba para dibujar.
-Nos rezagamos un poco y el Lorenzana no se dará cuenta -me dijo-. Luego, cuando ellos vuelvan al colegio nos adelantamos y nos unimos en las garitas.
Me hacía mucha ilusión ir al Sepu porque hoy era jueves y regalaban globos a los chicos, pero mi mayor deseo consistía en poder subir por una escaleras automáticas que no paraban de dar vueltas; aquello parecía misterioso. Subimos tres veces al piso de arriba, mas tenía un inconveniente: una vez allí tenías que recorrer toda la planta, bajar por unas escaleras normales y ponerte de nuevo en la fila para volver a subir. A la cuarta vez que lo íbamos a intentar se acercó un dependiente con gesto de mala cara y nos llamó la atención.
-¡Aquí no se viene a jugar; si no compráis nada, salid fuera!
Nos lo dijo de forma tan agresiva que echamos a correr como si un gori gori nos persiguiera. Para pasar más desapercibidos nos metimos en nuestra huida por el Mercado Central, atravesándolo de punta a punta. Los olores de los variados alimentos que se expendían en los numerosos puestos, algunos de ellos sucios y desvencijados, se mezclaban de forma extraña en mi estómago. Unido a ello al hambre que ya sentía, y el que me despertó un puesto de olivas, escabeche y pepinillos, estuve a punto de desmayarme. Afortunadamente logré superar la mala gana y seguimos nuestro camino. Andando lentamente llegamos a la ribera por detrás de la murallas romanas: nadie se enteró de nuestra ausencia.
En el estudio de la tarde en la vela me he podido sentar al lado de Vicente. Le quería contar el suceso de la maestra de Villalangua que "el Moro" contó en el gallinero. No ha parecido impresionarle mucho. Como el que explica una lección me ha contestado:
-Los maestros y maestras fueron un colectivo muy perseguido al comenzar la guerra. En Aragón fueron muchos los que fueron fusilados, encarcelados o separados
de sus escuelas. Y en toda España fueron varios cientos. La mayoría de ellos estaban a favor de la República. Su gobierno, no sólo les había construido magníficas escuelas sino que había intentado dignificar su profesión subiéndoles el sueldo. Los de izquierdas siempre defendieron la cultura.
Vicente me deja transformado con sus discursos. Sus palabras me producen inquietud, dudas, angustia; y sobre todo me hacía pensar en mi padre al imaginar que hubiera podido colaborar en esa trama desestabilizadora. Todo ello lo sufría en silencio, convirtiendo mis largas duermevelas en inquietas pesadillas que me impedían conciliar el sueño.
22 de mayo:
"Tengo que darte una grata noticia -me dijo ayer Pepe, cada día más presumido- ¿Conoces a Manolo Gil?". Ante mi sorpresa por la pregunta me ha contado que ese señor había ganado un famoso premio literario con su primera novela.
-Y qué tengo que ver yo con él.
-Hombre, al igual que don Enrique Moliner, es paisano tuyo. Estuvo encarcelado en Teruel durante seis meses por ser republicano. Recién terminada la guerra permaneció tres años en este colegio dando clases para poder sobrevivir. Aquí se enamoró de una alumna de séptimo curso y se casó con ella, a pesar de que era doce años mayor. Es un buen poeta que ya tiene publicados varios libros.
Un tanto desconcertado, pero al mismo tiempo intrigado, le he preguntado.
-¿Sabes de qué trata la novela?
-Desconozco su argumento. La noticia la ha comentado mi padre cuando estábamos comiendo y toda la familia nos hemos alegrado, sobre todo mi hermano Luisisto a quien le daba clases particulares.
-¡Qué coincidencia! Ya son tres los profesores nacidos en mi pueblo que han dado clase en este colegio -le he dicho emocionado-. Algo bueno tendrá aquella tierra para que salgan tantas lumbreras.
-¡La pajarilla! ¡La pajarilla!- me ha contestado sonriéndose.
Por la noche, esperando la llegada del sueño pensaba que, si un sacerdote, don Domingo Agudo; un experto matemático, don Enrique Moliner; y un profesor de Historia, Manolo Gil, habían convivido juntos enseñando sus conocimientos, no entendía cómo el jefe del estado, Francisco Franco Bahomonde, se empeñaba en perseguir, según me contaba Vicente, a todas aquellas personas que querían pensar con libertad. ¿Qué opinaría mi padre? Con este interrogante me he quedado dormido.

26 de mayo
Ya creía conocer todas habitaciones y escondites que tiene el colegio. ¡Qué equivocado estaba! Ayer, antes de la comida del medio día, he acompañado a Samuel a llevársela a un compañero de su curso que llevaba tres días en una habitación pequeña, en el ala de los enchufados, a la que llaman enfermería. En ella he visto una puerta semi-abierta de la que salía un olor que me era familiar, semejante al que existe en los graneros de mi casa. Samuel, al verme interesado por aquella puerta me ha preguntado si quería saber lo que tras ella se encontraba. Intrigado le he contestado afirmativamente. Tras encender una vela que se hallaba en una repisa, hemos ascendido, con ella en la mano, por una estrecha escalera de madera, teniendo mucho cuidado en no pegarnos con la cabeza en la pequeña abertura por la que teníamos que pasar; superado este primer inconveniente nos hemos puesto de pie. El olor a orines y excrementos de gato se mezclaban con otros procedentes de productos alimenticios. Cuando he podido mirar con atención aquel inmenso escenario, he pensado que la cabeza del Justicia, primer inquilino de este grandioso caserón, podía aparecer por
cualquiera de los oscuros rincones pidiendo ayuda. Andando con mucho cuidado hemos recorrido, saltando por encima de gruesas vigas, todo aquel misterioso paraje en donde numerosas camas metálicas y de madera, desmontadas, descansaban apoyadas en las paredes. La única luz natural que se dejaba ver penetraba a través de un pequeño lucernario por el que se colaban también el aire y la lluvia; dos palomas muertas, completamente secas, y abundantes telarañas que se pegaban a la ropa, me hicieron sentir una cierta repugnancia. Todo era tan secreto y misterioso que las alargadas sombras de nuestros cuerpos parecían fantasmas enloquecidos. Samuel se dio cuenta de que tenía miedo y decidimos bajar. "Por esta escalera y por estos rincones -me dijo con mucha naturalidad- suben a veces las criadas a coger patatas, manzanas o productos en conserva que aquí se almacenan. La primera vez que subí también tuve algo de miedo; ahora me parece un paseo divertido". Y añadió: "Aún te falta conocer la parte más misteriosa del colegio, la carbonera. Aunque ahora no se enciende la calefacción, le dices a Pepe Fachendas que te la enseñe. Es una bodega que, según cuenta, no tiene fin".

1 de junio:
Ya se han abierto las puertas del esperado, y a la vez temido, mes de junio. Pasados veinte días comenzarán las ansiadas vacaciones veraniegas, pero antes, una semana larga de exámenes nos espera. Tal vez este pensamiento me impidió ayer gozar debidamente de una fiesta inesperada, con excursión incluida: celebramos el día de San Fernando, patrón de la juventud española, con un viaje al cercano barrio de Montañana.
El acontecimiento lo había organizado el profesor de Política, camarada Luciano. Los alumnos de primero y segundo de cuatro colegios -San Felipe, Liceo Hispano, Sagrada Familia y nosotros- habíamos sido elegidos, como si de un premio se tratara, para ir a celebrar la fiesta del santo en un grandioso pabellón -hogar le llamaban-
que el Frente de Juventudes tiene en las afueras del barrio de Montañana. La fiesta incluía almuerzo, comida y merienda: ¡una gozada!
Llegados al lugar, se izaron las diferentes banderas colocadas delante de la puerta del gran edificio. Tres jefes de escuadra, vestidos con uniforme, iniciaron la subida al mismo tiempo que un muchacho, también vestido de falangista, nos dio la entrada con una corneta para cantar el Himno Nacional.
Los jefes, al darse cuenta que estábamos cansados y hambrientos, comenzaron a repartir unos bocadillos. Saciada la sed y el hambre nos comunicaron el plan del día: charla formativa, juegos y comida. Por la tarde: nueva charla, nuevos juegos y merienda; arriar las banderas y vuelta a caminar hasta el puente del río Gállego a coger el trolebús.
En la charla de la tarde nos hablaron de la importancia que tienen los Campamentos que todos los veranos organiza el Frente de Juventudes. "Pasar veinte días en esas pequeñas ciudades de lona -explicó el camarada Luciano- es una experiencia única para estar en pleno contacto con la Naturaleza y fortalecer el espíritu. Decirles a vuestros padres -continuó- que no existe una mejor forma de veranear. Allí aprenderéis a sentir el orgullo de ser español".
El día transcurrió bastante divertido con juegos al aire libre y otros de interior, como el ping-pong. Cuando el sol comenzaba a decir adiós sonó un toque de corneta: era la llamada para arriar las banderas. Con la misma solemnidad de la mañana fueron bajadas; con anterioridad, rezamos una especie de responso que todos recitamos a la vez después de escucharlo en la voz del camarada jefe: "Señor y Dios nuestro, José Antonio esté contigo.... ; protege al Caudillo, dale la fortaleza necesaria para que pueda llevar la Patria a la primacía que por su historia le corresponde. ¡Viva Franco! ¡Arriba España!".
Y las banderas comenzaron a bajar lentamente al ritmo de un toque de oración que el corneta interpretaba con sentimiento. Casi llego a emocionarme. Fue la imagen de Vicente, con sus frases hostiles a todo lo relacionado con la Falange, diciéndome al oído... "Son todos unos farsantes, os quieren comer el espíritu para que seáis marionetas a su servicio", lo que me hizo salir del ensimismamiento en el que me hallaba.
La vuelta al colegio, aunque algo cansado, resultó entretenida. Sentado en el trolebús pensaba que a mi padre no le disgustaría que asistiese a uno de esos campamentos. Claro que, para poder ir tendrían que comprarme el uniforme de flecha y otros utensilios indispensables en la vida de acampada. No sé, no sé. En el pueblo estoy a todas las horas en contacto con la Naturaleza y sin recibir órdenes de nadie. Creo que el correr por las eras y la orilla del río será mucho mejor.

3 de junio:
He vuelto a salir a comer fuera del Colegio. Mi tía estaba en la plaza, junto a la puerta de la iglesia, aguardando que saliéramos de la misa dominical. Sorprendido, y al mismo tiempo feliz por su presencia, me he acercado a ella con alegría y le he dado dos besos.
-Vengo a buscarte. Quiero que pases el día con nosotros. Con tu tío y tu primo vamos a ir esta tarde a pasear y merendar en el parque.
He buscado al Lorenzana y se la he presentado para comunicarle que me iba con ella. Con sus ademanes exagerados le ha dicho que no volviera más tarde de las ocho.
Andando hacia su casa por las calles que tanto conozco, he notado en ella una actitud algo rara. Su cara no desprendía la viveza y la alegría de siempre, y su fina mano no apretaba la mía como otras veces; parecía como si tuviera algún secreto que contar o su salud no fuera buena.
Al pasar por delante de la iglesia de San Pablo se ha signado, como siempre hacen la mayoría de las mujeres, y ha salido de sus labios un profundo suspiro. La he mirado con disimulo y he visto que sus ojos brillaban.
- Tía, ¿está enferma?
No me ha contestado. Ha comenzado a llorar y me ha abrazado con fuerza. Hemos seguido andando con cierta ansiedad y ha sido al entrar en el patio de su casa cuando con voz temblorosa y angustiada me ha dicho.
- No estoy enferma, hijo mío. El enfermo es tu tío: el médico cree que padece tuberculosis, le están realizando unas pruebas.
Esa palabra ha entrado en mi cerebro como un puñal encendido. Ya sabía por Vicente que esta enfermedad casi era una epidemia en la ciudad, sobe todo entre la gente humilde. "En las cárceles -me había contado- son muchos los presos que mueren a causa de ella. La falta de higiene y la aglomeración, unidas a una comida nada nutritiva, es muy apropiado para que la enfermedad se propague entre la comunidad".
Allí, en el oscuro y húmedo patio me ha contado que, hacía aproximadamente un mes, mi tío llegaba por las tardes a casa muy cansado; tenía también una constante tos irritativa que no se le marchaba a pesar de haber dejado de fumar. Él, de contextura fuerte, iba y volvía andando al trabajo, atravesando cuatro veces al día el río Ebro, por el puente de Piedra, que como muralla invisible divide a la ciudad en dos partes distintas.
En algunas ocasiones, sobre todo en invierno, con violento cierzo y fuertes heladas, se llevaba en una fiambrera la comida evitando el ir y volver del medio día. Esos días eran muchos los obreros de la fundición que se reunían en un bar cercano a la estación del Norte a compartir comida, cansancio, problemas y silencios.
(Vicente también vive en esa parte de la ciudad, pero en el lado opuesto, junto a una fábrica de lanas que expende por una chimenea un humo oscuro y maloliente que, si se une al de las locomotoras de los trenes, oscurece la arboleda de Macanaz como si de una tormenta se tratara).
-¿Pero se curará?- le he preguntado con cierto temor.
-En el dispensario le han explicado que es muy importante la higiene, guardar reposo durante un tiempo, alimentarse bien y respirar aire puro. Creen que no le quedará secuelas porque la enfermedad se halla en un estado incipiente. Si te cuento esto es para que no le beses, podría contagiarte; él lo sabe y no lo intentará.
Comimos sin apenas hablar. Únicamente mi primo comentó que los frailes -iba al cercano colegio de los Escolapios con el grupo de niños pobres que entraban y salían por puerta distinta a los de pago- eran muy exigentes con las obligaciones religiosas. Ahora que había terminado el Mes de las Flores comenzaba el dedicado al Sagrado Corazón de Jesús. Y todas las tardes los bajaban a la capilla, sin juntarse con las niños ricos, a rezar el rosario y cánticos al Señor expuesto en el sagrario. Y si alguno se distraía lo castigaban con amenazas infernales.
Terminada la comida salimos a la cercana calle del General Franco y nos montamos en el tranvía Nº 5 que nos dejó en la playa de Torrero. Caminando despacio por la orilla del Canal, contemplamos numerosas barcas subiendo y bajando por sus verdosas aguas, reflejo de los frondosos árboles que hay en sus orillas, donde improvisados remeros se dejaban llevar buscando fantasías que pusiesen algo de luz en sus monótonas vidas.
Llegados al cabezo Buenavista, la gigantesca estatua del rey Batallador, junto al león que lo custodia a sus pies, me impresionaron hondamente; tan embobado me quedé mirando que tuvo que decirme mi tía: -¡Cuidado, que puede escaparse y darte un zarpazo!
La tarde pasó muy rápida. La magnífica vista que desde allí se divisaba sólo era rota por el edificio de la Feria de Muestras recientemente inaugurada; el resto estaba ocupado por un tapiz tecnicolor de los diferentes cultivos de una huerta muy bien cuidada. Esta visión trasladó mi pensamiento al mar verde de las vides que rodean a mi pueblo: el tiempo del derraye no tardaría en llegar; las elevadas temperaturas de un mes de junio extraño aceleran el crecimiento de los pámpanos chupando una savia necesaria para el fruto.
Contemplando este panorama he alejado a mi tía hacia la sombra de un pino y, tras varios intentos y dudas, le he preguntado con cierto temblor.
-Tía, ¿sabe si mi padre intervino en la Guerra Civil acusando a algún vecino de ser enemigo de Franco?
-Hijo mío, ¿por qué me haces esta pregunta?
De forma un tanto apresurada, y con muchos titubeos, le he explicado lo de las camisas azules escondidas en un baúl y la lista de los nombres que había encontrado en una libreta, junto a una pistola, escondidas bajo una viga del techo del granero. Le he contado también que vivía angustiado por conocer la verdad de lo sucedido; una constante inquietud que me hacía bajar mi rendimiento escolar. Sorprendida por mi preocupación me estrechó entre sus brazos y me fue susurrando al oído con mucha delicadeza.
-Tu padre fue falangista porque le obligaron. No quería participar directamente en los acontecimientos pero le nombraron concejal del nuevo Ayuntamiento que se formó al desaparecer el de la República. La camisa azul se la puso en algunas ocasiones, sobre todo en los comienzos de la contienda, luego, apenas la usó. En el pueblo solamente les cortaron el pelo al cero a tres mujeres. A los hombres -muy pocos- que tenían ideas republicanas les dejaron marchar o se escaparon, amparados en la noche, hasta encontrar las tropas rojas que estaban por el cercano pueblo de Herrera. Los que más sufrieron fueron la esposa de uno de los maestros y su hermano: numerosos vecinos les abuchearon vergonzosamente, tratándoles de rojos y comunistas.
-¿Se llamaba ella doña Tina?
-¿Cómo lo sabes?
-Su nombre aparece en la lista de la libreta y era el único que no estaba nombrado por su mote.
-Fue una escena muy lamentable. Ella, embarazada, tuvo que abandonar el pueblo buscando refugio en casa de sus familiares en Moyuela. Tu padre lo sintió mucho porque les apreciaba, mas no pudo impedir su marcha: el pueblo, alborotado, perdió la dignidad.
-Y qué le ocurrió a un tal Magal?
-Ah, sí, Magal -exclamó mi tía sonriéndose-. Era el novio de mi amiga Catalina la lechera. Creyendo que iba a ser detenido huyó del pueblo monte a través; hoy vive en Francia, está casado y tiene dos hijas.
La tarde ya se escondía. Y aunque la agradable temperatura invitaba a estar más tiempo en el lugar, tuvimos que regresar; a las ocho tenía que estar en el colegio y la vuelta nos iba a costar media hora. Por la noche tuve tiempo de meditar los secretos que mi tía me había confesado antes de que el sueño me dominara. Estaba contento y feliz. ¡Aleluya! ¡Alguien se había atrevido a contarme lo que durante todo el curso estaba buscando! ¡Mi padre fue falangista pero sus acciones como tal no fueron despreciables! ¡Ya podía dormir tranquilo! Una paz interior me trasladó a un sueño relajante.

8 de junio:
La paz y alegría que he sentido estos cinco días, se ha alterado de nuevo con lo que me contó ayer mi compañero de habitación, Rafael el de Híjar. Fue en nuestro paseo diario por la ribera cuando, con mucho sigilo, contemplando a los pescadores que había en la orilla, me dijo:
-La noche en que el "Moro" nos relató en el dormitorio la historia de la maestra y los falangistas, me hubiera gustado contar lo sucedido al hermano menor de mi padre cuando los rojos se adueñaron de mi pueblo; así sabrías que no sólo los de derechas cometieron salvajadas en aquellos años, también los de izquierdas las realizaron.
Rafael, un chico tímido con el que apenas había hablado en solitario, casi cuchicheándome al oído, me relató muy emocionado: -Mi tío, que tenía 16 años, estudiaba en el seminario de Belchite, el mismo en el que también lo hizo el director de este colegio; la guerra le sorprendió de vacaciones en el pueblo. Muchos hombres de derechas huyeron por temor a ser fusilados; sin embargo, él y su familia no lo hicieron. Diez días más tarde fue detenido y lo llevaron a una improvisada cárcel acusado de ser seminarista. Los anarquistas, que ya habían convertido la iglesia en almacén y cochera, le interrogaron prometiéndole que si renunciaba a su fe, y se unía a ellos, le perdonarían. Mi tío, a pesar de su juventud, no se asustó, respondiéndoles que si lo mataban moriría por Dios y por España. Al día siguiente, 29 de julio, lo fusilaron en las tapias del cementerio del pueblo. Nadie se atrevió a defender su inocencia a pesar de ser casi un niño.
Cuando esta tarde le he contado a Vicente este trágico hecho, no me ha respondido con la misma seguridad que siempre lo hace. Se ha quedado pensativo. Luego, como queriendo disculpar a los de izquierdas, me ha dicho que lamentaba lo sucedido al tío de mi compañero. Y reconocía que al principio de la guerra se cometieron muchos actos de barbarie en ambos bandos, especialmente por anarquistas y falangistas, pero la izquierda estaba en su derecho de defender la legalidad de un gobierno que había sido elegido por el pueblo y querían arrebatárselo. Además, añadió, el tiempo que llevamos de posguerra ya es suficiente para que el dictador nos devuelva las libertades existentes con la República.
No sé qué pensar. Cuando me habla Vicente siempre me siento un poco culpable por ser de derechas; lo que me dijo mi tía sobre mi padre se lo contaré otro día. Hoy las dudas me atormentan. Procuraré dejarlas aparcadas porque los exámenes finales se acercan.

11 de junio:
Última semana de curso pero, ¡vaya semanita! Cada día tenemos programado el examen final de una asignatura: oral y escrito. El grupo de los que nos levantamos con el sonido de la sirena del mercado a repasar todas las materias, ha aumentado. Un intenso calor se deja notar en la habitación del gallinero. Salir al pasillo es recibir una caricia de aire liberador; además, en algunas de las camas de madera se han visto pasear a las primeras chinches dejando señales de su ansia chupadora en algunas piernas. Pepe Fachendas, algo enfadado, ha comentado que traerá zotal par combatirlas.
Hoy he hablado con Vicente en la vela. Por fin me he atrevido a contarle que mi padre había sido falangista pero no intervino en acciones de denuncia. Esta afirmación le ha hecho reaccionar con una mirada que ha atravesado mis entrañas como un rayo. ¿Acaso él hubiera deseado lo contrario? Por primera vez he descubierto en sus ojos cierto poso de odio a todo lo que no fuera afín con sus ideas. Luego, al ver que mi cara se quedaba como ausente, esperando alguna palabra suya que me diera ánimo, me ha dicho un tanto conciliador:
-Ya sé que muchas personas se hicieron falangistas a la fuerza, unos por miedo y otros por seguir a los que ya se habían hecho dueños de la situación. Me alegro de que
tu padre tenga las manos limpias; no obstante, cuando vuelvas a casa para las vacaciones, atrévete a preguntar si su conciencia la tiene completamente tranquila.
Desconozco el motivo por el que me advertía tal circunstancia. Mi tía me había aclarado con total naturalidad todo lo sucedido en la Guerra. Además, también me dijo que la zona republicana se quedó a unos veinte kilómetros del pueblo; únicamente algún avión enemigo se atrevía a volar por las laderas que rodeaban a la ermita de la Virgen del Águila. Estoy seguro que mucha gente pasaría miedo; tal vez en el vientre de mi madre sintiera yo también los primeros síntomas de una angustia inesperada. De todos modos, si el ser de izquierdas significaba estar al lado de los más débiles, yo, de mayor, sería de izquierdas.

18 de junio:
Hoy terminamos los exámenes. Estoy contento. Creo que todas las asignaturas las he superado muy dignamente; lo sabré cuando la semana próxima me envíen por correo el boletín de notas. Ayer comencé a despedirme de mis compañeros externos de curso: Abad, Balaguer, Buenacasa, Chacón... Mengual, Miranda,.. Ramiro, Salazar... y las chicas: Mª Pilar, Edith, Carlota... De memoria me sé la lista de los veinticuatro chicos y las seis chicas que estamos en Primero. A Mª Pilar le he preguntado si quiere que durante el verano nos escribamos. Se ha sonreído pero no me ha contestado; por si acaso le he dado mi dirección: no quiero perder su amistad; he visto en ella algo nuevo y desconocido que cuando lo recuerdo me hace sentir feliz. Soy muy joven pero, ¿puede ser esto amor? Con Vicente he tenido una larga conversación: sigue preocupado por la marcha del país. Las potencias extranjeras, vencedoras del fascismo en la Segunda Guerra mundial, que él creía iban a eliminar la dictadura, se han olvidado de España. Y los maquis, que luchaban clandestinamente por los montes del Pirineo y por el Bajo Aragón, poco a poco iban desapareciendo ante el escaso apoyo que recibían y por lo
vigilados que estaban por la Guardia Civil. No quedaba otro recurso que esperar. Creía que la espera sería dura y larga, aunque Radio Pirenaica, que todas las noches escuchaba junto a su padre, les animaba a seguir luchando en la clandestinidad. Le he prometido que le escribiría a condición de que él me contestara, no quería perder su amistad: necesitaba que sus pensamientos e ideas me sirvieran de contraste con las que en el pueblo iba a recibir; luego, con pausa y tranquilidad, sabría a qué atenerme.
Todos los profesores nos han advertido que no dejemos abandonados los libros: "Repasar lo aprendido os vendrá bien para el inicio del curso próximo". Esos libros, ahora desgastados por el uso, han perdido ese brillo de sorpresa que tenían la primera vez que los abrí. No he podido despedirme de "Dicenta" -creo que se ha ido a Madrid- pero sí lo he hecho del hijo mayor del director, el poeta, cuya calva se acentúa cada vez más. Para mi sorpresa me ha dicho:
- Olvídate de los libros de texto durante el verano. Lee buenos libros de lectura. Si no tienes ya te seleccionaré algunos de la biblioteca del colegio: leer es la mejor manera de pasar el tiempo y obliga a la imaginación a desarrollarse.
Por la noche, un fámulo me ha entregado un paquete: "De parte de 'Peladilla' -me desagrada que le llamen así-, para que los leas este verano". Me he ido a la habitación, en donde ya tenía la maleta medio llena, y he abierto emocionado la entrega: había dos libros de Emilio Salgari, dos de Julio Verne, todos de la colección Araluce, con esos bonitos dibujos en su interior, y el famoso libro de Juan Ramón Jiménez ,"Platero y yo".
Durante la cena ha entrado el director en el comedor. Carraspeando como siempre que aparece de improviso, y portando en la mano derecha su inseparable cigarro, ha paseado por entre las mesas deseándonos unas felices vacaciones. Aunque le temamos por su seriedad y prestancia, deja entrever una cierta bondad que se le escapa por la comisura de los labios: es hombre de pueblo y sabe lo que significa el volver a la casa paterna.

23 de junio:
Es verdad, casi no me lo creo pero es verdad: ¡ya estoy en mi casa! El coche de línea que sale del garaje a las diez de la mañana, me dejó ayer, a las doce, a la entrada del pueblo. Los compañeros que viven por el Pirineo se marcharon de madrugada a coger el tren de Canfranc en la estación del Arrabal. Aunque hayamos discutido algunas veces, sobre todo con el de Anzánigo, siempre queda en las despedidas un poso de amistad y camaradería que borra los momentos difíciles de una larga convivencia. Los madrileños Francisco y Daniel se fueron también ayer en un coche de un familiar que vino a recogerlos a la puerta del colegio. No creo que vuelvan el curso próximo; aunque han estado muy mimados por el director y por la mayoría de los profesores, pienso que sus vidas no encajan en un colegio tan extraño, y a la vez tan íntimo, como éste. Los fámulos, mis últimos compañeros de habitación en el gallinero, todavía se quedan varios días más. Los alumnos de séptimo curso, que realizan el examen de Estado, no terminan hasta finales de mes. Los rebotados de cura que dan clase a los alumnos de Primaria, también permanecerán hasta mediados de julio.
Este cuaderno-diario, que ahora termino de escribir, sentado en la galería que da al corral, viendo a las gallinas picotear los desperdicios, nadie lo leerá de momento. Junto a los dos anteriores pienso guardarlos en la falsa de los graneros, con el revólver que mi padre escondió bajo la gruesa viga: en el pueblo no quiero continuar escribiendo. Deseo gozar de libertad, de la amistad de mis amigos y de la Naturaleza, aunque presiento que las dudas me seguirán atormentando inconscientemente.
"Dudar es bueno -me dijo Vicente en cierta ocasión-. El que no duda, y admite todo sin discusión, ya es una persona muerta". Yo no quiero ser un muerto viviente.
Leeré los libros que me prestó el hijo poeta del director; intentaré hablar con los maestros del pueblo -un matrimonio joven- que me prepararon para el examen de ingreso en el Bachillerato y tal vez, ante mi nueva situación, me aclaren algunas dudas.
Ayer, cuando a las ocho y media desayuné mi último tazón de leche con el panecillo, me quedó ese sabor a nada de lo que casi nada es. Con anterioridad había metido todas mis cosas en la maleta y dejé el colchón bien envuelto en una manta: el ordinario del pueblo lo recogerá la semana próxima y me lo subirá a casa; aquí varearán y ahuecarán su lana quedando preparado para el próximo curso. A las nueve, con mi amigo Javier bajamos todos los bultos a la sala de visitas esperando que vinieran a buscarnos; su padre y mi tía coincidieron en la puerta. Él se fue a coger el tren correo de Madrid hasta Calatayud, allí tenía que realizar el transbordo al de Caminreal que lo habrá dejado en la puerta de su casa en Daroca: el viaje lo tiene gratis. Nuestra despedida fue muy emocionante. Él no vuelve al curso próximo; el traslado a Segorbe de su padre le obligará a estudiar en un nuevo colegio; hemos prometido escribirnos.
Camino del garaje hablé mucho con mi tía. Su aspecto ha mejorado bastante al conocer que lo de la tuberculosis de su esposo fue una falsa alarma: todo quedó en una bronquitis crónica; el médico le ha pedido que deje de fumar.
-Tú, hijo mío, no fumes -me suplicó mirándome a los ojos-. Si fumas -añadió- no crecerás lo suficiente.
Me despedí de la Sansonia, siempre despeinada, y de sus gatos misteriosos; también del gran Mercado -gigantesco barco de hierro, piedra y ladrillo-, de sus olores y sus gentes; de los vendedores de iguales con sus sonsonetes monótonos camino del cercano colegio de San Felipe, en donde diariamente celebran el sorteo de los "iguales"; de las destarlaladas casetas cuya parte trasera están llenas de desperdicios y de orines; de las estraperlistas y de los numerosos soldados que los días festivos recorren este barrio en busca de placer. Este paisaje y las personas que lo pueblan han ido entrando poco a poco en mi corazón. También le dije adiós a la ribera, al río Ebro y su pasarela metálica que tanto se mueve cuando el cierzo le azota con fuerza; a la abuelica que en su pequeño carromato con toldo nos vende chucherías y cigarros de manzanilla; a los anónimos pescadores que a ambos lados lanzaban hasta el centro del cauce el hilo de sus cañas. ¡Qué bella se encontraba la arboleda de Macanaz! El monumento a los Caídos no lo han terminado todavía. Lo he sentido, deseaba conocer a Franco el día que lo inauguraran. Estaba ilusionado por ver de cerca a ese Caudillo por quien, en el "memento de vivos" de todas las misas, los sacerdotes piden salud al Señor. Tal vez el curso próximo tenga oportunidad de verlo.
Caminando por estrechas y sombrías calles llegamos a la Puerta del Carmen. Mi tía, siempre tan bondadosa, compró a la entrada del garaje una bolsa de caramelos: mi hermana pequeña los ha agradecido. Con un fuerte abrazo -en sus ojos y en los míos había lágrimas- nos despedimos hasta el curso próximo. Al salir de la ciudad en el autobús de línea, pasadas las compuertas de Canal Imperial, en el barrio de Casablanca, vi el verdor de la estrecha vega del Huerva. ¡Cuánto añoro que este río no pase por mi pueblo! Tras atravesar Muel, donde hicimos una pequeña parada, entramos de lleno en el Campo de Cariñena: los campos de vides mostraban con todo esplendor sus alargados pámpanos. Al ver tan hermoso paisaje pensé: "Seguro que este año habrá una buena cosecha".
Con este deseo, y con la alegría de haberme reencontrado con mi familia, termino el diario que con tanto entusiasmo, ilusión y esfuerzo comencé el dos de octubre del año pasado. Ha sido un curso lleno de emociones y sensaciones nuevas. Y lo mas importante: he descubierto que personas que piensan de forma distinta pueden convivir pacíficamente. Izquierdas y Derechas creo que no son términos tan opuestos
como para tener que odiarse. En ambos sitios existen personas honestas que están dispuestas a defender a los más débiles. No entiendo cómo pudo estallar una guerra que dejó a España sembrada de muertos. ¿Faltó diálogo? Tal vez más adelante encuentre la verdadera causa de tan triste desastre. No dudo que Vicente, y el hijo del director, el bondadoso poeta, me ayudarán a solucionar mis dudas; también mi padre a quien quiero contarle estas inquietudes con toda naturalidad. Mas ahora no quiero pensar en ello. Deseo que la amistad y el haber sabido compartir lo bueno y lo malo a lo largo de un curso con los compañeros, sean los recuerdos que me perduren. Quiero olvidarme de la Siberia y del Gallinero; del cuarto de los enchufados y sus balcones soleados, en donde sus inquilinos representaban, según el pensamiento de Vicente, a las familias de Derechas. No quiero pensar en "Pinoseco" y sus temibles clases aunque a veces nos contara algún chiste; ni en el enigmático don Elías golpeando con fuerza su correa sobre las manos de indefensos compañeros. El verano me espera con toda su carga de ilusión y esperanza. El calor y las moscas molestan a ratos, pero también el agua fresca del botijo y las correrías por las eras y sus montículos de paja, hacen sentirte más libre. El pueblo, con sus luces y sombras, con su humildad y su grandeza, es un verdadero paraíso para los chicos; nuestro corazón, tranquilo y agradecido, se ensancha y late con más fuerza y alegría. ¡Vivan las vacaciones!

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