martes, 28 de junio de 2016

DEDICATORIA. EXPRESARSE.... PRESENTACIÓN

DEDICATORIA
A mi madre, fallecida a los cuarenta años de edad,
a mis hermanas, y a todas las madres que tanto trabajaron y sufrieron en aquellos tiempos embrumados de la posguerra.


Expresarse es vivir

Recordar, para algunos, es haber muerto un poco y es un poco morir. Mas para los convencidos de que morir es no volver, recordar tiene mucho de resurrección.
Este libro se lee como un caso ejemplar de anastasia, de más vida. Y encierra un testimonio tan sincero, tan fiel a la realidad particular del autor, que alcanza valor universal como documento de aportación antropológica.
En sus páginas habla el alma responsable de un hombre bueno, íntegro, sensible, comprometido. Habla también la conciencia colectiva de la España de la postguerra.
Conocimiento y verdad que embellecen el mundo.
Ángel Guinda

Presentación
Recién estrenada la jubilación profesional, eran muchas las ocasiones en las que mis pensamientos me llevaban, sin yo buscarlo, a pensar en el pasado; a recordar los comportamientos y actitudes de toda una vida. Y en esa vuelta a la historia lejana, siempre llena de nostalgia, descubría con sorpresa que a pesar de ser la infancia la etapa más corta de la vida, era la que con más detalle recordaba; aunque, en ocasiones, muchos de sus hechos no los comprendiera. Las vivencias de esa época, agradables o desdichadas, se me grabaron con tal fuerza en el alma tierna del cerebro, que sólo desaparecerán de él cuando la muerte me las robe.
Los que nacimos en un pueblo cuando la cruel guerra entre hermanos anunciaba su retirada, despertamos a la vida en un mundo extraño que no comprendíamos. Nos tocó vivir un espacio de silencios y miradas comprometidas que tardaríamos mucho tiempo en descifrar. Sin embargo, aparentemente éramos felices. Y aunque la escasez alargada adornaba nuestro camino, el contacto permanente con una Naturaleza, libre de prejuicios, amainaba nuestro pesar.
Escribir sobre los diez primeros años de una vida tal vez parezca un atrevimiento, un ejercicio arriesgado e insolente debido a la falta de voluntad y criterio propios que tan escasos años dan a la persona. No obstante, cuando comencé a hacerlo, los hechos se me representaban tan auténticos, tan reales, que creí haber vuelto al pasado para vivir de nuevo aquella infancia contrapuesta de temores y esperanzas. Tan de lleno me introduje en ella que necesitaba con urgencia sacarlos de mi corazón antes
que la ansiedad lo reventara. Tenía que hacerlo porque quería olvidar, pero cuanto más
escribía mayor se hacía el escenario y mayores eran las contradicciones que me envolvían. Todo era un pálpito de escenas entre luces y sombras que, a sesenta años de distancia, todavía estaban por ser digeridas adecuadamente
Estas memorias que transcribo, aunque tienen mucho de autobiografía, podrían ser las de cualquier niño nacido en un humilde pueblo. En ellas están reflejadas las imágenes y los sentimientos de aquellos años embrumados en los que las necesidades eran abultadas y las dádivas escasas. Decían que había llegado la paz porque los disparos ya no sonaban y las campanas de la iglesia se podían voltear hasta encanarlas. Sin embargo, algo había escondido en los corazones de los mayores y que a los niños se nos ocultaba. Esa ausencia de sinceridad hizo que creciésemos con muchas dudas, y que sólo al pasar el tiempo, con una juventud ya deformada, pudiéramos descubrir, todavía a escondidas, lo que verdaderamente fue aquello que llamaron Cruzada y Victoria.
El libro está formado por breves relatos, estampas poéticas en donde se refleja el escenario de un mundo infantil que con intensidad vivíamos: el pueblo, la casa materna con su cuadra y sus graneros; la escuela desnuda de libros, los juegos por las calles y eras; la absorbente iglesia, madrastra de sueños y voluntades; los amigos, las madres y abuelas con sus lutos permanentes y sus pesados trabajos; el agricultor, siempre mirando al cielo intentando descubrir sus secretos... Todo ello envuelto en la penumbra de una soledad compartida que, vista con la distancia que da los años, se añora pero no se desea volver a vivir.
No había cumplido los once años cuando, con sentimientos contrapuestos, tuve que dejar el pueblo. A aquel niño que gateó por sus calles subiendo y bajando cuestas de tierra, aquel hombrecillo que aspiraba con placer los aromas silvestres de una esperada primavera -colores de mariposa que en mi corazón latían- le costó contener el llanto al decirle adiós. Y aquel viaje -corto en la distancia pero largo en el tiempo- que me apartó de su pecho, fue creando una nueva relación: amor y desprecio; estima y venganza se mezclaban más de lo debido en mi alma haciendo más larga la congoja que manaba de su ausencia. Estos pensamientos, salidos a borbotones, que ahora ven la luz, han
servido para ordenar el jardín de aquella infancia que no he olvidado aunque el tiempo se empeñara en quererla ocultar. ¿Es hora ya de olvidarlos?
S. S. V.

No hay comentarios:

Publicar un comentario