martes, 28 de junio de 2016

MAERZO DEL 39 - ...- EL HOGAR

MARZO DEL 39
No sé si fui fruto del amor y la ternura o de una pasión que atemperara el miedo, cuando la vida -vibración lenta e inesperada- era un rostro desconocido.
No supe -¡murió ella tan joven!- si mi grito envolvente arrastró de su vientre la ansiedad bañada por las estrellas, o el dolor que nunca duerme quedó enquistado en sus ojos.
¡Ay las guerras! ¡Todas las guerras!
Una guerra incivil terminaba cuando mi madre, cansada de pasear ausencias y lágrimas, me alumbró en este puerto de alarmas siempre abiertas. Esa fratricida lucha entre rojos y azules que sembró un millón de muertos, dejó en mi corazón mucha presencia maternal - lo supe más tarde- pero también oscuros y extensos desiertos.

EL PUEBLO
Anclado a su sombra, rodeado por un mar de vides blancas y negras, estrechas laderas de rugosos almendros vigilaban el extenso paisaje. Y al fondo, jugando con el viento, un verdinegro oleaje de carrascas centenarias ponían misterio y temblor a tiempos que no se olvidan.
Su calle Mayor, con arco estrecho a la entrada, era un paseo de historia viva. Sombríos cuadros iluminados por un sol desterrado ponían alegría y temblor en el alma, cuando el cierzo inesperado escondía a las golondrinas bajo los aleros amaestrados de solariegas casas. La plaza del pueblo, recinto señorial junto a la iglesia, recogía en su alargada sombra los placeres y penas de todos los vecinos. Los tañidos oscuros que las viejas campanas de la airosa y atrevida torre mudéjar lanzaban al infinito, tenían un lenguaje que todo el pueblo comprendía: vida y muerte, alegría y dolor de una melodía inacabada.
En las eras de piedra verde, pequeños y grandes pajares de adobes, carcomidos por la lluvia rabiosa de otoño, guardaban en silencio historias de amores y muertes. Y a los abrigos de los vientos, cuando el sol primaveral era caricia que ablandaba, unas ancianas murmuraban soledades junto al estiércol seco vivificador de vides y de granos.
Mi pueblo, tu pueblo, los pueblos: todos iguales y distintos. Lo tengo almacenado en alma joven, en el recuerdo de los años inamovibles; tiempos en que la savia que alimentaba sueños nacía y el ansia de una secreta huida te fustigaba. Mi pueblo, tu pueblo, los pueblos: libros valiosos de una historia inacabada. ¡Afortunado el que tenga un pueblo con el que soñar!

LA CASA
En mitad de la cuesta de una calle estrecha que muere en un muro, donde el cierzo ventea con fuerza, se encontraba la casa materna; siempre abierta. La aldaba dorada, usada pudorosamente por el harapiento que pedía pan con saludos dolientes de Ave María, quedó muda hace tiempo. Atravesada la puerta, un patio silencioso, paseo de personas y animales, ponía frescor en tus brazos y calor en el corazón. Llegabas a la cocina, refugio permanente de la familia, y la escena eterna de un fuego brillante alumbraba historias y recuerdos que no se olvidan.
Donde la casa terminaba estaban los graneros. ¡Ay los graneros sin grano! En sus muebles abandonados, y en las paredes que nadie limpiaba, había muchos secretos escondidos: ojos encendidos que vigilaban historias de un museo extraño. ¡Cuántas horas jugando por sus estancias a ser fantasmas, médicos o curas! ¡Cuánto tiempo hurgando en el pasado tesoros soñados que el espíritu infantil con inquietud buscaba! A veces, en sus sombras silenciosas que el viento borraba lentamente, adivinabas gestos, canciones tétricas de voces gastadas: palabras que hablaban de un dolor no muy lejano que sólo el tiempo podría calmar.
La casa, mi casa que era la tuya cuando venías, siempre estaba dispuesta a darte mucho amor y algo de pan.

EL HOGAR
Antes de que el sol descubriera cantos y paisajes, antes que los vientos y aromas dormidos se despertaran, ya se vivía en la casa el ritual de encender el fuego. Todavía el gato llegaba colgados en sus ojos amarillos los ratones y pajarillos soñados, cuando el crepitar de una llama nueva, dibujando en sus crestas de oro el hambre retrasada, ponía sombras chinescas en las paredes de la cocina blanqueadas cientos de veces.
Muy pronto, el rescoldo de una cepa agradecida calentaba los cuerpos arrugados y llenaba de olores la estancia. Hoy, cuando recuerdo ese altar sagrado, escenario de cortas risas y largas penas, sentimientos antagónicos me recorren el cuerpo trayéndome junto a dolores profundos de una orfandad inesperada, pequeños placeres compartidos alegremente con la hermana mayor - convertida en mujer antes de tiempo- o con la más pequeña que, todavía flor de escasas primaveras, tardaría en comprender las contradicciones que la vida encerraba.

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