martes, 28 de junio de 2016

EL CORRAL...-...TRES EDIFICIOS

EL CORRAL
El corral era una sombra fría en invierno y una plaga de moscas y olores en el verano. En él había otro poblado: la choza del cerdo rosado que llegaba a ella con apenas seis kilos y en pocos meses multiplicaba su peso en su lomo embarrado; el gallinero, colgado bajo el bardizo, de donde salían las primeras voces del día; la cuadra, salón caliente y agradecido, donde los abríos, tras el descanso de una noche corta, volvían a su monótono trabajo. Allí dormía la perra Diana, vigilante siempre de luces y lloros, mientras el misterio de sombras inmóviles ponía bajo las vigas la ansiedad de lo inesperado.
¡Cuántas veces la madre, con el halda en barco, apenas el sol emblanquecía las tapias, salía al corral gritando: "Titas, titas..." ! Y el revoloteo inquieto de cacareos y gritos ponía cerco a sus piernas esperando que cayera de sus manos el ansiado maná. La escena era filmada por una gallina solitaria, que sentada al abrigo de los vientos en un rincón del corral, esperaba también su comida mientras calentaba con paciencia infinita una docena de huevos benditos. Cuando rompían la cáscara los hijos dentro metidos, ella, todo amor y sacrificio, alargaba su esclavitud paseándolos con la elegancia de una reina admirada por la dispersa fauna de un corral un tanto enloquecido.
¡Pobre gallina clueca! Cumplido el duro trabajo de dejar descendencia, su carne rosada y fresca, transformada en ardiente caldo sabroso, era muchas veces el aliento salvador de ancianos enfermos y de niños!

EL TRABAJO
Había que aprender a ser hombre sin dejar de ser niño. La vida era dura y triste como el tizón de un fuego apagado. Y esa dureza de amores que a escondidas adivinabas en el regazo tierno de la madre, te atirantaba el corazón.
Por ello, y porque sólo había un camino, aprendimos a trabajar a destajo fabricándonos anticipadamente la herencia. Queríamos crecer sembrando albergues más abiertos cuya luz sin contornos diese algo de frescura a nuestros desconcertados cerebros. Pero ese deseo que con tanto anhelo buscabas, encontraba muchas veces la voz de una conciencia, fabricada falsamente, que te obligaba a desistir en el empeño.

CLAROSCURO
¡Qué variados soles alumbraron nuestro crecer
pero qué monótona transcurrió nuestra infancia!
Era todo tan fantasmagórico en aquellos tiempos de sombras
que hasta en los juegos de buenos y malos
todos queríamos ser ladrones
para poder salir corriendo.
¡Qué tristeza oír siempre la misma música
sin opción de renuncia!
Sólo la ilusión vacilante de oír cantar al alba
el gemido liberado de una naturaleza abierta,
ablandaba las espinas que el corazón almacenaba.

LABRADOR
Con qué ilusión, al llegar el día, y aún antes de que llegara, sacudías la modorra de tu sueño corto, pero profundo, y abriendo puertas abiertas llegabas a la cuadra. Allí estaban con gesto alegre y altivo, libres de quehaceres y aparejos, el macho bayo de la fuerza tensa y la mula torda de pesadas cargas. Tras prepararles el primer pienso, seguía el ritual de vestirlos: la descolorida manta, la raída albarda y la cincha de recio cuero, pasaban de la percha de palo al lomo recientemente esquilado; una liturgia sin voces ni cantos que ponía luz y esperanza en vuestras vidas.
Apenas rota la virginidad del alba ya habías dibujado en el cansino barbecho los primeros surcos de vida: arte profundo creado a placer como un poema transparente envuelto en dulzura. El olor humedecido de la tierra renovada, esa tierra hambrienta de caricia, te robaba el sudor agrietándote a veces el alma cuando el tiempo, jinete irreflexivo, no traía la bonanza necesaria.
Labrador, ese sol que calienta y vigila; esa nube silenciosa que nacía tras la lejana montaña; ese viento extraño que traía en su vuelo aromas y palabras, eran tus amigos-enemigos con quienes tenías que librar la batalla. Tú lo sabías, labrador, tú lo sabías. ¡Eso hacía que la duda siempre anidara en tu alma!

DIANA
La perra Diana, ladrando lastimosamente, paseaba nerviosa su dolor de madre primeriza. Subió al granero, desván de los sueños perdidos, y no encontró acomodo a su inquietud. Con lentitud descentrada bajó a la cuadra buscando el refugio caliente que pusiera paz en un vientre encendido. El macho bayo, sorprendido por la visita, le guiñó un ojo de amor. Y hasta los ratones, que horadaban afanosamente en una arpillera, detuvieron su trabajo para ponerse a espiar.
El parto se retrasaba; gritaba dolorida mas nadie entendía su llamada de temblor. Tras un ladrido alargado dejó caer suavemente en la paja su primer fruto. Al verlo, bola sanguinolenta de nieve, comenzó asustada a lamerlo con ternura. Otro espasmo violento le trajo una nueva vida. Así hasta cinco ¡Qué locura! Con el alba entró el labrador en la cuadra y le dio sonriente los buenos días. Ella, satisfecha, envolvió temerosa la camada que ya bebían los dulces calostros de sus hinchados pechos.
¡Pobre Diana, no tardaron mucho tiempo en segar tu cosecha! ¡En la soledad de esa inesperada noche, sólo los ratones comprendieron el llanto desolado de una madre violada!

PRIMAVERA
Sólo había primavera meteorológica: gozar del sol de la tibia mañana; contemplar el llorar de las vides que ya renacían; admirar el suave verdor de un nuevo paisaje que se esculpía en la ladera cercana. Sin embargo, la primavera no llegaba a nuestras vidas: no éramos libres. Vivíamos como robots controlados por muchos jefes que ponían en nuestros cerebros una ética oscura y triste, enemiga del goce que sirviera de acicate para poder vivir con alegría sin dejar de ser humanos. La primavera te sacaba del pozo oscuro de un invierno engreído y largo que había dejado sabañones en el alma y algunas muertes en el camino. Pero el ansia de volar, como las golondrinas que de nuevo volvían, quedaba agarrada a la luna, único ser que comprendía la desnudez de nuestras preguntas sin respuestas.

TRES EDIFICIOS
Casino, Bar y Café: tres edificios en la misma calle, calle principal del pueblo en donde los deseos, voluntades y pensamientos se entremezclaban.
Al Café acudían los intranquilos, los que perdieron en la contienda de hermanos la alegría de una esperanza, el sueño de una renovada idea. En sus clandestinas madrugadas aún les quedaba la esperanza de jugar a lo prohibido, a lo que siempre había sido parte del paisaje y que la autoridad uniformada había clausurado.
En el Casino solían sentarse los triunfadores; aquellos que pregonaban devotamente a Cristo en el pecho y en las paredes de sus alcobas, acompañándole con cantos y cirios encendidos cuando majestuosamente lo paseaban bajo palio.
Al Bar los sin nadie; los que hacían cantar el porrón y la copa en democracia furtiva olvidando las eternas miradas inquisidoras; aquellos que, tras el silencio de un crepúsculo obligado, se atrevieron lentamente a mirar a las estrellas.
Un pueblo sin Café Bar y Casino no hubiera sido un pueblo: tal vez un desierto amurallado, una chusma encadenada a los ritos obligados y a sus penas.

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