miércoles, 29 de junio de 2016

MIDIARIO. CUADERNO PRIMERO

MI DIARIO
CUADERNO PRIMERO


1949 - 2 de octubre:

Ayer, mediada la tarde, llegué al colegio. Era fiesta oficial en conmemoración de nuestro caudillo Francisco Franco Bahamonde; en su honor se han celebrado numerosos actos en todas las ciudades y pueblos: las clases han comenzado hoy. En el internado me han destinado en una habitación con otros doce chicos y un inspector-vigilante que duerme con nosotros. De primer curso sólo estamos dos, los restantes son de segundo y tercero. Apenas he podido dormir. Mi cerebro ha estado recordando, en duermevela continua, las cosas que había dejado en el pueblo: mi padre, mis hermanas, mis tíos y tías, el perro Ali, mis amigos... A mi madre la llevo siempre en el corazón. Su muerte, ahora se cumple un año, no ha sido obstáculo para que su figura, sus caricias y consejos los recuerde todas las noches antes de dormirme. He tenido momentos que deseaba llorar -más de un compañero lo ha hecho- al pensar que hasta las Navidades no volveré a casa: toda una eternidad.

3 de octubre:
Hoy, a última hora de la mañana, nos han dado los libros de texto. Son nueve: Geografía e Historia de España, Ciencias Naturales, Matemáticas, Gramática Española, Religión, Francés, Latín, Dibujo y Formación del Espíritu Nacional. No sé dónde los voy a meter porque en el dormitorio sólo hay un armario, común para todos, y se emplea para colgar la ropa. De mobiliario únicamente tenemos una silla para cada uno que sirve de separación entre cama y cama; tendré que guardarlos dentro de la maleta. Mi cama tiene a su izquierda la pared de la habitación; a mi derecha está la de un chico
de Daroca, se llama Javier, estudia tercero y me ha ayudado a ordenar mis cosas. No sé qué nos darán hoy para comer; ayer repartieron sopa para primer plato, lentejas con arroz de segundo y unas croquetas de carne para tercero; de postre una diminuta manzana. La merienda consistió en un panecillo y medio tazón de chocolate bastante líquido. En la cena, otra vez sopa y una clase de pescado que yo desconocía y de nuevo una fruta. En conjunto, la comida es abundante y variada; lo más flojo es el desayuno: medio tazón de leche aguada y un panecillo enano; aguantar con ese alimento desde las ocho y media hasta las dos se me hace interminable.
A la hora de acostarme me ha sorprendido que todos compañeros del dormitorio estuvieran silenciosos: pronto he descubierto la causa. Al introducirme en la cama he comprobado que mis piernas no podían estirarse; me habían hecho la popular petaca como a todo novato. Ellos esperaban con la sonrisa contenida mi reacción, sin embargo, aguantándome la broma no he querido satisfacerles y he dormido toda la noche hecho un ovillo. A la mañana siguiente nadie ha comentado nada, aunque Javier me ha mirado con una sonrisa cómplice.

5 de octubre:
He conocido al director. Estábamos estudiando en el aula número 3, una sala amplia que la llaman vela, cuando ha entrado un señor bastante gordo y alto, con gafas de varillas relucientes, ligero bigote blanquecino y espesas cejas, fumando un cigarro de los llamados caldo gallina. Ha carraspeado un poco antes de hablar y nos ha comunicado que estos primeros días de clase serían suaves de trabajo, mas cuando pasaran las fiestas del Pilar iban a exigirnos estudiar mucho; para el que no lo hiciese tenía una medicina, llamada "Doña Eugenia", que hacía milagros. Me ha parecido un hombre muy serio que sólo con mirarte intimida, aunque las palabras cariñosas dirigidas a los alumnos nuevos me ha hecho pensar que no es tan fiero como aparenta. A mí no
me da clase; les da latín a los de sexto y séptimo curso, pero todos los días lo vemos en el comedor o por los pasillos; son muchas las veces que un vaso de té con rodajas de limón le acompaña en su recorrido por las aulas.

6 de octubre:
Media hora antes de la comida, un inspector de vigilancia nos lleva a los internos a pasear por la orilla derecha del río Ebro. Enfrente existe una hermosa arboleda a la que se puede pasar por una pasarela metálica; pero hoy estaba lloviendo y no hemos podido salir. Mi compañero de Daroca, Javier, ha aprovechado para enseñarme todos los recovecos que tiene el colegio. A cada habitación se le llama con un nombre distinto. La nuestra, y a otras dos más que dan al Mercado Central -el mayor mercado de la ciudad- le llaman "Siberia" debido al intenso frío que se siente en invierno. En el lado opuesto, que da a una plaza con una iglesia, se hallan las habitaciones de los enchufados: el suelo está entarimado y los balcones son más elegantes; es la parte noble del gran edificio. La mayoría de los alumnos que duermen en ellas reciben a media mañana un bocadillo de almuerzo; creo que deben pagar más que nosotros. Existe un cuarto, el más amplio, que no tiene balcones, sólo ventanas que dan a una gran luna: le llaman "el gallinero". En él, además de algunos alumnos de pago, duermen la mayoría de los fámulos.

8 de octubre:
Es sábado y por la tarde tenemos fiesta. Por la mañana, cuando he entrado a la vela, el inspector me ha colocado en la parte trasera con alumnos de quinto y sexto en unas mesas estrechas y alargadas, con asientos corridos desgastados, donde algún clavo a medio salir te puede gastar una mala jugada, al igual que los cajones señalados por cortes de navajas. Un alumno de quinto curso, aunque por su estatura parecía más joven, me ha saludado con mucha atención y ha comenzado a hacerme preguntas. El inspector se ha dado cuenta de que hablábamos y le ha llamado la atención; sin embargo, ha seguido haciéndolo con disimulo. Tras decirme que se llamaba Vicente, me ha preguntado si yo era de derechas o de izquierdas. Me he quedado confundido porque no entendía qué quería saber de mí. Ante su insistencia le he contestado que yo no era cucho, que escribía con la derecha. Se ha echado a reír diciéndome que ya me lo explicaría en otra ocasión.
Por la tarde nos han llevado a jugar al fútbol en unos descampados que existen en un barrio llamado la Química. Hasta llegar a él hemos recorrido una larga calle con abundantes tiendas; las hay de toda clase: muebles, ropa, lana para colchones, mosaicos, bebidas, almacenes de madera... También tiene edificios muy significativos: la cárcel de mujeres, la Casa de Amparo -lugar de recogida de ancianos abandonados y menesterosos-, el Ayuntamiento de la ciudad, el mercado de pescados, un convento de monjas con una iglesia muy antigua y una azucarera cuya chimenea toca a las nubes. En las ventanas de la cárcel he visto mujeres de aspecto muy variado: unas estaban despeinadas y sin arreglar; otras, todo lo contrario; pero todas ellas tenían cara de pasar hambre y sufrimiento. Antes de entrar en el barrio hemos tenido que esperar el paso de un tren; han bajado las barreras al mismo tiempo que sonaba una campana. Me gustan los trenes. Nunca he montado en ellos y me quedo embobado viendo el humo que desprende la máquina y el ruido de las ruedas sobre las vías. Mi amigo Javier, por el contrario, está harto de ellos: su padre es jefe de estación en Daroca y vive al lado de ella. Podía haber estudiado en su pueblo en un colegio de religiosos que imparten el bachillerato; sin embargo, ha preferido, aunque le cueste más, que lo hiciera en un colegio de seglares.
A la vuelta me he fijado más detenidamente en la cárcel. Algunas mujeres seguían mirando a través de las rejas con la mirada perdida en su soledad. Yo creía que en las cárceles sólo había hombres por robar o haber cometido algún crimen, nunca pensé que las mujeres también lo hicieran. Al llegar al colegio estaba muy cansado. Terminada la cena nos han mandado a la cama y enseguida me he quedado dormido. A media noche he tenido una pesadilla en la que gritaba asustado: ¡Soy de derechas! ¡Soy de derechas! Javier me ha despertado con un pequeño golpe; enseguida me he vuelto a dormir.

11 de octubre:
Ayer por la tarde comenzaron las fiestas del Pilar. Los externos no vendrán a clase hasta el día catorce. A nosotros, sin embargo, nos hacen estudiar por la mañana de nueve a doce. A esta hora suena una sirena situada encima del banco Aragón que se oye por todo Zaragoza; su sonido comienza de forma suave para convertirse luego en agudo y muy fuerte, a veces resulta molesto. Los que tienen reloj se lo miran para ver si llevan la hora exacta; los que no llevamos nos contentamos con saber que sólo nos queda una hora de clase o de estudio matinal. En la mañana de hoy he escrito a casa mi primera carta: seguro que mañana cuando lean lo que les pongo se emocionarán. Antes de ir a pasear por la ribera, hemos ido a ver a los gigantes y cabezudos que salían de la escuela pública Valentín Zabala, cercana a las murallas romanas. Les hemos gritado cuando el Morico y el Berrugón han pasado a nuestro lado, corriendo, con la intención amenazadora de pegar a los chicos y jóvenes. Los gigantes me han impresionado. ¡Son tal altos! Y sin embargo, bailaban con mucha soltura al ritmo del sonido de una gaita y un tambor. Los alrededores del mercado se han convertido en un griterío alarmante, una verdadera jauría. Y hasta los dueños de puestos de venta del interior se han asomado con sus delantales blancos o verdes a mirar el espectáculo. Por detrás de las casetas de madera existentes al lado del colegio han sido muchos los que se escondían para evitar algún zurriagazo.
La tarde la hemos pasado en el recinto ferial situado muy cerca de la Facultad de Medicina. El inspector acompañante nos ha dicho que fuéramos lo más juntos posible para no perdernos. Me he subido a un esbarizaculos gigante -los chicos de la ciudad le llaman tobogán- y a una noria; luego, hemos entrado todos en una garita a ver un espectáculo de teatro guiñol. ¡Qué de palos se daban los personajes con una estaca de madera! Al final, la niña buena ha sido salvada de caer en manos del ogro. A la salida he visto el par de mulas que todos los años rifan con el fin de obtener dinero para la casa de la Caridad. ¡Qué grandes y lustrosas eran! Ha sido una tarde muy divertida, aunque me hubiera gustado poder ver el Gran Circo Americano y reírme con los chistes del payaso Tonetti. De vuelta al colegio me he comprado una papeleta de chufas y una manzana acaramelada; las chufas me las he comido tan deprisa que por la noche he tenido dolor de estómago.

15 de octubre:
Las fiestas de Pilar quedaron atrás. El día trece, último día del programa festivo, estuvo lloviendo continuamente: la procesión del Rosario de Cristal tuvo que suspenderse; fue una verdadera pena porque me ilusionaba el conocerla. Nosotros aprovechamos esa tarde para ir al cine. Nos llevaron al Monumental, a una sesión continua desde las tres y media hasta las siete. La película, "Cielo amarillo", de las llamadas del Oeste, la vimos dos veces; contamos más de cien disparos entre los buenos y los malos: hubo emoción y gritos en la sala.
Lo de estudiar ya se ha puesto serio. Los profesores preguntan mucho en clase y nos ponen abundantes ejercicios. Todos ellos son hombres a excepción de la profesora de francés: una señora alta con el pelo canoso, vestida con una falda larga algo oscura, como de medio luto, que nos enseña cantando el verbo avoir y être; dicen que es una francesa que perdió al marido en la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de las clases las damos por la mañana; por la tarde, excepto cuando toca dibujo, la pasamos estudiando en la vela. Cada tres cuartos de hora nos dan cinco minutos de descanso para poder ir al retrete; mis compañeros de la ciudad le llaman servicio y, algunos, water. Al tener el retrete una sola taza turca -no existe otro en toda la planta- hacemos verdaderas colas para entrar. En ocasiones, el olor que de él sale es nauseabundo; son muchas las veces que se atasca al no poder tragar los excrementos y los papeles de periódico con que nos limpiamos. Todas sus paredes están llenas de textos relacionados con el sexo: chocho, coño, pija... insultos groseros contra algunos profesores y dibujos obscenos y provocativos que, al mismo tiempo que me excitan, me hacen sentir una extraña vergüenza; aunque la frase "al terminar la faena, tira de la cadena", siempre que la leo me hace sonreír.
Anoche, a la hora de dormirme, pensé en la vendimia que ahora estará en pleno apogeo. El año pasado ayudé a mi padre a pisar las uvas y me divertí mucho, aunque estos recuerdos me entristecen. Sobre todo el recordar que el "ama", como llamaban a mi madre los vendimiadores, ya no estará para prepararles la cena: ¡la única comida caliente que comían en todo el día! ¿Me echará de menos mi perro Ali?

20 de octubre:
Hay un profesor que no duerme en el colegio pero sí desayuna y come en él: lo hace en solitario y leyendo a la vez periódicos y revistas. Con una voz oscura y grave, debe ser por lo que fuma, me ha llamado cuando pasaba por el comedor para ir a clase.
-Oye, chavalín, qué edad tienes.
-Diez años- le he contestado un tanto sorprendido.
-¿Te gusta la lectura?
-Si señor, bastante; aunque sólo leo los libros de estudio y algún tebeo.
-Toma esta revista -me ha dicho con mucha decisión-. En ella aparecen dos cuentos infantiles, creo que te gustarán.
Le he dado las gracias y me he bajado corriendo a clase. La campana que anuncia la entrada de los externos ya había sonado y no quería que me quitasen el puesto que siempre elijo en la vela. Cuando he podido le he entregado la revista a Vicente, con quien ya había hablado varias veces, para que la ojease. Se ha quedado sorprendido al encontrar en su interior una hoja suelta, escrita a máquina, que hablaba de una reunión secreta en los pinares de Venecia. Inmediatamente la ha cogido y, convirtiéndola en una bola, se la ha metido en el bolsillo del pantalón marchándose al retrete sin pedir permiso. Cuando ha vuelto tenía la cara blanca y con gesto enfurecido.
-¿Te pasa algo?- le he preguntado asustado.
-Esa hoja se la di ayer a ese profesor de parte de mi padre; en ella le comunicaba la celebración de una reunión clandestina del partido en los pinares de Venecia. No entiendo cómo es tan despistado. Si en vez de ser yo el primero en verla se la encuentra algún profesor policía de los que aquí tenemos, hubiera investigado su procedencia hasta conocer quién te la dio; a él seguro que lo detienen y encarcelan. Y si tiran del hilo, hasta mi padre hubiera sido acusado de comunista: la tenía escondida en casa cuando me la dio para entregársela. Ya le diré al Dicenta que sea más cuidadoso. Si quiere seguir perteneciendo al partido debe ser más consciente de sus actos.
Reunión clandestina, comunista, cárcel, miedo, profesores policía... ¿Quién era este Vicente que creí iba a desmayarse cuando vio esa hoja que yo todavía no había leído? Le hubiera preguntado que me aclarara de qué iba el asunto. Yo no entendía nada, mas lo vi tan serio y pensativo que ya no hablamos en todo el tiempo que duró el estudio.

Los viñedos de PANIZA
30 de octubre:
Hoy recibido carta de casa. Está escrita por mi hermana y me cuenta lo mucho que se acuerdan de mí. La cosecha de la uva no ha salido tan buena como esperaban; el mosto ha dado poco grado pero se han podido llenar los dos trujales. Los vendimiadores, que todos los años vienen de Fuentesclaras, un pueblo de la provincia de Teruel, me han echado en falta: ¡jugaban tanto conmigo! Ahora toca esperar a que el vino fermente bien y no se pique. Con la carta me han metido un billete de 25 pesetas. Con ellas tengo que tener dinero suficiente hasta que vuelva a casa para las Navidades. También cuenta que me envía con el ordinario una caja con dos botes de mostillo, almendras cascadas, nueces y magdalenas. ¡Qué bien me va a venir este paquete! ¡Paso tanto hambre por las mañanas!

2 de noviembre:
Hoy he conocido -afortunadamente no la he probado- esa medicina que el director llamó "Doña Eugenia". La tal señora es una correa con la que el inspector de turno azota en las manos con fuerza, una y otra vez, a quien cree que se porta mal o al que no ha memorizado la lección que le preguntan. Media hora antes de que los externos se vayan por la tarde a sus casas, el inspector de la vela pregunta la lección de cualquier asignatura que vamos a dar al día siguiente. A los alumnos que no han estudiado los pone en corro y les da tres o cuatro correazos en cada mano ante la mirada asustada de todos los demás. Al ver ese espectáculo se me ha encogido el corazón. Los azotados escondían sus manos doloridas y, apretando los dientes, luchaban para evitar llorar: no siempre lo conseguían. Impresionado por la escena, he prometido esforzarme en estudiar y no tener que pasar por tan doloroso trance.

4 de noviembre:
El colegio es de enseñanza mixta, a él vienen chicos y chicas; en muy pocos de la capital lo hacen. Las chicas también tiene su vela en la sala número uno; es muy pequeña y con escasa luz natural. A la hora de dar las clases nos juntamos en la misma aula aunque en bancos distintos; en la número seis siempre están los alumnos de séptimo. Mi curso está formado por veintitrés chicos y seis chicas. Una de ellas, que ya lleva medias, parece tener catorce años por lo desarrollada que está; todas las demás visten calcetines hasta las rodillas, al igual que nosotros cuando llega el mal tiempo. A veces nos cruzamos miradas sonrientes y hasta nos enviamos papeles doblados con palabras escritas en clave. Solamente hablamos cuando el profesor llega tarde a clase o se ausenta por algún motivo. Los alumnos externos tienen más suerte: juegan con ellas a la salida y alguno ya me parece que tiene novia.
Hay dos asignaturas que las estudio con mucho entusiasmo: Ciencias Naturales y Gramática; tal vez sea porque los profesores que la imparten explican muy bien y no intimidan. Sin embargo, en la asignatura de Matemáticas pasamos la mayoría del tiempo temblando. El profesor, muy alto y delgado, apodado "Pinoseco", tiene su Eugenia particular encima de la mesa mientras da la clase. Y aunque a veces cuente algún chiste o alguna anécdota, no te quita el temblor que tu corazón siente, sobre todo los días que toca preguntar y empieza a llamar para que salgamos a la pizarra. Ayer, un compañero que se confundió en una suma de números quebrados, ante el miedo de recibir las caricias de la correa, se orinó en los pantalones, humedeciendo hasta los calcetines; aunque el hecho causaba risa nadie movió los labios. Pasado el mal rato, cuando termina de preguntarte te pone nota en una pequeña libreta. Mas él no califica con números como el resto de los profesores, emplea letras: usa como clave la palabra Hipotenusa que tiene diez letras distintas: la A vale un diez y el cero es para la H. La única vez que me ha preguntado en lo que llevamos de curso vi que me ponía una N.

10 de noviembre:
A la hora del recreo me he encontrado con Vicente y me ha dado un papel doblado al mismo tiempo que me decía: "Ten cuidado, léelo sin que nadie te vea; si lo haces bien sabrás qué significa ser de izquierdas o de derechas". Ya me había olvidado de ese tema, así como de la hoja que el profesor Dicenta metió en la revista que me regaló, cuando de nuevo me ha vuelto la inquietud. El papel lo he leído por la noche, antes de cenar, durante el tiempo en que sólo estamos en la vela los internos. No sé por qué tendrá tanto interés el que yo sepa las diferencias. Por lo demás, el día ha transcurrido con monotonía: clase, estudio; clase, estudio; paseo por la ribera antes de la comida, y desde las tres y media hasta las siete de nuevo clase y estudio; un descanso para merendar y vuelta a la destartalada vela a estudiar hasta la hora de la cena. En este tiempo he abierto el papel de Vicente poniéndomelo encima del libro como si estudiara. Mi sorpresa ha sido grande al ver que era como una carta. Comenzaba: "Estimado compañero". Seguía luego una introducción hablando de "ideologías y actitudes ante la vida" -palabras que yo no entendía- "...porque cada uno actúa en función de su mentalidad". Y es al final cuando me expone las diferencias entre ser de derechas y de izquierdas: "El de derechas carece de imaginación, es burgués y sólo busca lo seguro. El de izquierdas busca ante todo el progreso, la mejora y la justicia; es imaginativo, creador y crítico. El de derechas piensa que sólo ha nacido para obedecer y necesita una autoridad fuerte que imponga disciplina; todo lo deja en la mano de Dios. El de izquierdas es humanista, cree y pone su fe en el hombre al que intenta liberar de las clases oprimidas, viendo en la Iglesia y el Estado unos instrumentos de despersonalización. El de derechas es capitalista y amante de acumular toda la riqueza posible aunque otros no tengan nada. El de izquierdas prefiere que los bienes de producción estén en manos del Estado para poder repartir equitativamente la riqueza".
Terminaba diciéndome que me contaba todo esto porque yo era de pueblo y en ellos suele haber muchos caciques. "...Quería que supieras que, aunque ni los profesores ni los libros lo dicen, vivimos en un país dictatorial en donde no hay libertad de expresión y todavía se mata en las cárceles a prisioneros políticos por pensar de forma distinta a la establecida por Franco". Un tanto confundido, por estas afirmaciones de las que nunca había oído hablar, he escondido el folio entre el forro del libro.

21 de noviembre
Ayer tuvimos fiestas escolar por conmemorarse el aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera, cuya fotografía, junto a la de Franco, está colgada en todas las aulas. A media mañana, tras haber estudiado dos horas en la vela, hemos bajado a la plaza que hay junto al colegio en donde se habían congregado muchos falangistas vestidos con camisa azul y boina roja. Algunos debían ser personajes importantes porque encima de la camisa llevaban una chaqueta blanca adornada con medallas. Ante varias banderas de España, otras rojinegras y otras blancas atravesadas por una especie de cruz, habló uno de ellos en voz alta explicando... "que las franjas verticales de la bandera falangista indicaban que la autoridad se ejercía de arriba a abajo, y que el yugo que lucía en el centro recordaba la grandeza histórica de España". Añadiendo que... "se cruzaba con las flechas en forma de cruz porque España ha sido y será siempre de Cristo". Terminado el largo discurso, del que no entendía muchas cosas, todos cantamos el "Cara al sol" acabando con los gritos de rigor: ¡Viva Franco! ¡Arriba España!. Luego, al ritmo del toque de una corneta, colgaron una corona de laurel en el frontal de la iglesia donde se leía: "Caídos por Dios y por España, ¡Presentes!". En esa misma iglesia, en lugar menos visible, hay un cartel que dice: "En esta ciudad se prohibe la mendicidad y la blasfemia".
La tarde la pasamos jugando por la arboleda existente en la margen izquierda del río Ebro. La humedad se dejó sentir apenas el sol comenzaba a esconderse por el Moncayo: enseguida volvimos al colegio. Por la noche, pensando en las camisas azules que había visto por la mañana en la plaza, llegué a la conclusión de que mi padre había sido falangista: en un baúl del granero recordaba haber visto dos iguales. Nunca las toqué porque estaban llenas de polvo y muy desgastadas. A Javier, cuando ya estábamos acostados, le he preguntado en voz baja si era de derechas o de izquierdas.
-¡Que manía con esas dos palabras! La otra noche te desperté porque soñabas en voz alta gritando: ¡Soy de derechas! ¡Soy de derechas! Y tuve que hacerlo porque estabas asustado. Yo no sé lo que soy, pero mi padre sí es de izquierdas.

24 de noviembre:
Hoy ha sido para mí un domingo muy especial. Una tía, prima de mi madre, que me lava la ropa todas las semanas, me ha sacado del colegio para ir a comer a su casa. Esto lo hacen muchos alumnos todos los domingos tras comunicarlo al inspector del internado. Te apuntan la dirección en donde vive el familiar y él se responsabiliza desde que te recoge en el colegio hasta las ocho de la tarde que te devuelve. Mi tía, que está casada y tiene un hijo de mi edad, vive en la cercana calle de Mariano Cerezo, esquina con la más importante de San Pablo: una calle con tiendas en todas los bajos de las casas. Algunos edificios son antiguos palacios con hermosos aleros de madera decorada, parecidos a los que hay en la calle Mayor de mi pueblo. Hay una, llamada Vinos Perdiguer, que al pasar por su puerta la he mirado con mucha atención: en su interior se ven abundantes toneles y pipas de los más variados vinos; tal vez alguno de ellos proceda de las vides de mis campos. El año pasado, su dueño le compró a mi padre la cosecha de un trujal.
Mi tía vive en el entresuelo derecha; un piso muy pequeño, de apenas cuarenta metros. Sólo tiene un dormitorio con alcoba, un estrecho pasillo y una pequeña cocina-comedor en donde se hace la vida. Junto a ella hay una estrecha galería que da acceso al retrete sin bañera ni ducha. Entra tan escasa luz en el piso que tienen que estar todo el día con la bombilla encendida. Mi tía me aprecia y quiere; el humilde sueldo de peón que le lleva su marido sabe administrarlo con eficacia. Ello, unido a lo que le pagan fregando y limpiando la casa a unos parientes lejanos, grandes propietarios, consigue llegar a final de mes sin pasar apuros; asunto que a la mayoría de las familias que viven por estos barrios se les hace costoso. Mi tía siempre me prepara una copiosa comida, y a la hora de devolverme al colegio me compra unas galletas o algún pastel. Hoy, toda la familia hemos ido al cine Fuenclara: un cine largo y estrecho al que acuden muchos chicos y chicas. A la salida hemos dado una vuelta por la calle Alfonso y la plaza del Pilar. Cuando llegábamos al colegio, al pasar por la puerta de un bar cuyos cristales eran translúcidos, me ha dicho: "Por estos barrios hay bares de mala fama. Si alguna vez vienes solo, pasa de largo sin mirar". Ella cree que todavía no sé que hay mujeres, llamadas prostitutas, que se venden para dar placer a los hombres. En el colegio, los alumnos internos de sexto y séptimo, que ya no salen con la fila los domingos, nos cuentan en secreto sus andanzas por esos tugurios, incluso a veces nos han dicho que algún inspector de los que duermen en el internado es asiduo visitante de ellos.

26 de noviembre:
A mediados del próximo mes comenzamos los exámenes trimestrales de Navidad. Hay que repasar todo lo dado a lo largo del curso. En la mayoría de las asignaturas nos hacen examen oral y escrito y te pueden preguntar lo que quieran. El inspector del dormitorio nos ha comunicado que si alguno quería quedarse a estudiar después de cenar, o levantarse antes de la hora, podía hacerlo siempre que no molestara.
Hoy he madrugado; las Matemáticas y el Francés se me atragantan bastante. En el pequeño cuarto de estudio del internado, he coincidido con un alumno de séptimo curso que es de Aguilón, pueblo cuyo termino limita con el mío. Hemos hablado de nuestras familias y de nuestros pueblos. Me ha explicado que el profesorado del colegio es muy especial. "A vosotros, los pequeños, la mayoría de profesores que os dan clase y os cuidan son rebotados de cura: saben mucho Latín y Gramática Española, y aunque se han salido del seminario también os dan clase de Religión. Pero en los cursos superiores, además de licenciados hay profesores y catedráticos de Universidad que fueron degradados por Franco al haberse puesto en la guerra de parte de los republicanos. Son excelentes personas, mas para poder vivir tienen que dedicarse a dar clases en colegios de seglares como éste. Algunos pasaron cierto tiempo en la cárcel, y al terminar la guerra perdieron el puesto de trabajo que por oposición habían ganado. Incluso hay dos que, cada cierto tiempo, tienen que presentarse en las oficinas de la policía para demostrar que no se han marchado de España. Cuando yo vine a estudiar aquí, el año 1944, este colegio -continuó- estaba muy vigilado por las autoridades gubernativas. El director, aunque es católico, es también un hombre muy liberal; durante la guerra estuvo a punto de ser fusilado al ser acusado de ser rojo y republicano. Afortunadamente pudo salvar su vida. Sin embargo, estos antecedentes todavía le hacen ser sospechoso".
30 de noviembre:
No sé qué han visto en mí los alumnos mayores. Enseguida me hago amigo de ellos y me cuentan muchas cosas. En el internado, durante el estudio que realizamos en la vela, procuro ponerme junto a ellos porque siempre aprendo algo nuevo. Las cosas que me contó ayer, mi ya amigo el de Aguilón, me han hecho pensar mucho y llenarme de contradicciones. Si Franco es tan malo ¿por qué preside su rostro nuestras clases? En
el pueblo, cuando ayudaba como monaguillo al mosén en la misa, en un momento de ella pedíamos por el Jefe del Estado, nuestro querido Caudillo, para que Dios le protegiera. Y hasta en la escuela nos explicaban que para salvar a España y a la civilización cristiana en peligro, el 18 de julio de 1936 inició el Glorioso Alzamiento. Yo busco en los libros de Historia de cursos superiores y ninguno habla mal de él. Adivino que se nos oculta algo porque siempre que alguien quiere contar algún hecho de la dichosa Guerra Civil, baja la voz como si fuera un pecado. En casa ocurría lo mismo; los silencios y las miradas cómplices te hacían suponer que no todo era como lo contaban los libros.

3 de diciembre:
Hoy me he encontrado todo el día muy cansado. El haber madrugado ayer y los pensamientos contradictorios que mi mente almacenaba, han hecho que durmiera poco y mal. Cuando la oxidada sirena del mercado ha tocado a las seis de la mañana, anunciando el comienzo de la compra de las frutas y verduras que los hortelanos zaragozanos habían colocado alrededor de él, ya estaba despierto. He ido al retrete y me he asomado a ver el panorama. Había niebla y apenas se podía distinguir el ajetreo de los compradores cargando en diferentes medios de transporte lo que luego se vendería en el interior del mercado y en todas las fruterías de la ciudad. Aunque no la he visto, he oído los gritos de la churrera anunciando su mercancía calentita, así como otras voces que me eran más familiares porque iban dirigidos a los animales de carga. He vuelto a la cama, sentía frío y me he echado encima el abrigo. Estas mañanas de diciembre ya son heladoras; no me extraña que a estos cuartos les llamen "La Siberia".

4 de diciembre:
Hoy, a media tarde, cuando la mayoría de los cursos estábamos en la vela estudiando, ha entrado en ella el hijo mayor del director. Vicente se ha alegrado mucho
al verle y me ha dicho que era un excelente poeta, aunque no podía publicar todo lo que escribe porque la censura se lo prohibía. Yo no entendía que era eso de la censura, pero esa persona gorda, casi calva y con los dedos amarillentos de tanto fumar, no podía imaginar que fuese poeta. A mí me gusta mucho la poesía, y hasta sé de memoria poemas de Gabriel y Galán, Campoamor y Pemán, que en los finales de curso recitaba en la escuela del pueblo. El hijo del director, a quien los mayores le apodan cariñosamente "Peladilla", ha hablado con el inspector que nos vigilaba y a continuación ha entrado en la sala un señor alto, delgado y con la mirada despistada. Nos lo ha presentado diciéndonos que era un gran actor; que antes de la guerra había actuado con las mejores compañías de teatro: hoy nos iba a dar un recital.
Todos nos hemos quedado expectantes al ver cómo se concentraba; parecía como si su cuerpo fuera a transformarse. Cuando ha comenzado a declamar me he quedado ensimismado. ¡Qué modulación de voz, qué gestos! Vivía los versos con toda su alma. Los aplausos se han repetido cada vez con más intensidad; nos ha cautivado a todos, sobre todo cuando ha recitado la poesía titulada "La cena" en donde los gestos y movimientos de la boca, realizando la acción de comer, nos ha hecho sentir hambre. Ha terminado su actuación recitando, según ha dicho, a un poeta cubano que hablaba de una culebra muerta que no podía correr ni volar; al hacerlo ha empleado palabras extrañas como mayombé y bombe. Repitiéndolas varias veces se ha ido despidiendo saludando con la mano en alto. Al llegar a la puerta ha exclamado: ¡sensevayá! ¡sensevayá...! Este inesperado recital me ha impactado; luego, muchos chicos repetíamos en voz alta imitando su voz: ¡mayombé! ¡bombe mayombé! Vicente me ha explicado que este gran actor había estado prisionero durante la guerra; ahora, para poder vivir se dedicaba a recitar por los colegios. He pensado que no le debían pagar mucho porque su vestimenta era pobretona, y su delgaducha y alargada cara daba la sensación de pasar hambre.

6 de diciembre:
Ayer apenas comí. Me dolía mucho la cabeza. y sentí escalofríos por todo el cuerpo. Se lo comuniqué al inspector de los internos, un rebotado de fraile que es el dueño del internado y al que apodan Lorenzana: manda en nosotros más que el director. Sabe de todo y para todo vale. Igual te habla de asuntos religiosos que de fútbol o de medicina. Su cara, casi siempre llena de granos, tiene aspecto de medio hombre y medio mujer. Y hasta su voz, un tanto afeminada, así lo demuestra. Al verme tan alicaído me cogió la muñeca para tomarme el pulso y me dijo que tenía fiebre. Ordenó acostarme y él mismo me acompañó hasta el cuarto. "Ahora vendrá Manuel y te pondrá el termómetro". Manuel es un estudiante de medicina que había cursado el bachillerato siendo fámulo. Se quedó en el colegio dando alguna clase y vigilando a los internos por las tardes; por las mañanas va a la Facultad a recibir sus clases: es una persona muy simpática y alegre. Al verme encogido en la cama, tapado hasta las orejas, me dijo:
-¡A ver de qué tengo que operar a este muñeco!
Me puso el termómetro y marcaba 38 grados y medio.
-¿Te duele algo?
-Sólo la cabeza.
-No estés preocupado. Voy a darte una pastilla para bajarte la fiebre, te sentirás mejor. Hoy no meriendes, para cenar te traeré un vaso de leche y te tomarás otra pastilla.
Acostado solo en el grandioso dormitorio, las demás camas me parecieron fantasmas que de un momento se iban a levantar para ponerse a bailar a mi alrededor. El alto techo, con alguna telaraña en los rincones, me miraba con ojos escrutadores. No sé
el tiempo que pasé dormido, mas cuando desperté oí el murmullo de los compañeros en el comedor cenando. Manuel no tardó en llegar con un vaso de leche caliente. Antes de dármela me puso de nuevo el termómetro: el mercurio había bajado un grado.
-Esto va bien -me dijo sonriente- Tómate otra pastilla de veramón con la leche y mañana habrá desaparecido la fiebre. Es un pequeño catarro; no estés preocupado
No tardé en dormirme; los compañeros bajaron la voz al volver de la cena y apenas sentí sus palabras. Sin embargo ¡cuánto echaba en falta a mi madre! Seguro que ella me hubieran dado algunas galletas o bizcochos con la leche.

7 de diciembre:
Las palmadas que llaman a levantarse, tocadas de habitación en habitación por el Lorenzana, aunque las oía no me estimulaban a hacerlo. Lo he intentado, mas he sentido un leve mareo y he tenido que acostarme nuevamente. El inspector, tras mirarme la lengua, me ha tomado de nuevo el pulso.
-Creo que ya no tienes fiebre. Es la debilidad y el haber estado acostado tantas horas lo que te ha producido ese mareo. Desayuna, te acuestas de nuevo y por la tarde ya estarás en condiciones de bajar a clase.
Así lo he hecho. Sin embargo, a las once ya me aburría de estar en la cama sin nadie con quién hablar. Ha sido entonces cuando ha aparecido sigilosamente, sin hacer ruido, como los dos gatos que ella tiene escondidos en su armario-almacén de limpieza, la Sansonia. Siempre despeinada y mal vestida es una vieja solterona que, al hablar, luciendo un diente de oro, parece escapárseles las palabras con un siseo cautivador. Se ha sentado en mi cama y allí ha estado contándome sus andanzas como si yo fuera el nieto que nunca tuvo. Lleva en el colegio ocho años limpiando los retretes y fregando pasillos y escaleras. Recibe en pago la comida, una pequeña paga y lo que puede sacar con la venta de los papeles que recoge por las clases, así como de los restos de pan duro que sobra en la comida. Conoce todos los secreteos que en el colegio pudieran existir, sobre todo los referentes al profesorado y a la familia del director. "Algún día -me ha dicho- ya te contaré más cosas. Me voy porque la dueña me echará en falta".
Al quedarme solo he oído el ruido producido por las cucharas y tenedores que el fámulo, encargado del comedor, iba colocando sobre las mesas fijas de granito existentes en una sala cuadrada, frontera entre las habitaciones de la fría Siberia y los cuartos de los enchufazos. Tras vestirme he salido a charlar con él; se llama Samuel y estudia, como Javier, tercer curso. Tiene que hacer un gran esfuerzo para compaginar el poder asistir a clase, preparar el comedor y servir la comida con la ayuda de otros fámulos. Me ha impresionado la rapidez con que distingue los cubiertos de cada uno de nosotros. Los mira un instante y ya sabe de quién son, dejándolos luego en el lugar donde su dueño se sienta. No sé cómo se ha enterado de que soy huérfano de madre; la estrecha franja de tela negra que llevo en la solapa de la americana de los días festivos tal vez le haya dado la señal. Me ha sorprendido que me preguntara cuánto tiempo hacía que había fallecido: le he contestado que un año, dos meses y tres días. Él me ha contado que también era huérfano, pero de padre y madre. Al oír la historia de la muerte de sus padres me he quedado blanco y he sentido un leve mareo. Cuando he reaccionado me he puesto a pensar y han venido a mis ojos la imagen de las dos camisas azules descoloridas que había en el baúl del granero de mi casa.

9 de diciembre:
Ayer fue festivo por celebrase el día de la Inmaculada Concepción. Igual que realizamos todos los domingos fuimos a oír la misa de doce en la iglesia que consideramos nuestra: algunos la llaman de Santa Isabel, mas la mayoría la conoce como iglesia de San Cayetano. El mosén que la celebra es el cura que tenemos en el colegio: pequeñico, delgado, nervioso y casi siempre resfriado. Su amistad con el director es grande; los dos estudiaron en el seminario de Belchite en donde nació un afecto que jamás han perdido. Él es el que cuida a las chicas en la vela. Sentado en un sillón, arremolinado en su manteo estos días de tanto frío, allí pasa muchas horas. A veces se le ve en el despacho del director o junto a la caldera de la calefacción extendiendo el pañuelo para que se le seque. Yo le he ayudo alguna vez como monaguillo, pero va tan deprisa diciendo las oraciones en latín que apenas te deja terminar las respuestas. Su misa lleva fama por lo poco que dura; al no predicar, muchos asisten a ella para salir cuanto antes de la iglesia. Las chicas de mi curso cuentan que se puede hablar en la vela sin que él se entere; algunas leen tebeos y novelas rosas escondidas entre los libros. Cuando pregunta las lecciones no pega ni con la correa ni con el cepillo, como hacen algunos inspectores y profesores, aunque algunas veces les da algún pellizco. A esta misa de doce siempre acude el director, elegantemente vestido, y algunos de sus hijos. No lo hace el hijo poeta porque según me han contado es ateo. Aunque no sé lo que significa dicha palabra no debe ser nada bueno; en la enciclopedia que estudié para el examen de Ingreso decía: "Todo lo que existe ha sido creado por Dios, infinitamente sabio y poderoso. Las personas que no creen esta verdad son llamadas ateas".

11 de diciembre:
Ayer, en el camino del colegio a la ribera, descubrí por vez primera una gran fila de personas: hombres y mujeres de edades indefinidas esperando a que les dieran la comida del medio día en la llamada Cocina Económica, un edificio regido por monjas a quienes llaman las Paulas que tapan sus cabezas con tocas de alas blancas. Eran gente humilde, vestida muy pobremente y con la mirada triste y hundida. Personas sin trabajo -algunas sin vivienda- que vivían de la caridad. Quedé muy impresionado y se lo comenté al inspector que nos acompañaba.
-La Guerra Civil dejó a muchas familias en la miseria. Ahora, con la llegada del invierno escasea el trabajo y la mendicidad aumenta- me contestó sin inmutarse.
¡La Guerra Civil! ¡Siempre la Guerra Civil! Sigo buscando en los libros de historia de los alumnos mayores alguna explicación sobre lo sucedido y en lo poco que hablan sólo es para alabarla, que gracias a ella se paró el avance del comunismo en Europa y en España. Cuando vuelva a casa para las Navidades trataré que mi padre me explique qué ocurrió, aunque sé que no le gusta hablar mucho de esos hechos. "En esta casa no se habla de política", le dijo en cierta ocasión a un familiar cuando le preguntó qué opinaba sobre el aislamiento realizado a España por todas las naciones, excepto Argentina.
A la vuelta hacia el colegio vimos a dos guardias urbanos paseando por los porches entre el bar Aurora, la casa de semillas Gavín y la tienda de confección Duclós. Por sus miradas parecían buscar a algún delincuente o algún estraperlista: en esta parte de la ciudad existe mucho trapicheo y muchas necesidades. Las puertas del mercado siempre están llenas de hombres y mujeres que hablando con la mirada dan a entender la mercancía que te ofrecen: escasea el pan blanco, el aceite, el tabaco, la carne y hasta las patatas. Como el dinero es también escaso, muchas veces se realizan trueques que, en alguna ocasión, si alguno se siente estafado, termina con peleas; la mayoría de estas personas cuando ven a un guardia desaparecen como por arte de magia por las estrechas calles que rodean al mercado. Los internos, desde los balcones del dormitorio, tenemos una visión generalizada de todo el panorama. Pero los guardias de ayer parecían sentirse burlados por los protagonistas de algún hecho prohibido. La respuesta la encontramos al atravesar el portalón de la entrada al colegio: en el hueco de la escalera estaban escondidas dos mujeres. Un de ellas me llamó, y entregándome una bolsa grande de tela llena con barras de pan, me dijo: "Chaval, súbela al último rellano
y déjala en un rincón". Mi amigo el de Daroca me ayudó a subirlas. Silenciosos bajamos luego a la primera planta y entramos con los demás al colegio. Intrigados por el hecho nos asomamos al balcón de la vela pero los guardias ya no estaban en los porches. Al poco tiempo vimos salir a las dos mujeres con la bolsa escondida entre los ropajes largos que vestían; echaron a correr y las perdimos de vista.

13 de diciembre:
Hoy, en nuestro paseo matinal por la ribera, Javier me ha pedido que le acompañara a visitar el interior del Pilar. Su madre -que según me dice es muy religiosa, todo lo contrario a su padre- le había escrito en una carta rogándole que el día de Santa Lucía comprara una vela y se la pusiera en el altar de la Virgen. Le ha pedido permiso al inspector y nos lo ha concedido. La fachada de la basílica no se puede ver, lleva mucho tiempo en obras y está tapada con cañizos delante de los andamios. Duran tanto tiempo sus obras que la gente ya dice refiriéndose a algo que se eterniza: "Esto es más largo que las obras del Pilar". Yo pasé por el manto de la Virgen cuando bajé del pueblo con mi madre a hacerme la fotografía de la Primera Comunión: tenía siete años. Ahora el templo me parecía distinto. Entonces no me fijé en las numerosas velas encendidas que humeaban constantemente hacia las bóvedas, ni en la numerosa gente que recitaba oraciones arrodilladas en reclinatorios y bancos. Pero hoy, lo que más me ha impresionado ha sido lo que Javier me ha enseñado: las bombas colocadas en una pared en donde un escrito explicaba que habían sido lanzadas por los enemigos de Dios y de la Patria, y que gracias a un milagro de la Virgen no llegaron a explotar. Señalando en las alturas un agujero me ha dicho:
-¿Lo ves? Ahí se quedó incrustada una de las bombas.
Al salir del templo nos hemos entretenido leyendo los argumentos de las películas estrenadas durante la semana, escritos en unas fichas colocadas en el interior
de una vitrina. A cada película se le daba una calificación con un color y un número: el 1 y color blanco, significaba que era autorizada para todos los públicos; el amarillo y el 2, para jóvenes acompañados; el 3, para mayores; el 3R, mayores con reparos; y el 4, color grana, gravemente peligrosa. Muchas personas, si habían visto alguna película perteneciente al grupo 4 sentían remordimientos de conciencia; para eliminarlos acudían a confesarse. Nosotros no teníamos este problema, siempre nos llevan a películas autorizadas para todos los públicos. A la vuelta hemos contemplado cómo avanzaban las obras que en la parte oeste de la plaza se realizan para levantar un grandioso monumento en honor a los caídos por Dios y por la Patria. "En este lugar -me ha dicho Javier- el año pasado jugábamos con una pelota al fútbol esquivando la vigilancia de los guardias urbanos. Ahora ya no podemos". Y ha añadido: "Dicen que el año próximo vendrá Franco a inaugurarlo".
En la comida del medio día hemos tenido una grata sorpresa, al menos, los novatos: nos han dado para postre un trozo de turrón. Javier me ha explicado que el director es muy devoto de Santa Lucía, y este día, además de oír misa con sus hijos menores y su esposa, tiene como costumbre el darnos tan agradable postre. Lo he saboreado con ilusión. Esto me indica que las Navidades están llamando a la puerta.

21 de diciembre:
Mañana nos dan las vacaciones de Navidad. ¡Qué ganas tengo de volver a casa! Algunos alumnos -los Marraco, Escartín, Santolaria, Ara, Sanclemente y otros que viven en pueblos cercanos al Pirineo- se marcharon ayer debido a las nevadas que según decían iban a llegar: tenían miedo a quedarse incomunicados. Hoy, terminado el examen de Matemáticas, el que más temía, me he dedicado a preparar la maleta. Por la tarde sólo hemos tenido una prueba de dibujo. El profesor, hermano de la esposa del director, pequeño y con bigote, aunque parece que siempre está enfadado no tiene malos
sentimientos: nos trata con afecto y hasta nos deja hablar, siempre que no elevemos mucho la voz. Así lo ha hecho hoy por ser el último día de clase del primer trimestre. Yo no soy buen dibujante; me gusta más pintar lo que otros han dibujado. En el curso hay una chica -se llama Mª Pilar- que dibuja muy bien; dicen que su padre le da clases particulares, aunque pienso que ello es un arte con el que la persona nace. Desde mi sitio miraba atentamente el interés que ponía en su trabajo. De improviso ha levantado la vista y, al verme, ha sonreído. Sus ojos y su sonrisa han puesto en mi corazón un sentimiento nuevo. Si yo fuera externo intentaría hablar con ella al salir de clase. Con quien sí he hablado ha sido con Vicente. Ya se marchaba a su casa cuando al verme me ha llamado en voz alta.
-¿Pensabas irte sin despedirte?
Luego, bajando el tono de la voz me ha dicho:
-Acuérdate de preguntarle a tu padre estas vacaciones si es de izquierdas o de derechas.
Otra vez con lo mismo. No sé qué obsesión tiene con este tema.
Por la noche, en el dormitorio, hemos armado una pequeña juerga realizando luchas con los almohadones saltando por todas las camas. El inspector nos ha dejado explayarnos ausentándose de la habitación más de una hora. Mañana, aunque pensamos madrugar para dejar los colchones recogidos como balas encima de la cama, seguro que no tenemos pereza cuando toquen las palmadas de diana. Espero que este diario no me dé pereza continuarlo cuando esté en el pueblo. Son dieciocho días de vacaciones y pienso recuperar la libertad de tres meses encerrado, corriendo a mis anchas por las calles, plazas y eras. Aunque, tal vez, estas Navidades, como ocurrió el año pasado, ya no volverán a ser como cuando vivía mi madre.

23 de diciembre:
¡Qué ganas tenía de encontrarme con la familia! Mi hermanas salieron ayer a la carretera a esperar el coche de línea que seguía hasta Daroca, el pueblo de mi amigo y compañero Javier. Eran las cinco y media de la tarde y apenas se veía. Un aire helador, no desconocido, me abofeteó al bajar del autobús. La maleta de madera que iba en la baca la recogió mi hermana mayor por un lateral del coche de manos del cobrador. Los cien metros que separan la carretera del pueblo los recorrimos deprisa. Atravesado el arco de entrada nos recibió la calle Mayor; sus escasas luces aún no habían sido encendidas. Las pocas personas que saludé en el recorrido hasta mi casa me han dicho que he crecido y que estoy más delgado. Mi padre ya me esperaba impaciente en la cocina junto al perro Ali. Me ha dado un fuerte abrazo y al mirarme detenidamente de arriba a abajo le ha dicho a mi hermana:
-Ya puedes cuidarlo bien estas vacaciones. Si pierde más se le van a caer los pantalones.
Me ha dado risa, pero era verdad. Además, el color de mi cara no era como la de ellos; estaba blanquecina, como la tienen los chicos de la capital cuando vienen al pueblo a veranear. Espero recuperarme enseguida.
Hoy he continuado con mi diario pero no sé si podré hacerlo el resto de las vacaciones. El único lugar en donde se puede estar sin pasar frío es la cocina, y en ella siempre hay alguien de la familia, sobre todo cuando anochece, tiempo que me gustaría dedicarlo a él. El resto del día seguro que lo paso jugando. Me va a ser muy difícil el poder escribir en secreto: no quiero que nadie lea mis pensamientos, al menos hasta que averigüe lo que estoy buscando.


29 de diciembre:
Han pasado siete días ¡Qué rápido corre el tiempo! La Noche Buena y el día de Navidad apenas lo hemos celebrado. Aunque queremos olvidar, siempre aparece la
figura de la madre en las conversaciones de la sobremesa. Además, duermo ahora en la habitación en donde ella murió y tengo su fotografía de joven sentada en una silla, junto a un florero. La miro y sus ojos me siguen en todas las direcciones. Estoy seguro que si ella conociera mis preocupaciones se saldría del marco y vendría a la cama para auxiliarme.
Hoy, cuando he vuelto a casa al encenderse las luces de las calles, he encontrado a mi padre cargando cartuchos para ir de caza el domingo. Y como ocurre siempre, el herrero, el alcalde, el secretario del Ayuntamiento y el panadero, sus amigos, madrugarán para asistir a la misa primera y luego discutirán qué itinerario van a seguir en la cacería. Como en otras ocasiones, le he ayudado con una pequeña máquina, sujeta a la mesa, a quitar los pistones gastados de los cartuchos vacíos y a ponerles nuevos fulminantes, así como a redondear las carcasas que él había llenado de pólvora y perdigones. El perro Ali, conocedor de que iba a ir de caza, se metía entre mis piernas feliz y contento. A lo largo de estos días no había encontrado ocasión para preguntarle sobre lo sucedido en la Guerra Civil. Tenía miedo que pensara que su hijo quería investigar en su vida pasada. En casa no se hablaba de política ni de nada. El luto por la muerte de mi madre nos hacía vivir en un estado alejado de la realidad. Él sólo pensaba en que no le faltase su trabajo de albañil y que el tiempo fuera bueno para que las cepas de las pequeñas viñas que teníamos fructificaran debidamente. Recuerdo una ocasión en que de forma solemne me dijo: "En el pueblo hay personas con las que siempre tenemos que estar bien relacionados: el cura, el médico y los maestros". A ellos siempre les llevábamos las mejores uvas, lo más selecto de la matacía y las sabrosas tortas y magdalenas que elaboraba mi madre cuando llegaban las fiestas patronales. Sin embargo, en una ocasión, hablando con un familiar de un pueblo cercano, que vino a casa a ayudarnos a la vendimia, le oí comentar que la Guerra fue inevitable. Había
tantas huelgas, tanta miseria y hambre que el gobierno no solucionaba, que llegó el momento de intentar arreglarlo.
Hoy, aprovechando que estábamos solos en la cocina, he perdido el miedo y le he preguntado si el ser falangista era bueno o malo. Sorprendido, ha dejado de presionar la pólvora que introducía en un cartucho y me ha contestado con firmeza:
-Al empezar la guerra había que estar con la República o contra ella. Yo me alegré cuando en 1931 fue proclamada; sin embargo, pronto me decepcionaron los gobernantes: había mucha inseguridad y los problemas no se solucionaban. Cuando se creó la Falange me afilié a ella; el mensaje que transmitía su fundador era muy interesante.
Tembloroso, pero mirándole a los ojos, me he atrevido a preguntarle:
-Y usted padre, ¿qué hizo como falangista?
Me ha mirado de nuevo. Ha suspirado profundamente y me ha contestado:
-Ayudé a mucha gente. Mi servicio consistía en vigilar desde la torre la llegada de aviones enemigos por si descargaban alguna bomba sobre el pueblo. Tocaba las campanas y los vecinos acudían a los refugios en las bodegas preparadas para ello. Tu madre, cuando oía el sonsonete de un repiqueteo alargado, cogía a tu hermana y corría, contigo en su vientre, al refugio que existía en casa de la Sra. Asunción. Cuando el peligro había pasado, tocaba de nuevo las campanas y todo volvía a la normalidad.
Me he quedado sorprendido al conocer estos hechos. Tantas historias que mi madre me había contado sentada en la cadiera, mirando al fuego, y nunca me había relatado el miedo y la preocupación de sufrir un ataque aéreo. En casa daba la sensación que la guerra no había existido. Cuando le he preguntado si el ser falangista era ser de derechas, me ha contestado que la Falange no creía ni en la derecha ni en la izquierda. Además, un tanto molesto, ha añadido:
-¿Por qué me haces estas preguntas? Tu padre siempre ha sido un hombre de bien. Sólo he deseado lo mejor para la familia.

1 de enero
El último día del año se despidió con una nevada considerable. Afortunadamente no se heló la nieve y al medio día las canaleras comenzaron a desaguar lentamente. El caminar por la calle se hacía peligroso por el barrillo que se formaba. Sin embargo, por las eras daba gusto correr. Chicos y chicas gozábamos con el manto blanco que cubría las piedras y el verdín. Pronto quedó todo pisoteado, fruto de la batalla que a bolazos emprendimos unos contra otros; alguna chica perdió el equilibrio y al caer al suelo le pudimos ver sus bragas: una gozada para nosotros y una humillación para ella. Cuando volví a casa tenía las manos rojas y los pies helados. Ali, y los dos gatos, echados junto al hogar, me miraron con sorpresa; enseguida entré en calor y pude acariciarlos.
Hoy, en la misa de Año Nuevo, vestido de monaguillo he ayudado al sacerdote llevando el incensario en los momentos solemnes. He sacado también la cajeta de la sacristía y he recorrido todo el templo pidiendo limosna para la parroquia. La misa -ha durado hora y media entre el sermón, los cantos y aleluyas finales- ha terminado con la adoración del niño Jesús en altar mayor. Acabada la ceremonia religiosa, el mosén ha repartido en la sacristía a los monaguillos su aguinaldo de Año Nuevo: una propina de dos reales para cada uno. A mí también me los daba. Al querer rechazarlos me ha dicho con una sonrisa algo fingida:
-¿Ya no quieres nada de los curas de pueblo?
Me ha hecho gracia su expresión y le he sonreído algo avergonzado. Luego, poniendo cara de preocupación, le he comunicado que quería hacerle a solas una pregunta que me inquietaba
-¿Quieres confesarte? He visto que no has comulgado. ¿No estarás en pecado mortal?
-No. No se trata de asuntos religiosos. Son hechos sucedidos en la Guerra Civil.
El mosén, que hasta entonces me hablaba quitándose el cíngulo, la estola y el manípulo, se ha quedado quieto y su mirada me ha empequeñecido. Con mucho temor he sacado del bolsillo el papel que Vicente me entregó en el colegio. Temeroso le he dicho:
-Me gustaría que me aclarase si lo que dice este escrito es verdad.
Ha comenzado a leer la cuartilla con atención. A medida que avanzaba iba cambiando la expresión de su cara, y de cuando en cuando levantaba su mirada para dirigirla a mi asustado cuerpo. Cuando ha terminado ha roto el papel en mil trozos, los ha colocado encima de una bandeja y los ha quemado.
-¿Pero tú entendías lo que aquí ponía?- me ha preguntado levantando la voz y su mano derecha, esa mano alargada que tantas veces había yo besado-. Si este papel cae en manos de otra persona -ha continuado- podría denunciarte. Y ha añadido: -El que te ha dado este escrito es un rojo comunista que debería estar encarcelado.
Un tanto avergonzado y temeroso le he explicado que en el colegio hay muchos alumnos que piensan así y que no son malas personas. Sus familias sufrieron persecución durante la Guerra Civil.
-Ya conozco ese colegio. Es un refugio de republicanos. Estoy seguro que alguno de ellos colaboraría en la quema de iglesias y conventos o en la matanza de sacerdotes y monjas. Ahora se hacen las víctimas porque saben que sus conciencias no están tranquilas.
Yo le he querido rebatir esa idea, incluso le he recordado que mosén Domingo Agudo, sacerdote natural del pueblo, fallecido el año anterior y profesor en el
Seminario, también había dado clases de Filosofía en ese colegio que él despreciaba, mas no me ha dado opción a ello. Ha terminado de ajustarse bien la sotana y en tono amenazante me ha advertido que este asunto se lo iba a contar a mi padre. Sin decirme adiós se ha subido a su casa. He salido cabizbajo de la sacristía, he atravesado apesadumbrado la iglesia y, al llegar a la puerta, me he encontrado al sacristán que ya estaba cerrando las puertas.

4 de enero:
Las vacaciones corren muy deprisa. Sólo me quedan tres días para disfrutar de libertad absoluta y presiento que no estoy gozando como lo había pensado. La matacía del tocino la han retrasado hasta San Fabián; esto me ha frustrado algo. Yo la esperaba con mucha ilusión: ese día nos reuníamos en casa todos los familiares. Además, estoy hecho un verdadero lío con el asunto del papel de Vicente. Me preguntaba si ser rojo, comunista o republicano era lo mismo; al igual que si falangista y fascista eran términos equivalentes. En los libros que yo estudiaba sólo hablaba de las hordas rojas que querían acabar con la unidad de España y que gracias a la valentía del caudillo Francisco Franco, nuestra patria se vio libre del comunismo y la religión católica quedó a salvo. ¿Fueron aquellos hechos una guerra entre buenos y malos como ocurre en las películas del Oeste? En éstas siempre ganaban los buenos, aunque para conseguirlo tuvieran que matar a muchas personas. De momento voy a dejar apartado este asunto y voy a aprovechar los días que me quedan de vacaciones disfrutando con los amigos.

7 de enero:
Ya se acabó lo bueno. Los Reyes llegaron y sólo me dejaron material escolar: cuadernos, lapiceros, pinturas, y un tebeo. La maleta ya la tengo preparada. Mi hermana, con el mismo cariño de siempre, me ha repasado las mudas, los calcetines y camisas, sin olvidarse de comprar la pasta de dientes Profidén, la cajita de betún Búfalo
y el jabón de manos Guris. Todo este suministro tiene que durarme un trimestre, y el que mañana comienza es el más largo del curso: he contado los días y son noventa y dos. Las vacaciones de Semana Santa no llegan hasta el siete de abril, Viernes de Dolores.

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