viernes, 1 de julio de 2016

CAPÍTULO VI

Capítulo VI
Se abrió la puerta del aula y apareció otro opositor.
-¿No me conoces?
-Tú eres...
-¿Tanto he cambiado?
-Ah, sí, Jaime. Perdona. Salía con el pensamiento puesto en la Memoria y estoy un poco ausente. ¿Qué es de tu vida?
-Ya ves, esperando.
-Vas el segundo en la clasificación ¿no? Con suerte aún puedes conseguir el número uno.
-Ese es mi objetivo. ¿Te han preguntado algo?
-El inspector ha querido saber cómo eran mis relaciones con los demás funcionarios del pueblo. Le he contestado que formábamos como una familia, siempre dispuestos a ayudarnos.
- Qué curioso ese inspector. Se habrá quedado contento.
-Ha sonreído pero no me ha dicho nada. Seguramente será también maestro y habrá pasado por nuestra situación.
Nuevo curso y con él nueva escuela. Pero ahora la tenía en propiedad y podría estar en ella todo el tiempo que deseara. Ello me iba a permitir trabajar con más seguridad y confianza, con más ilusión y entusiasmo. Y aunque seguramente la vida en el pueblo iba a ser dura, tenía la ventaja de haberme casado, evitando los inconvenientes de convivir con una patrona que, aunque en La Zaida me trató como si fuera un hijo, siempre existían momentos en que la falta de intimidad creaba preocupación y ansiedad.
Salimos de Zaragoza con el sol rompiendo el horizonte. En la cabina de un camión de “Transportes El Águila”, junto al conductor, viajábamos camino a nuestro destino. En el furgón, debidamente colocados, iban los muebles, todos por estrenar, que la madre de mi esposa nos había comprado. Pasado el Campo de Cariñena, donde el fruto de sus vides estaba a punto de ser vendimiado, subimos el puerto de Paniza y bajamos el del Huerva: la extensa llanura del Campo de Romanos nos llevó a la monumental Daroca tras bajar la peligrosa cuesta de Retascón. Atravesamos la ciudad y, pasada la Puerta Baja, nos desviamos por una estrecha carretera que llegaba hasta nuestro destino: Manchones. Faltaba un kilómetro cuando al salir de una curva divisamos la torre de la iglesia y las casas a su alrededor que, en ligera pendiente, bajaban por la ladera hasta la estrecha vega del río Jiloca.
Nuestra casa era la primera, a la entrada de la localidad, de un grupo de viviendas para funcionarios. Todas ellas formaban un bloque con las fachadas blanqueadas, aisladas del resto del pueblo, pero pegadas a donde estaban las escuelas. Cuando visitamos la del maestro, meses atrás, le advertimos al secretario que el interior se encontraba descuidado y que dos ventanas tenían los cristales rotos; nos respondió que todo estaría en condiciones. La situación poco había cambiado. Únicamente los cristales habían sido repuestos; lo demás, continuaba igual: la suciedad seguía en todas las habitaciones, sus paredes sin pintar y la coscarana, desprendida anárquicamente, dejaba ver trozos de distintos colores como si fueran pequeños mapas de países imaginarios.
...Ay, amor, ¿lo recuerdas? ¡Cómo te sentiste al ver aquel panorama! Ibas a tener que sufrir una gran transformación para adaptarte a la nueva forma de vida. Pero no protestaste; las exigencias te hicieron más fuerte de lo que ya eras. Preocupado por tu estado –te hallabas embarazada de cinco meses- hacía más problemático los esfuerzos que la casa te obligaba a realizar. Y aunque yo te ayudaba y mis ánimos no te faltaban, estaba seguro que los primeros días ibas a notar la nueva situación. La esposa del médico nos buscó una joven para que nos trajera el agua de la fuente -un manantial de dos caños asentados en un valioso sillar- y nos lavara la ropa en el lavadero público. Y se lo agradecimos. Y la maestra, que también era nueva y había encontrado patrona en una casa cercana, nos ofreció su ayuda desinteresadamente.
En una semana conseguimos que todo estuviese ordenado: cada mueble en su sitio y los cuadros intentando disimular los desperfectos de las paredes. El fogón lo eliminamos tapando la grandiosa chimenea, y en su lugar colocamos una cocina de butano con cuatro fuegos que, junto a la estufa, también de gas, causarían sensación en el pueblo, pues nadie tenía utensilios domésticos similares. Comenzaste luego a colocar visillos en las ventanas, a darle a la vivienda ese toque particular que tú sentías, y cuando creíste que todo se hallaba acondicionado, invitamos a todos los funcionarios a una merienda-cena. La reunión fue un éxito; estuviste algo nerviosa pero nadie se dio cuenta. Desde aquel día comenzaba de verdad nuestra aventura en el pueblo.
Pensar en el encuentro con mis nuevos alumnos me desveló hasta la madrugada. Sabía que el primer día era fundamental para mí y para ellos; la heterogeneidad de la escuela unitaria obliga a tener todo planificado desde el principio para evitar caer en un organizado desorden. Por otra parte, desconocía qué metodología había seguido el maestro anterior y cómo habían sido sus relaciones con el pueblo, cuya psicología aldeana sincera, pero a veces ruda, puede influir para que la estancia en el pueblo fuera placentera. Apenas dormí tres horas; cuando el sol iluminó la casa ya había desayunado y me trasladé inmediatamente a la escuela. Los alumnos no venían hasta las diez y disponía de más dos horas para preparar el ambiente de una buena bienvenida. La tarde anterior ya había visitado el aula escudriñando todos los rincones. El edificio, no muy antiguo, tenía una estructura muy simple, semejante a la escuela de La Zaida: la sala de clase, un cuarto pequeño para material en el pasillo de entrada y, afuera, en un pequeño porche, el cuarto de servicio que estaba inutilizado por carecer de agua corriente. En la parte oriental había una pequeña explanada con dos árboles y un diminuto jardín bastante abandonado. Un camino ancho, por el que todas las tardes pasaba un grandioso rebaño de ovejas y caballerías, separaba la escuela de niños de la de niñas; y al frente de ambas, algo alejados, pero visibles, montones de estiércol y de piedras ponían una nota discordante en el paisaje alegre que se adivinaba.
La clase se hallaba limpia pero con mucho polvo por todas partes. Las mesas, bipersonales y de madera arrugada, tenían la misma altura e inclinación, y en el fondo de sus tinteros de porcelana permanecía seca la tinta con alguna mosca cautiva. En las paredes lucían colgados los mapas físico y político de España y un planisferio; sus superficies de hule arrugado, con diminutos agujeros, daban muestra de su antigüedad. Otro mapa, recogido en un rincón, mostraba a España con sus diferentes producciones repartidas por todo el territorio: cabezas de vaca, caballos, cerdos, ovejas; racimos de uva, espigas, naranjas, plátanos y sacos de harina; carbón, mercurio, plomo... Y sobre las aguas de sus mares, alegres peces dando saltos de alegría. Encima de la gran pizarra lucían las clásicas fotografías de José Antonio y Franco separadas por el crucifijo, y a la izquierda, un cuadro de la Inmaculada terminaba de adornar el frontal.
El sillón del maestro y su mesa, con el clásico vade negro encima, estaban en un lateral; dos huchas de cerámica brillante, representando la raza negra y la oriental, apoyadas en la repisa de la ventana, daban un toque cosmopolita a la estancia; a su lado, el globo terráqueo de escayola, ya picada, mostraba su puzzle de mapas, trópicos y meridianos. En unos de los cajones encontré barras sueltas de tiza blanca, una caja con tizas de colores y un borrador de piel de oveja que, al cogerlo, me produjo dentera. En otro cajón, más amplio, se hallaban los correspondientes libros oficiales, dos cartillas de lectura -las famosas Rayas-, un Atlas Geográfico Universal de Salvador Salinas y las enciclopedias de Grado Elemental, Medio y Superior de Álvarez -¡siempre este autor en todos los sitios!- con sus calificativos de intuitiva, sintética y práctica. Debajo, otro cajón contenía una gran caja de puros llena de los más variados objetos: medallas, una estampa de Ntra. Sra. de las Tres Avemarías, canicas, una peonza, tabas, un tirachinas con horquilla de grueso alambre, trozos de gomas de la marca Milán, lapiceros usados y colores de Alpino, sacaminas, caramelos... un pequeño mercado persa de objetos perdidos que haría las delicias de cualquier niño. Debajo de la caja había un
libro-folleto cuyo título El Frente de Juventudes en la Escuela llamó mi atención. Lo ojeé y descubrí, debidamente explicadas, más de veinte consignas de marcado significado político; frases cortas que, al leerlas, invitaban a considerarte un ser especial: “Mañana, no; ahora”; “Firmes en nuestros propósitos”; “O crece o muere”; “Se sirve al caminar”; “Ni caer ni parar”; “La ‘Polar’ es lo que importa”; “Pon alta tu diana”... Decididamente, ese librito iba a permanecer escondido en el fondo del cajón. Sin embargo me trajo la idea de que en el primer día de clase no estaría de más que un pensamiento estuviera escrito en la pizarra y sirviera de conversación en mi primer encuentro con los alumnos.
Los primeros murmullos infantiles se dejaron sentir. En la pizarra escribí caligráficamente con tizas de colores la frase: “Hoy es un buen día para soñar. ¡Inténtalo!”. Las voces de los niños aumentaban y entre ellas se distinguía la de alguna madre. Estaba ansioso pero a la vez emocionado. Quería que desde el primer día todo fuese bien y la empatía con todos ellos funcionara. Mi antecesor, que no terminó el curso, me doblaba en edad; tal vez a mí, con veintitrés años, me vieran demasiado joven.
Respiré profundamente y salí al porche; las voces se acallaron. Miré sus cabezas, muchas de ellas casi rapadas, y mi cara recibió la mirada expectante de todo el grupo.
-Buenos días -les dije sonriente.
-Buenos días –me respondieron al unísono en un tono cantarino.
- Creo que no sabéis mi nombre.
-Si, yo lo sé. Se llama don Jaime, como yo –exclamó sonriente un muchacho de ojos vivarachos.
-Muy bien, tocayo. Pues vas a tener el privilegio de ser el primero en entrar a clase.
El grupo se organizó y fueron atravesando la puerta pausadamente. Quedaron tres madres con sus respectivos hijos que se acercaron a saludarme. Me los presentaron diciéndome que era la primera vez que acudían a la escuela y estaban un poco asustados.
-Yo no me como a nadie -les dije acariciando sus caras-. Procuraré que os encontréis a gusto.
Los cogí de la mano y entré con ellos en la clase. Las madres sonrieron; una de ellas añadió en voz alta:
-¡Mucho va atener que pelear, los mayores están muy mal educados!
Ya me hallaba delante de mis alumnos. Los conté: eran treinta; tres menos de los que había registrados en la lista del curso anterior. A los nuevos los llevé alrededor de mi sillón y al resto les dije que, de momento, se sentaran en el mismo lugar del curso anterior. Enseguida las tres filas de mesas fueron ocupadas, excepto dos que quedaron libres; en ellas senté a los tres nuevos y no me supo bueno que uno quedara sin compañero; ya intentaría arreglar la situación. Uno a uno fui preguntándoles su nombre y la edad comprobándolo con la última lista de matrícula. Me sorprendió que algunos apellidos (Valdearcos, Sauco, Sierra, Madrona, Maicas, Pardillos, Badules, Morata, Guillén...) se repetían con frecuencia en primer o segundo lugar; luego me confirmarían que muchos eran primos. Les hablé de mi vida y ellos de la suya: quería que esta primera conversación sirviera para transmitirles confianza. Terminadas las presentaciones les dije que, como primer trabajo, iban a escribir en una hoja, o en dos, cómo habían pasado las vacaciones; que contaran todo lo que habían hecho, que se atrevieran a poner qué era lo que más les gustaba de la escuela y qué lo menos, y aquel que no supiera escribir debía dibujar la fachada de la iglesia con su torre o el paisaje más bonito del pueblo. A los tres nuevos, que habían asistido a la escuela de párvulos, situada en los bajos del Ayuntamiento, leyeron en la cartilla que llevaban, y aunque titubeaban me alegré al comprobar la ilusión y entusiasmo que ponían.
La clase seguía su ritmo. Paseé por los pasillos observando cómo trabajaban; algunos iban por la segunda hoja, otros estaban estancados en las primeras líneas, pero a todos se les
veía interesados en hacer el trabajo lo mejor posible. A veces me miraban de reojo y yo les correspondía con una sonrisa de ánimo. La hora del descanso se acercaba. Recogí los trabajos y les dije:
-Antes de salir al recreo vamos a comentar la frase que veis escrita en la pizarra. ¿Quién se atreve a comentarla?
Silencio total. La leían fijamente pero ninguno contestaba.
-Vamos a leerla en voz alta toda la clase a la vez. Lo haremos despacio, pero con energía.
Los pequeños sonrieron y los mayores seguían algo tensos.
-¡Vamos! ¡Una, dos y tres!
-Hoy es un gran día para soñar. ¡Inténtalo!
-Muy bien. Vamos a repetirla otra vez.
La frase resonó de nuevo con fuerza en el aula. Todos se sintieron protagonistas y se miraron entre sí. Había conseguido mi propósito: que sus voces y miradas se hermanaran aunque el significado de la frase algunos no lo entendieran. Inmediatamente comenzó el diálogo.
-A ver, mi tocayo Jaime. ¿Tú sueñas?
-Alguna vez, pero no me gusta mucho porque tengo pesadillas y me asusto.
-Yo quiero que soñéis despiertos. Tu, Bienvenido, que eres el mayor. ¿Has soñado despierto alguna vez?
-Sí señor. A veces pienso en el futuro y deseo que mis sueños se cumplan.
-¿Y podemos saber cuáles son tus sueños?
Duda en responder, sus compañeros le miran expectantes. Al fin se decide.
-Yo querría que, el curso próximo, cuando salga de la escuela, conseguir una beca para poder estudiar en Zaragoza. Sueño con llegar a ser médico, pero pienso que mi deseo es un imposible.
-¿Imposible? A tu edad nada es imposible. Únicamente hace falta tener gran voluntad, esforzarse y trabajar. Desde hoy cada uno debe soñar en mejorar su conducta, en realizar todas las tareas que yo os mande y acudir a mí, con confianza, cuando algún problema se os presente. Seguro que si lo hacéis os sentiréis más felices. Y ahora, vamos a salir al recreo. El juego os espera.
Junto a la escuela se hallaba el frontón. Detrás de su pared principal, rayana al monte, realizaban sus necesidades fisiológicas, no solo los niños sino también algunas personas mayores si la necesidad les apremiaba. En la pared lateral había dibujada con tiza una portería de fútbol y sobre ella disparaban pelotas de goma que un improvisado portero intentaba detener. Otros corrían alocadamente por el suelo de cemento sin orden ni control. Y los más pequeños observaban el panorama mientras intentaban imitar a los mayores. Observé el terreno y pensé en la posibilidad de aprovechar este espacio para que unas porterías movibles de balonmano y minibásquet nos sirvieran para organizar competiciones deportivas.
Terminado el recreo continuamos con el trabajo en clase. En la pizarra les puse varios ejercicios de cálculo, con dificultad creciente, para que cada uno hiciese los que pudiera. Con ellos, y con los trabajos de redacción de la primera hora, me servirían, una vez corregidos, para conocer en qué estado se hallaba cada uno en las materias instrumentales. Más adelante ya les realizaría nuevas pruebas.
Diez días llevaba en el pueblo cuando al anochecer se presentó en casa el alcalde. Era la segunda vez que lo veía después de mi encuentro en la casa consistorial en la toma de posesión. Persona de edad avanzada para su cargo, vestía pantalón de pana con chaleco abierto encima de la camisa y masticaba suavemente un palillo. Al ver a mi esposa se quitó educadamente la boina, sonrió muy afable y le preguntó cómo llevaba el embarazo. Cuando creí que iba a hablarme de la pintura de la casa, antes de que llegara el invierno, me dijo muy ufano:
-Ya sabrá usted que mañana llega al pueblo el nuevo cura.
-Eso he oído comentar a los chicos en la escuela- le dije confiado.
-Es un sacerdote joven, como usted, recién escudillado. Este es el primer pueblo en donde va a ejercer y querría hacerle un buen recibimiento. Ya sabe que para estas cosas siempre contamos con los maestros.
-¿Y qué quiere que haga? -le pregunté sorprendido por la propuesta
Titubeó unos instantes dándole vueltas al palillo que ya tenía triturado. Luego, mirándome con cierta suspicacia, me sugirió:
-Pues... me gustaría que usted y la maestra acudieran con los chicos y las chicas a recibirlo a la entrada del pueblo en donde le estaremos esperando. Llegará en un coche acompañado del arcipreste de Daroca.
-Qué suerte tiene el cura -le respondí con ironía-. A mi llegada nadie vino a buscarme y nadie del Ayuntamiento me ayudó a descargar los muebles. Además de que el sacerdote tiene una magnífica casa va a recibir los aplausos de los vecinos.
-Oiga –me preguntó sorprendido- No será usted ateo.
-No. No lo soy. Estoy bautizado y he sido educado en la religión católica. Creo que Jesucristo existió y dio su vida, no solo por liberarnos espiritualmente, sino también para eliminar las injusticias sociales. Lo que ocurre es que me estoy volviendo escéptico porque mi fe infantil fue producto de la ignorancia.
-¿Y eso qué significa?
-Que tengo dudas. Pero no se preocupe, mañana acudiré a recibir al sacerdote con los chicos.
Algo sorprendido por mi respuesta se puso de nuevo la boina y salió de casa un tanto pensativo. Yo me había limitado a expresar lo que sentía, aunque tal vez ese privilegio no estaba autorizado todavía en España.
Al día siguiente suspendimos las clases a las once de la mañana; la maestra con sus chicas y yo con mis alumnos acudimos a la carretera en la entrada del pueblo a recibir al nuevo párroco. Cuando llegamos ya había allí una pareja de la Guardia Civil acompañados de un sargento, así como numerosas mujeres con la mantilla en la mano. Entre todos los asistentes sobresalía la figura del alcalde vestido con traje de fiesta y la vara de mando; dos concejales y el secretario del Ayuntamiento le acompañaban. A los chicos, algo alborotados por el acontecimiento, hubo que calmarlos para que la gente viera que algo de educación aprendían en la escuela.
Tras diez minutos de espera apareció en la revuelta un taxi. Amainó la marcha y paró con lentitud. Del vehículo bajó primero el arcipreste, al que todo el pueblo conocía, vestido con sotana, manteo y teja. Luego apareció un joven curica con solo la sotana. Seguidamente se apeó una señora de edad avanzada a quien todos identificaron como su madre: la casera.
Concluidos los saludos de rigor y las presentaciones comenzamos la marcha hacia la iglesia. En ese instante empezaron las campanas a sonar con fuerza en un volteo festivo. Las miradas de los chicos y chicas al nuevo sacerdote y los comentarios que susurraban las mujeres -hombres apenas había- parecían aprobatorios. Se le veía muy campechano, contrastando con la mirada del arcipreste un tanto altanera. Llegados al templo nos sentamos –los chicos conmigo, en los bancos de la izquierda; las chicas con su maestra a la derecha- y esperamos a que saliera de la sacristía vestido con alba, estola y capa pluvial. El acto fue sencillo y breve. Nos dio las gracias por el recibimiento y anunció que venía a servir al pueblo, que podíamos acudir a él siempre que lo necesitáramos; estaba ilusionado con el estreno de su sacerdocio y esperaba la colaboración de todos los feligreses. Al salir del templo, el sargento de la Guardia Civil comentó en voz alta que con curas así casi no haría falta maestros. No quise ponerle en evidencia, pero aquellas palabras me pusieron a la defensiva.
A los pocos días el sacerdote me visitó en mi casa. Se le veía feliz y animado. Hablamos de los chicos y de los proyectos que tenía sobre la juventud. Quería contar con mi ayuda en algunos de sus planes. Me contó que era sacerdote de vocación tardía -iba para abogado pero se marchó a Comillas a estudiar Teología-, que la misión sacerdotal en los pueblos le atrajo y decidió ejercerla. Me habló de las normas que el Concilio Vaticano II preparaba sobre la normativa litúrgica de decir la misa en castellano y de cara a los feligreses, así como el que los sacerdotes pudieran ir sin sotana para que la gente los viera como personas normales, sin privilegios. Quería vivir “encarnado” con el pueblo, sobre todo con los más necesitados. Estas ideas renovadoras hicieron que mi simpatía hacia él naciera y el temor primitivo de tener a un sacerdote inquisidor de la vida de los demás desapareció.


1 comentario:

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