viernes, 1 de julio de 2016

CAPÍTULO VII

Capítulo VII
Jaime seguía con sus recuerdos cuando la puerta del aula se abrió de forma algo violenta. Por ella salió un opositor con la mirada un tanto descompuesta.
-¿Qué ha pasado? –le preguntó preocupado.
-No lo he visto bien porque estaba sentado en la última fila, pero creo que al inspector le ha dado un pequeño mareo y a punto ha estado de caer al suelo. Sus compañeros lo están atendiendo y el maestro que forma parte del tribunal ha ido a por un vaso de agua.
-¿Y qué van a hacer?
-Seguramente suspenderán la lectura. No creo que se halle en condiciones de seguir.
-Qué contratiempo. Quedamos cuatro opositores y yo soy el último en leer.
Pasados diez minutos, al ver que nadie salía, se asomó al aula y comprobó que todo se había normalizado; un nuevo opositor seguía hablando. Respiró profundamente y volvió a sentarse en el banco del pasillo.
Al mes de estar en la escuela mi conocimiento de los alumnos era casi total. Tuve el atrevimiento de jugar a ser psicólogo y apliqué, a los que ya escribían, el test colectivo de Ballard: cien preguntas realizadas en tres sesiones que yo leía en voz alta -o escribía en la pizarra- y a las que ellos debían contestar. Las series de palabras, o de números, permanecían escritos quince o veinte segundos; los borraba y escribía otra propuesta ; así hasta llegar a la número cien. Es algo pesado pero merece la pena. Los niños, advertidos que para contestar no hacía falta haber estudiado, sino hacerlo según su lógica, se lo tomaron con interés y lo realizaron como si fuera un juego.
Pero más importante que conocer su coeficiente intelectual, fue descubrir unos comportamientos que no eran de mi agrado. Decir que todos los niños se comportan de manera parecida podrá ser verdad si añadimos que han sido educados en un mismo ambiente. He comprobado que en una misma provincia, pero en pueblos distintos, existen muchas diferencias en cuanto a la manera de comportarse. Tres problemas descubrí en ellos, tres cuestiones que tenía que solucionar lo antes posible para conseguir que la clase funcionara con normalidad; eran tres batallas a las que iba a enfrentarme con todas mis fuerzas: la asistencia discontinua a clase, la falta de higiene personal y la ausencia de compañerismo.
Que un alumno mayor faltara a clase algún día cuando llega el trabajo de la recolección, era natural en todos los pueblos. Pero hacerlo, lo mismo mayores que pequeños, cualquier día de la semana no lo veía normal. ¿Qué pasaba? Pronto descubrí que estaban acostumbrados a llegar a la escuela sin puntualidad alguna, y cuando les exigí que solamente les daba un margen de cinco minutos, algunos, con la complacencia o no de los padres, si se retrasaban algo ya no venían. Me preocupaba esta falta de seriedad y el poco compromiso que los padres (bien es verdad que siempre eran los mismos) tenían con la educación de sus hijos. El problema lo solucioné con una carta firmado por el acalde en la que les comunicaba la obligación que tenían de vigilar la asistencia de sus hijos a la escuela; si la falta no tenía justificación serían multados por la Junta Municipal de Enseñanza. Desde ese instante se normalizó la asistencia y la puntualidad.
Cuánta nobleza y alegría encierra casi siempre la mirada de un niño, pero a veces, estos valores innatos en la infancia se ven empobrecidos, aparentemente, por el aspecto del aseo personal que con frecuencia muestra. El verlo despeinado y con las manos y rodillas sucias no nos ha de alarmar, y menos en un ambiente rural en el que pasa su tiempo libre por las calles, eras y campos. Pero cuando observas que diariamente viene de esa forma a la escuela y que día tras día sus orejas y cuello siguen sin lavar, y su camisa ennegrecida no se la cambia con la asiduidad necesaria, hay que cortar radicalmente esta despreocupación que, como siempre, eran responsables los padres. El maestro no solo debe transmitir conocimientos, tiene que educar, y la higiene corporal es un hábito que se debe adquirir en la infancia. Quise responsabilizar a ellos de su higiene motivándolos para que se lavaran antes de venir a la escuela, y lo hicieran igualmente en sus casas a la hora de las comidas. Pregunté cuántos se cepillaban los dientes diariamente: tres. Cuántos usaban pañuelo para evitar que se limpiaran la moquita con la manga del jersey: cuatro. Anuncié que un día a la semana les iba a pasar revista general de rodillas, cuello, codos, uñas (¡ay, esas uñas de puntas negras!), así como de la limpieza de su ropa. El mandar a unos cuantos niños a casa para que sus madres se dieran cuenta de mis exigencias fue un éxito. Pasado el tiempo, ellos mismos pedían la revisión semanal. Y con frecuencia me enseñaban el pañuelo que sacaban del bolsillo dándome a entender que cumplían las normas.
El tercer problema, la falta de compañerismo, era el más grave; el que más me alarmaba. Es preocupante comprobar que en un grupo de treinta niños, todos del mismo pueblo, y muchos de ellos primos, que pasan horas juntos en la escuela, en la calle o en la iglesia, estén frecuentemente insultándose, riñendo, gozando cuando el compañero fracasaba y mirándolo con desprecio si en clase sacaba buenas notas o recibía alguna alabanza. ¡Ay, las envidias y las riñas! ¡Cuántas madres venían a la escuela a quejarse de lo mismo! “Que a mi chico le pega Antonio, que al mío lo tiene acobardado el grandote de Ramón, que mi niño es un bonachón y todos se meten con él...” Pero también era frecuente que algún padre le dijera a su hijo que en una pelea no se dejara ganar, que plantara cara al enemigo. Enemigo, esa era la palabra clave, ver en el compañero a un enemigo. Ante mí no había discusiones violentas ni riñas, pero existía entre ellos una separación inmensa. El mayor no veía al pequeño como el benjamín al que había que tratar con cuidado y cariño sino como un ser inferior al que podía dominar en todas partes. El problema lo consulté con el médico, que ya llevaba en el pueblo seis años, y me dio a entender que ese desapego existente entre los chicos también existía entre muchas familias.
¿Qué hacer para eliminar ese individualismo feroz e intentar conseguir un grupo unido? Les planteé formar grupos para realizar tareas colectivas y aprendieran a tener el sentido de la colaboración; que lo realizado por uno influyera positiva o negativamente sobre los demás. Dividí a la clase en cuatro grupos que ellos mismo formaron y les pusieron nombre. Cada equipo tenía un capitán -en términos deportivos- que se responsabilizaba de que las tareas asignadas se realizaran debidamente: venir los primeros a la escuela para que a la hora de entrada estuvieran los pasillos limpios (la clase solo la barrían con serrín húmedo, la mujer encargada por el Ayuntamiento, dos días a la semana), el polvo quitado de las mesas; el agua para elaborar la leche del complemento alimenticio traída de la fuente; regar las plantas del jardín cuantas veces hiciera falta y preparar el encendido de la estufa.
Cuando los capitanes –cuatro alumnos mayores- eligieron alternativamente a sus componentes, era digno de comprobar las preferencias que cada uno tenía, así como la mirada suplicante del elegido. Llegó un momento en que me arrepentí de realizar este método electivo; los más débiles, los menos capacitados, al ver que nadie los elegía y se quedaban los últimos, mostraban en sus caras un sentimiento de abandono que me hizo tomar partido y decirles:
-¡Ánimo, que todos valéis lo mismo! ¡Cada uno, a su manera, puede ayudar al grupo!
Terminada la elección, uno de los capitanes me sorprendió con su pregunta.
-Don Jaime –exclamó con mucha decisión-. Todo esto está muy bien, pero ¿dará algún premio al equipo que más destaque?
Dudé un instante. La pregunta, desde el punto de vista del alumno, tenía su lógica. ¿Qué clase de premio podría darles para que nadie se sintiera marginado? Son tan susceptibles los niños que enseguida ven si el maestro tiene preferencia por algún alumno.
-Sí, algún premio tendréis -les dije sonriente-, pero pensad que la satisfacción por el trabajo bien realizado es la mayor recompensa que se puede tener.
Aquella noche tardé en dormirme. Mi cerebro maquinaba cómo podría premiarles al mismo tiempo que me preguntaba si la idea de realzar grupos sería la acertada para unirlos o iba a nacer una nueva competitividad.
...Ay, amor. Cuánto lo recordamos. La última semana de octubre te sentías intranquila. El granero de la casa lo teníamos lleno de manzanas de todas las clases: reinetas, golden, verde doncella… manzanas que los alumnos o sus madres nos traían con mucho entusiasmo. Sin embargo, tal vez el ajetreo intenso de ir colocando los muebles, los visillos en las ventanas, los adornos en aparadores y paredes, unido a la inquietud creada al ir conociendo poco a poco a los vecinos que por casa se acercaban, y las relaciones, cada vez más intensas, con nuestros vecinos los funcionarios, iban, sin querer, creando en tu organismo una cierta ansiedad que sabías muy bien disimularla. Yo ya había empezado a dar las clases nocturnas de adultos y esto me obligaba a dejarte más tiempo sola en casa, aunque sabías que a cincuenta metros de distancia estaba siempre vigilante de tu vida.
Algunas mujeres, cuando nos vieron pasear por la carretera el último sábado de octubre, buscando el sol tibio de las cuatro de la tarde, se acercaban a ti y no solo te saludaban sino que se atrevían a tocarte el vientre y decirte que abultaba mucho. “¿No llevará gemelos, señorita? Para siete meses está usted muy gorda”. Tú sonreías porque, según te había comunicado el ginecólogo un mes antes únicamente se sentía un corazón: todo marchaba con normalidad. ¡Qué guapa estabas! Tu cara había perdido ese color un tanto aceituno de los primeros meses y ahora irradiaba unos destellos que me emocionaban. Cogidos de la mano volvimos a casa y encendimos la estufa de butano en el cuarto de estar, única habitación que podíamos calentar algo: en el interior hacía más fresco que en la calle.
El día se fue oscureciendo y los rebaños de ovejas ya volvían a sus refugios dejando a su paso ese polvo y olor que a ninguno de los dos nos agradaba. Únicamente el balido suplicante de los corderos esperando el manjar de sus madres, ponía algo de humanidad en la desbandada que se producía cuando, abierta la estancia en donde se alojaban, cada corderillo buscaba ansioso el dulce manjar de unas tetas hinchadas.
Aquella tarde realizamos una merienda-cena que muy gustosamente saboreamos. Luego, me puse a leer cercano a la estufa mientras tú planchabas parte de la ropa que quedó del día anterior porque la potencia de la luz era tan escasa que no llegaba a calentar la plancha. De reojo te miraba y observé que inconscientemente te llevabas la mano izquierda al vientre como si quisieras sujetarte el bebé. Te pregunté si se movía y me contestaste que en todo el día habías sentido esas pataditas que más de una vez me dejaste que yo las notara poniendo suavemente mi cara sobre tu vientre. No le dimos mayor importancia. “Se habrá vuelto vaguete”, me dijiste, y tras escuchar en la radio las noticias de las diez nos fuimos a la cama: en ella, apretujados, nos sentíamos en el séptimo cielo protegiendo al futuro hijo que con tanta ilusión esperábamos.
A mitad de la noche oí un quejido que me sobresaltó. No sé si soñaba o estaba despierto, pero de tus labios escuché este profundo lamento:
-¡Ay, qué siento dolores de parto!
Salté de la cama y encendí la luz. Vi tu cara desencajada y me asusté tanto que tuve que ir al retrete enseguida.
-¡Deprisa, llama a don Vicente! ¡Qué venga enseguida!
A medio vestir salí a la calle y fui corriendo a la primera casa de los funcionarios en donde vivía el médico. Llamé con insistencia y se asomó a la ventana. Le conté lo que te ocurría, y enseguida, acompañado de su esposa, vino corriendo a casa.
Te palpó el vientre y lo primero que dijo con energía fue:
-¡Calentad abundante agua! ¡Esto es un parto prematuro!
Yo escuchaba tus gemidos que ponían punzadas en mi corazón. En un minuto pasaron por mi mente multitud de preguntas que no encontraban respuesta. No era este nacimiento con el que habíamos soñado ¿Podría vivir? Don Vicente te animaba a que hicieras mayores esfuerzos pues el bebé estaba encajado y únicamente tu empuje podía ayudarle a salir. Te di mis manos para que hicieras más fuerza y aquello no avanzaba. Por fin, después de varios intentos, el bebé, que era niño, salió de su nido. Todos nos quedamos como estatuas esperando las noticias del doctor: aquel cuerpecito inerte no lloraba. El médico disimulaba pero ya sabía lo ocurrido, por ello lo envolvió en una toalla y se lo dio a su esposa evitando que tú lo pudieras ver.
-Lo importante ahora eres tú, te dijo. Tu vida corre peligro por una posible hemorragia.
Tú sabías lo que aquello significaba. En tus prácticas de enfermería habías asistido a varios partos y hasta quisiste hacerte matrona. ¡Que experiencia, amor mío! ¡Alejados de la familia, sin teléfono y a cien kilómetros de distancia de un hospital! Quería llorar pero no podía. Mi cuerpo lo sentía tetanizado y mis manos parecían piedras. Fueron unos momentos eternos hasta que expulsaste la placenta y el médico nos dijo que habías tenido mucha suerte, porque el bebé había fallecido antes de nacer y el haberlo expulsado fue tu salvación.
La noche se hizo larga y el día tardaba en despertar. Eran las siete de la mañana y, aunque algo más tranquila, seguías sollozando. Los dos, solos de nuevo, nos sentíamos estafados, burlados por algún fantasma extraño que había entrado en nuestras vidas sin pedir permiso. Mientras, en el cuarto de al lado seguía envuelto el bebé en la toalla esperando… qué podía esperar. Todo el cariño y el amor que habíamos almacenado para él se quedó roto con su llegada antinatural.
Por fin amaneció. Muy pronto vino de nuevo el médico acompañado del juez. Y allí, contemplando al niño -¡que hermoso y grandote era!- le explicó el doctor que no había que tocar las campanas a mortajuelo ni realizar ningún trámite especial: aquel bebé, mi bebé, nuestro bebé ansiado, no había existido para la sociedad.
Vino después el momento más duro para mí: tener que dar sepultura a aquella figura sonrosada como si de un gazapillo se tratara. Por mucho que me esforzara no podía evitar que las lágrimas humedecieran constantemente mi cara. Con mucha delicadeza lo introduje en una caja de cartón -aún me atreví a darle un beso- y envuelta en papel recio la até fuertemente. El veterinario, que también vino a casa, se me ofreció para llevarlo al cementerio y enterrarlo. Se lo agradecí mucho. Sacó su moto del garaje y sentado detrás de él atravesamos todo el pueblo llevando la caja entre mi cuerpo y el suyo; el cementerio, que se hallaba a la otra orilla del río, nos recibió con su soledad a cuestas. Allí, con mucho respeto, cuidado y cariño, hicimos un pequeño hoyo junto a la tapia de la parte más alta. Al terminar nos miramos fijamente y nos dimos un abrazo. Luego, con lentitud premeditada, metí la cajita de cartón en el hoyo y la envolví apretando bien la tierra. Unas piedras lisas, colocadas encima y alrededor, sirvieron para indicar el lugar de su cobijo. En aquellos momentos de mirada fija y pensamiento perdido recordé los versos de Bécquer: “Dios mío, qué solos se quedan los muertos”.
Y allí se quedó nuestro bebé. Si había soñado con nuestras caricias y besos, solamente las estrellas serían testigos de su tranquilidad y sosiego. Aquella mañana, y al día siguiente, y al otro y al otro y al… seguimos tú y yo recordando aquel maldito parto prematuro que nunca hemos olvidado. Afortunadamente, tres meses después, una nueva esperanza anidó en tu cuévano de rosas. Y a primeros de septiembre del curso siguiente, en una clínica zaragozana pudiste contemplar el fruto de una preciosa niña. Cuando la trajimos al pueblo estrenó la cuna que ya habías preparado para su hermano. Así es la vida: ilusión, frustración, esperanza y dicha.
Al día siguiente los alumnos entraron a clase en silencio, sin ese murmullo que se forma cuando se juntan y hablan. Si les miraba, bajaban la cabeza como avergonzados. Respiré profundamente y, poniéndome a su altura, les expliqué lo sucedido. Creo que se emocionaron porque en los ojos de alguno vislumbré unas lágrimas; otros, realizaban esfuerzos para tragarse la saliva.
-Y ahora -les dije intentando sonreír- vamos a empezar la jornada como lo hacemos cada día: trabajando. Para los mayores ahí tenéis en la pizarra los ejercicios, copiadlos y resolverlos; los pequeños venid alrededor de mi mesa a leer.
Y la clase, con ciertos altibajos, siguió su curso normal. En la escuela se sentía el frescor mañanero. Me acerqué al grupo de los mayores y les comenté que tendrían que preparar la estufa; el carbón y las piñas secas ya estaban en su sitio, solo faltaba montar los tubos. Las mañanas y tardes de aquel negro otoño ya invitaban a calentar el ambiente.
En el pueblo únicamente había una tienda de ultramarinos, situada en la plaza de la Iglesia, y una carnicería. En la tienda expendían los más variados productos de comestibles y utensilios domésticos y agrícolas, todo se encontraba esparcido en destartaladas estanterías de madera y hasta por el suelo; el cliente habitual ya conocía donde se hallaba lo que buscaba. El pueblo también tenía dos bares que excepto a las horas del café del mediodía y al anochecer, estaban siempre vacíos; únicamente los domingos, después de la misa mayor, se veían algo animados. A ellos solía acudir los días festivos a tomar un vermú con sifón, acompañado de aceitunas o de unas sardinas en salmuera. Con el médico o el sacerdote nos jugábamos luego su importe en una partida de guiñote, a tres cotos, teniendo como contrincantes al secretario y al alcalde o a otros vecinos que nos retaran. Era el único momento de la semana que aprovechaba para oír lo que por el pueblo se “cocía”. Allí, rodeado de voces campesinas, de miradas extrañas que al descuido descubría, encontraba los secretos, los comentarios que de boca en boca llegaban a veces a la escuela en las voces inocentes de los niños.
Mi esposa solo iba a comprar dos días a la semana, especialmente la carne; la leche y el pan nos lo traían a casa. La leche, recién ordeñada, era portada en cántaros metálicos y medida luego en recipientes de litros y cuartos. Y el pan, cocido en horno de leña, tenía la virtud de durar varios días sin perder su textura y sabor que con el tiempo ganaba. El pescado era una utopía, rara vez lo podíamos comer. En ocasiones venía algún vendedor ambulante anunciando la venta de sardinas normales y de aguja, mercancía que era inspeccionada por el veterinario examinando sus ojos y agallas antes de ponerla a la venta. ¡Ah! y el olivero de Lécera con sus olivas negras, brillantes y gordas que por almudes nos vendía y que, al verlas, incitaban a ser comidas.
La tarde festiva escolar, que en La Zaida la guardábamos el jueves, aquí lo hacíamos el sábado. Dos sábados al mes nos trasladábamos a Daroca para realizar las compras. El viaje era una evasión que nos liberaba unas horas de las miradas agobiantes de los vecinos, aunque en muchas ocasiones, por las calles de la ciudad de los Corporales, los encontrábamos y muy educadamente nos saludaban. En el humilde apeadero del pueblo subíamos al automotor que en diez minutos atravesaba la fértil huerta y nos dejaba en la grandiosa y cuidada estación de Daroca. Hasta llegar a la población, rodeada por su espectacular muralla, teníamos que andar un buen trecho antes de alcanzar la Puerta Baja –junto a la magnífica fuente de los Veinte Caños- en donde nacía la calle Mayor. Pasear por ella y por las adyacentes, anchas unas y muy estrechas otras, era introducirse en un mundo mágico lleno de emociones. Sus casonas y palacios, sus plazas e iglesias, colegios y conventos, forman un valioso tesoro de arquitectura civil y religiosa con una variedad de estilos donde el mudéjar se convierte en protagonista: belleza y el misterio como en un cuento de hadas.
Todas las casas de la calle principal tenían en su parte baja algún comercio. Los había de todo tipo: comestibles, muebles -como Casa Lario y Marina-, ropa, ferreterías, lanas, fotografía (Foto Cárdenas)... Restaurantes, bares, fondas... “Butano Rubio”, que nos suministraba las bombonas, peluquerías y farmacia. A la ciudad acudían todos los días numerosos vecinos de la comarca a suministrarse de los numerosos productos que necesitaban. Mi esposa, antes de salir de casa, ya había elaborado una lista de todo lo que íbamos a comprar. Lo hacíamos casi siempre en los mismos lugares en donde nos atendían con esmero y delicadeza, como en Casa Báguena, cuya esposa, maestra, ejercía en el cercano pueblo de Balconchán. En ocasiones íbamos a la peluquería. Y yo aprovechaba también para gastar el escaso dinero que la Dirección de Educación me enviaba para material escolar: tiza, cartulinas y poco más. Terminado nuestro recorrido entrábamos en una cafetería a deleitarnos con un buen café acompañado de pastelería que tan deliciosamente elaboraba la antiquísima Casa Segura. Al morir la tarde regresábamos de nuevo a la estación a coger el tren que nos devolvía a nuestra casa. Atrás dejábamos la grandiosa finca de “La Lozana”, dueña de la fábrica de harinas y de la central hidroeléctrica que nos suministraba la escasa electricidad de la que disponíamos; nombrar a esta señora era sinónimo de dinero y poder, aunque según contaban llevaba una vida de monja de clausura. Desde el tren, en su caminar lento, divisábamos las escasas luces que, como luciérnagas, iluminaban las mortecinas calles del pueblo preparadas para descansar. Estos viajes, cortos en la distancia, pero largos en imaginación, eran la única diversión que ponía en nuestras vidas algo de ilusión y esperanza.
Cierto día se presentó en casa el representante de una editorial que vendía libros a plazos. Nunca había comprado libros de semejante forma, pero lo que el viajante me mostraba no era un libro sino unas colecciones que, contempladas en unos atractivos prospectos, invitaban golosamente a ser adquiridas. Las facilidades que me ofrecía para pagar eran atractivas, le hubiera comprado la mayoría pero había que calcular los gastos e ingresos para que al llegar al final de mes no nos viéramos con las manos vacías. Al final, el parlanchín viajante me convenció. Y no me arrepiento. Le encargué un diccionario enciclopédico de Espasa-Calpe, formado por siete gruesos volúmenes y un apéndice; seis tomos de una colección de los Premios Nobel de Literatura del editor José Janés, y cuatro libros del pedagogo aragonés Santiago Hernández Ruiz que, exiliado en México, le publicó una editorial hispano americana. Le pregunté al viajante, algo mayor, si conocía al autor, pero no me me contestó. Le conté, orgulloso, que fue un maestro aragonés, nacido en Atea, que estuvo en mi pueblo cinco años y del que mi padre me habló siempre con gran emoción. Un maestro, que además de ser Premio Nacional de Literatura, y al que todos sus alumnos veneraban por su dedicación y entrega, marcó un antes y un después en la historia de la escuela del pueblo.
Escribió el libro Un año de mi vida en el que todos los personajes eran alumnos a los que él había educado, un libro que se leía en la mayoría de las escuelas aragonesas y la dictadura franquista prohibió, aunque luego se publicara con otro título.
Pasados veinte días recibí la compra. El cartero, que todos los días me traía el periódico Heraldo de Aragón -llegaba con un día de retraso- tuvo que coger el remolque de su bicicleta. Al entregarme los paquetes me dijo sorprendido:
-Señor maestro, si esto son libros y los lee todos se le van a volver los sesos agua.
-Si usted me quiere ayudar –le contesté sonriente-, queda invitado a leerlos.
No tardé en romper el envoltorio. Estaba impaciente por conocer la mercancía. En mi biblioteca, aparte de algunos libros de texto del bachillerato y de los estudios de Magisterio, solo tenía un diccionario de la editorial Ramón Sopena y varios ejemplares de Clásicos Ebro y de la colección Austral.
Abrí el paquete mayor. Mi esposa, tan impaciente como yo, deseaba ver lo que únicamente conocíamos por el prospecto propagandístico. Allí estaban los siete tomos del diccionario y un apéndice luciendo en sus lomos con letras doradas unos bonitos adornos. Ojeé el apéndice y comprobé su actualización: hechos ocurridos unos meses antes, como el asesinato del presidente Kenedy, ya se hallaban debidamente reflejados con abundantes fotografías en color, haciéndolo más atractivo. Al día siguiente subí dos tomos a la escuela para que los niños los vieran y los tocaran; quedaron sorprendidos y admirados por su tamaño, grosor y peso; nunca habían visto, a excepción de los libros litúrgicos del coro de la iglesia, unos ejemplares tan voluminosos.
Llegó el turno del segundo paquete. Los seis ejemplares de los Premios Nobel tenían las tapas en piel oscura y grabados sus títulos en letras igualmente doradas. ¡Qué emoción! En las dos mil páginas de cada tomo estaban recogidas las principales obras de los galardonados. Junto a los españoles José Echegaray, Jacinto Benavente y mi admirado Juan Ramón, los poemas de la chilena Gabriela Mistral, maestra que vivió como nadie la vida de la escuela rural, brillaban con fuerza. Otros escritores, procedentes de los más variados países, y cuyas obras me eran desconocidas, iban a ocupar en adelante un lugar privilegiado en mi lectura y en mi modesta biblioteca.
Por fin me encontré cara a cara con los libros del gran profesor y maestro don Santiago Hernández. Encuadernados con tapas duras y protegidas encerraban en sus páginas el valioso trabajo del maestro y de sus colaboradores, en los más variados aspectos de la organización de una escuela: mucha materia para estudiar y abundante ayuda para mis dudas pedagógicas. Quedé satisfecho de la compra, y aunque tuviera que estar veinte meses pagando las letras que había firmado, estaba seguro que no me penaría. En la vida hay momentos de profunda felicidad, a veces sin esperarla, pero no existe placer mayor que la lectura sosegada y tranquila de un poema que nos emocione, o dejar que la imaginación te abra caminos nuevos introduciéndote, como un buzo, en las aguas de un buen texto literario.

Zona de recreo en Manchones

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