viernes, 1 de julio de 2016

CAPÍTULO VIII

Capítulo VIII
Lo primero que hizo Jaime cuando salió el siguiente compañero fue preguntarle por el estado del inspector.
-Bien, bien. No ha sido nada. Según ha comentado el sacerdote ha tenido una bajada de tensión; parece que es diabético Ha bebido agua, se ha echado a la boca un caramelo y todo continúa igual.
-¿Tú conoces a este inspector?
-Es el único miembro del tribunal que me es desconocido. Creo que proviene de la provincia de Soria.
-¿Y qué tal son los demás? –inquirió Jaime.
-El sacerdote fue director en la antigua Normal cuando estaba en el barrio de la Magdalena; es un hombre serio pero justo. El catedrático es profesor de Geografía y da clases en este edificio. Y el maestro, que es el más joven, lo conocí cuando hice las prácticas de Magisterio en la Escuela Aneja. Todos son buenas personas y no te preguntan nada. Es el inspector el único que interroga.
Despidió al compañero amablemente y siguió con sus recuerdos.
Soy poco amigo de castigos. Y todavía menos de los físicos y amenazantes que cierran al alumno todas las puertas sin posibilidad de salida. La regleta, que mi antecesor, según me contaron los alumnos, empleaba para “acariciarles”, la quemé en la estufa con el beneplácito de todos en un acto de desagravio que fue aplaudido. Tampoco soy partidario de castigos que requieran un trabajo monótono y aburrido, como el mandar copiar una frase cientos de veces que a ninguna parte conduce. Si tengo que castigar encuentro más productivo exigir un trabajo que requiera esfuerzo intelectual o memorístico, como localizar en el mapa de España los picos más altos de cada cordillera y aprenderlos, buscar en el diccionario verbos que expresen acción y formar con ellos diferentes frases, o hacer una lista de palabras que tengan la letra hache intercalada: es mucho más pedagógico y el alumno no lo considera humillante. Todavía hay padres, afortunadamente cada vez menos, que consideran la escuela como un lugar tétrico en donde el maestro amenaza y castiga sin temor. Malo es que no se preocupen de la marcha de sus hijos, pero todavía es peor que vean al maestro como el policía que sólo busca la multa. Y aún queda alguna madre que, acompañada de su hijo, decía al verme:
-¡Mira, ahí va el señor maestro! ¡Ya verás cómo te endereza si no te portas bien en la escuela!
Son resabios de tiempos amargos que, afortunadamente, están despareciendo. Pero somos los maestros los que debemos poner nuestro esfuerzo y entusiasmo en un trabajo que, si de verdad creemos en él, ha de convertir la escuela en algo vivo que la saque de esa rutina que amodorra.
¿Y los deberes para casa? Me llegaron comentarios relacionados con mi actitud de no enviar trabajos específicos para realizarlos en el domicilio. Si el alumno pasa en la escuela seis horas diarias no necesita trabajos extras para progresar debidamente; únicamente si no ha concluido lo programado es cuando debe trabajar para acabarlo. Y el tiempo libre dedicarlo a leer, a desarrollar su imaginación con lecturas adecuadas que enriquezcan su vocabulario y le abran fronteras a nuevas aventuras. Libros; abundantes libros de contenido entretenido y de consulta que amplíen los contenidos raquíticos de la Enciclopedia; libros adaptados a la edad de cada lector que no sean resúmenes mal contados de obras clásicas en Antologías que la Iglesia controla con su “Nihil Obstat”. Ya estaba bien de mandar cuentas y más cuentas repetitivas si en su horario de clase lo habían hecho suficientemente.
-Yo querría ser médico –me respondía siempre Bienvenido, el alumno más trabajador e inteligente de la clase.
-Y lo serás –le repetía para no desanimarle.
Pero sabía que sus posibilidades se marchitaban. Con doce años ya tendría que estar estudiando el bachillerato. Y allí seguía en la escuela con una Enciclopedia que se sabía de memoria y con un conocimiento exhaustivo del mundo rural que le rodeaba. Pero no ha salido nunca del pueblo y su imaginación se estrella en las laderas que forman el valle; únicamente el río con su continuo canto podría arrastrar sus sueños y convertirlos en realidad. ¿Cómo conseguir esas becas que a bombo y platillo anunciaba el Ministerio para que ningún talento se perdiera? Bienvenido sueña, y yo le animo para que su ilusión no decaiga
A principio de curso de mi segundo año en Manchones comenzamos a realizar un periódico escolar, realizado manualmente, del que programamos, en principio, un ejemplar por trimestre debido al enorme trabajo que exigía. Constaba de ocho páginas –una cartulina dividida en dos partes y luego dobladas- de tamaño una cuarta, y colaboraban la mayoría de los alumnos. Su contenido lo acordamos entre todos: comentarios de noticias -sacadas de los periódicos Heraldo de Aragón que yo les entregaba y de El Noticiero que nos prestaba el sacerdote-; una página literaria con las mejores redacciones del mes, otra de deportes y otra comentando la actualidad del pueblo. En el primer ejemplar publicamos una entrevista al médico sobre la importancia de la vacunación contra la poliomielitis que Sanidad recomendaba a todos los niños. Y en la página de contraportada, abundantes dibujos de paisajes y edificios de la localidad. No quería que este periódico fuera como esos murales que muchos maestros realizaban para el Frente de Juventudes en las que sus consignas políticas y símbolos estaban siempre presentes; algunos los confeccionaban para conseguir puntos extra en el concurso de traslados.
Ponerle nombre nos costó bastante. Cada grupo se había inventado uno y lo defendía con entusiasmo. Finalmente se eligió el más votado, El Pedregal, haciendo alusión al terreno que teníamos cercano a la escuela que es conocido con ese toponímico También acordamos que el ejemplar se lo llevaría cada día un alumno a su casa para que lo leyesen, o al menos lo vieran, sus padres. Los chicos se ilusionaron, y Antonio, que es un gran dibujante, expresó el deseo de adornar todas las páginas con una bonita orla. En estos trabajos colectivos siempre había alguien que se erigía en cabecilla del grupo, y mientras ello no llevara a un enfrentamiento servía para descubrir los dones internos que cada uno tenía escondidos.
...Ay, amor, ¿lo recuerdas? ¿Recuerdas nuestro primer invierno en la casa de Manchones? Creíamos estar ya acostumbrados al frío, que nuestras manos y orejas ya se habían vacunado para poder soportar las bajas temperaturas, que el calor que se daban nuestros cuerpos al introducirnos en la cama era suficiente para calentarla, pero no, la crudeza del invierno, invierno, estaba por llegar. Fue a la vuelta al pueblo, después de pasar las vacaciones navideñas con los papás, cuando al entrar en casa sentimos en nuestras caras el corte de un frío seco y áspero que nos atravesó la piel. Todas las ventanas se hallaban cerradas y las persianas bajadas, pero al abrirlas vimos que los cristales guardaban escarcha agarrada de varios días, y en el hueco que dejaban libre, nuestro aliento se adhería tapándonos la visión. Era mediada la tarde y lo primero que realizamos fue encender la estufa. El gas butano comenzó a arder y a su débil llama acercamos las manos intentando resucitarlas. Hiciste el capullo con ellas y las soplabas alternativamente, temblando, mientras tu cara, enrojecida, no eliminaba el frío acumulado en el trayecto desde el apeadero del tren en donde una capa de nieve helada a punto estuvo de hacerte caer. Yo también sentía el frío pero estaba más acostumbrado a soportarlo. Al verte tan encogida, tan asustada por la situación, me senté en el sillón, te puse encima de mi regazo y abrazados estuvimos contemplando el llamear de la estufa. Las maletas seguían a nuestro lado cerradas; el silencio era total: nadie pasaba por la calle, todos permanecían en sus casas, junto a los fogones, esperando que el tiempo mejorara. Aquella noche cenamos sin quitarnos los abrigos, y antes de acostarnos metimos dos botellas de agua caliente en la cama cuyas sábanas, heladas y humedecidas, parecían llorar.
Qué mes de enero aquel. El frío manaba en todo lo que tocábamos. El barro de las calles seguía helado con las huellas de las caballerías marcadas. Decían los mayores que no habían conocido un invierno tan crudo, con heladas tan prolongadas que habían puesto en peligro muchos árboles frutales. Y tú, amor, sufriendo con paciencia la situación. A tus delicados pies le salieron sabañones; en las piernas aparecieron esas “cabras” amoratadas que cubrían las pantorrillas; y tus ojos, a los que siempre miraba para ver tu estado de ánimo, se vieron adornados por pequeños orzuelos que los párpados soportaban con dolor. Por las mañanas encontrábamos helada el agua que quedaba en el barreño: teníamos que calentarla para podernos lavar. Y la chica que nos la traía de la fuente nos dijo que la tinaja en donde la echaba podía llegar a agrietarse. ¿Y la ropa lavada? Si la tendías en el corral se quedaba tiesa como fantasmas a punto de volar, y si la querías calentar en el interior, colocándola en sillas alrededor de la estufa, nos quitaba el calor que nuestros cuerpos necesitaban. Y tanto tiempo la estufa encendida, su combustión humedecía de tal forma las paredes que al tocarlas te llevabas la cal; y el olor ambiental que respirábamos hacía que nuestras cabezas se sintieran embotadas.
Qué mes de enero más duro. Los doce grados bajo cero de la madrugada no alcanzaban los positivos al mediodía. En la escuela mejoraba algo la situación. Encendida la estufa con abundante piñas secas la llenábamos luego con carbón, y cuando el tubo que atravesaba el techo se calentaba, todos nos poníamos alrededor para calentar las manos. Poco a poco, con la ayuda del sol de levante, que penetraba por los grandes ventanales, se caldeaba el ambiente, y la tinta, que se había helado, volvía a tener cierta fluidez.
Qué mes de enero, amor. La ligera bonanza llegó cuando febrero nos abrió sus puertas. Tu cuerpo de niña-mujer había sufrido lo suficiente para haberme dejado solo y volver a tu casa como yo te recomendé. Pero no lo hiciste y egoístamente te lo agradecí. Nuestro primer invierno en Manchones nunca lo olvidaremos. El frío cortante, que dejó a la vega amortajada, puso en tu cuerpo cicatrices que tardaron tiempo en desaparecer.
Con la llegada del buen tiempo cambió el panorama. Las grullas, que dormitaban en la cercana laguna de Gallocanta, dejaron estos parajes y se les vio pasar en oleadas por encima de la escuela. Su espectacular vuelo en forma de uve, y los sonidos vocingleros que producían, los seguíamos desde el frontón contemplando emocionados el enorme esfuerzo que realizaban para superar la ladera y coger más altura. Aunque los chicos estaban acostumbrados a verlas, siempre se quedaban embobados mirándolas; parecía como si al marcharse quisieran dejar un mensaje de esperanza: ellas no necesitaban pasaporte para atravesar los diferentes países; su libertad la tenían asegurada.
Para nosotros llegaba también el tiempo de llevar la escuela fuera de sus paredes, que los alumnos comprobaran en la naturaleza algunas de las cosas que habían aprendido en los libros aunque ya conocían suficientemente las reglas de la vida. Han visto parir a ovejas y cabras, a perros y gatos; han cazado con cepos y reclamos y distinguen los sonidos que envuelven al pueblo por el día y la noche: la música de los pájaros no tienen secretos para ellos; el canto del alondra al amanecer y la llamada misteriosa del búho cuando las estrellas nacen les son familiares. Han pescado cangrejos en el río y se han bañado desnudos en sus frías aguas; han jugado con grillos, lagartijas, cigarras y renacuajos; han gozado con la matacía del cerdo que tanto alimento les proporciona. Pero también han sufrido cuando el pulgón, la cochinilla, el gusano de la patata, el escarabajo cebollero, el mildeu o el pedrisco maltrataban el esfuerzo de toda la familia. Y hasta han llorado amargamente cuando han visto sacar arrastrada, de la cuadra de su casa, a la vieja caballería, ya muerta, que los buitres devorarían luego en el muladar.
¿Y qué enseñamos en la escuela? Aritmética (la ciencia que trata de los números y de las operaciones que con ellos pueden hacerse, decía la Enciclopedia). Cuentas, muchas cuentas con números enteros y decimales; abundante cálculo mental, resolución de problemas de una, dos, tres o más operaciones, y de regla de tres y tantos por ciento; cálculo de superficies y volúmenes; sistema métrico decimal abundante; muestras de caligrafía; dictados con sus faltas de ortografía a corregir; análisis morfológico de palabras (azada: nombre común, g. m., n. s.; tri. lla.); conjugación de los verbos modelos -haber y ser, amar, temer y partir- en voces activa y pasiva; definiciones memorizadas de las partes de la oración; ríos y codilleras de España. Fechas y momentos históricos ( los musulmanes y la Reconquista; don Pelayo, El Cid, Guzmán el Bueno; los Reyes Católicos y el descubrimiento de América; el Dos de Mayo, la defensa del Alcázar y la victoria del caudillo Franco) algunos de ellos falseados. Historia Sagrada, multitud de veces repetida, y Catecismo. ¡Cuántos conceptos y habilidades queremos meter a la vez en la cabeza de los niños! ¡Y cuántos de ellos son víctimas de un atasco mental porque olvidamos que su cerebro en desarrollo camina con pasos dispares! Y ahora vienen nuevos pedagogos (asistí las últimas vacaciones a un cursillo), queriendo introducir en la escuela la gramática estructural, explicándoles la diferencia entre sintagma, lexema y morfema que ni los estudiantes de Letras en la Universidad conocen. Y en Matemáticas nos hablan de la teoría de conjuntos -vacíos, unívocos, complementarios... - así como el conocer sistemas numéricos diferentes.
¡Leer y escribir! ¡Y pensar! Aquí está la clave: el que interpreta lo que lee y escribe, además de gozar practicándolo, está preparado para progresar. Enseñarles el valor del trabajo, el esfuerzo y la responsabilidad. Hacerles partícipes de su progreso. Darles la suficiente confianza para que abran su corazón y nos cuenten sus preocupaciones. Si nos contentamos con que aprendan conceptos que a veces no entienden por ser una memorización no razonada, y a repetir lo que otros dicen sin advertirles que tener opiniones propias y defenderlas les dará personalidad, no los educamos correctamente Si con doce años han aprendido todo lo que en la escuela les han enseñado, ya tienen bagaje suficiente para hacer frente a la vida que se van a encontrar. Y hay muchos alumnos que lo consiguen y hasta lo superan. Y si tienen medios económicos seguirán estudiando el bachillerato y entrarán en la Universidad. Y si sus cualidades intelectuales van acompañadas de sentimiento religioso podrán seguir los estudios eclesiásticos mientras su vocación les dure. Aunque, como señalaba el profesor de Lengua y Literatura, José Manuel Blecua, hay tres cosas que todo adolescente debe conocer y practicar: saber saludar sonriente, sin afectación ni hipocresía; saber escribir una carta y limpiarse los dientes todos los días.
Y Bienvenido seguía esperando.


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