jueves, 3 de noviembre de 2016

DE ROMERÍA

De romería
 
Al llegar a la cabaña, mi primer gesto antes de abrir su puerta es mirar al monte en donde se asienta la ermita de la Virgen del Águila a quien siempre le pido algún deseo escondido. Según cómo esté el cielo en sus alrededores, y según la dirección que lleve el viento, presiento si el día va a ser tranquilo o por el contrario va a sufrir cambios bruscos. Todo el lejano paisaje lo he fotografiado docenas de veces y cada vez encuentro en ellos un color distinto, un reflejo de luz que llega a cautivar a quien lo mira. La última vez que subí al santuario lo hice en coche en agosto del 2005, un día en que la cofradía de la Virgen celebraba su fiesta, al mismo tiempo que servía para comprobar el estado de las obras restauradoras. La misa la celebró un antiguo amigo monaguillo, José Sanz, actual sacerdote pasionista en Venezuela. A su terminación, el canto solemne del Himno a la Patrona hizo que muchas sensibilidades afloraran. Después de comer en comunidad el excelente menú que la Junta había preparado, una exhibición de cantos, bailes y juegos pusieron en el recinto un ambiente festivo del que todos participamos.

Aquella tarde, llevado por la nostalgia recordé las muchas veces que en romería había subido a la ermita, vestido de monaguillo, acompañando al sacerdote que también llevaba el alba y sobre ella la capa pluvial. La procesión, correctamente organizada hasta la ermita de san Gregorio, seguía luego su itinerario cantando continuamente avemarías y otras canciones alusivas a las necesidades cotidianas. Hombres y mujeres, niños y jóvenes, unos andando y otros en caballerías, realizábamos el recorrido sin parar hasta llegar a la carrasca milagrosa. Los quintos, que a hombros llevaban la peana con la Virgen, la dejaban en el suelo y se entonaba una Salve cantada por todos los romeros. Este merecido descanso se aprovechaba para recuperar fuerzas compartiendo lo que en las alforjas cada familia llevaba, aunque los que iban a comulgar en la misa tenían que mantener el correspondiente ayuno. Se reiniciaba la segunda etapa, que era la más dura, y los cantos se hacían más espaciados. Cuando se llegaba a la parte alta, desde donde se divisa la ermita, un suspiro de esperanza nos inundaba: sólo faltaba el último repecho, pero al ver la meta tan cerca no se hacía tan pesado, aunque algunas personas, sobre todos mujeres, realizaban este tramo descalzas motivadas por alguna promesa ante un deseo concedido o para pedir ayuda a la Virgen en conseguir algo que anhelaban. Más duro era para los carros cuyos dueños habían elegido subir por la carretera de Valencia. El enorme esfuerzo que tenían que realizar las caballerías en la parte final del trayecto, se hacía a veces penoso; muchas familias preferían dejar los carros en donde los caminos se juntaban y llegar andando. Tres veces al año subíamos en procesión a la ermita: el día de san José, el de san Jorge y el domingo de la Trinidad. Este día, que marcaba el comienzo del nuevo año litúrgico, solamente se iba a celebrar la misa; al concluir se volvía de nuevo al pueblo, ello hacía que la asistencia fuera más escasa.

Un día de san José un suceso inesperado puso un final trágico a la romería en la que todo había transcurrido con la alegría acostumbrada: entrega de pan de anises a la entrada del santuario; misa solemne; canto del Rulé con los terrizos de vino en la plaza; comida de las autoridades, invitados y Guardia Civil en el salón de la casa del cura mientras el resto de asistentes se acomodaban por las diferentes zonas saboreando las viandas especialmente preparadas. Mediada la tarde, formada de nuevo la procesión, aunque menos numerosa, ya que algunos tomaban atajos por sendas estrechas, iniciamos la vuelta con la alegría acostumbrada. Algunas canciones (Cuando de mi Patrona / voy a la ermita / se me hace cuesta abajo / la cuesta arriba / Y cuando bajo, lerén, / y cuando bajo / se me hace cuesta arriba / la cuesta abajo...) ponían en el ambiente un aire nostálgico. Otras cantos (Llueva, llueva, llueva / baje el agua, baje; / los trigos se secan / las fuentes no nacen ... ) pedían ayuda al cielo para que el esfuerzo metido en los campos no se perdiera. Con canciones y rezos, ilusiones y esperanzas volvimos a casa con el paso ligero porque un cambio brusco del tiempo, desagradable y frío, no invitaba a nada más. Al día siguiente una noticia recorrió como un grito todo el pueblo. Un vecino que vivía en el Arrabal, esposo de la señora María la Santera, que en la ermita cantó y bebió con soltura, no había vuelto a su domicilio. Sus hijos y otros familiares llevaban toda la madrugada buscándolo por los diferentes caminos y no lo encontraban. Se introdujeron por todas las sendas existentes y tras mucho buscar lo hallaron tendido en el suelo al pie de una gran mata de carrasca. Su cuerpo inerte le dijo adiós a la vida con una sonrisa; la fría noche y la bebida acumulada le jugaron una mala partida a su corazón. Durante mucho tiempo una cruz de madera clavada en el lugar fatídico recordaba el triste suceso.

Pero mis recuerdos de la ermita más lejanos me llevan a los veranos de 1945 y 1946 cuando toda la familia pasamos en ella una buena temporada veraniega. Todo el edificio estaba muy deteriorado y había que realizar obras de reparación en tejados, cocinas, casa del santero y, sobre todo, la restauración completa del interior de la capilla. Como albañiles estaban mi padre y su hermano Cayetano, y como decorador el hermano menor, Luis, al que le ayudaba un compañero pintor.

Veraneando estaban varias familias que, como nosotros, tenían alquiladas una o varias habitaciones y compartían la misma cocina. El ambiente distendido y acogedor que allí reinaba, al menos para los chicos, era muy agradable. Las comodidades eran escasas pero todo se suplía poniendo cada uno lo mejor de sus sentimientos. El personaje principal en esta colonia veraniega era el santero, señor Matías. Él anotaba en su particular libreta diariamente los pedidos que las madres le solicitaban. Y al día siguiente, antes de que amaneciera, se ponía en marcha con sus dos burras camino hacia el pueblo. A media mañana ya lo veíamos subir la cuesta con la carga que los animales llevaban en los serones. Nos traía pan, carne, leche, embutidos, patatas... de todos, menos agua que la bebíamos, bien fresca, del aljibe cuya pequeña bomba manual funcionaba constantemente.

Aquel año veranearon en la ermita, entre otras, la familia Alonso-Floría, conocidos por el apodo de los Cuchilleros. Uno de los hijos, Benjamín, estudiaba para veterinario. Un día, los chicos cogimos un pequeño lagarto verdoso y se lo llevamos con mucho cuidado para que lo estudiara. Pronto nos llamó para que viéramos qué iba a hacer con él. No sé qué le puso en la boca para que no mordiera, pero el pequeño lagarto enseguida perdió su agresividad y quedó como dormido; luego, con un pequeño bisturí abrió lentamente su vientre y nos mostró todas sus vísceras. Y hasta su pequeño corazón vimos cómo se movía: aquello nos impresionó. A continuación, con un hilo y una aguja especiales, volvió a unir la gruesa piel que había separado. Todos los chicos nos quedamos boquiabiertos, aunque hubo alguno que no se atrevió a mirar aquella imprevista operación.

Los anocheceres en la ermita eran espectaculares. El poder contemplar un cielo limpio, sembrado de miles de estrellas, y jugar a ver quién veía volar a las llamadas fugaces, nos divertía mucho. Así como las partidas de cartas que los niños y mayores, en familia, jugábamos; sobre todo al siete y medio, al burro o a la ―sota peluchona‖, la de oros; el que tras robarnos unos a otros se quedaba al final con ella, era el que perdía. Ello significaba que su poseedor tenía que recibir los narigotazos. Y el pagano sufría la pequeña humillación de aguantar en la nariz, o en otras partes del cuerpo, el roce de cada carta con el canto que cada una tenía. Cuatro: sopapo; cinco: pellizco; siete: cachete; caballo: coz; rey: rey reinando por las montañas... hasta que la llegada de un as podía salvarle. ¡Con qué cosas tan sencillas nos divertíamos!

Otro recuerdo de mi estancia en la ermita fue cuando acabé sexto de bachillerato. Aquel verano, el sacerdote don Alejandro Conde había preparado la estancia de una semana en la ermita con un grupo de mozos para realizar una convivencia. Quería algo parecido a los Cursillos de Cristiandad que tan de moda estaban entonces. El año anterior ya lo había hecho con un grupo de hombres a finales del mes de agosto, cuando la recolección del cereal ya había concluido. Allí acudieron personas mayores que guardaban estrecha relación con la Iglesia: Bautista Julián, Domingo Baselga (padre), José Berrué, Hilario Higueras, Mariano Gaudioso... hasta una veintena de hombres que a la vuelta del retiro algo había cambiado en sus vidas. Ellos decían que estaban ―de colores‖, como una primavera eterna, dando a esta expresión el significado de alegría y amor. El comportamiento con sus familias cambió tratando a las esposas e hijos como si los conocieran por primera vez, aunque aquel ensoñamiento no fuera muy duradero.

Mosén Alejandro me convenció y asistí con los mozos del pueblo aunque yo era bastante más joven; Paco Cebrián era el más cercano a mi edad y con él compartí compañía en el dormitorio y mesa. A los más jóvenes nos instalaron en el pabellón Este de la ermita y a los mayores en el lado contrario. Nieves, hermana del sacerdote, Paca Cebrián y otras amigas de Acción Católica, se encargaban junto a la cocinera, la madre de Carmelo Cerced, de que el condumio fuera abundante y sabroso.
El día comenzaba con una visita a la capilla en donde nos recibía el sacerdote cursillista para realizar unos minutos de meditación. Todavía somnolientos, y con el estómago vacío, era complicado que el espíritu particular de cada uno trabajara. Seguía la misa y tras ella el esperado desayuno que las atentas y siempre sonrientes camareras nos servían. A continuación vuelta de nuevo a la capilla para comenzar el verdadero trabajo de evangelización. El sacerdote, creo recordar que regentaba una parroquia en el barrio de Torrero en Zaragoza, iniciaba la charla con voz misteriosa y algo esotérica, escondiendo sus ojos tras unas gafas oscuras que todavía lo hacían más sibilino. Sus palabras iban recorriendo lentamente, pero con precisión, los escondrijos más profundos de cada persona para poner al descubierto todo lo negativo que cada uno había almacenado en su corazón. Sin hacer ejercicio alguno nos sentíamos cansados, ese bombardeo continuo de nuestros posibles pecados nos empequeñecía de tal manera que algunos, de forma espontánea, salían al centro del altar y públicamente manifestaba su arrepentimiento. Y así, charla tras charla, todos los días el mismo tema hasta llegar el momento crucial de una confesión general con su propósito de enmienda.

Para la mayoría, los objetivos conseguidos en la ermita fueron poco duraderos. El sacerdote nos había hablado al corazón para buscar en nuestros sentimientos la simiente del cambio, pero se olvidaba que el corazón es muy voluble. Hubiera sido mejor hablarle al cerebro, hacerle pensar para que dudara y él buscara por sí mismo la verdad; el cambio, si lo hubiera habido, habría sido auténtico. Pero aun así, aquellos días de convivencia sí que sirvieron para conocernos un poco mejor y reforzar amistades que en algunos todavía perduran.

Hoy, la ermita ha dado un cambio total. Su magnífica restauración, y las muchas posibilidades de explotación que tiene, la han convertido en un paraje singular que encanta a todo aquel que la visita. Su entorno, con sus vistas panorámicas, hace que la imaginación te lleve a largos viajes en donde lo posible y lo imposible se complementan. A mi corazón le han prohibido subir a las alturas, pero en el salón de mi casa una fotografía y un magnifico cuadro de aquel paisaje me recuerdan constantemente que allá arriba, en la cima, voces misteriosas ponen paz a quien quiera escucharlas.



En el monte se yergue una ermita y en la ermita descuella un altar (1999)


Reparando los tejados de la ermita (1946)

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