jueves, 3 de noviembre de 2016

MI CALLE, MI CASA

Mi calle – Mi casa
 
Una mañana fría de finales de enero, cuando llegué a la cabaña ya estaba Emilio podando los árboles. Tras observar la maestría con que cortaba las ramas adecuadas nos hemos he ido al interior de la cabaña a encender fuego. Como siempre, he puesto unos cardos secos sobre el hogar y encima sarmientos igualmente secos. Cuando la llama ya estaba formada le he añadido una buena cepa que lentamente han comenzado a consumirse. Afortunadamente no hacía cierzo y el humo no ha sido revocado al interior.

Al construir la cabaña quise que la puerta de entrada estuviera dividida en dos partes: la de abajo, cerrada con un cerrojo; la de arriba, con una cerradura fuerte, de las de antes, cuya llave estuviera agujereada y poder silbar con ella; una llave que pesara, aunque no tanto como las de las palancas y los pajares que había en el pueblo. Este tipo de cerraduras apenas se emplean hoy día, únicamente los vendedores del rastro las muestran extendidas por el suelo a coleccionistas que las guardan como iconos de tiempos pasados.

En el pueblo, la mayoría de las personas vivían desde su nacimiento hasta que les llegaba la hora de la despedida definitiva en la misma calle y en la misma casa. Sus vidas transcurrían pegadas al terruño como las piedras tosqueras, como las zarzas de los ribazos, como las paredes de argamasa que unían sus casas con las de los vecinos. Mi calle, como todas del pueblo, comienza en la Mayor. Tras empinarse y atravesar la del Somontano, muere en una replaceta sin tener salida a la del Muro. En el número diecisiete se hallaba la vivienda de mis abuelos maternos: las letras V V, colocadas en una rejilla de la puerta, certificaban que allí vivía Valentín Vallestín, el padre de mi madre. Hoy está completamente transformada aunque sigue conservando la estructura primitiva y la misma fachada.

Ven, amigo. De la mano te invito a recorrerla: en aquellos tiempos siempre estaba abierta su puerta y podías acceder sin llamar. Nada más entrar en su patio, alargado y estrecho, por donde entrábamos las personas y las caballerías, se hallaba una puerta en el suelo por la que se bajaba a la bodega: de ella salía el frescor que atemperaba los calores del verano y en ella se enterraba la planta de la que saldrían los injertos para la nueva viña. Encima de ella, sujeto en la pared, un aparador de madera guardaba los botijos que eran protegidos por una suave tela: ¡qué fresca y sabrosa sabía el agua bebida en alto! Enfrente se hallaba la habitación más solemne de la casa: el comedor de las grandes ocasiones en donde todas las navidades colocábamos el belén con figuras que siempre había que reparar, y mimando a los tres reyes que diariamente adelantábamos por el camino de serrín hasta el día que llegaban al portal. Y en la misma estancia, separada por una cortina gruesa, la oscura alcoba. En ella nací un mes de marzo de 1939 cuando todavía la Guerra, esa fratricida contienda que tanto nos marcó, no había terminado. Me imagino el ajetreo de la familia cuando el practicante, Arturo Lázaro, les mandara calentar agua para que lavaran mi cuerpo a la llegada al mundo. Estoy seguro que mi padre estaría ausente del acto; no era bien visto que el esposo presenciara la escena, aunque él lo agradecería porque a veces con ver poner una inyección ya se desmayaba. En esa alcoba vi morir a mi abuelo paterno cuando apenas había cumplido los seis años: fue mi primer encuentro con la muerte de un familiar. Tres años más tarde, en el mismo lugar, también me dijo adiós mi madre una tarde de octubre, recién comenzada la vendimia.

Seguimos andando por el patio. Una pequeña puerta de madera maciza da entrada a la masadería: un cuarto estrecho sin ventilación que se esconde por debajo de la escalera. A su entrada se amontonaban diversos utensilios de toda clase, y al fondo, como si del ara de un altar se tratara, se hallaba la artesa; y junto a ella la saca de harina: nieve blanquísima que la madre transformaba en pan tras voltear col golpes secos a la masa. Una vez a la semana, cuando el gallo había lanzado ya sus primeros quiquiriquís, se levantaba la dueña a preparar la masada. Y escondida en ese cuarto, a la luz de una débil bombilla, y a veces de una vela o un candil, comenzaba el duro trabajo de domesticar la harina hasta convertirla en materia panificable tras la fermentación de la levadura. Luego vendría el momento de darle forma redonda, alargada o estrecha; con cinta, sin cinta; todo un muestrario de panes que la artista diseñaba con maestría y los colocaba en un tablero que, todo él tapado, lo trasladaría hasta el horno en donde el calor del fuego de la leña le daría ese color de tierra fina y esa textura que con el tiempo ganaba en sabor. ¡Ay aquellos panes y encañadas que en el horno de Fernando Conde o en el de María Baselga se cocían!

Pero volvamos al patio. A continuación de la masadería estaba otro cuarto oscuro, sin luz natural, que guardaba los alimentos más valiosos de la casa: la despensa. Cubierta sus paredes de aparadores, tenía en el suelo tinajas de diferentes tamaños con contenidos variados: la del aceite de oliva, la del adobo, la de los pepinillos y tomates en vinagre, la de las olivas... Todo un apetitoso almacén que hasta algún ratón se atrevía a visitar. En muchas ocasiones colgaba del techo algún pernil, cubierto con una fina malla para evitar que la moscarda depositara sus huevos, y embutidos de la matanza que habían sido bajados del granero; este cuarto, el único que tenía llave, aunque siempre estaba en la puerta, tenía un olor especial que hacía abrir el apetito: entrar en él era penetrar en el santuario sagrado de la comida.

Seguimos andando y llegamos a la cocina, la estancia en la que apenas el día despuntaba ya se vivía el ritual de encender el fuego, el crepitar de una llama que el tiempo la convertía en brasa permanente; y junto a ella el puchero de hierro lleno de agua cuyo burbujeo era seguido por el runruneo de los gatos semidormidos. La cocina no sólo era el lugar en donde se elaboraba la comida, en ella se pasaba la mayor parte del día cuando estabas en casa. Sentado en la cadiera, vigilando el permanente fuego, pasabas el tiempo escuchando historias y leyendas que cada miembro de la familia contaba. En los largos inviernos era el único sitio en donde el frío se atemperaba, y al calor de un brasero de la mesa camilla se pasaban horas y horas realizando las más diversas tareas. ¡Qué placer ver a la madre dar vueltas a las migas en la sartén en la que previamente había derretido grasa de cerdo! Migas de un pan algo duro cortadas la noche anterior y guardadas envueltas en un paño húmedo. ¡Qué placer el comerlas todos juntos acompañándolas con gajos de cebolla o con una sardina rancia! Y el trago de vino en porrón que el abuelo, el padre o el tío se echaban para que bajaran mejor, según decían. Y la comida del cocido al medio día del que salían tres platos distintos: la sopa grasosa, la legumbre y la carne; rica dieta calórica que a veces aumentaba con el tostado en la parrilla de una rebanada de pan untada del tocino cocido. El tiempo caminaba lento pero no importaba, sabíamos que la llegada de la primavera nos traería sus olores y sus galas. Por ello quise que mi cabaña tuviera su hogar con planchas de hierro y chimenea ancha y poder quemar gavillas de sarmientos, apaciguadas con recias cepas, que lentamente se convertían en gruesas brasas. Y sentado en el banco pensar en la historia vivida y la historia futura; siempre el pasado y el presente aconsejando al futuro.

En mi casa, junto a la cocina estaba la recocina, un cuarto pequeño en donde se hallaba la fregadera, el escurreplatos, varios aparadores y una mesa que guardaba en sus cajones los cubiertos de cada día; los de los días grandes, algunos de ellos parecían plateados, estaban custodiados en el comedor de los huéspedes e invitados. La fregadera era de granito, como la que yo puse en la cabaña, y el agua llegaba a ella por medio de un tubo estrecho de plomo que bajaba desde la tinaja instalada en el granero; recipiente que todas las cocinas tenían y que diariamente había que llenar transportando el agua desde la fuente pública; al estar situada en el granero exigía un esfuerzo extra para llenarla, pero de esta forma daba la sensación de que en la casa había agua corriente. En la cabaña también puse fregadera y un recipiente de uralita en la parte alta que lo llenaba con el agua que recogía del aljibe y la elevaba por medio de un motor de gasolina; era el único elemento moderno que tenía, y su ruido, al ponerlo en marcha, no me era halagador, pero era el precio que tenía que pagar por evitar esfuerzos que ya no podía realizar.

Seguimos en la casa materna. La cocina tenía una puerta que escondía una habitación extraña, casi surrealista. Completamente a oscuras se entraba en ella tras bajar dos escalones; enfrente había una cama alta de jergón de muelles con pies y cabecera de hierro, adornada con bolas doradas. En esa cama dormí desde que abandoné la cuna de madera hasta que murió mi madre, nueve años después. Y lo hice en compañía de mi tío Santiago, que era sordo, y al que muchas noches envidiaba el padecer su defecto para evitar oír los ruidos de las ratas corriendo entre los cañizos del tejado, el maullido sobrecogedor de los gatos en celo persiguiéndose por los bardizos, o el silbido misterioso del aire cierzo que se colaba por todos las rendijas haciendo que las ventanas de los graneros, mal ajustadas, chirriaran a coro. Pero este misterioso cuarto, además de dormitorio era otras muchas cosas. En él había una gran pipa de más de un metro de diámetro colocada encima de una plataforma de obra en donde se guardaba el vino, siempre tinto, que los hombres de la casa consumían; vino que era constantemente rellenado con los de las sucesivas cosechas adquiriendo un sabor rancioso, de elevado grado, que a muchos les halagaba. Yo no nunca bebía vino, y mi tío Santiago quiso en cierta ocasión que lo probara -todo hombre debe beber, me decía- y en el botijo pequeño del agua que yo tenía me cambió el transparente elemento por el negro de la uva: arcadas vomitivas hicieron que lo odiara todavía más. Con el tiempo comencé a saborearlo meticulosamente, no a tragarlo como hacían muchas personas; me gustaba sacarle los sabores que la tierra, los vientos y el esfuerzo del labrador le habían dado.

En este cuarto oscuro, junto a la gran pipa había dos toneles de tamaño medio con vinos clarete y pajarilla que se bebía en las grandes ocasiones: toda la habitación olía a uva fermentada. En una gran tinaja, siempre bien tapada, se guardaban las diferentes piezas de pan de la masada semanal: panes grandes y hermosos que rara vez se florecían. En esta extraña habitación, en donde las paredes estaban llenas de cuadros de santos, había uno que guardaba, protegido con cristal, las letras y el crucifijo en papel dorado que mi abuela materna, Susana Baselga, llevó en su caja mortuoria. También había un armario ropero y dos grandes arcones que almacenaban faldas y refajos antiguos de tela recia y pesada que cuando se abrían exhalaban un olor rancioso y húmedo. Cuando recuerdo aquella habitación, durmiendo al lado mi tío, dudo si lo sucedido era real o es producto de una imaginación calenturesca. Solamente me apenó que cuando él se marchó a Barcelona -ya tenía cincuenta años- volviera casado y no me lo advirtiera; lo quería tanto como a mi padre.
Pero volvamos al patio; ya estamos en su parte final. Atravesamos una puerta grande, de las llamadas falsas, y entramos en el corral: otro mundo, otra galaxia, una sombra fría en invierno y una plaga de moscas y olores poco agradables en verano en donde los residuos de la cuadra y chozas se juntaban con lo que salían de la fregadera. Pero tenía su encanto; las gallinas, picoteando el estiércol que se acumulaba junto a la basura en la parte central, vigiladas por el gallo de la cresta rojiza y caída, se movían constantemente; en un lado estaba la choza del cerdo cuyos gruñidos mañaneros asustaban; encima se hallaba el gallinero en el que se refugiaban sus inquilinas cuando la tarde se escapaba y en donde algunas ponían sus huevos: hermoso manjar que recogía tras meterme en cuclillas y andando entre gallinazas y mosquitos.

El corral también tenía un pozo profundo cuya agua salobre no admitía el jabón. No sé de donde vendría pero cuando aumentaba su caudal se filtraba a la bodega inundándola por completo. De una polea colgada en el cubierto que cubría el brocal corría una larga cadena en cuyo extremo había un pozal. Subir el agua costaba un gran esfuerzo; a veces, cuando el recipiente estaba cercano se golpeaba en una de las paredes y todo el líquido volvía a las profundidades, y vuelta a empezar. El uso de esta agua era muy limitado; las caballerías rara vez la bebían, únicamente las gallinas se atrevían con ella; sin embargo, para rujiar el patio antes de barrerlo todos los días y para refrescar el vino en verano, introduciendo el porrón en un recipiente, era única; muchas vecinas lo sabían y pasaban con frecuencia por casa a buscarla.

Tras el corral estaba la cuadra. Por una puerta algo carcomida por las termitas, que siempre estaba abierta, entrabas en ella. Un olor a amoniaco, producto de la fermentación de orines de las caballerías mezclado con sus excrementos, te hacía poner en cuarentena hasta que te acostumbrabas; pero ese estiércol se convertiría un excelente abono para los campos de cereal y las viñas. Nada más entrar a la cuadra había un apartado separado por una pequeña puerta, era el escusado; este particular retrete de pozo negro te evitaba realizar las necesidades fisiológicas delante de los animales. En la cabaña también construí un pozo negro diseñado por el padre de mi esposa; estaba realizado con la precisión que semejante obra requiere: en el interior estaba la taza del váter, y afuera, bajo tierra, un pequeño depósito decantador con su correspondiente sifón que se comunicaba con el gran pozo recubierto de ladrillos agujereados: no había olores y toda la materia orgánica se filtraba como abono a la viña.

En la cuadra de mi casa, cuatro pesebres independientes cubrían una de las paredes; frente a ellos los abríos: al fondo el macho Bayo, tranquilo y pensativo ramoneando sus pensamientos; a su lado el Catalán, más joven pero no tan fuerte; y en la esquina, la burra Platera en la que siempre me montaba para ir al abrevadero y para llevar la comida a la tejería; tras ellos la perra Diana, con los ojos siempre abiertos vigilando el panorama. Una mañana, cuando mi tío fue a echarles de comer se encontró al macho Catalán recostado en el suelo. Por la boca le salía abundante espumarajo y su respiración era dificultosa. Nervioso y asustado nos llamó a todos y mi padre fue a buscar al veterinario mientras él se quedó en la cuadra acariciando al animal. Don Adrián no tardó en llegar y al palparle la tripa nos dijo que padecía un cólico, un torzón le dijo a mi tío, tal vez por haber comido hierba demasiado húmeda. El animal tenía fuertes espasmos y sus ojos se ponían blanquecinos. Mi padre me mandó salir fuera de la cuadra y me fui a la cocina en donde mi madre, también nerviosa, ya había encendido el fuego. Pasada una hora Catalán murió. Sus compañeros, el macho Bayo y la burra juguetona, lo sacaron arrastrándolo de la cuadra. Cuando atravesaron el patio, un ruido extraño, violento y tenebroso resonó por toda la casa. Todos nos quedamos tristes y abatidos, pero mi tío tuvo que hacerse el valiente y llevar al animal calle abajo y por otras calles hasta coger el camino del Romeral para dejarlo a la intemperie en un gran hoyo que en la cima de la ladera había. Pronto los buitres, cuervos y picarazas lo detectaron: cada uno, respetando la jerarquía, se repartieron el gran banquete. En esta ocasión no fui con mis amigos a asustar a las grandiosas aves; la muerte de Catalán tardamos en olvidarla.

Pero volvamos a la casa. En el centro del patio hay una escalera de granito con una barandilla de hierro que nos lleva a la planta principal. Por un pequeño lucernario penetraba la luz a la estancia; cuando llovía, el repiqueteo del agua ponía temblor en loS cristales. Llegados al rellano final, dos puertas iguales frente a frente daban entrada a dos lugares muy distintos: una a los dormitorios, la otra a los graneros. Los dormitorios eran las únicas habitaciones de la casa que tenían el suelo de elegante mosaico; baldosas con diferentes cenefas formaban un combinado atractivo, aunque cuando las enceraban te resbalabas fácilmente; por el contrario, los graneros tenían el suelo de yeso que fácilmente se levantaba.

Los graneros eran un mundo aparte; no tenían cielo raso y los cañizos, vigas y maderos quedaban al descubierto. En el más grande, sus paredes de argamasa, bastas y ennegrecidas, soportaban todo tipo de artilugios caseros y del campo: los cestos de mimbre de la vendimia llenos de borraces; los grandiosos calderos de cobre, que igual servían para cocer las morcillas del mondongo que para fabricar jabón, elaborar el dulce mostillo o el más triste de teñir los vestidos de negro para los eternos lutos familiares; la máquina de capolar y la de los embutidos; y hasta los bustos en escayola de mis abuelos paternos, Mariano y Lorenza, moldeados con mucha precisión por el hermano de mi padre, el tío Luis, de profesión decorador: el que entraba al granero y los veía por primera vez se quedaba paralizado del susto que producían. Un cuenco para la cal y varios arcones que almacenaban todo lo imaginable, estaban repartidos por el suelo; uno de ellos era exclusivo de mi padre y en él guardaba los utensilios de la caza, hasta un reclamo de perdiz metálico al que se le unía una larga goma cuyo extremo, en forma de pera, golpeándola debidamente reproducía el canto de la perdiz.

Otro granero más pequeño y con mejor aspecto servía de almacén para el trigo y la cebada. ¡Cómo gozaba echándome sobre el cereal y pisarlo descalzo! Y hasta alguna siesta obligada la pasaba encima del trigo leyendo algún tebeo mientras el gorgorito monótono de los gorriones ponía el único sonido que el ambiente recibía. Este granero, que encima tenía la falsa, en mi época de estudiante lo dediqué para dar clases particulares durante el verano. Con la ayuda de mi hermana lo acondicioné con mesas, sillas y tableros y allí acudían en horario matutino un numeroso grupo de chicos y chicas con los que realizaba dictados, redacciones, cuentas, problemas y caligrafía. Fue una interesante experiencia que, además de proporcionarme unos ingresos a mi escasa economía, me serviría más tarde para conocer los secretos de la enseñanza y la relación con el alumno.

Aún había otro granero que tenía el suelo embaldosado con piezas de los más variados tipos; parecían ser restos de otras obras colocadas allí sin orden alguno. Por él pasaba el tiro de la chimenea que ponía algo de calor a la estancia en los largos inviernos; también tenía la tinaja del agua (grandioso recipiente que se quedó en la cabaña) que constantemente había que llenar. La estancia, que tenía dos ventanas a todos los aires, servía para orear los embutidos de la matacía que colgados en largas cañas, de lado a lado de sus paredes, mostraban su mercancía. Para el otoño, en la época de la vendimia, era la uva garnacha –granos finos pero dulcísimos- la que se exponía hasta convertirse en pasa. Los graneros terminaban en la galería: un solanar para tender la ropa y en donde pasaba muchas horas entretenido jugando con mis amigos. Desde él se divisaba los corrales vecinos y la parte trasera de las casas de la calle Juste, más conocida como calle Ancha. Los graneros y sus cachivaches por paredes y rincones; los graneros, con sus leyendas y misterios, eran el sitio ideal para que el tiempo de la niñez pasara volando sin darnos cuenta, aunque subir a ellos por la noche, llevando una palmatoria encendida, te asustaba muchísimo al contemplar las sombras misteriosas que sobre las paredes se formaban.

Muchas casas de mi calle, como otras del pueblo, tenían estructura semejante a la mía: planta baja, planta principal y graneros abuhardillados; y en muchas de ellas pequeñas o grandes bodegas que almacenaban cubas que poco a poco fueron desapareciendo. En ellas entraba con familiaridad porque la mayoría de los vecinos nos sentíamos hermanados. Lo que sí estaba la calle era muy poblada. En la mayoría de las casas, entre padres, abuelos e hijos eran más de seis los miembros que convivían; y en esa hermandad el sexo femenino estaba muy por encima del varón. Así, al comienzo de la calle, Mariano Vitaller y Vicenta Floría eran padres de seis hijas; las menores, Mª Luisa y Pilarín, se hicieron religiosas de Santa Ana. Enfrente vivían Martín Gil y Josefina Vitaller que tenían tres hijas: Angelina, Tere y Fina, que era quinta mía. El padre se lamentaba frecuentemente, con cierto humor, de no tener manos masculinas que le ayudaran en las duras tareas agrícolas, aunque llegado el momento todas colaboraban. En su casa se instaló la primera máquina de tricotar que existió en el pueblo con la que confeccionaban toda clase de jerséis en tipo fino; el ruido de su maquinaria se dejaba sentir cuando pasabas por delante del cuarto, en planta calle, en donde estaba instalada. Si la calle se llamaba Tejedores, ya teníamos las primeras tejedoras modernas.

A continuación venía la casa solariega de la señora Asunción, viuda y con un hijo: edificio con dos puertas y un trujal que con el tiempo quedaría clausurado y convertido en cuarto de estar. Junto a ella estaba la casa de los Moricos, larga y profunda, en donde todas las tardes se expendía la leche que sus vacas producían. Aún recuerdo con placer el sabor dulzón de los calostros que en ocasiones nos traía una de sus hijas a casa cuando alguna de sus vacas paría. Seguía la casa del tio Ubide, casado con Vicenta la Goras. Tenían un nieto, José Luis, que nació con un problema cardiaco por lo que estaba muy protegido: su padre, Alfonso, le daba todos los caprichos. Como éramos de la misma edad, iba muchas veces a su casa a leer los abundantes tebeos y cuentos primorosamente ilustrados que tenía. José Luis murió pronto y su recuerdo lo tuve presente durante mucho tiempo.

En medio de la calle vivía el matrimonio formado por Eugenio Calatayud, el Caracol, y Julia Báguena, la Chilina; sus tres hijas, Joaquinita, Elvira y Elena, junto a dos hermanos menores, formaban una familia que hacía las delicias de todos los vecinos por la alegría, las canciones y el humor que siempre ponían.; en época de verano, cuando todos estábamos en la calle tomando la fresca, se convertían en protagonistas de la escena. A su lado estaba la casa de Pascual García, más conocido como Pascualón, con cuyo hijo, algo mayor que yo, jugaba algunas veces; su fortaleza física producía a veces cierto temor pero sin malicia. Enfrente de esta familia vivían los Toledo; su casa lindaba con la mía. En ella, además del matrimonio y del abuelo, estaban seis hijos: Rosa, la mayor; Joaquín, Santiago, Agustín, Asunción y el benjamín Domingo. El abuelo tenía habilidad para curar dolencias reumáticas y esguinces de la muñeca y tobillos. En cierta ocasión, aún no había cumplido yo los cinco años, el día de San José, volviendo de la ermita de la Virgen del Águila en el carro conducido por mi tío Santiago, bajando el puerto, y pasada la fuente del Hontanar, se espantó el macho Bayo al paso de un coche y volcamos. Afortunadamente no dimos vueltas de campana pero quedamos atrapados entre las tablas. Yo pude salir pero mi madre que llevaba en brazos a mi hermana Mari Carmen, de meses, la protegió con todo su cuerpo produciéndose una rotura de la clavícula izquierda. Otro carro que venía detrás nos recogió y nos trajo al pueblo. Yo tenía mucho dolor en una muñeca y el abuelo Toledo me puso una venda empapada en agua con sal y vinagre; parece ser que hizo efecto porque al día siguiente apenas me dolía. Sin embargo, a mi madre se la trasladó al día siguiente a Zaragoza, y a la pequeñina hubo que buscarle una ama para que le diera leche porque del susto mi madre la perdió.

Frente a mi casa vivía Carmen la Chulita, casada con Mariano Luesma. Tanto ella como él siempre estaban dispuestos a ayudarnos en lo que hiciera falta. Un poco más arriba se hallaba la casa del tio Ciriaco que vivía con su mujer, la tia Marcela, y su hijo Fermín. Con el tio Ciriaco, siempre alegre y socarrón, pasaba muchos ratos escuchando sus historias y jugando con su pequeño perro saltarín. A su lado vivía la tia Leonor, la Cabezona: mujer fuerte, de voz potente pero de una gran bondad; era viuda y sus cuatro hijas, junto al hermano pequeño, Ovidio, se dejaban sentir entre los vecinos. La madre pasaba con frecuencia a nuestra casa a coger agua del pozo. Su relación con mi familia era muy intensa. En una ocasión, con mi madre ya ausente, vino el médico don Paco a operarme a casa de una pequeña hemorroide externa que me molestaba. Yo tenía doce años y me sentía acongojado; mi hermana mayor no se atrevía a estar presente y la pequeña bastante tenía con no llorar. La tia Leonor vino en mi ayuda, subió a la habitación y con toda su fuerza me sujetó en la cama mientras el galeno, con el bisturí, abría en vivo la molesta variz. ¡Qué descansado me quedé! Luego, todos me tomaban el pelo, y Antonio el Picoto, otro vecino, cuando me veía siempre me preguntaba irónicamente: ¿Qué tal vas de atrás?

Al lado de mi casa vivía la tia Valera; mujer misteriosa cuyos hechos y palabras producían a veces temblores. Tenía dos hijas guapas y alegres con las que me llevaba muy bien. La menor, de nombre Paca, me llamaba ―Chato‖ y me quería mucho; siempre estaba jugando conmigo. Cuando se casó, en su viaje de novios a Zaragoza vino a visitarme al colegio en donde estaba internado y me trajo unos pasteles. Su visita y su obsequio siempre los recordé por lo que tenía de significado en aquella época. Pero su madre, aficionada a la bebida, tenía momentos alucinantes que me hacía soñar con ella muchas noches. A su marido, un hombre sencillo y trabajador, lo tenía acomplejado. Cuando volvía de las campañas que como picapedrero realizaba por las carreteras de la provincia, le cogía todo el dinero ganado y no le daba ni para comprar tabaco. El tio Mariano, que así se llamaba, al morir su esposa exclamó: ¡Qué tranquilo me has dejado, Valera! Aquella noche, según me contó mi hermana mayor que pasó a darle el pésame, en la habitación donde estaba expuesta la difunta se notaba un fuerte olor a azufre.

En la esquina de mi calle con la del Somontano estaba la casa de los Tainas. La habitaban el tio Juan y su hermana Leoncia junto a sus sobrinos Agustina y Tomás, que formaban el matrimonio; tenían dos hijos, Gregorio y José Luis, y dos hijas, Mari Carmen y Aurora. Su casa era una de las más elegantes de la calle. Todas las habitaciones estaban embaldosadas y era de las pocas que disponía de retrete en una galería encima del corral que para aquella época era algo extraordinario. El tio Juan era bastante culto y con un sentido del humor muy acusado; la primera radio que hubo en la calle estuvo en su casa. Aquel aparato, de grandes dimensiones, se convirtió en un mueble muy visto y oído. Para el verano era frecuente que la colocara cerca de la ventana abierta de la calle para que su música la pudiéramos oír los vecinos. A última hora de la noche era frecuente escuchar la emisora de Radio Andorra en la que una voz femenina muy sugestiva nos invitaba a escuchar discos dedicados a diferentes personas. Con el tiempo llegaron más aparatos, y hasta Mariano Luesma, que vivía enfrente de mi casa, se construyó una estudiando por correspondencia. También Carmen Cebrián, la Polita, tenía una pequeña radio en su particular tienda de olivas, abadejo, sogas y alpargatas en donde muchas tardes de invierno me refugiaba para escucharla. Otras casas eran la de los Ubide, herreros que trabajaban en su grandiosa fragua en la plaza del Paradero; la de los Andreu, conocidos como los Pilatos, todo ellos altos y poderosos; la de la tia Pascuala y su nieto Antonio, un niño grande al que muchos le temían pero con quien yo jugaba muchas veces; a su abuela le leía las cartas que recibía de sus hijos ausentes. Y aún quedaban en la parte final de la calle la casa de Perea y su esposa Carmen; la de los Manresa, la de la Candiala y la de Severino y Rosa. Mi calle, tu calle, la mayoría de las calles del pueblo, tenían su particular encanto y seguramente moldeó nuestra infancia dejándonos señales que nunca se olvidan.

A mi calle se le cambió el nombre el año 1982. De Tejedores pasó a llamarse Santiago Hernández, el gran maestro que fue nombrado Hijo Adoptivo de Paniza por la profunda huella que dejó entre sus alumnos. El día que se le rindió homenaje lo conocí personalmente, aunque ya había leído y estudiado su monumental obra Didáctica de la Enseñanza y Organización Escolar, publicada en Méjico, que tanto me ayudó en mis trabajos escolares. Aquella tarde de septiembre de 1982, víspera de las fiestas patronales, pude estrecharle la mano y darle las gracias. Desde aquel día su nombre iba a estar unido al de mi calle.



Delante del pozo de casa en el corral. (Santiago S.; un amigo y Rosario S.;
Mari Carmen S.; Elena Calatayud y Mari Carmen Gracia (1953)

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