miércoles, 2 de noviembre de 2016

PASTOREANDO

Pastoreando
 
En una mañana de finales de febrero observo que los almendros de la cabaña ya han comenzado a florecer. Una semana seguida de temperaturas suaves han hecho que sus yemas revienten y pongan en el paisaje las primeras notas primaverales. No estaría de más, pienso, que retrasaran unos días su ciclo vegetativo para evitar que las heladas, que aún vendrán, marchiten la belleza y aroma de su flor y no puedan convertirse en fruto.

Desde hace media hora oigo el sonar de las esquilas de un rebaño que lentamente lo siento más próximo. Me siento a almorzar en el porche recibiendo los tibios rayos solares, cuando delante de mí se presenta un hombre joven, de raza negra, muy alto, que con una burra y dos perros acompañaba a un hermoso rebaño de ovejas. Le saludo. Me saluda. Intentamos dialogar pero su idioma se me hace extraño. Pronuncia, luego, palabras en español y aunque no formen frases completas son lo suficientemente expresivas para entendernos.
-Buenos días.
-Bonos días.
-¿Senegalés?
-Sí, sí. Senegal.
-¿Pastor de la Administración?
-Sí, sí; pastor Administración.
-¡Qué duro el oficio de pastor!
-Sí, sí; duro, duro.

Sin peder de vista a las ovejas, y al perro que les ladraba, nos acercamos al porche y le invité a tomar café. Abrí el termo y compartimos el humeante líquido que puso calor en nuestros cuerpos. Le pregunté cómo se llamaba (Mosse, me dijo. ¿Moisés? Si, sí. Mosse). Me habló de su lucha para llegar a España, de su familia, de que tenía una hija en Barcelona, de lo duro que era la emigración hasta que encuentras un trabajo. Cuando la charla se animaba tuvimos que acabar porque el rebaño se iba alejando y tuvo que seguir su camino. Ya no volví a verlo más. Quién me iba a decir que una persona nacida en la antigua colonia francesa, famosa hoy día por el rali automovilístico que lleva el nombre de su capital, Dakar, iba a estar pastoreando ovejas en tierras de Paniza. Descendientes de los famosos pastores nómadas de su país han sabido adaptarse a lo que la vida les ha exigido, y hoy día igual se les ve por los porches de la capital vendiendo su mercancía, que entrando a los bares y restaurantes ofreciendo con la mirada y su gran altura lo que sus manos y alargados brazos muestran.

En otra ocasión pasó por la cabaña el mismo rebaño pero ya era otra la persona quien lo conducía. La burra era la misma, y hasta los perros se parecían, pero el pastor, con el gesto algo cansino, me dijo que no estaría mucho tiempo con este trabajo, que aquello no era para él. Anteriormente a estos pastores, ajenos al pueblo, también tuve conversación con Fernando Hernando, el Chiquitín, aunque dialogar con él se hacía a veces dificultoso por su pequeña tartamudez, pero siempre era interesante lo que contaba. Había sido pastor toda su vida, como también lo fue su padre, y conocía el monte como la palma de su mano; y junto al pastoreo no perdía la ocasión, si podía, de cazar algún conejo o alguna liebre. Era tremendo este Fernando; con un caliqueño en la boca, sin sujetarlo con la mano, lo dejaba consumir lentamente al mismo tiempo que un movimiento continuo de sus labios lo elevaba y bajaba haciendo que la ceniza no se le acumulase.

Otro pastor con el que me unió una gran amistad durante toda su vida, fue Laureano Charles. Pequeño de estatura, como su hermano Pablo y su padre al que apodaban Tres Puntos, tenía un corazón grande y bondadoso y una magistral voz para cantar jotas. En ocasiones se oían sus tonadas atravesar los campos mientras las ovejas, limando la hierba, seguían su lento caminar. En una época complicada de mi vida Laureano venía a mi casa en tiempos veraniegos a hacerme compañía y a mejorar su lectura, escritura y cálculo. Y en el frescor del patio, cuando el bochorno de agosto ponía en las calles un silencio que se masticaba, realizábamos dictados y divisiones al mismo tiempo que una conversación íntima, o un chiste, quitaba seriedad a aquella improvisada escuela. Sentí mucho la muerte de Laureano a quien tenía por un gran amigo.

Qué pocos pastores van quedando en los pueblos. Y los que cumplen esa misión ya no son como los de antaño cuando el apacentar al ganado hacía de sus vidas una vocación, un sentimiento que les libraba de la esclavitud que el oficio exigía. En Paniza, además del ganado de la Administración, eran varias las casas que tenía rebaño: los Moricos, los Abad (Juanito e Inocencio), Bautista Julián... Todos tenían sus pastores y parideras repartidas por el término municipal: edificaciones debidamente equipadas en donde el pastor solía vivir, a veces, con toda su familia. Los dueños eran grandes propietarios de viñas y terrenos baldíos por los montes cuyas hierbas eran comidas golosamente por el ganado. Alrededor de ellas solían cultivar pequeñas extensiones de cereal que allí mismo cosechaban y lo obtenido era compartido con el amo. Hoy, la mayoría de aquellas antiguas parideras, con cocina, habitaciones y grandes corrales para encerrar a los animales, han quedado olvidadas.
En el término de las Navas, en una extensa llanura con pequeñas laderas a mil metros de altura, semejante a la meseta castellana, la familia Abad poseía un vasto

territorio en donde los pastos, a poco que lloviera, eran buenos y abundantes. En una edificación, conocida como ―Corral de Loscertales‖, vivió mucho tiempo una familia en la que todos sus miembros participaban en el pastoreo. El hijo pequeño, en sus diez años de existencia no había salido de aquel territorio. Acompañando a su padre, y a veces solo, dominaba el ganado con total seguridad, y hasta unas vacas, que también cuidaban, se atrevía a apacentarlas. Pero el muchacho no había asistido a la escuela y apenas deletreaba algunas palabras. Se enteró el mosén del pueblo de esa situación y al conocer que con diez años no había realizado la Primera Comunión, lo trajo al pueblo e hizo lo posible para enseñarle a leer al mismo tiempo que aprendía las oraciones. El rapaz, despierto y vivo como el que más, no tardó en aprender lo necesario y celebrar con solemnidad su gran día. Siempre recordaré, no lo presencié pero me lo contaron, la expresión que pronunció al entrar al pueblo y ver tantos edificios unidos: ―¡Qué mojón más alto (por la torre) y cuántas parideras juntas‖.
Pero la frase que más se recordó fue la que pronunció al ver subir la procesión por la calle Mayor: ―¡Cuánta mujer en reata!‖. Aquel muchachuelo, ya mozo, emigró a la capital y se convirtió en un modélico conductor de camiones. En alguna ocasión me lo he encontrado paseando por el barrio en donde yo vivo.

El verdadero rebaño de Paniza, cuyo dueño era todo el pueblo, era el de la Administración. Tenía varias parideras repartidas por todo el término, pero la principal estaba en la misma localidad, en las eras altas, junto al matadero y al hospital. Todos los días escogían varias ovejas, a veces corderos, y eran sacrificados por los matarifes oficiales (Félix Casado y Eugenio Serrano) cuyas familias regentaban las dos carnicerías que existían en el pueblo: la Nina, en los bajos del actual Ayuntamiento, y la señora Teodora, debajo del antiguo Café, que también tenía el estanco, eran las carniceras; la clientela vecinal estaba equitativamente repartida.

Al ser los vecinos los beneficiarios del ganado, cada casa tenía opción, cuando le tocaba la vez, recoger en el matadero el menudo (cabeza, sangre, molleja, higadillos...) previo pago de un precio simbólico. Muchos vecinos lo rechazaban y pasaban su turno al de la casa de al lado; sin embargo, en la época de la matacía del cerdo era muy solicitado: la sangre y los intestinos ayudaban a aumentar la elaboración de morcillas, bolas y otros productos. De aquella época recuerdo con placer las sabrosas patatas que acompañaban a la cabeza de la res asada en el horno de Fernando Conde o en el de María Baselga; cuando quedaban algo tostadas ¡qué gustosas sabían!

Había un vecino que era el encargado de recoger toda la casquería que nadie quería; durante mucho tiempo fue la señora María y sus hijos, conocidos como los Toledos quienes cumplieron este trabajo. Vivían en la calle Tejedores, al lado de mi casa, y en ella guardaban abundantes tripas, ya limpias, que muchos compradores foráneos le solicitaban. A veces, el olor que estos productos desprendían se dejaba sentir hasta en la calle. Sin embargo, tenían un corral con dos higueras en donde de niño pasaba muchas horas jugando con Agustín, uno de los seis hijos, a ser pequeños hombres soñando con un futuro extraño en donde todo estaba por descubrir. En ese corral humilde y silencioso, el tiempo corría perezoso dejándonos gozar a nuestras anchas: ¡qué felicidad!

El ganado de la Administración, además de los beneficios de la carne y de la lana, producía otros ingresos provenientes del estiércol -la sirle- que a lo largo del año se acumulaba en los corrales. Este abono natural, repartido en diferentes montones de variada altura, se mostraba una vez al año en las eras para que los vecinos lo vieran. Cada labrador pujaba por el montón que creía más apropiado para sus necesidades y se lo llevaba para esparcirlo por los campos. ¡Qué abono más nutritivo! ¡Que satisfecho quedaba el campo si luego recibía la lluvia!

La Junta de la Administración estaba formada por el presidente y siete vocales que cada tres años se relevaban por tres vecinos nuevos, de forma que no se cambiara todos sus componentes a la vez. (La última estuvo formada por Ángel Guillén Deza, Jesús Burillo, Ángel Cebrián Higueras, Antonio Sánchez García y Javier Gimeno como secretario). En los tiempos de mi infancia, cuando más gozaban sus miembros era al acercarse el tiempo de ir a comprar las vacas para las fiestas de septiembre. Con un ritual debidamente estudiado, el presidente y tres vocales se desplazaban a visitar ganaderías de reses bravas, generalmente por las provincias de Teruel, Cuenca o Guadalajara, en donde compraban cuatro o cinco ejemplares que, además de ser toreadas en la plaza, serían luego sacrificadas para vender su carne en las carnicerías del pueblo. En esta misión, no sólo buscaban reses que fueran bravas sino que estuvieran también gordas, pues si además de no resultar furas, carecían de peso, el presidente y sus acompañantes se sentían avergonzados por los comentarios desagradables que recibían de los vecinos.

Las vacas elegidas, junto a los mansos con sus grandes esquilas, llegaban al pueblo a través de largas caminatas por veredas y montes conducidas por el mayoral y dos ayudantes. Cuando los chicos conocíamos que ya estaban por el término de las Navas sentíamos la curiosidad de ir a verlas. A mucha distancia, y con precaución, descubríamos si eran todas negras o había alguna roya o con pintas blancas. El miedo, y la posible reprimenda de los pastores si nos veían, hacían que nuestra observación fuera corta y volviéramos a casa presumiendo de haberlas visto.

Unas fiestas de septiembre -tenía yo siete años- el alcalde, Carmelo Gil Berrué, le dijo a mi padre, que era concejal, que fuera a hablar con los de la Junta para que la vaca que en ese momento estaba en la plaza la reservaran para la ronda de la noche ya que era muy brava. Mi padre, poco amigo del toreo, bajó del techo de la báscula en donde se encontraba y en el trayecto, al subir a un carro, fue corneado levemente por la vaca. El día que la mataron, cuando subastaron sus despojos, colocados sobre un borraz en la plaza de la Iglesia, pujó por sus cuernos y me los trajo a casa. Creo que me alegré aunque no sentía mucho interés por las vacas, pero pensar que iba a tener unos cuernos con los que jugar con otros chicos a encorrernos, hizo sentirme importante. Aquella cornamenta, tras haberla tenida oculta bajo estiércol para que la corneta interna se desprendiera, la clavé a derecha e izquierda en un pequeño palo redondo que yo cogía con mis manos para jugar. Durante bastante tiempo estuvieron colgados aquellos cuernos en algún lugar de la cuadra y del granero. Con el tiempo los olvidé: desconozco qué recorrido tendrían.

La Administración siguió funcionando durante algún tiempo compitiendo con carnecerías particulares que fueron apareciendo. Cuando me enteré de su desaparición sentí que el pueblo perdía algo importante. Tal vez las exigencias sanitarias, y el tener que registrar a la Sociedad como empresa con su correspondiente NIF, obligaran a su clausura. De todos modos, sería interesante realizar un estudio profundo de la evolución sufrida desde su fundación porque se hallarían, a lo largo de su dilatada historia, múltiples hechos y facetas que reflejarían la manera de vivir y convivir de todo un pueblo.

Otro original rebaño era el conocido con el nombre de la ―vicera‖. Estaba formado únicamente por cabras cuyos dueños eran los vecinos. Rara era la casa que no tuviera alguna, generalmente de procedencia murciana; su leche, decían, era de mejor calidad que la de las vacas. Las había con cuernos rectos o curvados y las llamadas mochas; de piel blanca, marrón o a pintas; de pelo fino o largo, con ubres grandes, medianas o pequeñas: todo un muestrario de gustos y apetencias.

En mi casa teníamos una cabra de pelo blanco y cuernos retorcidos que nos proporcionaba todos los días una buena ración de leche. Tenía su cobijo en una improvisada choza en la cuadra junto a las caballerías, un lugar distinto a la que tenía el cerdo. Al punto de la mañana el pastor tocaba la corneta por todas las esquinas avisando que ya podíamos soltar al animal. No hacía falta acompañarla hasta el lugar del encuentro; con haberla llevado dos o tres veces ya aprendía el camino a recorrer para juntarse a sus compañeras en un callejón de la calle de las Cerradas, en donde acudía el pastor con una burra, tres perros y dos boques que, como jefes del clan, olían a sus súbditas descubriendo su estado de ánimo.

Conducir un rebaño de cabras era bastante problemático, no se comportaban tan dócilmente como las ovejas; su anarquía hacía que el pastor estuviera constantemente vigilándolas para que algunas no desbarraran del grupo y trituraran con rabia las ramas de pequeños árboles que encontraban en el camino. El pastor tenía que hacer uso frecuentemente de su experiencia y tino lanzando a sobaquillo alguna piedra que asustara a las cabras rebeldes. Tras una jornada de duro camino, soportando el calor, los fríos, el agua y el viento, volvía el rebaño con las últimas horas del sol. Al llegar al pueblo se producía la desbandada: cada cabra, con un instinto especial, se desviaba por las diferentes calles buscando su particular refugio acelerando el paso como impulsadas por un escondido resorte. Si estaban criando, el encuentro entre la madre y su hijo era espectacular: el choto, o la chota, se lanzaba con gula sobre las ubres maternas y moviendo con intensidad todo su cuerpo extraía la leche esperada. Calmada su hambre se recostaba para soñar.

A principios del verano de 1948 mi madre enfermó. El médico, don Francisco Astorga Arrózpide, madrileño él, le diagnosticó que padecía fiebres maltas y que posiblemente la causa estaba en la leche poco hervida de la cabra o en su contacto con ella. La noticia nos alarmó, y aunque mi madre tenía la costumbre de hervirla muy bien, desde aquel día ya no la bebimos; y aquel mismo verano decidimos, con mucho pesar, sacrificarla. Con su piel, el guarnicionero, Pablo Lorén, hizo un hermoso boto que se emplearía para transportar vino. Desgraciadamente el sacrificio de la cabra no evitó que tres meses más tarde sufriera mi madre una complicación en su enfermedad y falleciera: mi vida caminó desde entonces por senderos sombríos.

A principio del siglo pasado los pastores tenían una gran fiesta que celebraban el día de San Juan. Esa fecha no sacaban los rebaños al campo, se vestían con sus mejores ropas y acudían a la misa mayor en donde eran los verdaderos protagonistas. Terminada la celebración se celebraba una procesión en la que ellos portaban la peana del santo hasta la cercana ermita de Santa Quiteria. En sus cabezas, sujetas por un gran pañuelo anudado, llevaban como adorno unas hierbas amarillentas, algo bulbosas, conocidas como ―dedicos de San Juan‖ que crecían por las orillas de los caminos y en los campos barbechos. Cuenta la tradición que, en una ocasión, en el camino hacia la ermita se levantaba tanto polvo que el sacerdote les dijo a los pastores que lo ―rujiaran‖; ellos entendieron que movieran al santo, y ante el asombro de todos comenzaron a mover la peana con ritmo y alegría consiguiendo que los acompañantes les imitaran. Este fue el nacimiento del baile de San Juan que con el tiempo llegó a tener música y letra y todo el pueblo, especialmente los hombres, lo bailaban el día de su fiesta. Luego dejó de practicarse, aunque parece que actualmente se ha reivindicado y se vuelve a bailar. (Taría San Pedro / taría San Juan. / Taría los santos / que en el cielo están.)

El pastoreo es uno de los oficios más dignos y complicados que el hombre realizaba. Por el término de nuestro pueblo pasaba la cañada de ganados de Zaragoza que era utilizada por los rebaños trashumantes que iban a pastar durante el verano al Pirineo. Los guardas del pueblo tenían que acompañarlos durante todo el recorrido que transitaban por el término de Paniza. Los esperaban en el límite de Cerveruela (entonces no existía pinar) y bajando por el barranco del Juncal llegaban hasta Carles y seguían por La Mata, Carrimedio, Balsa de Carraguilón y las Balsetas de Juan Abad hasta llegar al límite con el término de Cariñena en donde les esperaban otros guardas. Hoy día, todavía quedan balsas que recogían el agua de lluvia para que este ganado trashumante aliviara la sed.

En mi libro Naturaleza sentida dedico dos poemas al pastor como homenaje a su duro oficio. Uno de ellos dice así:
Contempla el pastor
cómo su rebaño
se come las hierbas
de montes y campos.
Conoce los vientos,
las lluvias y el canto
de todas las aves
que adornan su paso.
Al llegar la tarde
deja atrás los pastos:
en sus ojos quedan
luz, amor y llanto.
¡Dichoso pastor,
venturosas manos
que acarician vida
dolores y partos!
¡La Naturaleza
que hay en tu regazo
convierten tu sino
en un ritual santo!


El pastor Fernando Hernando Chiquitín (1990)


Pastor de la Administración (1990)

Mosshe, el pastor senegalés, tomando café con el autor.

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