miércoles, 2 de noviembre de 2016

FUTBOL Y MÁS FUTBOL

Fútbol y más fútbol.

El fútbol siempre ha sido, y sigue siendo, el deporte más practicado por la juventud. En las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo pasado era lo único que se practicaba en los pueblos, junto a la pelota a mano que iba ya decayendo; ni el baloncesto, y mucho menos el tenis, eran apenas conocidos, siendo considerados entonces como un deporte de ―niños bien‖. Los chicos, en cuanto teníamos ocasión, íbamos a practicarlo a las eras con balones de goma o pelotas hechas de trapo. Todos teníamos un jugador famoso a quien imitar, y aunque nunca lo hubiéramos visto jugar (la televisión no existía) lo nombrábamos con cierta emoción: eran los tiempos de Eizaguirre y Ramallets; de Puchades y Basora; y sobre todo de los delanteros vascos Venancio, Zarra, Panizo y Gainza.

En el pueblo había tres eras: las altas (al lado del hospital y el matadero); las bajas (en lo que hoy es el cine); y las de san Gregorio. Estas últimas, aunque comenzaban junto a la plaza del Paradero, era la parte comprendida entre la vaquería de los Jalle y el pajar de Marcelino, pasada la ermita del santo, en donde se jugaban los partidos.

Mi primer maestro en la escuela pública fue don Gregorio, casado con Pepa Serrano, hermana de Vicente, el médico con quien conviví en Manchones cuando ejercí como maestro. Tras la muerte prematura de don Gregorio me pasaron a la clase de don Alfonso que había estado ejerciendo en Vistabella, y al casarse con doña Maruja se unieron en Paniza. El nuevo maestro era muy aficionado al fútbol y le gustaba practicarlo con los alumnos en las eras. Él compró un balón de cuero cuya cámara había que hincharla casi todos los días; luego, con un punzón de guarnicionero pasábamos el cordón por todos los agujeros de la abertura hasta unir las dos partes todo lo posible. Esta zona del balón era peligrosa si al darle de cabeza lo hacías con la frente.

Don Alfonso fue el que nos dio las primeras clases de cómo jugar al fútbol. Los chicos, hasta entonces, corríamos detrás de la pelota para darle patadas sin ton ni son. Fue el nuevo maestro quien nos indicó que cada jugador debía ocupar una parte del terreno de juego y saber pasar la pelota al compañero más adecuado para conseguir el gol. Cuando marché a estudiar a Zaragoza estas enseñanzas me sirvieron muchísimo para que el profesor de gimnasia me eligiera como componente del equipo del colegio.

Con el paso del tiempo la afición al fútbol iba creciendo en todo el pueblo. Las eras, cuando quedaban libres de los trabajos de la trilla y aventar, se convertían de nuevo en escenario de apasionantes partidos. En una ocasión, los estudiantes, no éramos muchos, junto a los industriales y comerciantes formamos una selección que se enfrentó a otra formada por los campesinos. En una pizarra colocada delante de la barbería de Arturo Lázaro se anunciaba el partido con este titular: A las seis de la tarde, en las Eras de san Gregorio, emocionante partido de fútbol entre los equipos SEU, Industria y Comercio contra C.D. Estripaterrones. Este último calificativo, elegido por los propios jugadores, no era considerado como una ofensa; todos éramos del mismo pueblo y amigos, y nadie se enfadaba.

Aquel partido marcó un punto de inflexión para lo que vendría después. Tanta gente acudió a verlo que el sacerdote, mosén Alejandro Conde, gran aficionado al fútbol aunque no pudiera practicarlo, comenzó a realizar gestiones para poder conseguir un lugar distinto a las eras en donde poder jugar: empresa difícil porque apenas había en los alrededores del pueblo un terreno lo suficientemente llano. Un domingo, en el sermón de la misa mayor, recordó a los asistentes, sobre todo a los padres, la importancia que tenía para los chicos y los jóvenes el disponer de un lugar de esparcimiento en donde pudieran practicar deporte. Puso tanta emoción en su plática que, todos, al menos los hombres, salieron de la iglesia convencidos de que algo habría que hacer.
A los pocos días el Ayuntamiento ofreció una viña de propiedad municipal, que en tiempos perteneció a la famosa Fábrica, situada en la carretera de Aladrén, junto al popular ―cucunero‖, a la orilla del río, en donde muchas personas abandonaban basura y hasta animales muertos. La finca tenía un inconveniente: su pronunciada pendiente hacia el río era muy acusada, ello iba a exigir un trabajo arduo hasta poder nivelarla. Pero ello no fue inconveniente; había tanto deseo y tanta voluntad de tener un campo de fútbol que todo el mundo estaba dispuesto a colaborar.

El primer trabajo consistió en arrancar las cepas. Fue en este momento cuando algunas personas, sobre todos mujeres mayores, protestaron; veían como un atentado el que una viña en plenitud de vida fuera descepada; no tardaron en ponerle nombre bautizando al lugar como el ―campo del crimen‖. Pero allí llegaron luego las caballerías para remover con grandes arados la tierra y arrastrarla con arrobaderas a la parte baja en donde otras personas la aplanaban. Era un verdadero espectáculo contemplar cómo todo el pueblo colaboraba de forma desinteresada para que el proyecto se hiciera realidad. Y se consiguió. La viña, en donde todos los chicos entrábamos a comer el primer envero de la temporada sin temor a ser denunciados, quedó convertida en un pequeño campo de fútbol cuyas porterías fueron hechas en la carpintería de la familia Molina.

No recuerdo el partido con que se inauguró el campo, si fue un encuentro entre solteros y casados o un enfrentamiento con Cariñena; sin embargo, me viene a la memoria que, con anterioridad, se realizó un concurso de abrir hoyas para plantar luego en ellas diversos árboles a la orilla de la carretera. La afición al fútbol siguió aumentando. Todas las tardes, cuando volvían del campo los jóvenes no tenían inconveniente en acudir al terreno de juego para disputar un partido de entretenimiento; los más chicos y los estudiantes pasábamos allí muchas horas. La viña de la cerrada de Mariano Vitaller, que estaba al lado de una de las `porterías, aunque tenía unos almendros que paraban los balones altos, sufría muchas veces el golpeteo de nuestros disparos asustando a las palomas que zureaban en el viejo palomar existente en el centro.

Ya teníamos campo de fútbol. Ahora faltaba formalizar la creación de un club que avalara al equipo. Pedro Cebrián (que más tarde sería alcalde) y Mariano Vitaller, nieto de la señora Margarita, que tenía tienda de comestibles, fueron los primeros presidentes. Al equipo se le llamó ―Club Deportivo el Águila‖ y como vestimenta se eligió pantalón azul y camiseta a rayas rojas horizontales sobre fondo blanco, que para algunos parecíamos presos y para otros cebras.

Al año siguiente, yo cursaba el último curso del bachillerato en el colegio Santo Tomás de Aquino de Zaragoza, su director, Manuel Labordeta, quiso que en la excursión popular que todos los años celebraba el colegio fuéramos al santuario de la Virgen del Águila, con la intención de acudir por la mañana a depositar una corona en el nicho de mosén Domingo Agudo, y por la tarde jugar un partido de fútbol contra el equipo del pueblo. Se lo comuniqué por carta a mosén Alejandro y él se preocupó de que todo estuviera a punto.

Cuatro autobuses llenos de chicos y chicas llegamos a Paniza aquella mañana primaveral de 1956. La visita al cementerio fue una manifestación sentida al recuerdo del ilustre sacerdote cuya vida y obra fue recordada a todos los alumnos por el profesor don Francisco Oliván Baile. En la ermita, el hermano del director, el joven José Antonio Labordeta, y el profesor Rosendo Tello, animaron la comida con sus canciones. Mediada la tarde volvimos al pueblo a celebrar el partido concertado que había despertado un gran interés. Yo jugué con mis paisanos pero no pudimos ganar el encuentro; eso era lo de menos, lo importante fue la sana convivencia que hubo. De aquella visita, el joven profesor Rosendo Tello volvió a Zaragoza enamorado de las jóvenes de Paniza que le parecieron, además de guapas, muy cultas. Unos días después me entregó en el colegio la letra y música de un pasodoble que había compuesto dedicado a ellas. La partitura se la entregué a José Luis Valenzuela, el Chopo, para que su saxofón le pusiera sonido a las notas: se lo aprendieron muchas mozas; una de ellas, Mari Mateo, que entonces era la telefonista, lo cantaba magistralmente con esa voz especial que ella tiene. Hace dos años, conversando con Rosendo Tello, flamante Premio Aragón de las Letras, le recordé su pasodoble y me confirmó que lo compuso con mucha ilusión y que creía que era una pieza valiosa.

El fútbol siguió ganado adeptos en el pueblo. Y hasta los que protestaron al principio por haber ―matado‖ una viña dejaron de hacerlo. En el Campo Cariñena se organizó un campeonato federado entre los pueblos de la zona: Cariñena, Aguarón, Longares, Cosuenda y Paniza formábamos el grupo. El equipo se desplazaba a los distintos lugares en la pequeña camioneta de los hermanos Luesma (Fabián y Mariano). De aquel primer equipo no recuerdo el nombre de todos los componentes (había algún fichaje forastero como el de Julián, herrero de Cariñena) pero sí de los que eran de Paniza. La portería estaba defendida por el gigante Elías Gaudioso, Poeta; en la defensa estaban como centrales Gregorio Lapiedra, el Gato, y Domingo Vitaller: dos valladares que imponían su fuerza. En la media había un todo terreno que atacaba y defendía sin desmayo: Jesús Báguena, Chilín, una auténtica furia. A su lado yo era el chaval de quince años que procuraba pasarle la pelota para que él le diera recorrido. Y en la delantera había dos extremos auténticos, de los de antes: por la derecha el pequeño Mariano Mainar, Tatono, escurridizo y veloz que se colaba por la banda con mucha agilidad; y por la izquierda, un zurdo nato con gran potencia en el disparo, mi compañero en el colegio Ignacio Serrano.

Los partidos con los pueblos se desarrollaban con total normalidad no exenta de ese amor propio de poder ganar siempre. Los pocos hinchas que nos acompañaban en los desplazamientos apoyaban con entusiasmo a su equipo. Y terminado el partido solíamos merendar juntos y acudir al baile de la localidad donde la música era interpretada por aficionados del pueblo.

Pero esa convivencia se perdió por lo acaecido en el desarrollo de un partido en Aguarón. Aquella tarde de finales de agosto nos desplazamos al pueblo vecino, como siempre, en la camioneta de los Luesma. El encuentro era muy importante porque de su resultado dependía el que nos quedásemos campeones del grupo. El sacerdote, mosén Alejandro, quiso acompañarnos y se subió a la cabina al lado del conductor. A la entrada de Aguarón ya había numerosas personas que nos recibieron con gritos amenazantes y palabras nada halagüeñas; algunos le dedicaron al sacerdote improperios de los que nos sentíamos avergonzados. Comenzó el partido en un ambiente tenso, pero sin malicia, llegándose al descanso sin moverse el marcador. Al poco de iniciarse la segunda parte metió un gol Jesús Chilín. Aquel tanto desencadenó la ira de un grupo de personas que invadieron el campo amenazando al árbitro y acusándole de haber sido comprado por el cura. Mosén Alejandro quiso apaciguar los ánimos y se oyó acusaciones de todo tipo contra él y su familia. Nosotros les reprochamos esta actitud y protegimos al árbitro consiguiendo que el partido continuara. A su terminación se reanudaron de nuevo las amenazas e insultos. Tan delicada se puso la situación que el mosén no nos dejó vestirnos con la ropa de calle y corriendo fuimos todos hasta la camioneta para huir de aquellos descontrolados que continuaron con amenazas e insultos hasta la salida del pueblo.

Este hecho no dejó indiferente a los habitantes de Paniza; sentimos haber sido injuriados y aquello nos indignó. Mosén Alejandro, el que más sufrió los agravios, pensó que aquello no podía quedar impune, y pasados unos días presentó una denuncia en el Gobierno Civil de Zaragoza al mando entonces de Pardo de Santayana. Cuando la denuncia fue conocida por los interesados, al saber que tenían que pagar una multa considerable para aquella época, se les bajó los humos pero nació una enemistad entre los dos pueblos que duró bastante tiempo. Ningún panicense se atrevía a ir a Aguarón y ningún aguaronero se acercaba por Paniza. Si en alguna ocasión se encontraban en Cariñena, en donde se acudía con frecuencia a realizar compras, procuraban evitar la conversación. Con el tiempo fue desapareciendo la tensión y todo volvió a la normalidad, y aquellos hechos quedaron convertidos en una anécdota que al recordarla hoy día nos produce una cierta sonrisa.

Hace seis años me desplacé a Aguarón con el objetivo de visitar el museo de pintura de Marín Bosqued, natural de dicha localidad, para escribir un artículo sobre su vida y obra y publicarlo en el periódico La Crónica del Campo de Cariñena. Terminada la visita recorrí varias calles del pueblo y me acerqué luego hasta el bonito paraje de El Santo. Allí, a la sombra de unos pinos, charré con un hombre de mi edad, y recordando tiempos pasados llegamos en la conversación a nombrar lo sucedido en aquel partido de fútbol. ¡Cuánto nos reímos! Los dos habíamos jugado aquel día -él con dieciocho años, yo con dieciséis- y lo veíamos ahora como una historia convertida en cuento para contarla a los nietos.

El campo de fútbol, o del crimen, o del ―fulbol‖, como decían algunas mujeres, ya no existe. En ocasiones, cuando iba o volvía de la cabaña siempre me detenía en el camino de las Cabezadas a contemplar aquel paraje; desde aquella altura la vista del pueblo es magnífica y aprovechaba muchas veces para fotografiarlo Hoy lo miro con detenimiento y compruebo la evolución de su entorno. Con cierta nostalgia me veo, qué iluso, comiendo granos de envero -evitando la mirada lejana del guarda Manolo Calendarios- en aquella viña encosterada que se convirtió en un campo de fútbol y más tarde en las magníficas piscinas municipales.

Mozas de Paniza con profesores del colegio Santo Tomás (1956)



Espectadores del partido (1956)

C.D. El Águila (1954). De pie: ¿?, Gregorio Lapiedra, Santiago Sancho, Jesús Báguena,
Domingo Vitaller y Elías Gaudioso, En cuclillas: Mariano Mainar, Mariano Vitaller, ¿? , Ignacio Serrano, ¿?

Profesores y alumnos del colegio Santo Tomás en la ermita Virgen del Águila. José Antonio Labordeta es el de las manos abiertas sobre la frente. (1956)

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