miércoles, 2 de noviembre de 2016

UN DÍA DE CAZA

Un día de caza

Estaba sentado en el porche de la cabaña, almorzando, cuando oí el canto mañanero de una perdiz en su lamento de celo; su coche che che repetitivo, llamando amorosamente a su compañero, me trajo el recuerdo de un día de caza, el único que realicé en mi vida recorriendo las laderas y montes que con mi vista recorría ahora en un instante. Con qué ilusión comencé aquella jornada y que amargor encontré en su recorrido.

Mi padre, como otras muchas personas del pueblo, fue cazador: unos cazaban por necesidad, otros por placer y algunos por las dos cosas. A veces, la penuria existente obligaba a emplear maneras poco ortodoxas como el hurón, las losetas o los lazos de alambre colocados en lugares estratégicos: conseguir una pieza podía solucionar el alimento familiar de un día. La mayoría de los domingos y días festivos mi padre y sus amigos salían al monte a pasar la jornada. Para ellos la caza era un agradable pasatiempo cuyo principal objetivo era la convivencia, el ejercicio físico y un goce especial de la naturaleza. Mi padre, como todo buen cazador, tenía una perra. La llamábamos Diana, era muy inteligente y yo jugaba con ella más que con los chicos, aunque los días festivos cambiaba su actitud hacia mí; sabía que era fiesta por la forma en que se vestía mi padre, distinta a los días de su trabajo como albañil; esos días me dejaba al margen y solamente buscaba las caricias del cazador.
Yo nunca había ido a cazar. Aunque se lo había pedido muchas veces a mi padre siempre me lo negaba. Pero aquel verano, ya tenía nueve años, ante mi continua insistencia me dijo:
-Está bien. El próximo domingo que se abre la media veda te vienes con nosotros, así me llevarás el morral.

Aquella semana estuve muy nervioso esperando que llegara el momento. Solamente se podía cazar codornices, palomas torcaces y alguna otra ave de paso, pero ellos, aun sabiendo que estaba prohibido, disparaban a liebres, conejos y perdices. La víspera del acontecimiento le ayudé a cargar los cartuchos con el herramental que guardaba en un viejo baúl en el granero. Con muchísimo cuidado y exactitud medíamos la pólvora que introducía en cada cartucho vacío tras haberles puesto un nuevo fulminante. Rellenados luego con un pequeño corcho y los perdigones adecuados, los tapaba con un fino cartón que quedaba sujeto al reborde de la carcasa. Terminado el rito se introducían en la cartuchera.

Llegó por fin el domingo. A las seis de la mañana, todavía la casa en penumbra, me despertó.
-¡Venga, hijo, levántate! ¡Va a tocar el sacristán el tercer toque y la misa comienza enseguida!
Cuando llegamos a la iglesia ya estaba el mosén en el altar. Como a la misa primera no acudían los chicos me senté junto a mi padre en los bancos de los hombres. Tanto sueño tenía que apenas el sacerdote subió al púlpito a predicar me quedé dormido. Concluido el acto volvimos a casa; mi madre ya estaba levantada y había metido en el morral el almuerzo y la comida que nos había preparado la noche anterior; mis hermanas, la menor tenía cuatro años, seguían durmiendo plácidamente. Cogió mi padre su escopeta y a mí me puso el morral de bandolera. Diana me miraba sorprendida y apoyó sus patas sobre mi pecho: lo hizo con tanto ímpetu que casi me tira. Al salir de casa mi madre nos advirtió que tuviésemos mucho cuidado
En la fragua de Casiano ya nos estaban esperando su sobrino Mariano; el secretario del Ayuntamiento, don Modesto; el panadero, Fernando Conde, y dos primos hermanos a los que llamaban los señoritos. Ocho personas formábamos la cuadrilla a la que se unían cinco perros que, nerviosos, se cruzaban entre las piernas golpeándonos con sus colas. Después de discutir el camino a seguir, Casiano el herrero, muy convencido, nos dijo:
-No lo dudéis. Tal como está el día lo más apropiado es ir por la sierra hasta llegar al cabezo Rodrigo, luego bajar hacia Cerveruela y comer en la peña la Hiedra junto al Huerva.
-¿Has pensado en la vuelta? –le advirtió mi padre—Mira que hoy viene el chico y tal vez no resista tanta caminata.
Todos me miraron expectantes. Me sentí desprotegido ante aquellas miradas y busqué ayuda en la de mi padre; en su cara descubrí una sonrisa que me animó a contestarles:
-Por mí no se preocupen. Juego todos los días al fútbol en las eras y no me canso.
-Bien, chaval -me dijo uno de los señoritos-.Ya verás como te diviertes. Además, si eres valiente, podrás pescar algún cangrejo en el río.
Salimos del pueblo por la carretera de Aladrén y enseguida nos introducimos en los campos formando una cadena a lo largo de una ladera en la parte derecha, distanciándonos unos de otros. En la parte alta iba el secretario que tenía un andar muy ligero; en la baja se quedaron los primos hermanos, y en el centro nos repartimos el resto. Comenzó el rastreo y los perros husmeaban en zig-zag las matas de hierba que había en un campo barbecho. Entramos luego en una viña que ya enveraba y la perra Diana, que hasta entonces había caminado tranquila a mi lado, se adelantó y, corriendo amorrada, aparecía y desaparecía entre las cepas. Vi que mi padre no la perdía de vista y me dijo:
-¡Prepárate que aquí hay liebre!

Sus palabras me emocionaron. Noté que el corazón se me aceleraba al mismo tiempo que un ligero temblor en las piernas casi me hace perder el equilibrio. Oí un jadeo extraño de Diana y al instante dos disparos: casi me caigo del susto. Paralizado, sin saber qué hacer, me escondí tras una cepa. Todo el cuerpo me temblaba y el olor a pólvora hizo que mi cabeza se sintiera aturdida.
-¡Vaya ayuda que me he traído!– exclamó mi padre al verme encogido como un ovillo-. Levántate y ve a coger esa liebre que allí te espera Diana.
Abrió la escopeta y sacó los cartuchos disparados: de los caños salió un ligero humo que todavía me asustó más. Con mucho cuidado me dirigí al final de la rengle y allí estaba Diana lamiendo el cuerpo precioso de aquel animal cuya piel blanca de la tripa comenzaba a mancharse de sangre. Yo había visto muchas liebres muertas que mi padre traía a casa de sus cacerías. Yo mismo las sacaba del morral y las ponía encima de la mesa, y hasta me reía cuando comprobaba que algún perdigón le había agujereado las orejas. Pero aquella liebre, cuyo cuerpo caliente tiritaba y sus ojos suplicaban ayuda, me hizo sentirme culpable: no quería verla sufrir. Tan asustado debió verme mi padre que puso su mano en mi hombro y me dijo para animarme:
-Es natural que te hayas sobresaltado, pero hay que animarse; el día es largo y nos esperan más emociones.

Me costó recuperarme y a punto estuve de decirle que no seguía, que me volvía a casa, que aquello no era para mí. Al final pude tranquilizarme y continuamos la marcha. Tras cerca de una hora de cacería dejamos atrás las viñas y nos adentramos en el monte. Era un monte sin arbolado, solamente alguna pequeña carrasca (todavía no habían forestado los pinos tan esbeltos que ahora contemplo desde el porche de la cabaña), abundantes aliagas, romero y ginestas adornaban el paisaje. Había oído cuatro disparos más y ya no me asustaba. Casiano, el herrero, llamó a gritos a mi padre y le dijo:
-Dile al secretario que se pare, luego subiremos todos hacia él. Ahora vamos a almorzar.
Así lo hicimos. Llegaron los que iban por la parte baja y formamos un corro. Se abrieron las fiambreras y cada uno ofreció al otro su mejor bocado. El panadero mostró otra liebre abatida en la misma viña que la nuestra y el sobrino de Casiano un conejo que le sacó de una zarza su perro Mazurcas.
-Bueno, hay que reponer bien las fuerzas –nos dijo el panadero-. Luego subiremos hasta el cabezo rodeándolo por la parte derecha porque estoy seguro que allí estarán las perdices.
Uno de los señoritos miró mi morral y riéndose me dijo:
-Qué, chaval. ¿Pesa? ¡Qué cosas tiene tu padre, matar una liebre al comenzar la jornada!
Sonreí al mismo tiempo que me tragaba un trozo de tortilla. Terminado el almuerzo reanudamos la mano. Ahora éramos mi padre y yo, junto a Casiano, los que íbamos por la parte baja; en medio se pusieron los señoritos y el resto se alargaba hasta encontrarse con el secretario. La marcha era ahora más lenta, la empinada cuesta que teníamos que subir nos obligaba a caminar despacio. Diana, como siempre, no sentía la diferencia y rastreaba unos veinte pasos por delante de nosotros. De pronto se quedó quieta delante de un gran peñasco que sobresalía. Algún conejo encamado, pensé, Pero de forma un tanto extraña se puso a rascar en la tierra y a ladrar de forma rara. Mi padre, con la escopeta a punto, se acercó y esperó a que saliera algo del agujero que la perra había excavado. Al comprobar que no ocurría nada se acercó y apoyando la escopeta en la piedra me llamó:

-¡Ven, mira! ¡Un fardacho!
Me acerqué y pude contemplar un hermoso lagarto que, con su cabeza levantada y la boca abierta, le presentaba batalla a Diana. Me agaché cuidadosamente con la intención de cogerlo por la cola cuando sentí la mano de mi padre sobre el hombro.
-¡No lo hagas! Podría morderte y sus dientes son peligrosos. Mira, si quieres cogerlo dame tu palo.
Le di mi bastón y se lo acercó cuidadosamente a la boca del animal que lo mordió fuertemente y no lo soltó. Elevó la vara, y el lagarto, que medía unos cuarenta centímetros, quedó colgado al aire. Era precioso, su dorso tenía un color verde agresivo y su vientre se volvía un tanto amarillento.
-A estos animales hay que respetarlos –me dijo mi padre con mucha atención-. Son beneficiosos para la agricultura porque se alimentan de insectos perjudiciales. Además -continuó- debe estar con el celo, he visto en su garganta unos reflejos azulados que lo delatan.

Me alegré de la lección de zoología que me dio aunque me sentí un tanto confuso: había que respetar a este animal y en cambio no dudaba en matar otras especies más evolucionadas. Seguimos la marcha y oímos dos disparos que nos pusieron en alerta. Era Mariano, el sobrino de Casiano, quien en la parte alta había movido un bando de perdices. Enseguida vimos que cuatro de ellas venían hacia nosotros planeando; los disparos se sucedían y mi padre se puso la escopeta sobre el hombro a punto de disparo; una de ellas pasó tan cerca de mí que hasta le apunté con el palo de carrasca. Disparó mi padre y cuando creí que se le había escapado se elevó en vertical como una torre y cayó luego al suelo en picado; inmediatamente Diana corrió a por ella y nos la trajo en su boca.

Con paso cansino seguimos subiendo la ladera hasta llegar a la cima del cabezo. Desde aquella altiplanicie se contemplaba un relajante paisaje. Y el pueblo, que desde la mañana se nos había ocultado, se mostraba ahora más pequeño pero mucho más encantador. La altiva torre de la iglesia parecía vigilar como un gigante a todas las casas y corrales; el humo que salía de las chimeneas quería competir con las escasas nubes que flotaban. El mar verde de las viñas se extendía hasta perderse en el horizonte, y por los estrechos caminos se veían algunos campesinos que volvían a casa en busca de la comida. Bien a gusto me hubiera quedado a comer en este lugar, pero había que comenzar el descenso porque al otro lado del monte estaba el Huerva en donde nos íbamos a reunir.

El primero en llegar a la orilla del río fue el secretario; anda tan deprisa que nos deja a todos detrás. Cuando llegamos ya había recogido un buen montón de leña seca que tenía partida junto a unas piedras formando círculo. El lugar era muy sombrío y como llegué sudando me obligó mi padre a ponerme entre sol y sombra para evitar resfriarme. Todos se despojaron de los morrales y descargaron las escopetas que dejaron refirmadas sobre los troncos de unos gruesos chopos cabeceros. Los perros, apenas olieron el agua, se amorraron en la orilla del río y bebieron con gula. Con mucha tranquilidad hicimos el recuento de lo cazado: dos liebres, dos conejos y tres perdices; siete piezas en total. De improviso vi el vuelo de un destello amarillo y negro que pasó sobre nosotros como una estrella fugaz. Ante mi sorpresa, uno de los señoritos me explicó que lo que había presenciado era el vuelo de una oropéndola, hermosa ave estacional, de espectacular color, que apenas se deja ver. Oropéndola, qué hermosa palabra y qué explosivo vuelo; nunca he vuelto a ver tan majestuosa ave.
Con mucho cuidado encendimos una pequeña hoguera. Mientras se formaban las brasas cada cazador iba contando cómo había cobrado su pieza o cómo había fallado algún disparo. Lo explicaban con tanto detalle y parafernalia que creo que exageraban para darle más importancia a lo conseguido. Se les veía felices y deseosos de hacer partícipes a los demás de sus cosas; la comida que cada uno llevaba era compartida como en familia. Todos me ofrecían algo, pero únicamente acepté el postre que llevaba el secretario. Los perros, mirándonos con mucha atención, esperaban de sus amos el lanzamiento de trozos de pan y alguna rodaja de chorizo, junto a las sobras de huesos y desperdicios. Uno de los señoritos me preguntó si me había divertido. Le dije que sí, pero que estaba muy cansado
-No te preocupes –me contestó acariciándome la cabeza-, ya verás como en la vuelta te cansas menos.

Terminada la comida apagamos con agua la poca lumbre que quedaba y revolvimos la ceniza que luego cubrimos con piedras. Los perros querían escarbarla en busca de restos de comida pero no los dejamos. Casiano intentó meterse al río para buscar algún cangrejo escondido; el río bajaba bastante crecido y desistió. Con las escopetas al hombro y los morrales en bandolera iniciamos el camino de vuelta en fila de a uno por la orilla del río hasta encontrar una senda que nos introducía en el monte. Casiano organizó de nuevo el plan a seguir.
-Tú, con el Ángel y el chico -le dijo a su sobrino- os adelantáis hasta llegar a aquel cerro. Esperáis allí a que los demás hayamos rastreado esta vaguada porque creo que sacaremos liebre. Luego seguiremos todos a la par hasta llegar al camino de la vieja mina en donde volveremos a sacar perdices.
Andábamos despacio, y a pesar de que Mariano metió en su morral mi liebre ya comenzaba a cansarme. Pensar que hasta llegar a casa faltaban más de ocho kilómetros hacía más penosa la vuelta. Mi padre me miraba de reojo y algo debió notar porque me dijo que al llegar a la parte alta descansaríamos.

Así lo hicimos. Al cuarto de hora vimos asomarse por el collado a uno de los señoritos; algo debía haber visto porque iba muy fijo mirando a su perro. Apenas avanzó unos diez pasos oímos un disparo: al instante una bandada de perdices planearon de nuevo. Dos de ellas remontaron la cima, oímos tres disparos casi seguidos cuyo eco recorrió toda la ladera; las otras se pararon cerca de donde nos hallábamos nosotros, el calor y el cansancio hacían más corto su vuelo. Mi padre, le dijo a Mariano:
-Cuando tu tío y el panadero asomen por el centro, bájate un poco más a la derecha porque nos echarán hasta allí las perdices que hemos visto.
Me quedé sorprendido de su precisión. Apenas asomaron saltaron al aire cuatro ejemplares, dos de ellas venían hacia nosotros. Cuando ya estaban a tiro giraron hacia la derecha y fue el momento en que mi padre aprovechó para disparar; Mariano también lo hizo.
-¡Dos, dos! ¡Han caído dos! –grité alzando los brazos.
Diana y Mazurcas corrieron alocadamente en su busca. El perro enseguida apareció con una en la boca, pero Diana no volvía. Caminamos a su encuentro y la encontramos de muestra delante de una zarza.
-Seguro que la perdiz está dentro –comentó mi padre.
Nos acercamos pero no vimos nada. Me agaché para mirar más detenidamente y sí, allí estaba acurrucada entre hierbas y palos secos una preciosa perdiz que parpadeaba. Estaba encogida y parecía pedir ayuda. Bien a gusto la hubiera cogido para curarla.
-Será el ala. Le habré dado en el ala –dijo mi padre.
-¡Déjela, déjela! ¡No la mate! –le supliqué-. ¡Me da mucha pena y ...
No me dejó terminar la frase. Diana, haciéndose la valiente y sin pensar que podría pincharse, se había metido entre las zarzas y la perdiz salió correteando con un ala extendida rozando el suelo. Intentó elevar el vuelo pero no pudo. Mi padre se echó la escopeta al hombro y el animal recibió un impacto seco que la dejó petrificada.
Esta muerte me impresionó más que la de la liebre mañanera. Me senté en el suelo y no le hice caso a Diana cuando la trajo en la boca. Para mí la cacería había terminado: aquellos ojos rojizos de la perdiz se me quedaron tan grabados que no me los quité del pensamiento en varios días. Muchos años después, cuando escribí un poemario sobre la naturaleza, le dediqué un poema a esa perdiz patirroja en cuyos ojos descubrí la solicitud de piedad y misericordia.
Ya anocheciendo llegamos al punto de partida: la fragua de Casiano. Allí, encima de una chapa de hierro fueron depositando los cazadores sus trofeos: siete perdices, dos liebres y tres conejos.
Más pluma que pelo –dijo uno de los señoritos.
-Como siempre –respondió su primo.

Mientras se repartían las piezas, volviendo a comentar sus hazañas, disimuladamente, sin despedirme, me fui a casa triste y pensativo. Al verme mi madre tan abatido se asustó.
-¿Qué te pasa, hijo? ¿Te has puesto malo? ¿Dónde está tu padre?
-No, sólo estoy cansado, mamá. Mi padre vendrá luego, se ha quedado en la fragua con sus amigos.
Aquella noche me fui a la cama sin cenar. En la duermevela prometí no ser cazador. El vientre ensangrentado de la liebre y el ojo rojizo de la perdiz suplicante tardarían mucho tiempo en borrarse de mi cerebro.
Mi padre siguió cazando. No había domingo o día festivo que no lo hiciera; solo, o con los amigos, siempre estaba dispuesto a salir al campo. Amaba a la naturaleza a su manera y conocía los secretos que ella guardaba. Cuando el monte se plantó de pinos prohibieron entrar a cazar en él. Sin embargo, los primeros años, con los árboles pequeños, aún pudieron hacerlo pidiendo permiso a la autoridad competente; en este quehacer, don Valentín, el que fuera el último propietario de Casa Valero, actual Ayuntamiento, tenía mucha mano para conseguir las autorizaciones.

Treinta años después de estos hechos, recién construida la cabaña, trajo mi padre su escopeta -calibre 16 de dos caños con los gatillos internos- y disparó los dos últimos cartuchos que tenía en la canana a una pieza imaginaria. Me dijo que aunque sabía que no me gustaba cazar, quería que yo guardara aquella escopeta como recuerdo. Así lo hice. Me saqué el permiso de armas (tuve que realizar un reconocimiento médico, pedir antecedente penales y pasar revista anual en un cuartel de la Guardia Civil) y la guardé desmontada mientras él vivió. Al año siguiente de su fallecimiento, cuando fui a realizar la correspondiente revisión le dije al cabo que quería darle de baja. La contempló con detenimiento, como el que observa un objeto antiguo pero valioso, y realizó meticulosamente mi petición: con una máquina taladradora hizo dos agujeros en la parte inferior de cada caño dejándola inservible para disparar, convirtiéndose en una pieza de museo que hoy duerme envuelta en un estuche en un armario de mi casa.

La patirroja
En la ladera esteparia,
apenas se rompe el alba
canta la perdiz roja
llamando a sus perdiganas.
¡Coche che che!
La patirroja está triste
escondida en la retama;
ayer, ráfagas de plomo
le arrebataron el alma:
sus hijas, flores de mayo,
se convirtieron en dianas
de alobados carniceros
que matan sin esperanza.
¡Coche che che!
Ella que les dio calor
al amparo de sus alas,
no pudo evitar la furia
del hombre que piensa y clama.
Ella, que sueña despierta
con gavilanes y zarzas,
desconocía las leyes
de esa traidora batalla.
¡Coche che che!
¡Vuela lejos patirroja,
vete a tierras muy lejanas
donde al hombre no le guste
el juego de la matanza!
¡Allí encontrarás refugio,
ilusiones y esperanza,
seguro de vida libre
contra la fiereza humana!




La peña de la Hiedra a orillas del río Huerva (2005)

No hay comentarios:

Publicar un comentario