viernes, 4 de noviembre de 2016

TRES CUENTOS PARA LOS NIÑOS

TRES CUENTOS HISTORIADOS PARA LOS NIÑOS
 
1- Un niño gigante
 
Su nombre era Pedro pero todos le llamaban Pedrín, diminutivo nada cariñoso que la gente lo identificaba como sucio y desaliñado. Vivía en el arrabal del pueblo, en una calle de pajares, corrales y palancas. Su casa, humilde y triste, tenía en la entrada la cocina donde el humo de la chimenea la había ennegrecido y pedía a gritos un urgente blanqueado que nuca llegaba. Huérfano de padre, vivía con una madre analfabeta que con la capaceta bajo el brazo recorría todas las mañanas las calles del pueblo buscando la caridad. Su hijo apenas fue a la escuela y la ignorancia de niño la mantuvo a lo largo de su vida en contraste con un desarrollo físico espectacular que lo convirtió en un mozo alto, robusto y fuerte. ¡Qué gran jugador de baloncesto hubiera sido! Los pantalones siempre le quedaban pequeños, y al andar desgarbadamente parecía que iba a regar. Su figura imponente asustaba a veces a los niños que, temerosos, le rehuían; situación que muchas madres aprovechaban para amenazar a sus hijos cuando se portaban mal diciéndoles que iban a llamar a Pedrín. Los chicos mayores, sin embargo, jugaban con él y a veces se burlaban cantándole una canción que decía:

Pedrín carioca
que lleva tres piojos
en la cocorota.
El uno le pica,
el otro le rasca
y el otro le canta:
¡Pedrín carioca que lleva tres piojos en la cocorota!

Pero Pedrín, bajo esa apariencia de ogro feroz, sólo era un niño grande. Sus nobles sentimientos y sus deseos de agradar le hacían estar siempre dispuesto para ayudar a todo aquel que lo necesitara, aunque algunas veces, la fuerza bruta que salía de sus brazos le jugara alguna mala partida. Yo tenía con él una gran amistad. Siempre que volvía al pueblo para las vacaciones me saludaba con un apretón tan fuerte que mi mano protestaba; decía que éramos parientes porque mi primer apellido era igual que el tercero suyo. Nuca averigüé esta relación ni mi familia me la confirmó.

Pedrín veía el trabajo como un juego; por eso, todo esfuerzo que no fuera de su agrado lo evitaba. Las faenas agrícolas con frío y calor raramente las practicaba; ni la dalla ni la hoz con la zoqueta eran herramientas que usara, en cambio, todo lo relacionado con la elaboración del vino, desde su pisado y prensado hasta introducirlo en grandes pipas para transportarlo, era su trabajo preferido. En los trujales de los diferentes compradores de uva era un asiduo en la época de la vendimia; su fuerza y su bondad era muy valorada en esos quehaceres. Igual ocurría con la trilla, no sabía segar ni dallar pero ayudar en la parva y a aventarla después, se le daba con alegría.

En los días festivos de primera clase solía lavarse profundamente y se vestía con sus mejores galas: un pantalón, que siempre le quedaba por encima de los tobillos, una camisa blanca sin cuello, y colgando en el hombro derecho la americana como si se tratara de un torero a la hora de hacer el paseíllo. Le gustaba bandear las campanas y a veces ayudaba al señor Tomás, el sacristán, a voltear la grandiosa Ana María que majestuosa giraba haciendo temblar a la torre. Y en las procesiones siempre llevaba la bandera más pesada que a muchos se les resistía. No podía colaborar llevando las peanas porque su altura desequilibraba a los demás porteadores como ocurría al transportar la caja de un difunto al cementerio.

En la puerta de su casa siempre dormitaba un pequeño perro cuyos ladridos amenazantes solamente asustaban a los niños. Yo pasaba muchas veces por delante de esa puerta cuando en verano iba a un corral de mi abuelo a ver si los higos ya maduraban. En ocasiones se asomaba su madre por la estrecha ventana y con su voz extraña de mujer distinta me invitaba a entrar; si alguna vez lo hacía, el olor a hollín quemado y la falta de ventilación me hacían echarme hacia atrás.

Pedrín cuando se arreglaba siempre llevaba su pelo peinado hacia atrás. Y aunque sus andares desgarbados le traicionaban, mirándole a sus ojos negros veías en ellos la inocencia de un corazón grande y poderoso como su cuerpo. Nunca buscaba la pelea, y aunque en ocasiones se entrometía en los juegos de las muchachas, sus intenciones carecían de malicia.

Un día, su madre, un tanto despistada, fue atropellada por un vehículo cuando caminaba por la carretera cercana al pueblo. Fue tan grave el accidente que no se pudo salvar su vida. Pedrín quedó desorientado. Aquella mujer huraña, de apariencia débil, era el único ser a quien podía arrimarse en la soledad de una vida nada agradable. Se quedó solo, con sus perros y sus sueños de niño que nunca se cumplieron. Pasaba el tiempo y Pedrín envejeció; sus trabajos de fuerza ya no podía desarrollarlos como antaño, el reúma hacía que sus brazos y piernas le protestaban, y aunque sabía vencer el dolor no podía disimular cómo sus andares y sus gestos le traicionaban.

Y otro día ocurrió lo que menos se esperaba. Su humilde casa, la única propiedad que tenía, la destruyó un voraz incendio. Sin familia y sin vivienda, únicamente la ayuda de los vecinos podía ponerle algo de esperanza. Las autoridades municipales buscaron la mejor solución y lograron llevarlo a una residencia de ancianos en la capital. Y Pedrín, que en pocas ocasiones había paseado por la gran ciudad, vivió sus últimos días contemplando desde la ventana de su estrecho cuarto el fluir continuo del padre Ebro. Cuando su alma de niño grande se escapó hacia el infinito, seguro que sus amigos los perros y gatos, que tanto acarició, le cantarían una bonita sinfonía. Y más arriba, donde el misterio se confunde entre la esperanza y la soledad, podría alardear de su fuerza y su ignorancia.

2- Una mujer distinta
 
En la posguerra civil española la gente vivía con el recuerdo amargo de tres años de lucha en donde hermanos lucharon contra hermanos por defender sus ideas, olvidando que la palabra y el razonamiento eran más valiosos que las armas. Los niños, ajenos a lo que había ocurrido, paseaban su inocencia con más o menos alegría; y en sus juegos y conversaciones no se adivinaba lo que cada familia había sufrido.

Un día -la primavera ya anunciaba sus galas- apareció en el pueblo una misteriosa mujer que en nada se parecía a las nativas en el lugar. Ni su forma de vestir, ni sus andares, y menos su forma de hablar, tenían la marca que delatara que ella había nacido en esa localidad. Los primeros días estuvo hospedada en la fonda del pueblo en donde también lo hacían los tratantes de caballerías y los viajantes que con sus grandes maletas recorrían las tiendas enseñando su variado muestrario de telas, botones, cintas y otras mercaderías. Pero ella, ajena a todo lo que le rodeaba, seguía pensado en su incierto futuro. No quería vivir junto a unas personas que la miraban como sospechosa de algún poder maligno o como si fuera una mujer de vida fácil a la que todo el mundo miraba con cierta suspicacia.
Pasaron unos días y se descubrió su plan: deseaba vivir en soledad, alejada del pueblo y llevando una vida de anacoreta gozando con su trabajo y la contemplación de la Naturaleza. Para tal fin adquirió un terreno, situado a tres kilómetros del pueblo, junto a un pequeño riachuelo que filtraba sus aguas a un pozo dentro de la propiedad que había comprado. Allí tenía una pequeña vivienda que ella procuró hacerla agradable y cómoda para que la vida fuera lo más placentera posible.

La primera noche que pasó en su solitaria casa se durmió contemplando a las estrellas cuyos ojos brillantes iluminaban el extenso paisaje que a través de la ventana se contemplaba. Los cantos de los pájaros, y un sol que perezosamente se levantaba, la sacaron de un sueño placentero. Enseguida se puso a trabajar. Tenía que realizar muchas labores para que aquella pequeña huerta abandonada se convirtiera en vergel. Y lo consiguió. Conocía los secretos de las plantas silvestres que con mimo cuidaba, sacando de cada una de ellas propiedades medicinales que le servían para mantenerse físicamente en forma. Los productos hortícolas que cultivaba los trataba con la delicadeza propia de un artesano teniendo presente ese proverbio que dice: ―El cultivo de la tierra, gozos tranquilos encierra‖.

En el pueblo muchas eran las personas que seguían con interés el devenir de esta mujer que a todos sorprendía. Eran pocas las ocasiones en que se acercaba a la localidad para comprar lo imprescindible. Y cuando aparecía, las miradas de todas las mujeres la recorrían de la cabeza a los pies. Tuvo la valentía de romper con los moldes establecidos atreviéndose a vestir unos pantalones ajustados, unas botas camperas y un sombrero de ala ancha que ocultaba en parte su cara; era un reto a la sociedad de entonces que no admitía que una mujer pidiese ir vestida de aquellas formas. El verla caminar bien erguida, marcando un paso garboso y alegre, hacía que todos los chicos nos quedásemos mirándola y exclamáramos: ―¡Mira, por allí viene la Bernarda!‖.

Un día de verano, acompañando a mi padre pude ir a su huerta y entrar en su casa en la que había que arreglar unos desperfectos en el tejado. Un perro guardián que custodiaba la puerta anunció con fuertes ladridos nuestra visita. Apareció ella y el aguerrido can, apaciguados sus gritos, se acercó a nosotros cariñoso meneando el rabo con insistencia. Cuando ella nos saludó descubrí en su voz un tono dulce y delicado, distinto al que estaba acostumbrado, así como una sonrisa misteriosa que cautivaba. Más de una vez, en mis sueños de infancia, se me presentó como un personaje de cuento de hadas paseando por bosques solitarios en donde el temor y la ternura se confundían. Envidiaba su valentía de vivir solitaria, sin temor a los peligros que la soledad encierra.

En otra ocasión que volví a visitar su huerta, privilegio que muy pocos tenían, me enseñó detenidamente el misterio que cada árbol encerraba.

-Mira –me dijo-. A este árbol lo llamo el árbol de la Ciencia, del Bien y del Mal, como el que Dios plantó en el paraíso. Ponte debajo de sus ramas y mira hacia arriba.

Me apoyé en el tronco y, algo tembloroso, elevé mis ojos hacia lo alto. A través de los espacios que las ramas y sus hojas dejaban libres contemplé un cielo insólito, libre de nubes pero adornado con colores distintos, como si algún extraño pintor se hubiera atrevido a decorarlo. Estaba entusiasmado mirando aquella belleza cuando de improviso un reflejo poderoso hirió mis ojos y automáticamente bajé la vista y me salí del árbol.

-No te asustes –me dijo al ver mi rostro un tanto extraño-. Tú has sido uno de los elegidos. Has tenido el regalo de contemplar el misterio de la luz y ella te ha convertido para siempre en uno de sus emisarios. Con este privilegio nunca vivirás en la oscuridad. Tus ideas y pensamientos te llevarán por el camino adecuado.

Aunque hablaba despacio, y muy elegantemente, no entendía qué quería decirme. Me quedé tan anonadado que mis labios ya no pronunciaron durante todo el día palabra alguna. Ella, sin embargo, me cogió del brazo y me siguió explicando los misterios que cada árbol de su huerta encerraba.

Acariciando sus troncos, y a veces abrazándose a ellos, parecía como si recibiera una energía especial que le servía de alimento. Mi padre, que ya había terminado su trabajo, salió de la casa y vino a nuestro encuentro. Entonces ella me cogió de nuevo de la mano y me llevó a la orilla cercana al río en donde un hermoso árbol parecía vigilar a todos que le rodeaban. Con una sonrisa contagiosa me explicó que en ese árbol, todos los años, al llegar marzo se posa una pareja de cucos que vienen de África. Mientras el macho –me explicaba con dulzura- canta su conocido cucú, la hembra, durante varios días, observa a otras aves que construyen sus nidos en lugares cercanos, alertando su presencia con gritos que parecen risotadas. Y cuando comprueba que esas aves ya han puesto los huevos, acude a sus nidos cuando la madre está ausente, arroja uno al suelo y en su lugar pone uno propio. El pájaro hembra engañado desconoce qué le han hecho y cuando eclosiona el huevo que el cuco le ha puesto, lo alimenta, extrañada, al ver que es mayor que ella.

Terminada esta historia me llevó a otro árbol cuyo fruto sonrosado desprendía pequeños destellos. Cogió varias piezas y me las dio diciendo:
-A este fruto le llamo cascabel, su color purpúreo y su sabor dulzón, si lo comes pidiendo un deseo seguro que se cumple.

Mi padre sonrió con cierta sorna pero yo, mientras me lo comía, pedí que aprobara el examen de ingreso en el bachillerato que lo tenía a la semana siguiente. Y cuando saqué el hueso de la boca, en lugar de tirarlo al suelo me lo guardé como si fuera un amuleto. Después de aquel misterioso día ya no volví a entrar en la huerta de la Bernarda. Cuando ocasionalmente venía al pueblo, si nos veíamos ella me sonreía pero no me decía palabra alguna. Y yo, temeroso, me ocultaba porque creía que ella conocía todos mis secretos.

Aunque el tiempo pasaba lento, la sociedad evolucionaba con grandes cambios; las mujeres ya se atrevían poco a poco a llevar pantalones, a entrar solitarias a los bares y hasta las más atrevidas a fumar en público. El mito de la Bernarda se iba distanciando, pero ella seguía igual, agazapada en su huerta, trabajando y viviendo en soledad y acercándose de cuando en cuando al pueblo a comprar lo imprescindible para vivir. Hasta que un día se dio la voz de alarma: ―¿Qué le pasará a la Bernarda que ni se le ve por el pueblo ni por la chimenea de la casa de su huerta sale humo?‖. Los malos presagios se convirtieron en realidad; varias personas del pueblo decidieron acercarse a sus dominios. Antes de llegar vieron revolotear varios cuervos alrededor de su vivienda: era la señal de una muerte anunciada. Cuando lograron entrar encontraron su cadáver vigilado con pena por su inseparable perro. Había muerto como había vivido, en soledad, pero rodeada de lo que más quería: la libertad. Cuando me enteré de su fallecimiento me pregunté a quién dedicaría su último pensamiento. Seguramente, el árbol misterioso de su huerta no sentiría tristeza por su muerte porque ahora, ella, con su voz dulce y delicada, entraba a formar parte activa de la madre Naturaleza.
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3- Una escuela especial
 
En un pueblo muy parecido al tuyo, los niños y niñas no podían asistir a la escuela pública hasta cumplir los seis años. Las clases que hoy se llaman de párvulos o infantiles no existían, y los más pequeños pasaban todo el día en casa sin poder jugar con otros compañeros; únicamente se divertían ocasionalmente jugando con los animales que en los corrales convivían. Ante esta situación, una mujer que no tenía hijos, pero que le agradaba estar con los niños, decidió abrir una escuela para todos los pequeños del pueblo. Pidió permiso al alcalde y este se lo concedió sin ponerle inconvenientes pues creyó que aquella idea sería beneficiosa para los vecinos.

Ilusionada y feliz preparó adecuadamente el patio de su casa con pequeños bancos que, colocados paralelamente, miraban hacia la mesa en donde ella se sentaba. Al principio no asistieron muchos escolanos, pero pasados unos días, al conocerse que enseñaba a leer, a cantar y a rezar, la escuela diminuta se quedó pequeña para recoger a todos los que quisieron asistir. Y aunque la hora de entrada era a las diez de la mañana, no cerraba la puerta a los que se quedaban dormidos y llegaban tarde. Las madres llevaban a sus hijos cuando querían sin necesidad de vestir uniformados. Unos iban con zapatitos y otros con alpargatitas, unos llevaban babero y otros batita; en aquel patio sin adornos, sólo las risas, y alguna vez los lloros, eran los protagonistas. El murmullo que los escolanos producían se oía desde la calle, pero ella, con paciencia y cariño, aunque a veces se enfadaba, apaciguaba los gritos de aquellos niños y niñas que, inquietos, se movían por todas las partes.

Un día, un niño algo nervioso introdujo sin querer su cabeza entre los barrotes de la barandilla de la escalera que en el patio nacía. Empezó a gritar porque quería sacarla y no podía. Al verlo la maestra intentó separar los hierros pero no lo consiguió, eran muy fuertes para doblarlos con sus manos. Manolito, que así se llamaba, seguía llorando y sus compañeros se reían al verlo en aquella situación. Sus lloros dilataban más su cuello e impedía que le sacaran de aquel atasco. Cundió la alarma y la maestra llamó a su sobrina que vivía en la casa de al lado y la envió a casa del herrero. El buen hombre se presentó enseguida portando en la mano una barra de hierro gruesa y una sierra. Al verlo entrar toda la clase se asustó, pero él, con mucha naturalidad se acercó a la escalera y le dijo a Manolito:
-No llores, que enseguida te saco.
Y empuñando con fuerza la sierra comenzó a cortar una de las varillas. Al terminar la dobló con la barra que llevaba y el niño pudo sacar su cabeza.
-¡Viva, viva!- gritaron todos. Y alzando las manos comenzaron a bailar.

Desde aquel día ningún niño se acercó a la escalera. Y si alguno se olvidaba, la maestra le decía que un señor que vivía en el piso de arriba podía bajar con su gayata y castigarlo.
Durante el invierno se permanecía todo el día en la pequeña escuela. Pero en cuanto el buen tiempo hacía su aparición todas las tardes salían de paseo. Un día iban a las eras, otro a la plaza de la fuente y muchas veces a una mágica montaña llamada el Calvario en donde el tomillo crecía entre sus piedras negras. Allí, recibiendo el sol primaveral que hacía crecer a las margaritas, los niños gozaban de la naturaleza intentando coger alguna lagartija que despertaba de su sueño invernal.

Una tarde, cuando volvían del paseo vieron que dos caballerías, un macho bayo y una mula torda, bajaban desbocados corriendo por la cuesta de la ermita; los animales, espantados tal vez por el vuelo rasante de un gran buitre, abandonaron a su dueño y comenzaron un galope peligroso. La maestra, asustada, reunió a todos los niños junto a ella, como hace ante el peligro una gallina con sus polluelos, y apretados en la pared del viejo cementerio esperó a que lo animales pasaran. De improviso se escapó del grupo un niño y llorando comenzó a gritar:
-¡Son mis machos, son mis machos!

Y ante la sorpresa de la maestra, el niño se puso en medio del camino y levantando sus brazos los llamó con fuerza por sus nombres varias veces. Cuando parecía que aquellas caballerías iban a pisotearlo, se pararon de repente y comenzaron a lamerle la cabeza. Los demás niños, ante aquel hecho extraordinario, dejaron de llorar. La maestra, asombrada y repuesta del susto, comenzó a gritar:
-¡Milagro, milagro! ¡Un milagro de santa Quiteria!

El niño, con gesto decidido y valiente, cogió del ramal a sus caballerías y con toda naturalidad comenzó a andar con ellas camino hacia su casa. Aquella escena, vivida con intensa emoción, nunca la olvidaron la maestra y sus alumnos.

En la escuela no había pizarras ni libros. Los niños aprendían las primeras letras deletreando uno a uno en la cartilla que la maestra guardaba. Lo que sí realizaban todos a la vez era aprender a signarse, a santiguarse y a rezar el Ave María y el Padrenuestro. A los más chiquitines les costaba poner la mano derecha cerrada, con el pulgar extendido, y comenzar a dibujar con él una cruz en la frente, otra en la boca y una tercera en el pecho. Al repetirlo y repetirlo todos los días, imitando a la maestra, conseguían hacerlo correctamente y se sentían felices.

A la maestra le gustaba también construir flores artificiales con papeles de distintos colores. Sus manos tenían una habilidad especial para doblar y doblar aquella materia hasta conseguir formas y combinaciones tan bonitas que todos los niños se entusiasmaban. Algunas veces, esas flores, sujetas a un trozo de fino alambre, las regalaba o las sorteaba entre ellos que muy contentos se la llevaban a casa. Pero también era una amante de las plantas naturales que en su casa cultivaba en macetas. Sus calas, begonias y geranios causaban admiración por su desarrollo, colorido y viveza, sirviendo muchas veces para adornar los altares en la iglesia.

Aprender a cantar en corro canciones populares era otra faceta que se practicaba mucho en aquella escuela, así como el jugar al escondite intentando buscar al niño o niña que se había escondido. En este juego la maestra tomaba a un niño como rehén y tapándole la cara, apoyándolo en su falda, cantaba la siguiente canción:

Así se cierne,
así se amasa,
así se le da
la vuelta a la masa.

Conejitos a esconder
que va la madre a pacer;
que si va, que si viene,
que si va, que si viene.....
¡Chufa la perra!

Y el niño, que no había visto esconderse a sus compañeros, comenzaba a buscar al que creía más fácil de encontrar. Los demás salían de su escondite y corrían para llegar a tocar a la maestra antes de que el prisionero pudiera tocarles. ¡Qué emoción! ¡Qué carreras! Aquellos juegos y aquellas canciones ponían un agradable contrapunto al encierro de estar metido en el patio-escuela iluminada solamente con la luz que entraba por la puerta.

Pero aquella maestra, que tanto peleó para que los niños lo pasaran bien, se hizo anciana y su escuela dejó de funcionar. Para entonces ya existía en el pueblo otra escuela exclusiva de niños pequeños, una escuela más moderna y alegre; pero aquellos alumnos que pasaron por la antigua, situada en un patio de la calle de Las Fraguas, nunca la olvidaron. Cuando la anciana maestra falleció todo el pueblo acudió con mucho sentimiento a su entierro. Y el Ayuntamiento, como homenaje a su trabajo, acordó dedicarle una calle. Si pasas por ella recuerda que aquella señorita enseñó a leer, a contar, a cantar y a rezar a la mayoría de vuestros abuelos y padres. Doña Juana, que así se llamaba, será recordada siempre con cariño.


Niños de la escuela de doña Juana.

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