sábado, 5 de noviembre de 2016

EL CABALLITO DE CARTÓN

El caballito de cartón (Un cuento muy real)

Las doce campanadas del final del día sonaron en el reloj de la torre de la iglesia; su particular sonido recorrió con lentitud todo el pueblo dejando estelas de preocupación. Era enero y el tiempo sembraba escarcha como si fuera jazmín. Muy cerca, en una casa de la plaza de la misma iglesia, una luz iluminaba tenuemente varias habitaciones. Ansiedad, nerviosismo y esperanza eran vividos por sus inquilinos. El milagro de la vida estaba a punto de producirse y un padre nervioso paseaba de la planta de arriba a la de abajo, en donde tenía la farmacia, esperando a que el médico le diera la buena noticia. Tras intensos momentos vividos con nerviosismo oyó la frase que tanto anhelaba:
-¡ Don Manuel, ha tenido un varón!
El padre, que ya tenía una hija de tres años, entró en la habitación en donde su esposa, sonriente a pesar del gran esfuerzo realizado, le dijo:
-¡Se parece a ti!

Aquel veintidós de enero de 1912, cuando la luz natural iluminó la plaza, el balcón de la torre lanzaba destellos de alegría. Y por la calle Mayor del pueblo la noticia del nacimiento se introdujo clandestinamente por todas las casas. Mientras, el padre, feliz y satisfecho, sonreía y daba las gracias a todos los que acudieron a la botica a darle la enhorabuena.

Pasados dos años, la feliz familia abandonó el pueblo y volvió al de su origen, una población mayor con torreones y murallas, con milagros e historias apasionantes, en donde el niño iba a pasar su niñez y adolescencia. Bautizado con el mismo nombre que su padre, Manuel, tenía tres años cuando recibió como regalo de Reyes un caballito de cartón. Aquel juguete, obsequio de su niñera, fue el recuerdo que con más intensidad se le grabó de su infancia, una época adornada del cariño que su hermana mayor le mostraba.

Pero el niño no conocía el pueblo en donde había nacido; ni sus calles, ni el paisaje que le rodeaba se habían grabado en su infantil cerebro. Se lo imaginaba por las escenas e historias que su idolatrada hermana le contaba, porque ella, volvía al pueblo muchos veranos y los pasaba en una bonita finca de recreo que amigos de su padre tenían en su antigua estancia. Un día, cumplidos los ocho años, ante las peticiones que le hacía el hijo de querer ir a conocer su pueblo, su progenitor decidió satisfacerle y convenció a un familiar para que les llevara en su tartana. De Daroca a Paniza hay treinta kilómetros en donde los puertos, con sus subidas y bajadas, siempre son peligrosos para las caballerías, aunque en aquella época tanto las personas como los animales estaban acostumbrados a sufrir incomodidades en sus desplazamientos.

El viaje comenzó con alegría. El niño, sentado en el pescante junto a su padre y tío, participaba de la conducción repitiendo las órdenes que a los a mayores oía. Soñaba con entrar en el pueblo guiando la tartana como un caballero medieval al frente de su mesnada. Ya habían llegado a la cima del puerto desde donde pudo contemplar en la lejanía el perfil de la torre de su pueblo que parecía cosquillear a las nubes con la punta de su veleta. Comenzado el descenso, el caballo, que con el sonsonte producido por los cascabeles de su collera ponía música en el caminar, se asustó por algo extraño que vio y con su espantada se arrimó tanto a la orilla que dio una vuelta de campana en la pendiente de la ladera. El niño quedó inconsciente y así lo trasladaron hasta su pueblo. Cuando despertó se vio rodeado de muchas personas y cogido a la mano de su hermana que le transmitía amor y calor. En el tiempo que duró su inconsciencia soñó con el caballo de cartón de su niñez que veloz acudía en su ayuda. Pasados dos días sin salir de casa tuvo que volver de nuevo al pueblo de sus padres sin gozar del paseo por las calles del suyo y sin visitar la finca de recreo en donde su hermana pasaba las vacaciones, una finca con abundante arbolado, alberca y extenso jardín, en donde los juegos de su hermana con sus amigas eran recordados durante mucho tiempo.

Pero el tiempo traidor, que trae visitas inesperadas, se llevó un amanecer a su querida hermana cuando, todavía adolescente, la vida le prometía un futuro apasionante como pianista. Y su hermano, el aprendiz de escritor, su Manolico querido como ella lo llamaba, cerró con mucho cuidado el piano para que sus teclas nadie pudiera profanarlas Y también el tiempo se llevó a su padre con el que tantos paseos había dado recorriendo las colinas que rodeaban a la ciudad. Pero Manolo se hizo hombre y consiguió licenciarse en Derecho y el Estado lo destinó como funcionario a Teruel.

En la ciudad hermana le sorprendió la sublevación militar que quería derribar al Gobierno legítimo de la República, institución en la que él creía; y el 28 de julio de 1936 es destituido de su empleo y llevado al sótano del seminario de la capital convertido en cárcel. Siete meses estuvo en presidio esperando cada día que su nombre no estuviera escrito en la lista que cada amanecer era leída delante de los encarcelados. Siete meses angustiosos en los que soñaba con que su caballo de cartón tuviera alas y pudiera liberarle de aquel suplicio; siete meses despidiéndose de la vida sin saber por qué era atormentado. Sorprendentemente, una mañana, tras pronunciar los nombres de los que iban a desaparecer, nombran el suyo para decirle que quedaba libre; alguien había salido en su defensa. Aquel desenlace inesperado puso temblor en su corazón. Con emoción se despidió de los que allí quedaban y les dijo con los ojos humedecidos que lo que allí había ocurrido lo contaría a todo el mundo. Y lo hizo muchas veces en sus poemas, cuentos y novelas.

La Guerra terminó y los sublevados anuncian su triunfo a todos los vientos, pero a él lo dejan sin empleo y sin documentación. Su delito: pensar en libertad. ¿Qué hacer con su futuro? Para poder vivir tiene que realizar los trabajos más diversos. En uno de ellos –un colegio que acoge a personas represaliadas por el franquismo- se estrena como profesor de Historia. Una de sus alumnas, Pilar, dieciocho años recién cumplidos, le hace sentir emociones desconocidas. A pesar de la diferencia de edad y a la oposición familiar, el amor triunfa y contraen matrimonio; entonces descubre, al necesitar la partida de bautismo, que además de Manuel tiene otro nombre: Ildefonso. Tienen hijos y las necesidades aumentan. En sus duermevelas diarias, en las que el recuerdo de su estancia en la cárcel le produce terribles pesadillas, sueña con emigrar y buscar en otros lares lo que aquí le niegan, aunque en la vecina Portugal ya le hayan reconocido sus méritos literarios y le nombran académico del Instituto de Coimbra. Por fin da el gran paso y se traslada a Estados Unidos en donde podrá trabajar en lo que más le gusta: enseñar Literatura. Y allí permanecerá 25 años, hasta su jubilación, aunque todos los veranos vuelve a su tierra porque ni Paniza, ni Daroca, los olvida.

A su vuelta definitiva reconocen sus méritos y le llegan las distinciones: Hijo Predilecto de Paniza; Pregonero de las fiestas del Pilar en Zaragoza; Aragonés del año (El Periódico de Aragón, 1996); Consejero de Honor de la Institución Fernando el Católico... Y al cumplir los 90 años (22 de enero de 2002), el popular y emotivo homenaje que le rinde su pueblo cantándole el ―Cumpleaños feliz‖ y dedicándole un libro, Antes de la memoria, en donde se recuerda todo lo que había escrito sobre su pueblo. Pero Ildefonso nos confiesa aquel día que para ser completamente feliz le falta algo: conocer la finca de recreo en donde su hermana Victoria pasaba las vacaciones con sus amigas de la infancia, y que debido al accidente del vuelco de la tartana, cuando tenía ocho años, no pudo conocer y únicamente se la había imaginado en sueños.

Y aquel deseo, que tras ochenta años había perseguido lo pudo cumplir. Yo fui su guía en aquel emotivo viaje. Salimos de Zaragoza con un sol algo tibio que luego se animó. Pasado Cariñena, al divisar la altiva torre de nuestro pueblo, le recité emocionado los primeros versos que aprendí de su extensa obra poética: La torre de mi pueblo / tiene un balcón / La luna lo blanquea / lo dora el sol / ...Hilo de ensueño de mi niñez / lo tuve entre mis brazos / y se me fue.

Llegamos al pueblo, que ya se preparaba para la vendimia, y tras saludar a los amigos nos trasladamos a la finca conocida como ―Huerta Gayán‖, propiedad actual del nieto a quien en su primer libro de memorias Caballito de cartón llama ―tío Manuel‖. Allí, en la pérgola, junto a la alberca que este año estaba seca, y los árboles centenarios de los que salían trinos excitantes, le esperaba toda la familia Abad. Fue una velada llena de emociones recordando hechos que fueron gratificantes en su infancia y que su hermana Victoria tantas veces le había contado. A la vuelta, con el sol enrojeciendo las vides que ya mostraban su fruto maduro, me confesó sentirte feliz por haber podido terminar ese peregrinar que empezó el año 1920; un viaje que había durado más de ochenta años.

Una semana después de este emotivo viaje, paseando por Zaragoza perdió el equilibrio al bajar un escalón y en la caída se quebró su cadera. Se operó ilusionado y en sus palabras y en sus ojos latía la esperanza de poder terminar el libro que estaba escribiendo. ¡Le quedaban tantas cosas por contar! Pero la vida es a veces desagradecida y la recuperación que esperaba se fue retrasando. Empezó a dudar, a ver fantasmas del pasado y se quedó unido a una silla de ruedas: cruda realidad para un hombre vitalista. Algunas tardes iba a visitarle: conversar con él era un placer que me ensanchaba el espíritu. Y a su lado Pilar, siempre Pilar, la esposa que a pesar de su delicada salud lo cuidaba como a un niño que necesitaba cariño. Y junto a ella Vicky, la hija pequeña, la protagonista del poema ―Alfarería‖ (Este perro no ladra ni brinca / ni menea el barro, / tiene firmes las patas posadas / en los folios blancos. / Lo sacó de la arcilla mi niña, / lo fue moldeado / tiernamente con dedos ingenuos / para mi regalo... ) que mimándole le calmaba cuando la angustia le ponía temblores.

Una tarde, la última que lo visité, me mostró la cantidad de libros que tenía encima de la mesa, no en la de su original despacho lleno de recuerdos, sino en la del salón, y señalándolos me dijo: ―Mira cuánto tengo por leer; son libros nuevos publicados por mis amigos que me los han enviado y creerán que soy un desagradecido porque no les contesto‖. Lo decía con pesar, como si se sintiera culpable de un deber no cumplido. Sus manos ya temblaban y su cerebro iba y volvía perdiendo reflejos. De pronto, con energía inesperada, me señaló un libro de tapas blancas, Cuadernos hispanoamericanos, y con cierto rubor me dijo: ―No te lo puedo regalar porque solamente tengo uno, pero llévatelo y haz una fotocopia de la entrevista que en él se publica sobre mi vida y obra‖. Y añadió con voz temblorosa: ―Tal vez sea la última que vea la luz‖.

Aquella misma tarde fotocopié y leí la entrevista que el escritor Francisco Ruiz Solano le había realizado unos meses antes. En ella cuenta sus ideas sobre qué entendía él por poesía y el malestar que le producía que los estudiosos lo incluyeran dentro de la llamada Generación del 36 que fue un año inocuo para España. ―Yo me incluyo –le decía al entrevistador- en la de 1931 por el acontecimiento que supuso el paso de la Monarquía a la República‖. Ildefonso le recuerda también la ruta del Cid que realizó con su fraternal amigo Ricardo Gullón y José Antonio Maraval, llegando en tartana (otra vez la tartana en sus viajes) hasta donde nació el Cid para luego volver andando hasta Burgos. No olvida su amistad con los poetas Juan y Leopoldo Panero, con las escritoras María Zambrano y Maruja Mallo y a su querido ―hermano‖ José Manuel Blecua.

Cuando el entrevistador le pregunta qué filósofos han influido en su vida, responde que, aunque ha leído bastante a Sartre, no tiene un temperamento filosófico, para luego añadir: ―He sido educado en el catolicismo. Luego, por evolución personal, me salí de ello, pero no he podido quitarme la idea de Dios –como Unamuno-; entonces, la mejor definición que podría darle de mí es que soy un cristiano sin Iglesia; yo no tengo Papa ni un obispo. Veo a la figura de Jesucristo –y al parecer es histórica- altamente unida a lo espiritual y lo material, pero rechazo la división del ser humano en lo físico y en lo anímico. Soy vitalista, que es tener una visión total de la vida como mundo único en el que nos movemos‖.

Con estos pensamientos concluye la entrevista que Francisco Ruiz Soriano le realizó en su original despacho piramidal. Y a la hora de la despedida le recuerda orgulloso a su entrevistador que en ese mismo piso de la calle Joaquín Costa había vivido el genial cineasta aragonés Luis Buñuel.
Ya no pude devolverle el libro de la entrevista. Su sufrimiento se hizo insoportable y su cuerpo se alejó definitivamente cuando la primavera de 2003 comenzaba a cantar sus galas. Nueve meses después, su querida Pilar se marchó a su lado. Y allí, los dos juntos, en el cementerio de Daroca, volverían a recordar la trayectoria de una vida amasada con sacrificio y amor. Estoy seguro que montados en ese caballito de cartón que su niñera le regaló un día de Reyes, recorrerán, vigilantes y protectores, los caminos de los que aquí quedamos.

No queriendo estar muerto en la memoria
de mis hijos y nietos, les suplico
reiteradamente
que me vean igual que soy ahora
en la vejez extrema, que bendigo
por ser esta la vida en que los amo.

Cuando ya no esté aquí,
quiero que me imaginen entre ellos
sin importar que ni hable ni sonría
ni les pida besos, otro y otro...

Quiero también que en mi memoria guarden
solamente las cosas divertidas
que hemos reído juntos, y no importa
que esté quieto y callado, estaré siempre,
siempre en su vida enteramente vivo
aunque no para mí; sí para ellos,
mis hijos y mis nietos, mis amigos
y para la mujer que dio a mi vida
el profundo sentido de vivirla
día a día, tan hermosamente.
(Poema escrito por I.M.G. el 2 de enero de 2001)


Cocina en casa de Inocencio Abad en donde Ildefonso estuvo en su primer viaje a Paniza.


Ildefonso con su esposa Pilar delante del Arco en Paniza (2000).

NOTAS FINALES

1- Desde el día que la vendí ya no he vuelto a ver la cabaña. Me la compró la hija de un familiar por parte de mi madre (la suya y la mía eran primas hermanas) que había heredado de su padre el campo lindante con el mío. Los dos terrenos, separados por un pequeño ribazo, eran los únicos que por aquella zona tenían arbolado. En el de su padre había abundantes almendros, algunos manzanos y varios cerezos. En el mío tenía la cuenta exacta: veinte almendros de las clases largueta y marcona; seis melocotoneros, dos de ellos tempranos y el resto tardíos; tres ciruelos claudios, cuatro cerezos, dos nogueras, un albergero y un incipiente olivo. A ellos había que añadir un pino piñonero y un olmo que junto al aljibe daban abundante sombra.

La actual dueña me comentó que uniría las dos fincas y arrancaría los árboles para convertir todo el terreno en una nueva plantación de vid. Los frutales, envejecidos, poco rentaban; la viña era más productiva, y la tierra, en aquella altitud, tenía las propiedades adecuadas para el macabeo o la garnacha que volvía a ponerse de moda. Con esta determinación, el terreno, conocido con el topónimo de Las Cabezadas, volvía al cultivo que siempre tuvo, aunque la plantación primitiva en vaso sería seguramente sustituida por la de espaldera.

Desconozco si la dueña ha cumplido sus sueños porque ya no he vuelto por la cabaña; quiero que mi mente guarde el recuerdo de lo que allí con ilusión planté y que mis pensamientos, cuando en noches de insomnio me la traigan, me vea regando a pozal los frutales o vareando los almendros cuyo fruto en casa familiarmente escoscábamos. Fueron veinticinco años de sentarme los fines de semana en su porche a gozar contemplando el paisaje que me rodeaba, a recordar las vivencias de la infancia, que en este libro he contado, y a hermanarme con la naturaleza que tantos cuidado requiere. Tal vez algunos piensen que idolatro en demasía esta estancia, que no es para tanto lo que allí había, que todo es más fruto de mi imaginación que de la realidad visible que allí reinaba. Tal vez lo sea así, pero cada persona es libre de almacenar los recuerdos que sin querer su mente selecciona. Y en esa preferencia, la cabaña con su porche y sus alrededores son para mí escenas privilegiadas.

2- Aunque me gusta la Historia no soy historiador. En el extenso relato que dedico en el libro a nuestros antepasados me he recreado con la imaginación y con textos que de algunos libros he leído, especialmente del profesor José Luis Corral, Historia contada de Aragón, y del sacerdote Emilio Moliner, Historia de Cariñena. Pero ante todo quiero agradecer a Miguel Ángel Calatayud la impagable ayuda que de él he recibido gracias a las consultas que ha realizado en los archivos municipales; trabajo duro aunque a veces gratificante. El agradecimiento llega también a don José Gayán Górriz, teniente coronel jubilado, cuyo padre, Manuel Gayán Baquera, nació en Paniza (1900), y del que recibí el estudio, debidamente documentado, que sobre su antecesor Ramón Gayán ha realizado recientemente; meritorio trabajo del que he tomado la mayoría de los datos expuestos sobre el famoso guerrillero.

3- En el libro nombro a muchas personas de Paniza, algunas de ellas desgraciadamente ya desaparecidas. En la mayoría de las ocasiones, a sus nombres les añado el apodo con el que son o eran conocidos. Nadie debe molestarse por este hecho que cariñosamente he empleado. El apodo heredado de padres a hijos pierde el significado despectivo que pudo tener y se convierte con el tiempo en una voz onomatopéyica que engrandece a la persona que lo posee. Un pueblo con apodos hace más rico su patrimonio cultural y debe sentirse orgulloso.

4- Finalmente recordar que si este libro se publica se debe al esfuerzo y empeño realizado por la Asociación Cultural Ildefonso Manuel Gil, cuya directiva, presidida por José Miguel Tomey, ha realizado las labores oportunas para que el sueño se convirtiera en realidad. Y en este apartado no falta el interés demostrado por el editor Manuel Baile, que sin haber leído el original me manifestó su interés por publicarlo, circunstancia que engrandece todavía más su amor por los libros.


La cabaña con su porche y su aljibe.

Textos de las solapas
Con Desde la cabaña, Santiago Sancho Vallestín (Paniza, 1939) vuelve a su infancia para recordar vivencias que compartió con sus paisanos. Hechos que los jóvenes actuales no conocieron y que sirven para mostrar la transformación del mundo rural, sacrificado como ninguno, que lentamente, pero con eficacia, ha hecho de los pueblos un ambiente distinto que en muchos aspectos supera a la capital. El autor, que ejerció como Maestro Nacional en los pueblos zaragozanos de La Zaida y Manchones, lo haría luego en la capital en la Escuela Profesional San Valero y en el C.P. Rosa Arjó.

Tras su jubilación, después de durante 40 años como docente, ha publicado los siguientes libros: Naturaleza sentida / Sentida Naturaleza. Siempre en el corazón: Memorias de un niño rural de posguerra. Izquierdas y derechas: Diario de un curso escolar, Premio de Narrativa de la Diputación Provincial de Zaragoza. Domingo Laín: La utopía de un sacerdote aragonés en la selva colombiana. Grabado en la mente: Historia del colegio Santo Tomás de Aquino de Zaragoza. Pizarra y clarión: Recuerdos de la escuela rural franquista.

(Fotografías: Santiago Sancho. Archivo ayuntamiento de Paniza y Enedino Pinilla).

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