5.- DECONSTRUIR Y RECONSTRUIR EL NUEVO LENGUAJE
________________________________
Deconstruir no es destruir, sino revisar, analizar,
desmontar, cuestionar para bus-car y encontrar nuevas fórmulas. Nuestro
discurso religioso no describe la realidad y ha de plantearse la necesidad de
renovar-lo. Hay que revisarlo para construír un lenguaje más coherente y acorde
con la modernidad.
Desde algunos sectores de las teologías de la
liberación, del pluralismo religioso, de la secularidad y del feminismo, por
citar solo algunas perspectivas recientes, se viene hablando de nuevos
paradigmas cristianos. De otros modelos de fe más acordes con la cultura, la
ciencia y la sen-sibilidad de nuestro tiempo.
Vivimos un tiempo axial o de cambio de época muy
profundo. Estamos pasando una página de la historia. Como dicen algu-nos un
tsunami cultural se nos ha echado encima y nos ha volteado una inmensa oleada
de elementos científicos, sociales, de vida cotidiana y de diferentes
mentali-dades en nada esperados. Algunas expre-siones cristianas “ya no cuelan”
como se dice vulgarmente.
A esta tarea invitamos a los lectores: revisar nuestro
lenguaje cristiano para rehacerlo y ofrecer un nuevo lenguaje, un nuevo
paradigma cristiano.
a) EL PECADO Y LA CULPA
Uno de los sentimientos que la reli-gión ha
interiorizado en las conciencias de los seres humanos es el de culpabili-dad.
Este sentimiento ha provocado angustiosas situaciones en la vida de las
personas como consecuencia de actua-ciones que se han considerado pecami-nosas
o al menos contrarias a la ley mo-ral. Por ello podemos decir que pecado y
culpabilidad están asociados, siendo una (culpabilidad) consecuencia del otro
(pecado). Según el relato bíblico, Adán y Eva, al comer del árbol prohibido en
el paraíso, pecaron desobedeciendo a Dios. Y desde ese momento la culpabili-dad
se adueñó de sus personas. La reli-gión cristiana ha enseñado que este pecado,
al que ha llamado “original”, se ha trasmitido a todas las personas. Y desde
ese momento el pecado se ha introducido en la conciencia de los seres humanos.
De ahí la necesidad de un redentor que venga a salvarnos del pe-cado de
nuestros primeros padres y nos evite el castigo eterno. Pero el pecado es un
producto de la religión. Estas in-terpretaciones nos llevan a unas imáge-nes de
Dios, de la creación, del pecado original, del bautismo y de Jesús Reden-tor y
Salvador de la humanidad, que hoy no se pueden sostener.
A este respecto comenta el obispo J. Shelby Spong:
“El lenguaje del pecado original y de la expiación
se ha usado en los círculos cristianos durante tanto tiempo que ha adquirido la
categoría de un mantra sagrado, que no puede ser cuestionado y cuya estructura
básica no necesita nin-guna otra explicación. Cuando las cir-cunstancias
cambian, sencillamente se ajusta la doctrina, pero nunca se replan-tea.
Examinándolos cuidadosamente, estos conceptos sagrados nos conducen a una
visión de la vida humana que ya no es operativa, a una idea teísta de Dios
articulada de manera casi repulsi-va, a una idea mágica de Jesús que vio-lenta
nuestras mentes, y a la necesidad práctica de la Iglesia de crear culpabili-dad
como prerrequisito de la conversión. No hay que ser un genio para darse cuenta
que esta opinión deformada de Dios y de Jesús, además de esta manera de
entender la Iglesia, no puede sobrevi-vir en el exilio” (Spong, p.94).
Una lectura literal del relato de la creación nos
conduce a una imagen teísta de Dios inaceptable por el creyen-te moderno. Dios
es un Ser que habita en los cielos, decide crear el universo y al hombre y
mujer a su imagen y seme-janza para que domine el mundo siendo el centro del
cosmos. Después de crear-los, como Juez Supremo pone a prueba a los primeros
seres humanos castigándo-los por haberle desobedecido. En la mo-dernidad no
podemos admitir esa imagen de Dios, premiador de buenos y castiga-dor de malos,
y provocador de su culpabi-lidad. La religión cristiana se ha aprove-chado de
esta visión de Dios para alimen-tar la culpabilidad de las personas y la
necesidad de la religión para borrar la mancha del pecado y superar el
senti-miento de culpa que impide la felicidad humana.
A consecuencia
de la caída de nuestros primeros padres los seres humanos nacemos en pecado,
trasmitido.
De la anterior reflexión llegamos a las siguientes
conclusiones:
El creyente moderno no puede admitir la existencia
del pecado original, cometido por nuestros primeros padres y transmitido a
todos los seres humanos. “Nosotros, seres humanos, no vivimos en pecado, ni
nace-mos en pecado. No necesitamos lavar la mancha de nuestro pecado original con el bautismo,
porque no somos criaturas que han caído y que no se salvarían si no se
bautizasen” (Spong, p. 107). Dios no
es un Ser que ponga a prueba al hombre y a la mujer como Juez Soberano, y los
castigue por desobedecer su mandato. Por ello es inadmisible el pecado original
y la consi-guiente culpabilidad de la persona huma-na como consecuencia del
pecado here-dado.
Igualmente es contrario a la racionali-dad de la fe
la afirmación del carácter expiatorio de la muerte de Jesús de Naza-ret. No es
Redentor de ningún pecado. “La necesidad de un salvador que nos devuelva al
estado anterior a la caída es una superstición pre-darwiniana y un sin-sentido
post-darwiniano; un redentor so-brenatural que entra en nuestro mundo fallido
para restaurar la creación es un mito teísta. Por lo tanto, debemos liberar a
Jesús de su papel de Redentor” (Spong, p.108). No hay necesidad de que Dios
castigue a su Hijo, enviándolo al mundo para morir crucificado y de esta manera
amortiguar la ira de Dios a consecuencia del pecado cometido en el Jardín del
Edén, y salvar a la humanidad del castigo eterno.
Tampoco es congruente con el carác-ter científico de
la persona moderna y los descubrimientos de los últimos tiempos afirmar que
Dios ha creado el cosmos y todos sus seres de modo perfecto y defini-tivo. No
podemos hablar de una creación terminada si tenemos delante la evolu-ción del
universo con todos sus seres vi-vos. “El desenmarañamiento de esta ma-deja
comenzó a partir del descubrimiento de que Adán y Eva no eran los primeros
padres humanos, y que la vida no surgió toda de ellos. La teoría de la evolución
hizo de Adán y Eva, en el mejor de los casos, figuras legendarias. No resultó
fácil que la institución religiosa aceptara la evolución, y hoy aún hay voces
que se elevan en áreas remotas del mundo para resistirse a ello. Esas voces
nunca tendrán éxito. Ciertamente, la vida evolucionó a lo largo de un proceso
que se inició con el nacimiento de la Tierra hace unos 4.500 ó 5.000 millones
de años” (Spong, p.104-105). La creación está en proceso que no sabemos su
momento terminal.
En conclusión, los conceptos de pecado, miedo, culpa,
castigo y redención deben estar en revisión en la modernidad. No podemos seguir
con un lenguaje que no resiste una crítica seria y razonable te-niendo en
cuenta los conocimientos que la ciencia ha aportado a la humanidad. Es necesario
un lenguaje post-religional, que supere las convicciones introducidas por la
religión a lo largo de los siglos. Dios no es un Ser Juez, Castigador, que
introduce la culpa y el miedo en el ser humano ante la posibilidad de una
condenación eterna.
Terminamos con esta reflexión del obis-po Spong:
“El poder de la religión occidental siempre se ha
apoyado en la habilidad de la gente religiosa para comprender y manipular ese
sentido de ineptitud humana que es la culpa-bilidad… Con el paso de los siglos,
los líderes religiosos aprendieron que el comportamien-to de la gente podía ser
controlado si se exa-cerbaban los sentimientos de culpabilidad. De este modo se
constriñeron imperios reli-giosos ayudando a las gentes a vivir con la culpa y,
hasta cierto grado, a superar su sen-timiento de culpa” (Spong, p.99)
b) EL MINISTERIO CONSAGRADO
Dentro de los ministerios y carismas existentes en la
Iglesia el ministerio orde-nado masculino es el más importante y prácticamente
el único oficialmente. En sus manos están las principales tareas y
responsabilidades de la institución ecle-siástica. Su principal función es el
culto, entendido éste como lo establece la insti-tución eclesiástica (un acto
realizado en un lugar sagrado, por una persona consa-grada, mediante ritos
preestablecidos por la autoridad eclesiástica). Por eso al res-ponsable de este
ministerio se le llama sacerdote, la persona encargada de lo sagrado. Es el
administrador del templo, el lugar donde habita Dios y donde la persona se
relaciona con el Dios que des-de las alturas viene a encontrarse con la persona
que vive en la tierra. Porque es administrador de lo sagrado ha sido
con-sagrado mediante el sacramento del Or-den, que imprime carácter, ungido con
óleo y llamado a ser célibe y varón, a fin de estar preservado de la impureza
del matrimonio y de la relación con la mujer, libre de toda atadura familiar,
para dedi-carse plenamente a administrar lo sagra-do a través de los
sacramentos.
Este ministerio está sustentado en una imagen teísta
de Dios. Dios es un Ser Todopoderoso, que habita en las alturas, que interviene
en el devenir del cosmos y de la vida de las personas. Es legislador de una
serie de normas y mandamientos que sus seguidores deben cumplir. Es Juez del
comportamiento de los seres humanos, premiador de los buenos con el cielo para
toda la eternidad, y castiga-dor de los malos con la pena del infierno. A su
servicio está el sacerdote, quien acerca a ese Dios a las personas y lo hace
presente en la tierra.
Esta es la imagen del sacerdote en la institución
eclesiástica vigente desde hace siglos, y que permanece hoy en día en las
Iglesias cristianas, tanto católica como reformada. ¿Pero es todo esto
ra-zonable para la modernidad? La imagen teísta de Dios, sobre la que se
sustenta el ministerio ordenado, es hoy inaceptable.
Leyendo su último libro en castellano sobre el
cristianismo y su futuro, el obis-po anglicano J. Sh. Spong se expresa así
sobre el sacerdocio:
“Este poder sacerdotal nació por esa declaración
única pero primitiva de que la persona santa designada puede de alguna manera
ponerse en medio entre el Dios teísta de arriba y la vida frágil de un ser
humano abajo. El papel del sacer-dote afirmó la habilidad y el derecho de
interpretar los caminos de Dios para la vida humana. Como persona santa
de-signada para ello, explicaba el significa-do de la enfermedad y el mensaje
en-contrado en las fuerzas de la naturaleza, cosas ambas que eran tenidas como
expresiones de la voluntad divina. Para proteger a las personas de los peligros
inherentes en esos momentos difíciles de la vida, el sacerdote ayudaba a las
personas a conocer la voluntad de Dios para que no ofendieran la sensibilidad
divina y corrieran el riesgo de una trage-dia por alguna de estas causas. El
sacer-dote ganó el poder de decidir cómo se veneraba a Dios correctamente y lo
que Él requería de las personas en términos de comportamiento ético. En una
época creyente, la gente aceptó esta situación con increíble
sumisión. A medida que el poder de la persona divina profesional crecía, se
empezó a suponer que el sa-cerdote también tenía la capacidad de perdonar
pecados y dar bendiciones…
En el apogeo de este poder sacerdotal, se hicieron
afirmaciones de que la única manera que un Dios teísta pudiera ope-rar era a
través de los sacramentos auto-rizados por la Iglesia establecida…
El Dios Padre celestial era representado por la figura
paterna del ministro orde-nado. El teísmo estaba encarnado en el sacerdocio
masculino…
Hoy en día, esa superestructura de privile-gio
eclesiástico se está tambaleando ante nuestros ojos. Su caída es inevitable, ya
que fue construida sobre la noción teísta que en nuestra generación ha sido
erosionada al punto de su desaparición…
Esta realidad ha producido una gran crisis
contemporánea en la identidad sacerdotal, la cual se ha contagiado de los
sacerdotes católicos a los pastores protestantes” (p.182-183).
He aquí una causa importante, entre otras más sin
duda, de la llamada “crisis de vocaciones” en la Iglesia. Se trata de la crisis
del ministerio sacerdotal, de la figu-ra del sacerdote, como consecuencia de la
decadencia de la visión teísta de Dios. No se trata de que la juventud debe
tener una mayor entrega para aceptar la llama-da vocacional al sacerdocio tal
como exis-te en la actualidad. Habrá que pensar en otra función del ministerio
presbiteral, no necesariamente consagrado, ni dedicado principalmente al culto
sagrado. El presbí-tero como laico, a ejemplo de Jesús de Nazaret, no
sacerdote, no necesariamente masculino y célibe, animador de la fe de la
comunidad creyente, impulsor de la vida de la comunidad, anunciador (profeta)
del Reino de Dios, en cuanto consecución de una vida digna y justa para todas
las per-sonas y denunciando todas aquellas situa-ciones injustas que impiden
que la digni-dad de la vida llegue a todos por igual. Un ministerio
esencialmente humanitario, dedicado a la consecución de la plena realización
del ser, de la vida y del amor de todas las personas y del universo.
“Lo que impulsa todos estos cambios es el
reconocimiento de que el Dios teísta del pasado está muriendo y, con esta
muerte, la manera como los seres humanos se relacionan con esa deidad
sobrenatural, invasiva y transcendente está decayendo. Si no se hacen cambios
en la forma de dar culto, la devoción dedicada a un Dios teís-ta terminará. Si
la Iglesia no encuentra otra misión que la de indicar a la gente que un Dios
externo está allá arriba, las iglesias desaparecerán finalmente de nuestros
paisajes” (Spong, p.185).
No se trata por lo tanto de insistir única-mente en la
necesidad de que surjan vo-caciones para realizar el ministerio sacer-dotal,
apelando a la entrega y promovien-do la imagen teísta de Dios, Ser
Todopo-deroso que vive en las alturas, sino de dar a conocer a un Dios,
Fundamento del Ser, fuente de la Vida y del Amor, presente en el cosmos y en la
profundidad del ser hu-mano. Y, consecuentemente, revisar la tarea del
ministerio presbiteral como res-ponsable de la comunidad y portavoz del Reino
de Dios en el mundo para conseguir la plena humanización en la sociedad y el
pleno respeto al cosmos.
c) UNA NUEVA BASE DE LA ÉTICA
Tradicionalmente se ha dicho que la base que sustenta
el comportamiento cristiano es la promulgación solemne en el Sinaí por parte de
Iahvé de los Diez Mandamientos a Moisés, como líder del pueblo israelita. Dios
dicta a Moisés las leyes sagradas que regirán en Israel (Ex. 19 y 20). Este es
el decálogo del judaísmo y posteriormente de la religión cristiana. La
legislación judeo-cristiana proviene de Dios y es entregada solemnemente en el
Sinaí a Moisés. Este ha sido el resultado de una lectura literal del
acontecimiento narrado en el libro del Éxodo, como si se tratara de un
acontecimiento histórico. Pero hoy no podemos continuar con esta interpretación
precientífica. Se trata de una narración mítica sobre la promulga-ción de los
diez mandamientos que atri-buye a Dios su procedencia y entrega so-lemne en la
montaña del Sinaí. La legisla-ción que debía regir en el pueblo elegido debía
tener una procedencia divina. Había que magnificar mediante acontecimientos
míticos el origen de la legislación del pue-blo elegido. Legislación que ha
sido asumi-da básicamente por la religión cristiana (Los 10 mandamientos de la
Ley de Dios). Pero esta interpretación es hoy insosteni-ble para la mentalidad
moderna.
“Los mismos textos antiguos han revela-do que esta
mitología del surgimiento divino de la ética, impuesta por el Dios que todo lo
ve, son un disparate total. Un estudio cuidadoso de estos textos solamente nos
revela prejuicios, estereo-tipos y un conocimiento limitado de la gente que los
creó. Esto es totalmente cierto en la Torá, y aún más cierto res-pecto de la
parte que llamamos los diez mandamientos. Dentro de ese conocido y honrado
código se encuentran elemen-tos y actitudes que la mayoría de la gen-te, hoy en
día, descartaría como indignos de ser obedecidos” (Spong, p.156).
De esta constatación se deriva, por una parte, el
origen no divino, sino humano de estas reglas. Los diez mandamientos
cons-tituyen la base a la que debe someterse el comportamiento del pueblo
israelita, im-puestas por sus líderes. Normas que, por otra parte, fueron
violadas en varias oca-siones aplicadas al mundo no judío. No se trata, pues,
de un código divino de validez universal. Además, esta legislación mani-fiesta
la mentalidad patriarcal de estas normas, al considerar que la mujer es
propiedad del varón. Una legislación de estas características no puede
proponerse como modélica para la humanidad, sino todo lo contrario, ser
denunciada por inmoral en algunos aspectos, como éste sobre la mujer, y
contraria a una ética proveniente del Dios de las alturas.
Con la afirmación del origen divino de los diez
mandamientos se estaba constru-yendo sólidamente el entramado ético sobre el
que iba a constituirse el compor-tamiento ético del pueblo elegido en su marcha
hacia la Tierra Prometida. De este modo se aseguraba el cumplimiento de los
mandamientos por parte del pueblo, pues era Dios quien ordenaba estas nor-mas y
el miedo a ser castigado por el Juez implacable era garantía de su
cumplimien-to. La religión siempre juega con el miedo a la condena de Dios para
asegurar la fidelidad a sus leyes. Este código era tam-bién la base sobre la
que versaría el juicio final del Dios que juzga lo que está bien y lo que está
mal de modo definitivo, pre-miando a los buenos y castigando a los malos. Dios
estaba pues en el origen de la legislación del pueblo elegido y en el dic-tamen
definitivo del juicio final emitido por Dios al final de los tiempos.
“Tradicionalmente no solo se pensaba que las leyes
fueron escritas por la mano de Dios, sino que se suponía que esas leyes eran la
base sobre la cual Dios llevaría a cabo su rol divino en el juicio final.
Aquellos que respetaran esas reglas serían premiados adecuada-mente. Aquellos
que rompieran estas reglas serían castigados severamente. Este sistema ejercía
un poderoso control sobre la conducta humana. Sin embargo, un sistema ético,
basado en estos supues-tos, está evidentemente condenado al fracaso… No existe,
hoy en día, una deidad externa cuya voluntad, escrita en un texto antiguo,
pueda ser la base para la toma de decisiones éticas. Nin-guna figura paterna
celestial establece e impone las reglas con las cuales se gobierna la vida.
Ninguna ley divina o eterna ha sido escrita nunca, ni en el cielo… ni en tablas
de piedra. El Dios que antes era percibido como la fuente de estas ideas
primitivas se ha salido de nosotros y ha sido destruido tanto por el paso del
tiempo como por la explosión del conocimiento” (Spong, p. 163-164).
Se impone por lo tanto la construcción de una nueva
base ética, no fuera de la vida, sino en el centro de nuestra humani-dad,
descubriendo los valores que reali-zan a las personas y las conducen a su
plenitud. Estos serán los que conformarán la base de la nueva ética.
Uno de los valores que perfeccionan a la persona y
la hacen ser feliz es la liber-tad de ser uno mismo, en concomitancia
con la mejora del ser de los demás. La plenitud de la vida de la persona
consiste en la búsqueda de la felicidad de las otras personas y no solo en la
de la propia felici-dad.
Un segundo valor es el valor objetivo del conocimiento.
Se trata de usar la ra-zón para acrecentar el bienestar humano. El conocimiento
enriquece a la persona y colma las aspiraciones más profundas del ser humano.
Del valor objetivo del conocimiento se deriva la
maldad de todo aquello que cause o aumente la ignorancia de otro ser
humano. Por ello luchar contra la ausen-cia de conocimiento, contra la
ignorancia, constituye uno de los objetivos principales de la nueva humanidad.
“Si la libertad, el conocimiento y la sabi-duría se
reconocen como valores objeti-vos entonces propagar estos valores entre todos
se vuelve un imperativo ético que raya en lo absoluto. Así que, todas las
formas de tribalismo restricti-vo, cada intento de aumentar o de pro-mover la
enemistad humana, cada es-fuerzo por limitar la ampliación de la conciencia,
han de ser reconocidos co-mo abiertamente malignos. Por lo tan-to, el mayor
valor que emerge de la profundidad de nuestra humanidad es la expansión de las
fronteras en la expe-riencia humana. Promover el ser, pro-fundizar la vida de
todo ser humano y liberar el amor que emana de cada per-sona, se vuelve parte
del criterio objeti-vo y último para determinar la conducta humana correcta” (Spong,
p.167).
Esta es la base de la nueva ética. Provie-ne no de
ninguna deidad externa, sino de la profundidad del ser humano. Esta base da
origen a un sistema ético verdadera-mente humanista, de validez
universal y presentado a la humanidad entera, sea cual sea su religión, su
cultura, raza o ma-nera de pensar. No hay que buscar el fun-damento de esta
ética fuera de la humani-dad, en una deidad en los cielos, que con-trola el
mundo e impone sus normas, co-mo Juez Supremo del comportamiento humano. Este
Dios es una creación huma-na de la religión e insostenible por la ra-cionalidad
científica de la humanidad.
“Esta postura, ¿nos da un sistema ético humanista?
Creo que sí. Si podemos empezar a ver la posibilidad de que el Santo Dios no es
externo a la vida, sino que más bien es la Base de la vida, el Ser en el cual
todo ser está arraigado, en-tonces estos valores humanos ostensi-bles se pueden
considerar eternos y basados en la esencia de Dios… La ética tiene que ser
liberada de ser una táctica para controlar el comportamiento hu-mano,
imponiendo sobre él la voluntad de una deidad externa. La ética cristiana en el
futuro deberá estar ligada directa-mente a explorar la individualidad., el
valor de vivir, amar y ser, sencillamente por el placer de vivir, de amar y de
ser” (Spong, p.169-170).
La nueva ética no se encuentra en un sistema de
control de la conducta, prove-niente de una divinidad externa. Se en-cuentra
más bien en lo que llamamos la plenitud de la vida, en la profundidad del ser
humano, lo que da sentido a la vida de la humanidad, sin necesidad de acudir a
ningún Dios trascendente fuera de nuestro mundo.
d) UNA ESPIRITUALIDAD LAICA
Estas son las preguntas que se hace el obispo Spong a
la hora de tratar el tema de la nueva espiritualidad desde una visión no teísta
de Dios:
“Esta visión no teísta de Dios, la prome-sa de una
nueva espiritualidad basada en la construcción de una vida íntegra, libre y
plena ¿motivará en el futuro, a los seres humanos para acercarse al misterio
trascendente de Dios? Los pere-grinos en el exilio ¿buscarán un Dios en la
tierra y en la profundidad de su pro-pio ser, aunque no perciban una
recom-pensa obvia? ¿Será suficiente sugerir que una vida plena, marcada por un
amor generoso, y llamada a una nueva forma de ser, es la recompensa misma?
¿Existe la esperanza en una vida más allá de este mundo lejos de las imáge-nes
teístas del pasado? (Spong, p. 202).
Hablar de espiritualidad en nuestra sociedad es casi
sinónimo de evasión, de huída de este mundo limitado, finito y perverso, y
traslado a los cielos en cuanto morada del Dios trascendente, infinito,
todopoderoso y suprema bondad. Aban-dono de las realidades materiales que
tenemos a nuestro alrededor y preocupa-ción por lo trascendente e inmaterial.
Pero esta no es la espiritualidad cristiana. Centrarse en construir una
sociedad justa y humana se consideraba un objetivo limitado y poco exigente.
Había que aspi-rar a metas más altas y definitivas, las del Dios en las
alturas, que promete en el reino de los cielos una recompensa defi-nitiva. Se
hablaba de que este premio consistía en la visión beatífica de la esen-cia de
Dios durante toda la eternidad. Pero esta imagen de Dios, que habita en los
cielos y que promete la recompensa de una vida junto a él, gozando de su
presencia, hoy ya no se puede sostener. Esta deidad teísta no es otra cosa que
una proyección de nuestras aspiraciones humanas y solución a nuestras
deficien-cias. Ni el cielo es la morada de Dios, ni se dedica a controlar el
comportamiento humano para premiar a los buenos y cumplidores con sus normas.
“Pero ahora sospechamos que esa dei-dad teísta es
una proyección hacia el cielo de nuestras necesidades huma-nas. El conocimiento
humano le ha quitado misterio e intriga a ese mismo cielo. Parece que ya no
queda lugar en este universo nuestro para el cielo. Ha sido radicalmente
descolocado del anti-guo lugar encima de las nubes. Si el cielo ya no es un
concepto localizable, entonces tenemos que reconocer que tampoco lo es Dios,
puesto que el cielo era la morada de Dios. Podemos y de-bemos racionalizar esto
diciendo que ese cielo no es un lugar y Dios no se puede pensar en conceptos de
espa-cio… Es por eso por lo que hoy en día ya no se habla del cielo” (Spong,
p.206)
Este sentido de espiritualidad como evasión de las
realidades materiales hacia lo celestial, ya no tiene sentido hoy. Cuando
hablamos de espiritualidad nos referimos al talante, al espíritu que ani-ma el
modo de pensar y actuar, el com-portamiento basado en la ética universal, que
defiende los derechos y los valores humanos. Una espiritualidad consistente en
la consecución de una vida digna y justa para todas y todos. La “cualidad
humana profunda” que nos habla Mariá Corbí, o la “sensibilidad por lo esencial,
por la dimensión profunda de la realidad diaria”, de Roger Lenaers. Una
espiritua-lidad basada en la ética humanista de los derechos y valores humanos.
Hablamos en primer lugar de los derechos humanos contenidos
fundamentalmente en la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948, que
se resumen en el derecho a la vida, y que se concretan: en el derecho de todos
a la sanidad pública; en el derecho a una educación de calidad; en el derecho a
una vivienda digna (el “techo” del que habla el papa Francisco); el derecho a
un trabajo hu-mano no explotador; el derecho a la libertad de pensamiento, de
conciencia y de religión; el derecho a la libertad de opinión y de expresión;
el derecho a la libertad de reunión; el derecho a un nivel de vida adecuado,
entre los más destacados.
En segundo lugar hablamos de los valo-res humanos,
que conforman una vida digna y plenamente humana. Nos referi-mos al valor de la
verdad, de decir la palabra sincera, de no comunicar la men-tira, de ser verdad
en definitiva. El valor de la coherencia en la vida, de la corres-pondencia
entre lo que se piensa y el actuar. El valor de la igualdad de dere-chos de
todas las personas, aunque sean diversas y diferentes. El valor de la
soli-daridad entre los seres humanos, para conseguir una convivencia
fraterno-sororal. El valor del cuidado de la fragili-dad, de todos aquellos que
necesitan de nuestra ocupación y cariño. El valor de la compasión con todos
aquellos que su-fren. El valor de practicar la justicia entre todos los seres.
El valor, en definitiva, del amor hacia todos los seres vivos y la na-turaleza,
incluso a los enemigos, según la recomendación de Jesús de Nazaret.
Una ética humanista no solo debe te-ner en cuenta los
derechos y valores humanos. Hay más criaturas en nuestro planeta que los seres
humanos. Debe basarse también en los derechos de la Naturaleza. Los
seres que en ella habitan tienen sus derechos que deben ser res-petados y
promovidos por la persona humana. Estos derechos están conteni-dos en la Carta
de la Tierra. En ella se exponen los principios que deben regir una forma de
vida sostenible, como fun-damento que deberá guiar la conducta de las personas
y de las instituciones y gobiernos de nuestra sociedad. Este do-cumento se
concluyó en el año 2000, redactado por una Comisión internacio-nal
independiente. Y se dio a conocer públicamente el 29 de Junio de ese año en La
Haya (Holanda).
Por lo tanto, se trata de una espirituali-dad no
religiosa, laica, sin que sea nece-saria una referencia a ninguna deidad. Una
espiritualidad universal, común a todos los vivientes, basada principalmen-te
en los derechos y valores humanos, en la ética humanista. Una espiritualidad
centrada no en lo trascendente, sino en lo humano, en la vida realizada
plena-mente, en el vivir, amar y ser. Y este ob-jetivo es plenamente suficiente
para dar sentido a una vida. No es necesario acu-dir a un Dios de las alturas
que premia a los cumplidores con la vida eterna, para que una vida
tenga pleno sentido. Más aún, ese Dios que habita en los cielos y que promete
la vida eterna a los buenos ya no se sostiene hoy.
“El deceso del cielo es un resultado di-recto de la
muerte de la imagen teísta de Dios en la que se basa la tradición evangélica,
con su visión personificada del cielo. Las personas que creen en el cielo como
un premio a cambio de una vida de fe o de trabajo, también tienen que creer en Dios
como deidad personal que reparte regalos y castigos ganados por méritos
personales. Este Dios es una figura parental disfrazada que controla la
conducta infantil por medio de ame-nazas y promesas” (Spong, p.205)
El centro de la espiritualidad no está, pues, en la
promesa de vida eterna de un Dios que premia a los buenos. El centro de la
espiritualidad está en la vida, vida que es infinita, trascendente y eterna, en
la defensa de la vida, en el respeto a la vida, en la digni-dad de la vida y en
el disfrute de la vida para todas y todos (J. M. Castillo). Una espirituali-dad
que se toma en serio lo humano y el respeto a la tierra y los recursos
naturales.
“No tengo ningún interés en un siste-ma de premios
y castigos. No le en-cuentro ningún propósito a una vida después de la muerte
pensada para motivar nuestro comportamiento aquí y ahora. Puedo vivir sin la
idea del cielo, como un lugar de premio, así como sin el infierno, como un
lugar de castigo. Pero creo que la vida es infi-nita, y también creo que estamos
lla-mados a explorar su profundidad y a saborear su profunda dulzura. Creo que
la vida aquí es una imagen limita-da y finita de la vida plena, que es
ilimitada e infinita” (Spong, p.218)
La espiritualidad laica por lo tanto, abar-ca la vida
entera de la persona y está pi-diendo nuevas mediaciones, no religiosas, sino
políticas, transformadoras de este mundo. Una espiritualidad en que el pri-mer
analogado es el
compromiso político, la lucha por la justicia, el
compromiso por la transformación del mundo. Una espiri-tualidad que no mira al
cielo, huyendo de lo humano, sino que busca el logro de la humanidad. Y este es
el papel que tene-mos los cristianos: lograr la vida, el amor y el ser para
todos, conseguir una vida de todos los seres en plenitud. Vida que no se acaba
con la muerte, sino que continúa posteriormente, de modo diferente y
desconocido, participando de la resurrec-ción de Jesús de Nazaret, el Viviente.
“Estoy seguro que uno se prepara para la eternidad,
no siendo religioso y respe-tando las reglas, sino viviendo plena-mente, con un
amor generoso, y atre-viéndonos a llevar nuestra capacidad al máximo. También
afirmo que la única misión que tenemos los cristianos es lograr la vida, el
amor y el ser para to-dos. Nuestra tarea no es convertir, nues-tra tarea es
llamar a la gente a la pro-fundidad de su propia capacidad de ser” (Spong,
p.218-219)
e) LA ORACIÓN NO ES PETICIÓN
Cuando hablamos de la oración normal-mente la
reducimos a la de petición. Orar es relacionarnos con Dios para pedirle que
intervenga en los acontecimientos tanto personales como históricos y naturales,
y evite todos los males y contrariedades que nos acaecen. La oración así
entendida
supone la existencia del Dios teísta, de Dios como
persona que vive en las altu-ras, dominando el cosmos, y decidiendo sobre los
sucesos de la vida personal y de la naturaleza. Pero si prescindimos de este
Dios como deidad externa ¿tiene sentido la oración? ¿podemos seguir re-zando?
Estas son las preguntas que se hace el obispo Spong al tratar el tema de la
oración:
“Pero, ¿todavía podemos rezar si no existe una
deidad teísta que pueda con-testar personalmente a nuestras oracio-nes?
¿Podemos rezar en este momento de exilio? La oración, ¿será una actividad que
pervivirá más allá del exilio?” (Spong, p.142).
La respuesta a estas preguntas parece un tanto
complicada, a no ser que busquemos una alternati-va a este Dios personal que
vive en el cielo y que contesta a nuestras peti-ciones, por una parte; y que
descubramos, por otra parte, otro tipo de oración diferente a la de petición.
Podemos acudir al evan-gelio y descubrir qué con-testa
Jesús de Nazaret a la petición de sus discípulos: Señor, enséñanos a orar (Lc
11,1). Jesús les contes-ta con la conocida oración del padrenuestro: Padre
nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre… Pero las
circuns-tancias que vivimos nosotros son diferen-tes de las que vivieron Jesús
y sus discípu-los. Esta oración depende de unos su-puestos que hoy no podemos
admitir. Supone que Dios es una persona a la que podemos tratar como un padre.
Supone que Dios es un ser que vive en el cielo. Y supone también que a este ser
divino le agrada que le tratemos como persona sagrada. Hoy no podemos seguir
admi-tiendo todos estos supuestos sobre los que se asienta la oración que Jesús
ense-ña a sus discípulos. Nuestro mundo ha superado estos supuestos teístas.
“Todos estos eran aspectos de un siste-ma de
creencias teísta que, sencillamen-te, ya no existe. El concepto de una dei-dad
personal que dirige los asuntos de la historia humana individual desde un lugar
de ventaja sobre la Tierra, obser-vando, interviniendo, premiando o
casti-gando, ha muerto” (Spong, p.144).
En estas circunstancias ¿es posible ha-blar de la
oración sabiendo que ese ser divino que llamamos Dios no habita en el cielo, y
no dirige desde lo alto los aconte-cimientos de la historia como un ser
pro-tector de la vida humana y cósmica? Se impone la tarea de reconstruir la
oración sobre unos supuestos diferentes, no teís-tas y acordes con la modernidad.
Habrá que descubrir una nueva base sobre la que fundamentar la oración. Una
nueva forma de entender a Dios, no como dei-dad externa, sino como profundidad
que existe dentro de cada persona, que impul-sa a comunicar con la fuente de la
vida, que llama a la plenitud y que empuja a la comunidad y al cuidado de los
otros. Así describe el obispo este nuevo modo de entender la oración:
“La oración es la intención humana consciente de
relacionarse con la profun-didad de la creación y el amor y, por lo tanto, ser
un agente en la creación de la plenitud en el otro. La oración es ofrecer
nuestra vida y nuestro amor a través la simple acción de compartir nuestra
amis-tad y nuestra aceptación. La oración es mi llamado al ser del otro para
después darle al otro el valor de atreverse, de arriesgarse y de ser en una
forma de ser totalmente nueva, quizás hasta en una nueva dimensión de la vida.
La oración también es mi oposición activa a esos prejuicios y estereotipos que
disminuyen el ser persona y el ser del otro. La ora-ción es tomar la acción
política correcta para construir una sociedad en la cual las oportunidades
pueden ser igualita-rias y nadie se vea forzado a aceptar el statu quo como su
destino. La oración es un reconocimiento activo de que existe un centro sagrado
en cada persona que no debe de ser violado. La oración es enfrentar las
exigencias de la vida, que nos hacen entender que vivimos sujetos a una amplia
gama de circunstancias sobre las cuales no tenemos control. La oración no es
cobardía frente a estas circunstancias, sino, más bien, la disposi-ción para
enfrentarlas con valor. La ora-ción es la habilidad de aceptar la fragili-dad
de la vida y transformarla aunque nos victimice o nos mate. La oración incluye
perder la ilusión de ser el centro del universo o que nuestras vidas son tan
importantes para alguna deidad externa, que esa deidad intervendrá para
prote-gernos. La oración es una llamada a romper con la dependencia infantil
para entrar en la madurez espiritual” (Spong, p.149-150)
Redescubrir la oración, por lo tanto, consiste en
superar la huída de este mun-do para encontrarnos con el Dios, deidad externa,
sobrenatural, omnipotente, pro-tector, juez y solución de todos los proble-mas
que afectan a la humanidad y al uni-verso. Y centrarnos en nosotros mismos, en
la profundidad de nuestro ser para vivir plenamente, compartir el amor y abrir
la vida a la transcendencia. Es tam-bién lucha por la justicia humana para
superar las desigualdades de cara a conse-guir todas y todos la plenitud de la
vida.
La oración no se puede separar de la ac-ción, Porque
lo sagrado se encuentra en el centro de la vida, la oración es llamada a
abrirnos a la profundidad de la vida para que se revele su profundidad. Por
ello, como dice el obispo Spong, será mejor hablar de meditación y
contemplación, que sugieren el cambio de uno mismo; que de oración, que
alude a la idea de petición a la deidad teísta para que inter-venga en la
historia y solucione los proble-mas que nos inquietan.
La oración es abrirse a la profundidad de la creación
y el amor. Es llamada al ser del otro para que pueda realizarse plenamen-te. Es
también oponerse a todo lo que impide la realización del otro. Es compro-miso
político para construir una sociedad en la que todos los seres puedan alcanzar
la plenitud de la vida. Es reconocimiento de que en cada persona existe un
centro sagrado que ha de respetarse. Es final-mente, tomar contacto con Dios,
no como ser externo que habita en los cielos, sino como fundamento del ser, de
la vida y del amor de todo cuanto existe.
f) NUEVAS IMÁGENES DE DIOS
Tanto los creyentes como los no creyen-tes piensan que
Dios es un Ser Todopode-roso, creador del cielo y de la tierra, que domina el
universo, Juez Supremo de las personas, premiador de los buenos y que castiga a
los transgresores de sus manda-tos, que habita en el cielo y que promete a sus
seguidores la salvación eterna en los cielos. El ser humano proyecta sobre Dios
aquello de lo que adolece y las cualidades que desearía poseer: omnipotencia,
domi-nio sobre el mundo, las personas y los seres del universo, habitar en un
lugar fascinante y vivir eternamente, Es una imagen antropomórfica de Dios. El
carác-ter personal atribuido a Dios es nuestro propio carácter personal,
proyectado so-bre Dios ¿Pero no es Dios el totalmente Otro, el diferente al ser
humano, infinito, justo y la eterna bondad? Esta es la ima-gen teísta de Dios.
¿Será posible prescin-dir de esta imagen de Dios construida según un perfil
humano, y buscar unas nuevas imágenes alejadas del teísmo? Es lo que pretende
el obispo Spong, según señala en su libro:
“Si pudiéramos conseguir dejar el teísmo de lado,
quizás se abrirían ante nuestros ojos otros caminos para estudiar a Dios… Si
las analogías humanas que habíamos proyectado sobre los cielos nos habían
llevado al caos, quizás deberíamos exa-minar aquellos aspectos de la
experien-cia humana que nos hacen ir más allá de los límites normales, o hacia
horizontes nuevos. Tal vez sea posible presentar la experiencia cristiana en
imágenes no teístas” (Spong, p.66)
Hoy esa imagen de Dios no se resiste por más tiempo,
“Somos testigos de la muerte de Dios, del Dios que hemos cono-cido”, dice el
obispo. El Dios del teísmo ha muerto y quizás no pueda resucitar. He-mos de
buscar nuevas imágenes de Dios más acordes con la realidad, alejadas de las
proporcionadas por el teísmo reinante en la tradición creyente.
Una primera aproximación a este inten-to de salir del
teísmo aplicado a la imagen de Dios nos lo proporciona el Primer Tes-tamento,
utilizando unas palabras he-breas. El nombre propio de Dios en el Primer
Testamento es en hebreo Yhwh (Yahweh), “Yo soy el que soy”, son
pala-bras que expresan seguramente la reali-dad del ser divino y de su
actividad. Para nombrar a Dios se emplea la palabra Ruah (viento,
soplo), como soplo de Dios, en cuanto fuerza vigorizante, dado-ra de vida. Otra
palabra aplicada a Dios fue Nephesh (aliento), como fuerza que brota de
cada ser, aliento idéntico a la vida. Y también se emplea la palabra Roca,
como imagen impersonal aplicada a Dios, que es mi roca, mi fortaleza, mi
libertador (Salmo 18)
“Si algo tan impersonal como el viento, nuestro
aliento, o una roca podían ser usadas por nuestros antepasados como imágenes de
Dios, seguro que nosotros podremos ser más valientes y abando-nar nuestras
imágenes personalistas, y empezar a considerar nuevos significa-dos y figuras
retóricas radicalmente diferentes en nuestra búsqueda de Dios” (Spong,
p.71)
Un segundo intento lo encontramos en los místicos.”Dios
está siendo en mi ser y es el ser de todos los seres. Mi yo es Dios” (M.
Eckhart). La dimensión mística reconoce que todos somos parte de Dios y Dios es
parte de lo que somos. Dios es el ser fundamental con el que comparti-mos
nuestro ser. Para ellos Dios se en-cuentra en las profundidades de la vida
llamando a toda la creación a la trans-cendencia. “Toda la creación es capaz
de revelar este Uno divino desde las profun-didades de su propio ser”
(Spong). La vida misma es una revelación de Dios que surge de las profundidades
de la vida. Toda per-sona es capaz de ser teofanía, signo de la presencia de
Dios.
Recientemente teólogos y pensadores han continuado con
esta búsqueda de imágenes no personalistas de Dios. Se ha hablado de Dios como
el “totalmente Otro” (Barth, Otto); Dios es “el Gran Compañero, el que sufre
con nosotros y nos comprende” (Whitehead); como el núcleo esencial y la base
fundamental de todo lo que es, el “Centro de todo Ser, la Base del Ser, el
Fundamento del Ser” (Tillich); asimismo se habla de Dios como dador de vida,
fuente de vitalidad: y también como Amor que es fuente de vida, recordando la
definición de Dios que realiza Juan (1 Jn 4, 8.16) cuando dice que Dios es
Amor. Dios se hace pre-sente, acontece, allí donde acontece el amor (A. Torres
Queiruga)
“Este Dios no sería un poder teísta, un ser entre
seres, cuya existencia podría-mos debatir. Este Dios no sería el tradi-cional
divino hacedor de milagros, un mago, un repartidor de premios y cas-tigos,
bendiciones y maldiciones. Tam-poco el super-padre celestial y capri-choso que
a ratos nos consolaba, escu-chaba nuestros gritos y era el Señor tapagujeros,
mientras dejaba que otros tuvieran que aguantar su sufri-miento hasta el final
en un mundo radicalmente injusto” (Spong, p.74).
Se impone, por lo tanto, hacer un es-fuerzo para
buscar imágenes nuevas de Dios, diferentes del Dios teísta del pasa-do.
Imágenes de Dios no como un ser externo a la vida, sino de Dios como el ser
fundamental con el que compartimos nuestro ser. A esta búsqueda nos ayuda el
obispo Spong, concretando tres imá-genes: Dios como el Fundamento del Ser, como
Fuente de la Vida y Fuente del Amor. No se trata de imaginar un Dios como un
poder divino externo, sino co-mo centro infinito de todas las cosas, y como
plena expresión de nuestra huma-nidad. Dios como Fundamento del Ser, que nos
llama a ser todo lo que uno pue-de ser; como Fuente de la Vida, que nos invita
a vivir en plenitud; y como Fuente del Amor, que nos impulsa a amar
abun-dantemente.
Finalmente así resume el obispo angli-cano estas
nuevas imágenes de Dios:
“El Dios que es la Base del Ser, no se puede
poseer. Dios es una presencia universal que permea toda la vida. Dios no
bendice ni maldice a ciertos indivi-duos dependiendo de unas reglas de conducta
impuestas. Dios, la fuente de la vida, nos llama a todos a vivir plena-mente.
Dios, la fuente del amor, nos llama a todos a amar generosamente. Dios, la Base
del Ser, nos llama a todos a tener el valor de ser nosotros mismos. Así que
cuando vivimos, amamos y tenemos el valor de ser, estamos com-prometidos de un
modo sagrado, en-grandecemos nuestra humanidad, y rompemos nuestras barreras”
(Spong, p 225)
g) LA VIDA MÁS ALLÁ DE LA MUERTE
Una de las preguntas que todo ser humano se hace en la
vida es si existe algo después de la muerte por lo que merezca la pena luchar y
que dé sentido a los sinsabores de toda existencia hu-mana ¿Qué es eso de la
vida eterna de la que nos habla la religión cristiana? ¿Es razonable creer en
el cielo y el infierno como lugares de destino más allá de la muerte? El obispo
Spong responde con contundencia: Creo que existe una vida eterna después de la
muerte, y que es una vida diferente a lo propuesto por las religiones, incluida
la cristiana, que nos habla de la visión beatífica, consistente en contemplar
la esencia divina toda la eternidad. Éste es el premio del cielo para los
fieles cumplidores de la ley divi-na. El mencionado obispo es por lo tanto
partidario de una vida eterna, sin cielo ni infierno.
“Creo que existe una eternidad más allá de los
límites de mi finitud humana y en la cual puedo participar. Tradicio-nalmente
hablando, creo que existe una vida después de la muerte. Quiero que eso quede
claro, pero, antes de que defensores de una piedad tradicional se sientan
reafirmados en sus poco criti-cas verdades de fe, déjenme afirmar mi segunda
conclusión. El contenido de esta realidad de la vida más allá del límite de la
muerte, es tan radicalmen-te diferente de cualquier cosa que haya sido
propuesta por los sistemas religio-sos del pasado, que es irreconoci-ble” (Spong,
p.202-203).
Ahora bien, si no podemos seguir man-teniendo la
figura de un Dios teísta, Juez Supremo de las personas, premiador de buenos y
castigador de malos ¿qué sen-tído tiene que sigamos hablando de cielo e
infierno como lugares de premio y castigo después de la muerte? Si existe vida
después de la muerte tendrá que ser algo distinto al cielo e infierno.
“El deceso del cielo es un resultado directo de la
muerte de la imagen teís-ta de Dios en la que se basa la tradición evangélica,
con su visión personificada del cielo. Las personas que creen en el cielo como
un premio a cambio de una vida de fe o de trabajo también tienen que creer en
Dios como deidad personal que reparte regalos y castigos ganados por méritos
personales. Este Dios es una figura parental disfrazada que con-trola la
conducta infantil por medio de amenazas y promesas” (Spong, p.205)
En el fondo las religiones están solucio-nando el
problema de la realidad poste-rior a la muerte con imágenes humanas extraídas
del comportamiento de las personas adultas con los niños: premiar los actos
buenos, y castigar los malos. Creamos de esta manera una imagen antropomórfica
de Dios, haciéndolo Juez Supremo del comportamiento humano. Pero esto no se
puede sostener por más tiempo. Porque es destruir la idea de Dios, como lo
totalmente distinto a lo humano. Y si no existe el premio y casti-go divinos,
tampoco podemos admitir la realidad del cielo y el infierno después de la
muerte.
“Cuando uno elimina de su visión del final de los
tiempos la defensa de la recompensa individual por las buenas obras realizadas
y la idea del castigo por los propios actos malos, entonces el concepto de la
vida después de la muer-te empieza a desaparecer visiblemente. Pero premio y
castigo, ambos, han tam-baleado tanto, que ya se han ido. Y cielo e infierno se
han ido con ellos” (Spong, p.209)
Si el cielo y el infierno ya no son reali-dades que
dan sentido a la vida terrena y que acaecen después de la muerte ¿ya no existe
nada posterior al acontecimien-to irremediable de la muerte? ¿Con ella termina
la vida? ¿Y la promesa de Jesús sobre la resurrección? Son preguntas que todas
personas nos hacemos ¿Hay algo más allá de la muerte? ¿La muerte es el fin de
la vida, de modo que la muer-te es el comienzo de la nada? Las religio-nes
responden afirmativamente: existe vida después de la muerte. La religión
cristiana habla de la vida eterna. La muerte es el comienzo de una nueva vida.
La resurrección de Jesús es la ga-rantía de esta nueva vida. Si Cristo ha
resucitado todos resucitaremos igual-mente. Pero ¿cómo es la vida del
resuci-tado? ¿La resurrección es la reanimación del cadáver? Hoy no se puede
sostener este concepto de resurrección. La resu-rrección es el inicio de una
vida diferen-te, distinta. Es la vida eterna, porque la vida es infinita.
“Creo que la vida es infinita, y también creo que
estamos llamados a explorar su profundidad y a saborear su profun-da dulzura.
Creo que la vida aquí es una imagen limitada y finita de la vida ple-na, que es
ilimitada e infinita. Estoy seguro que uno se prepara para la eter-nidad, no
siendo religioso y respetando las reglas, sino viviendo plenamente, con un amor
generoso, y atreviéndonos a llevar nuestra capacidad al máxi-mo” (Spong,
p.218-219)
Si la vida es ilimitada y continúa des-pués de la
muerte, es porque existe un proceso vital cósmico que abarca a todos los seres
vivos. Es la energía cósmica que influye en toda la natura-leza. De este
proceso formamos parte todos los humanos. La muerte no cor-ta este proceso,
sino que es el inicio
Los seres en la naturaleza pueden aca-bar su vida concreta,
pero no por ello termina la vida en el cosmos. Incluso ese ser vivo puede
terminar su ciclo, pero no su vida transformada en otro ser. Una especie puede
desparecer y transformar-se en otra superior. El proceso creativo-evolutivo de
vida continúa en el cosmos. Los seres humanos acaban su ciclo por la muerte,
pero su vida continúa por este proceso evolutivo. Los creyentes afirma-mos que
“la vida de los que en Ti cree-mos, Señor, no termina, se transforma”.
Esta es la vida más allá de la muerte. En esto
consiste la resurrección, en el paso a una nueva forma de vida, des-conocida,
pero real. La realización de una vida plena. Una nueva consciencia de que la
vida humana participa en la eternidad de Dios y de que viviré, ama-ré y seré
parte de lo que Dios es. La resurrección fue un evento que tuvo lugar en el
interior de las personas, siendo conscientes de que lo que los discípulos
encontraron en Jesús ahora residía en sus vidas y sus corazones, el espíritu
del mismo Jesús (Spong). Y a participar de esa nueva vida estamos llamados
todos los seres del universo, siguiendo el proceso evolutivo cósmico que dirige
y transforma el universo.
h) EL RELATO DE LA CREACIÓN-REDENCIÓN
El relato de la creación leído literal-mente nos
conduce a un universo termi-nado y concluido, y no en evolución per-manente. El
pecado de origen proviene de la desobediencia de Adán y Eva al mandato de Dios
en el jardín del Edén. Pero la narración del Génesis no es un relato histórico.
La humanidad no necesi-ta un redentor que lo salve del pecado. Pecado original,
culpa, Jesús Redentor son conceptos inadmisibles para la mo-dernidad. La imagen
teísta de Dios. Juez Supremo, hoy no se sostiene.
Una lectura literal del relato de la crea-ción nos
lleva a una imagen teísta de Dios inaceptable por el creyente mo-derno. Según
esta lectura Dios es un Ser que habita en los cielos, decide crear el universo,
y al hombre y mujer a su ima-gen y semejanza, para que domine el mundo siendo
el centro del cosmos. El relato nos habla de una creación perfecta y terminada
del universo. Esta concep-ción del mundo es contraria a los descu-brimientos de
la ciencia moderna. No podemos hablar de una creación termi-nada si tenemos
delante la evolución del universo con todos sus seres vivos La creación está en
proceso y no sabemos su momento terminal.
Respecto al relato del paraíso, Adán y Eva, al
comer del árbol prohibido, peca-ron desobedeciendo a Dios. Desde ese momento la
culpabilidad se adueñó de sus personas. La religión cristiana ha en-señado que
este pecado, al que ha llama-do “original”, se ha transmitido a todas las
personas. Y desde entonces el pecado se ha introducido en la conciencia de los
seres humanos. De ahí la necesidad de un redentor que venga a salvarnos del
pecado que proviene de nuestros prime-ros padres y nos evite el castigo eterno.
Esta interpretación nos lleva a unas imá-genes de Dios, del pecado original y
de Jesús, Redentor y Salvador de la humani-dad, que hoy no se pueden sostener.
La modernidad no puede aceptar la existen-cia de un pecado original sin
responsabili-dad alguna del ser que lo hereda, y tam-poco admitir a un Salvador
de ese pecado universal inexistente.
De la anterior reflexión sobre el rela-to de la
Creación y Redención llegamos a las siguientes conclusiones:
No es congruente con el carácter científico de la
persona moderna y los descubrimientos de los últimos tiem-pos afirmar que Dios
ha creado el cos-mos y todos los seres de modo per-fecto y definitivo.
El creyente moderno no puede admitir la existencia del
pecado ori-ginal, cometido por nuestros prime-ros padres y transmitido a
todos los seres humanos. Dios no es un Ser que ponga a prueba al hombre y a la
mujer como Juez Soberano, y los castigue por desobedecer su manda-to. Por ello
es inadmisible el pecado original y la consiguiente culpabili-dad de la persona
humana, como consecuencia del pecado heredado.
Igualmente es contrario a la ra-cionalidad de la fe
la afirmación del carácter expiatorio de la muerte de Jesús de Nazaret. No
es Redentor de ningún pecado. No hay necesidad de que Dios castigue a su Hijo,
envián-dolo al mundo para morir crucifica-do y de esta manera amortiguar la ira
de Dios a consecuencia del peca-do cometido en el Jardín del Edén, y salvar a
la humanidad del castigo eterno.
Así concluye esta reflexión el obispo Spong:
“Todas estas interpretaciones nos llevan a imágenes
de una deidad externa que actúa como una figura humana autoritaria y
caprichosa, a la que le desagrada la conducta humana y que por ello demanda
alguna clase de restitución. Ello implica una definición de la vida humana como
pecadora y como caída. Pero hoy esa deidad externa ha muerto, y esas
definiciones de la vida humana, que nos fuerzan a soñar con actos expiatorios,
sacrifi-cios e historias de intervenciones divinas, no tienen sentido al-guno” (Spong,
p.107)
i) EL CREDO DE LA COMUNIDAD (A partir del propuesto
por J. Sh. Spong)
Creemos que existe una Reali-dad trascendente presente
en el corazón de la vida. A esta Reali-dad la llamamos Dios.
Creemos que esta Realidad tiene una tendencia hacia la
vida y la ple-nitud, y que su presencia se experi-menta como una llamada para
ir más allá de nuestros límites huma-nos, frágiles y temerosos.
Creemos que esta Realidad se encuentra en todo lo que
existe, pero alcanza la autoconciencia y la capacidad de ser nombrado,
compartido y reconocido solo en el ser humano.
Creemos que el cielo, ese lugar con el que se ha
identificado tra-dicionalmente esta Realidad, no es un lugar, sino un símbolo
que representa el infinito del Ser mis-mo.
Creemos que entramos a este estado celestial cada vez
que rompemos las barreras que limi-tan la vida humana o devalúan la capacidad
que tiene.
Creemos en Jesús, llamado el Mesías, o el Cristo.
Creemos que esta Realidad tras-cendente se reveló en
su vida con tal intensidad que causó que la gen-te se refiriera a él como el
hijo de Dios, o el Hijo único de Dios. La in-tensidad abrasadora de Dios era
tan real en él que al ver su vida decimos: “En ti, entendemos el significado de
Dios, así, que para nosotros, tú eres el Señor y el Cristo”.
Creemos que ese Jesús era una presencia de Dios, una
experien-cia poderosa de la realidad de esa Base del Ser, que nos ciñe a todos
con la profundidad de la vida.
Creemos en ese regalo del Espí-ritu que llamaron “el
dador de vida”.
Creemos que este Espíritu, inevitablemente, crea una
comu-nidad de fe que, con el tiempo, abrirá este mundo a Dios como la verdadera
Base de su vida y de su Ser.
Creemos que estar en contacto con la Base del Ser crea
la comu-nión universal de santos, el per-dón de los pecados, la realidad de la
resurrección y la puerta hacia la vida eterna.
(Cf. J. Sh. Spong. Por qué el cristianis-mo tiene
que cambiar o morir. Quito. Ecuador 2014, p.220-22
No hay comentarios:
Publicar un comentario