martes, 19 de octubre de 2021


 LA REVOLUCIÓN COPERNICANA DE JESÚS
 
BUSCANDO A DIOS QUE YA NOS HA ENCONTRADO

 15. LA REVOLUCIÓN COPERNICANA DE JESÚS
Jesús, una revolución copernicana
Jesús supone una verdadera revolución copernicana en cuanto a nuestra
relación con Dios; invierte y pone patas arriba muchas de las perspectivas
humanas, incluso religiosas (como Copérnico puso patas arriba las
concepciones cosmológicas de su época). A mi entender, dos puntos son
cruciales en esta revolución:
1. Es Dios quien ya nos está amando.
En la perspectiva de Jesús, lo central en nuestra relación con Dios no es
lo que nosotros hacemos para “ganarnos” a Dios y hacer que nos sea
favorable. Lo central y lo nuclear es Dios mismo, que se nos está regalando
amorosa y gratuitamente. Gratuitamente. Lo más importante y lo esencial
en nuestra relación con Dios no es venerarlo, servirlo, darle culto,
obedecerle; (aunque todo eso forme parte de nuestra relación con Él). Pero
lo básico y esencial es creer en el amor que Él me tiene; y acoger y dejarse
vivificar por ese amor, para amar como Él e ir transformando este mundo
nuestro para hacer de él un mundo de hermanos (Jesús lo llama “El Reino
de Dios”). Ya no se trata ante todo de "hacer méritos" ante Dios y hacer
que nos sea favorable, sino de abrirse a Él y acoger su amor primero y
gratuito.
Esta revolución copernicana realizada por Jesús, la veo muy bien
reflejada en estas palabras de la primera carta de Juan, en el mismo pasaje
en el que dice que “Dios es Amor”. Dice S. Juan: “El amor no consiste en
que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos ama el primero”,
nos está amando siempre el primero, está constantemente tomando la
iniciativa de amarnos, ¡aun inmerecidamente por nuestra parte! (ver I Jn
4,10). Esta sencilla frase de san Juan es toda una revolución, y supone un
cambio radical en nuestra concepción de lo que es la religión y nuestra
relación con Dios; esta simple frase, que sintetiza el mensaje de Jesús, le
da la vuelta al calcetín de todas las concepciones religiosas humanas: lo
fundamental no es lo que nosotros hacemos por Dios, lo realmente
importante no es que nosotros amemos a Dios, ¡que sí que tenemos que
amarle! Pero lo fundamental y lo realmente importante es que Él nos está
amando ya. Él está tomando la iniciativa de amarnos, siempre, en cada
segundo de nuestra existencia, en cada situación y en cada circunstancia.
Seamos quien seamos cada uno de nosotros, y sea cual sea la etapa de
nuestro crecimiento humano y espiritual en la que estamos. Él va siempre
por delante, amándonos, y está siempre ahí, empujándonos hacia delante,
para que vivamos cada vez más la alegría de sabernos amados y para que
vayamos liberando nuestra propia capacidad de amar. Me atrevo a decir
que “amar a Dios” es, ante todo y sobre todo, “dejarse amar por Él”, darle
a Él el gusto de querernos, porque eso es lo que Él quiere y lo que a Él le
gusta: ¡querernos! ¡Darle el gusto de dejarnos querer! Y esto supone un
cambio tal en todas las concepciones de la religión que han ido surgiendo a
lo largo de la historia, que veintiún siglos después de que esta frase haya
sido escrita, esto sigue siendo una “revolución pendiente”.
Permitidme hacer alusión a Santa Teresita de Lisieux. La lectura de
algunos de sus escritos (que cuando los leí por primera vez en mi juventud
me parecieron demasiado “ñoños” porque no calé en el contenido
revolucionario que se escondía detrás de ese lenguaje a veces un poco
“infantil”) me han ayudado a comprender un poco mejor esta frase de la
carta de San Juan que estoy comentando. Teresa de Lisieux ha entrado en
esa revolución. Ha ido comprendiendo poco a poco que Dios es Amor
Misericordioso. Que es Dios quien quiere amarnos y perdonarnos, seamos
quien seamos y sea cual sea nuestra situación; eso es lo que Él quiere. Lo
que pasa es que nosotros no nos dejamos amar misericordiosamente, y Él
tiene que “aguantarse las ganas”. Pues bien -dice Teresa: Yo me voy a dejar
amar misericordiosamente, en mi propia debilidad y sin ningún mérito por
mi parte. Así que me ofrezco, no a la justicia de Dios (como era la costumbre
en muchos ambientes religiosos de su época), sino ¡a Amor
¡Dios mío! exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo tu justicia
aceptará almas que se inmolen como víctimas? ¿No tendrá también
necesidad de ellas tu amor misericordioso?... En todas partes es
desconocido y rechazado... (…) ¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado
¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras
almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu Amor, las
consumirías rápidamente, creo que te sentirías feliz si no tuvieras que
reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti... (…) cuánto más
deseará abrasar a las almas tu Amor Misericordioso, que se eleva hasta
el cielo... ¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa, ¡consume tu
holocausto con el fuego de tu divino amor! (Manuscrito A, folio 84 recto).
Teresa se atreve a imaginar a Dios como un Océano de Infinita Ternura,
que está intentando por todos los medios romper los diques que le impiden
derramar ese Amor que nos tiene. Dios es un Amante en busca de alguien
que se deje amar gratuitamente. ¡Ese es Dios! Y Teresa se ofrece para
aliviar el corazón de Dios, que desea infinitamente amar, pero que, al no
encontrar hombres y mujeres que acepten dejarse amar por Él, se ve
“obligado a reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en Él”. Se trata
de aliviar a Dios, poniendo a su disposición el vaso de nuestro corazón para
que pueda verter en él el exceso desbordante de su Amor. Dejarse amar,
para permitirle a Dios que se desahogue a gusto en su deseo de amar.

Nuestro Dios es un Dios Enamorado de los seres humanos; enamorado
de cada persona.
Su único deseo es amar. El teólogo ortodoxo ruso Evdokimov llega a hablar del “amor loco de Dios” (ese es el título de uno de sus libros publicado por Nacera); otro autor habla de un “Dios chiflado
por el ser humano”. Lo que nos pide es que abramos nuestro corazón, en
la fe, para que podamos recibir a raudales ese Amor que nos tiene. Que nos
dejemos amar, que nos dejemos empapar por su Amor, hasta el punto que
también nosotros lleguemos a ser amor como Él. Amándonos, lo que Dios
busca única y exclusivamente, nuestra propia felicidad y plenitud. Dios
nos ama buscando sólo nuestro bien y nuestra dicha; y no su propio interés,
su gloria o su honor. A Dios lo único que le interesa es nuestro bien y
nuestra felicidad. Dios es Amor, que, amándonos, busca hacernos felices.
Dios es Amor, y amándonos, nos despierta a nosotros mismos, despierta lo
mejor de nosotros mismos, despierta nuestra propia libertad y nuestra
propia responsabilidad. Despierta nuestra propia capacidad de amar.
es,
2. Amar a Dios es amar a los demás con Él y como Él.

La segunda vertiente de esa revolución copernicana realizada por Jesús
con respecto a las religiones la veo también reflejada en esa misma 1ª carta
de Juan, cuando dice: “Queridos hermanos, si Dios nos ha amado así,
también nosotros debemos amarnos mismo amor con el que somos amados. (Leer Mc.12, 28-34, donde Jesús nos habla del doble mandamiento, o I Jn. 4, 7-21, que para mí es quizás
uno de los mejores resúmenes de lo que es el cristianismo):
Amados, amémonos unos a otros; porque el amor es de Dios. Todo aquel
que ama, es nacido de Dios, y conoce a Dios. El que no ama, no ha
conocido a Dios; porque Dios es amor. En esto se mostró el amor de Dios
para con nosotros, en que Dios envió a su Hijo unigénito al mundo, para
que vivamos por él. En esto consiste el amor: no en que nosotros
hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó a nosotros, y envió a su
Hijo en propiciación por nuestros pecados. Amados, si Dios nos ha amado
así, debemos también nosotros amarnos unos a otros. Nadie ha visto
jamás a Dios. Si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros,
y su amor se ha perfeccionado en nosotros. En esto conocemos que
permanecemos en él, y él en nosotros, en que nos ha dado de su Espíritu.
Y nosotros hemos visto y testificamos que el Padre ha enviado al Hijo, el
Salvador del mundo. Todo aquel que confiese que Jesús es el Hijo
de Dios, Dios permanece en él, y él en Dios. Y nosotros hemos conocido y
creído el amor que Dios tiene para con nosotros. Dios es amor; y el que
permanece en amor, permanece en Dios, y Dios en él. En esto se ha
perfeccionado el amor en nosotros, para que tengamos confianza en el
día del juicio; pues como él es, así somos nosotros en este mundo. En el
amor no hay temor, sino que el perfecto amor echa fuera el temor;
porque el temor lleva en sí castigo. De donde el que teme, no ha sido
perfeccionado en el amor. Nosotros le amamos a él, porque él nos amó
primero. Si alguno dice: Yo amo a Dios, y aborrece a su hermano, es
mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo
puede amar a Dios a quien no ha visto? Y nosotros tenemos este
mandamiento de él: El que ama a Dios, ame también a su hermano (I Jn.
4, 7-21).

¡Esto es totalmente revolucionario! y no estoy seguro de que lo hayamos
asimilado de verdad. “Amados, amémonos unos a otros”. Sabernos amados
por Dios, nos moviliza para amar a todos, con hechos y de verdad. Cuando
nos dejamos encontrar por Dios, lo que Dios hace no es acapararnos, sino
que lo que hace es orientarnos y arrastrarnos en su misma dinámica de
amor, nos hace volvernos hacia los hombres y mujeres de este mundo, para
amarlos con Él, ya que “permanecemos en él, y él en nosotros”. Amar con
Él y como Él. Y eso, no como una norma impuesta desde fuera, sino
comulgando, identificándonos con su mismo dinamismo divino, puesto que
Él es Amor. Dios es Amor, CON NOSOTROS, amándonos y Dios es Amor,
EN NOSOTROS, amando a través de nosotros. “Si nos amamos unos a otros,
Dios permanece en nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros”;
varios autores traducen la segunda parte de este verso: “su amor llaga a
través del nuestro a su plena realización”. Todos nosotros estamos llamados
a hacer visible en este mundo, a través de nuestro amor humano, a ese
Dios invisible. Eso nos pide Dios: que nos dejemos impregnar por su amor,
y que lo rebosemos a través de todas nuestras actitudes y comportamientos
en lo cotidiano de nuestra vida de cada día. ¡Que amemos, con Él y como
Él! No simplemente por una obligación que nos es impuesta; sino porque
estamos habitados por el Amor, que es Dios mismo. “Dios permanece en
nosotros, y su amor se ha perfeccionado en nosotros”, su amor se hace
efectivo y visible en este mundo a través de nuestro amor humano. Y eso
es posible porque “nos ha dado de su Espíritu”, nos ha comunicado su
mismo Aliento Divino, su mismo Dinamismo Divino del Amor, que es el
Espíritu Santo que nos habita. San Pablo dirá que “Dios ha llenado con su
amor nuestro corazón por medio del Espíritu Santo que nos ha dado” (Rm
5,5).
En el discurso de Jesús en la Cena, el evangelio de Juan (Jn 15, 9s.) pone
en boca de Jesús unas palabras en las que describe lo que a mí me gusta
llamar “la cascada o las cataratas del amor”: "Yo os amo -dice Jesús-, como
el Padre me ama a mí; permaneced pues en el amor (...) y amad; amaos
unos a otros”. El Padre es la Fuente que derrama todo su amor en el Hijo.
Jesús (el Hijo encarnado) ama en este mundo, nos ama, con ese Amor que
acoge del Padre. Y nosotros, como Cristo y en Cristo (hijos e hijas en el Hijo
Encarnado), acogiendo gozosamente el amor con que somos amados y
amando con ese mismo amor que acogemos, damos cauce a ese amor en
este mundo, animados desde dentro por el Dinamismo Divino del Amor.
Otro texto parecido es el de Jn 20, 21-22: “¡Paz a vosotros! Así como el
Padre me envió, también yo os envío a vosotros”. Tenemos aquí la misma
cadena que en el texto anterior: El Padre envía al Hijo; y el Hijo nos envía
a nosotros. Pero añade un elemento que en el primer texto no aparecía
explícitamente: “Dicho esto, sopló sobre ellos y añadió: Recibid el Espíritu
Santo” (Espíritu Santo que es quien nos une al Hijo, para que, con Él, como
Él y en Él, también nosotros acojamos el amor del Padre y demos cauce a
ese amor amando con ese mismo amor).
La relación nueva con Dios inaugurada por Jesús no se fundamenta ya en
una simple veneración de Dios, ni en la obediencia a una pretendida Ley de
Dios, sino en una cierta identificación con el amor del Padre. “Amad a
vuestros enemigos, haced el bien y dad prestado sin esperar nada a cambio.
Así será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Dios altísimo, que es
también bondadoso con los desagradecidos y los malos. Sed compasivos,
como también vuestro Padre es compasivo” (Lc 6,35-36). Ser hijos es ser
como el Padre.
A acoger a Dios como Amor y a ser amor como Dios ¡a eso nos invita
Jesús!

16. ὁ ΘΕÒΣ ἀΓΆΠΗ ἐΣΤΊΝ (HO THEOS AGAPE ESTIN)
DIOS ES AMOR

El Dios que vamos descubriendo de la mano de Jesús es un Dios a quien
Jesús llamaba Abbá: Padre. Es seguro que, con esa palabra de su lengua
materna: el arameo, (que es la palabra cariñosa y respetuosa al mismo
tiempo con la que los hijos se dirigían a su padre) así es como se dirigía
Jesús a Dios en su oración. Dios es su abbá; y Dios es nuestro abbá. “Porque
todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, éstos son hijos
de Dios.
Pues no habéis recibido el espíritu de esclavitud para estar otra vez en
temor, sino que habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual
clamamos: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu,
de que somos hijos de Dios” (Rm 8,14-16). El mismo Jesús, resucitado, nos
dice también a nosotros: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y
a vuestro Dios” (Jn 20,17). Ya he dicho en los capítulos anteriores que la
primera Carta de Juan resume la experiencia de Dios de Jesús en una frase
lapidaria: “Dios es Amor” (I Jn 4, 8 y 16).
Dios es Amor, en sí mismo
El Misterio Insondable al que llamamos Dios es Océano Inmenso e Infinito
de Amor, Plenitud Absoluta de Amor; Eterna Comunión de Amor, Eterno
Diálogo de Amor del Padre con el Hijo en el Espíritu Santo; desde siempre
y para siempre; en su propio ser más íntimo y más profundo: es el Misterio
de la Santísima Trinidad, eterna Comunión de Amor. Dios es: “Eterno Estar
Amando” (y ese es el Padre); “Eterno Estar Siendo Amado” (y ese es el
Hijo); “Eterno Ímpetu y Lazo de Amor del Padre y el Hijo” (y ese es el
Espíritu Santo).
Eterna Comunión de Amor, en la que todo el Universo y cada uno de
nosotros estamos zambullidos; en la que nosotros estamos llamados a
integrarnos y a participar, personal, libre y conscientemente, como hijos del
Padre, en el Hijo, gracias al Espíritu Santo. En este sentido podemos decir
que los cristianos no creemos simplemente en “dios”, como quien cree en
la existencia de un Ser Supremo; sino que los cristianos nos sabemos
llevados e implicados en esa Comunión de Amor, como hijos del Padre, en
el Hijo encarnado en Jesús, animados desde dentro por el Espíritu Santo,
Dios es Amor, también en su relación con nosotros; con cada uno
de nosotros y con el universo entero...

En su relación con nosotros, de parte de Dios, no hay más que amor;
sólo, única, y exclusivamente amor. Con respecto a nosotros, Dios no hace
más que amarnos; en toda circunstancia, y seamos lo que seamos por otra parte.
Ni sabe hacer otra cosa, ni puede hacer otra cosa, ni pretende otra
cosa más que amarnos. ¡Porque Él ES Amor! Así que Dios nos está
constantemente amando. Nos está queriendo a todos, y a cada uno,
personalmente, seamos lo que seamos por otra parte. Nos está queriendo,
¡y por eso somos y existimos! Y nos seguirá queriendo siempre, pase lo que
pase, en cada momento y en toda circunstancia.
Un autor dice: “Dios es Amor. Esto significa que todo cuanto Dios hace
es amar. Del mismo modo que el sol no hace otra cosa sino brillar,
proporcionando su luz y su calor a todo el que está dispuesto a recibirlos,
así también Dios no hace otra cosa sino amar, proporcionando igualmente
su luz y su calor a quienes quieran recibirlos. Lo cual significa que en Dios
no hay lugar para la ira, que Dios no castiga. Cuando el pecado hace que
nos apartemos de Dios y de su amor, el cambio se produce únicamente en
nosotros, nunca en él, que jamás deja de amar (...). Sea cual fuere el
momento en el que nos hallamos de nuestro desarrollo, y sea cual fuere lo
que estemos haciendo, Dios nunca dejará de amarnos, corroborando cuanto
de bueno hay en nosotros y comprendiendo tiernamente nuestras
debilidades. Es sumamente importante que caigamos en la cuenta de este
amor incondicional” (Powel, J., 1990).
Ágape
La palabra empleada por san Juan (I Jn 4, 8 y 16) para definir a Dios es
“Ágape” (Dios es “Ágape”).
Sabéis que todos los textos del Nuevo Testamente están escritos en
lengua griega. Sin entrar ahora en más filologías comparando las palabras
que el griego emplea al hablar del amor, digamos que “eros” es la palabra
más común para hablar del amor en general, el amor como deseo,
atracción, etc. (y no sólo a nivel sexual, aunque también); “philia” designa
sobre todo el amor al prójimo, el amor entre amigos, que se expresa a
través del respeto, solidaridad, cooperación, compañerismo; “storge”
significaría más bien el afecto fraternal y amistoso, el cariño mutuo, etc.;
en cuanto a “ágape” digamos que es el amor generoso, gratuito,
incondicional, espontáneo, universal.
La palabra “ágape”, de hecho, era muy poco empleada en la literatura
clásica griega. Cuando los cristianos de legua griega quisieron hablar del
amor de Dios y del amor cristiano, recuperaron esa palabra, precisamente
porque designa a un amor generoso, gratuito, espontáneo; amor que toma
la iniciativa de amar, amor sin egoísmo, amor que tiene su base, no en los
méritos del amado, sino en la generosidad del que ama; amor
desinteresado que se entrega, y que busca solamente el bien de la persona
amada, sin depender de la correspondencia, y sin buscar contrapartidas.

Comprender esto tiene gran importancia en muchos aspectos. En primer
lugar, para comprender correctamente el amor que Dios nos tiene. También
tiene importancia comprender qué es el amor, porque nosotros tenemos
que amarnos los unos a los otros. Naturalmente, nuestro amor humano
tiene mucho de eros y no hay que extrañarse de ello. Pero por otra parte
necesitamos ir “agapeizando” cada vez más nuestros amores; es decir:
intentar amar cada vez más gratuita y generosamente. Ir dejándonos
“contagiar” por ese Ágape que es Dios.
La gran diferencia entre nuestro amor humano y el amor que Dios
está ahí

Nuestro amor suele tener mucho de “eros” (en el sentido original de la
palabra, que es diferente del sentido que la palabra “erótico” tiene en el
leguaje actual). Nosotros solemos amar: a) bien porque algo o alguien se
ha ganado nuestro amor aportándonos un beneficio y haciendo algo positivo
por nosotros; b) porque algo o alguien nos atrae por lo bello, lo bueno que
es y por lo bien que hace las cosas y que por consiguiente merece ser
amado; c) lo amamos porque creemos que ese algo o ese alguien nos puede
aportar algún beneficio a nosotros, o puede satisfacer alguna de nuestras
necesidades, y puede ser fuente de bienestar para nosotros.
En cuanto a Dios, el Padre Dios nos ama por pura donación gratuita y
desde su propia plenitud. Por eso los cristianos recuperaron la palabra
“ágape”. Empleando esa palabra, quieren significar que a) Dios nos ama,
no porque nos necesite, o porque nosotros le hayamos aportado o podamos
aportarle algo, o porque podamos colmar alguna de sus necesidades; sino
que nos ama porque Él es Amor. b) Nos ama, no porque nosotros seamos
amables y merezcamos ser amados; sino que es ese Amor que el Padre
Dios nos tiene gratuitamente, es eso lo que nos hace amables y dignos de
ser amados. Por consiguiente, nosotros no tenemos ni que ganar ni que
merecer el Amor de Dios. El Padre Dios nos está amando ya, por pura
iniciativa suya. Y es ese Amor con el que Dios nos ama, es eso lo que nos
da nuestro propio valer. c) Y el Padre Dios nos está amando, no para
su propio provecho, sino única y exclusivamente para nuestro propio bien.
¿Por qué nos ama Dios? ¿Por qué toma Él la iniciativa de amarnos?
“Él nos amó el primero” nos dice la primera carta de Juan 4,10; es Dios
quien ha tomado la iniciativa de amarnos, es Dios quien nos primerea -
como suele decir el Papa Francisco- ; es Dios quien ha decidido amarnos y
quien nos está amando ya, seamos nosotros conscientes de ello o no; Él
nos está amando ya, antes de que nosotros le amemos, nos está amando
le amemos nosotros a Él o no le amemos; nos está amando lo merezcamos
o no lo merezcamos. Así que podemos tomar como dirigidas a cada uno de
nosotros estas palabras que Jeremías pone en boca de Dios: «Antes
de que yo te formara en el vientre de tu madre, ya te conocía. Antes de que
nacieras, ya te había elegido para que fueras un profeta para las naciones»
(Jeremías 1,5). En la carta a los Efesios San Pablo escribe: “Nos eligió por
amor antes de la creación del mundo para que fuéramos su pueblo santo
sin falta ante Él. Por el amor que tiene, Dios decidió adoptarnos como hijos
suyos a través de Jesucristo. Eso era lo que Él tenía planeado y le dio gusto
hacerlo” (ver Efesios 1, 4-5).
Pero ¿por qué toma Dios la iniciativa de querernos, y de querernos aún
antes de que nosotros pensemos ni siquiera en Él?
Dios nos ama, porque “le sale de dentro” puesto que Él ES Amor. Dios
ama por pura donación gratuita, desde la Plenitud de su propio ser y de su
propio vivir. El amor con que el Padre Dios nos ama es desbordamiento de
su propia Plenitud. Precisamente porque Él es Plenitud y no tiene ninguna
indigencia, puede dar y darse, sin jamás buscar nada a cambio para sí. De
tal manera que, dejándonos amar gratuitamente por Él, dejándonos
vivificar por su amor le estamos permitiendo ser, con respecto a nosotros,
lo que Él es: Amor. El Padre Dios no nos ama porque nosotros seamos
maravillosos y admirables; sino que nos ama “porque sí”, porque le sale de
dentro, porque Él es amor, amor generoso, gratuito, espontáneo, seamos
nosotros lo que seamos por otra parte. El Padre Dios no nos ama porque
nosotros hagamos o hayamos hecho algo para merecer su amor; El Padre
Dios nos ama y nos seguirá amando, lo merezcamos o no lo merezcamos.
El Padre Dios no nos ama porque quiera obtener algo o algún beneficio de
nosotros; sino que nos ama con total generosidad; “te quiero porque te
quiero y porque quiero quererte”. Y nos ha amado así, siempre; nos está
amando así, en este preciso momento; y nos estará amando así, pase lo
que pase. El amor del Padre Dios no depende de lo que nosotros hagamos
o dejemos de hacer; sino que el Padre Dios nos ama y nos seguirá amando
porque Él ES Amor. El Padre Dios es Ágape: don de sí, generosidad, entrega,
gratuidad; amor desinteresado, que busca sólo el bien nuestro. Y Dios ama
a todas sus criaturas y a cada uno de nosotros (:a mí, a ti), con
independencia de que seamos más o menos amables. Dios nos ama incluso
cuando no somos amables, porque Él –en su esencia– es Amor: Ágape. El
amor con que el Padre Dios nos ama es desbordamiento de su propia
Plenitud. El Padre Dios ama, desde la Plenitud Desbordante de su propio ser
y de su propio vivir.
Nosotros, libremente –con la libertad que el Padre Dios nos da y que Él
sostiene porque nos ama-, libremente nosotros podemos acoger o podemos
rechazar y cerrar nuestro corazón a la relación de amor que el Padre Dios
quiere establecer con nosotros y nos ofrece, y con la cual quiere llevarnos
a nuestra plenitud y nuestra felicidad. Pero el Padre Dios sigue y seguirá
“estando ahí”, y nos seguirá amando. Nada ni nadie puede separarnos del
Amor que Dios nos tiene (leer Rm 8,38-39. Ver también I Jn 4,10; II Tim
1,9-10; Tito 3,4-5; etc.). Y precisamente porque nos ama y nos seguirá
amando siempre, precisamente por eso, Él estará siempre ofreciéndonos su
amor. Pero ofreciéndolo a nuestra propia libertad.

Un Amor que se ofrece pero que no se impone

El Padre Dios está queriendo establecer conmigo (con cada persona) una
relación personal de amor, de confianza, de amistad, de cariño mutuo, de
complicidad. Y lo que me pide es que me deje querer por Él, que me deje
enamorar por Él, que acepte ser su amigo; aunque yo sea consciente de
que no estoy a la altura. Porque Él me quiere ya, ¡quiere que nos queramos!
¡Y podemos querernos! con intimidad y confianza mutua, con afecto mutuo,
aunque yo no dé la talla. Podemos querernos ¡porque Él ya me quiere! Yo
no soy digno de ser querido por Él. Pero el hecho que Él me quiera ya, me
dignifica; y hace posible que yo pueda vivir con Él una relación de amor.
Puesto que quiere establecer conmigo una relación personal de amor, el
Padre Dios me está invitando (está invitando a cada persona) a que le abra
mi corazón y mi vida, y a que viva esa relación de amor con Él. Me está
invitando. Pero respetándome en lo que soy, respetando mi propia libertad
y mi propia decisión. (Sin libertad, no hay amor. Habrá sumisión, o
sometimiento; pero no amor. Ahora bien: El Padre Dios no quiere “perfectos
servidores sumisos y cumplidores"; sino hijos/as, que se dejen querer y que
sintonicen con su Amor). Está ahí, ofreciéndose a mí, ofreciéndose a cada
persona; pero, precisamente porque me ama, jamás imponiéndose por la
fuerza. ¡Dios, siempre discreto, y humilde, y débil, y vulnerable!, como es
débil y vulnerable el amor. Mendigando discretamente mi acogida y mi amor
(“¡si quieres!”, le dice Jesús al joven en Marcos 10,17-22); pero quedándose
humildemente en segundo plano y en la sombra, esperando humildemente
que yo (que cada persona) caiga en la cuenta, que yo acepte
voluntariamente, que yo acoja libremente el amor que me ofrece.
Tomándose el tiempo necesario para enamorarme (para enamorar a cada
persona). Esperando pacientemente que se nos caigan las escamas de los
ojos, y nos dejemos fascinar por el amor que nos tiene: “Yo estoy a tu
puerta, y llamo; si oyes mi voz y me abres, entraré en tu casa y cenaré
contigo” (ver Ap 3,20).

Mirad a Jesús arrodillado a los pies de los apóstoles, suplicándole a Pedro
que se deje lavar los pies. En ese preciso momento oídle decir: “Quien me
ve, ve al Padre” (Jn 14,9). Esta afirmación es muy fuerte, y si la tomamos
en serio sentiremos quizás que nuestra razón titubea y vacila. ¿Cómo
imaginamos a Dios?, ¿como un Gran Señor sentado en su trono de Gloria,
exigiendo nuestro servicio, nuestra veneración y nuestros honores? En
Jesús, Dios se nos revela como el “Arrodillado a los Pies de los Hombres”,
suplicándoles que le dejan lavarles los pies. ¡Ese es el Dios Amor que se nos
revela en Cristo! San Juan de la Cruz se atreve a escribir cosas tan fuertes
como estas: “Llega a tanto la ternura y verdad de amor con que el inmenso
Padre regala y engrandece a esta humilde y amorosa alma -¡oh cosa
maravillosa y digna de todo pavor y admiración!-, que se sujeta a ella
verdaderamente para la engrandecer, como si Él fuera su siervo y ella fuera
su señor, y está tan solícito en la regalar, como si Él fuese esclavo y ella
fuese su Dios. ¡Tan profunda es la humildad y dulzura de Dios!” (San Juan
de la Cruz, Cántico c. 27, n. 1).
Un Amor creador
Así que el Padre Dios no nos ama porque nosotros somos buenos y
amables; sino que nos ama para que podamos llegar a serlo, gracias a ese
amor que Él nos tiene ya. Ese Amor que el Padre Dios nos tiene ya es el
que hace posible que nosotros vayamos llegando poco a poco a ser buenos
y amables, y vayamos poco a poco llegando a amar con ese amor con el
que somos amados.
Creo que todos hemos experimentado muchísimas veces que, cuando nos
sentimos amados, apreciados, valorados, aceptados en todo lo que somos,
algo se nos remueve por dentro. Para empezar, nos sentimos contentos,
satisfechos. Pero hay más: cuando me siento amado de verdad, siento
como que algo se despierta en mí, me entran ganas de vivir, de ser yo
mismo, de sacar a la luz y de hacer efectivo lo mejor de mí mismo. Pues bien, esa capacidad de despertar a sí misma a la persona amada que tiene nuestro amor humano es el reflejo y es la prolongación de la capacidad creadora que tiene el Amor con que el Padre Dios nos está amando. ¡Dios
es el Amor que hace posible que nosotros vayamos llegando poco a poco a
ser buenos y amables, y vayamos poco a poco llegando a amar con ese
amor con el que somos amados! Así que el Padre Dios no nos ama
únicamente cuando nosotros somos buenos y amables; sino que,
sencillamente, ¡nos ama! Y nosotros podamos llegar a ser buenos y
amables, gracias a ese amor que Él nos tiene ya. Es el Padre Dios quien,
diciéndonos: "¡Te quiero!", nos despierta a nosotros mismos. Es el sabernos
gratuita y personalmente amados, es eso lo que nos despierta a la alegría
de existir, y lo que nos estimula y nos incentiva desde dentro para ser
nosotros mismos, para vivir y realizarnos a nosotros mismos como
personas, desde nuestra libertad.
Un Amor personal
Otro punto que me parece extremadamente importante: Se trata de creer
que Dios me está amando ¡precisamente a mí! Escribe L. Evely:
El cristianismo no consiste en creer únicamente que Dios ama a la
humanidad. Es creer que Dios me ama a mí (...) Se trata de creer que
ese amor de Dios es verdadero, vivo, sincero, y, por tanto, concreto y
orientado, personalmente, hasta en sus menores detalles, hacia cada uno
de nosotros (...) Dios me ama a mí. Yo le intereso personalmente,
apasionadamente, continuamente (...) Si no creyéramos eso, si no
viviéramos sostenidos por esta seguridad, no habríamos comenzado a ser
cristianos (...) No tiene ningún sentido creer que Él ama a “los demás” si
no creo que me ama a mí (...) Cuando llegue a creer que Él me ama a mí
mismo - a este ser insoportable, del que sólo yo puedo medir el peso -,
conoceré la medida insondable de su inverosímil amor. Los santos son los
que pudieron decir: “Yo conocí el amor que Dios sentía por mí, y me lo
creí” (Evely, 1981).
Dios me ama, precisamente a mí. Y ya me está amando en este preciso
momento; y me está amando precisa y personalmente a mí. Es decir: que
me conoce, me ama; y me acepta en todo lo que soy; tal como soy y tal
como estoy hoy. No me ama tal como yo “tendría que ser”, o tal como “me
gustaría ser”, o tal como los otros “quisieran que yo fuese”, o tal como yo
“podría ser”, o tal como yo "seré cuando...". Sino que, hoy, Dios me está
amando ya, y me está aceptando, tal como soy y tal como estoy hoy.
Es evidente que Dios me quiere llevar a más y mejor. Pero Dios no espera
a que yo haya llegado a ser más y mejor para amarme entonces. Sino que
me ama ¡ya! Dios no aprueba necesariamente todo lo que soy ni todo lo
que hago. Pero Dios me acepta a mí; y me ama a mí, que soy o hago esto
o aquello. Aunque no apruebe lo que hago, me acepta y me quiere a mí.
Un Amor Misericordioso
Porque el Amor con que nos ama el Padre Dios es un amor gratuito, que
El amor que nos tiene nace de su Plenitud de Ser Amor. Ese su amor gratuito
nos lo ofrece, generosamente, siempre, a todos y a cada uno de nosotros
que somos pecadores. Como dice S. Pablo: “Dios nos ha salvado y nos ha
llamado a estar unidos con Él, no como premiando méritos nuestros, sino
gratuitamente y por iniciativa propia. Este amor gratuito que nos tiene en
Cristo Jesús desde toda la eternidad, se ha hecho manifiesto ahora, en la
venida de nuestro Salvador Cristo Jesús, quien ha destruido el poder de la
muerte y, a través de la Buena Noticia, ha sacado a la luz la vida inmortal”
(II Tim 1,9-10). “Dios nuestro Salvador mostró su bondad y su amor por la
humanidad, nos salvó, no porque nosotros hubiéramos hecho nada bueno,
sino porque tuvo compasión de nosotros” (Tito 3,4-5). Nos ama ya, sea cual
sea el estado en el que estemos; nos ama y nos acepta, tal como somos,
incluso pecadores. No aprueba ni le gustan nuestros pecados. Pero a mí,
pecador, a nosotros, mediocres y hasta pecadores, ¡nos ama!, llevándonos
así a ser más nosotros mismos y a ser mejores; impulsándonos,
estimulándonos, y haciendo posible con su amor que lleguemos a ser más
y mejores de lo que somos. Pero amándonos ya tal como somos y en la
situación en la que estamos.
Decir esto no es justificar ni nuestras perezas ni nuestra pasividad. Sino
que es poner la base verdadera y sólida de todos nuestros esfuerzos y de
todos nuestros progresos. Esa base es: a) la aceptación lúcida y sincera de
nuestra realidad personal tal como es; y b) la aceptación de la Realidad
primera y fundamental, que es la realidad de ese amor personal que Dios
nos tiene ya a cada uno de nosotros. Sólo apoyado en esa fe en el amor
personal y actual de Dios por mí, que despierta lo mejor de mí mismo, sólo
así podré ir a más y a mejor. Cuanto más sea consciente, acepte y acoja
ese amor personal y actual que Dios me tiene, tanto más se irá liberando
mi propia capacidad de amar en actos y de verdad.

Un Amor que busca únicamente nuestro bien
¿Qué pretende pues Dios al amarnos?, ¿qué busca Dios cuando nos ama
así? Amándonos, lo que Dios busca es, única y exclusivamente, nuestro
propio bien, nuestra propia felicidad y nuestra propia plenitud (eso es el
“Ágape”). Amándonos, el Padre Dios desea únicamente nuestro bien y
nuestro provecho. Y no sólo lo desea, sino que, además, amándonos, el
Padre Dios está procurando por todos los medios posibles que eso se realice.
Por eso, porque nos ama, el Padre Dios se alegra y se goza cuando
alcanzamos nuestro propio bien y nuestra propia felicidad. Vernos
plenamente realizados y felices: esa es su “gloria” y su alegría. Como es
gloria y alegría para unos padres ver la felicidad y la plena realización de
sus hijos, y están dispuestos a sacrificarse a sí mismos por ello. Permitidme
decirlo: Tenemos la maravillosa capacidad de alegrarle la vida a Dios. Y si
alguien se extraña de lo que estoy diciendo, que lea la parábola de la oveja
hallada: “Cuando la encuentra, lleno de alegría la carga en los hombros y
vuelve a la casa. Al llegar, reúne a sus amigos y vecinos, y les dice:
“Alégrense conmigo; ya encontré la oveja que se me había perdido” (Lc
15,5-9); o la de la moneda; o la del hijo que vuelve a casa y el padre
organiza una fiesta (ver todo el capítulo 15 de evangelio de Lucas).
Creo que vale la pena insistir sobre esto: El Padre Dios nos crea, porque
nos ama, haciéndonos participar en su propia alegría de existir y de amar.
No nos ama ni nos crea para su provecho, o pensando en su propio interés;
ni siquiera buscando su gloria o su honor. Sino buscando nuestro bien y
nuestra dicha; nuestra plena realización personal y nuestra total felicidad.
Su Amor es absolutamente desinteresado. Al Padre Dios lo único que le
interesa con respecto a nosotros es nuestro bien: “Que tengan vida, y la
tengan en abundancia” (Jn 10,10; ver Jn 3,16-17). El Padre Dios nos ama
buscando sólo nuestro bien y nuestra dicha: ¡mi bien y mi dicha!, ¡tu bien
y tu dicha, seas quien seas!, ¡el bien y la dicha de cada persona humana!
Lo que el Padre Dios pretende al amarnos, es nuestra propia realización
personal, nuestra propia plenitud personal y nuestra propia felicidad.

Plenitud de vida y de felicidad, sabiéndonos amados y amando. Nuestra
aspiración más profunda y nuestra plena realización como personas
consiste en ser amados y en amar. Eso es lo que somos, y ahí reside nuestra
felicidad más radical. Pues bien: Eso es lo que quiere el Padre Dios ¡Que
seamos, que vivamos, que nos realicemos plenamente! ¡que seamos
totalmente felices, sabiéndonos amados y amando! Eso es lo que el Padre
Dios pretende amándonos.
Amándonos, el Padre Dios no busca contrapartidas. No ama al ser
humano para obtenerde él su reconocimiento o para que le alabe, le sirva
y le glorifique eternamente. Es evidente que nosotros serviremos,
glorificaremos y alabaremos a Dios, como respuesta agradecida y gozosa a
ese amor gratuito que Dios nos tiene. Pero el Padre Dios no nos ama
egoístamente para que nosotros le sirvamos y le glorifiquemos. Dios nos
ama, para que nosotros vivamos; el Padre Dios nos ama, para que nosotros
seamos felices: “En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que
Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él” (I
Jn 4,9). Que vivamos, en el gozo de sabernos amados, y que vivamos
participando en la alegría divina de amar. Por eso, amar a Dios, en
definitiva, será: a) dejarse amar por Él, b) para como Él y con su Amor,
amar al prójimo –como dice y repite san Juan en su carta-.
La “Gloria de Dios”
Según la conocida expresión de san Ireneo, “gloria Dei, vivens homo”: la
gloria de Dios es el ser humano plenamente vivo, plenamente realizado
(San Ireneo: “Adversus Haereses”, L. IV, c.14).
Sabéis que, cuando la Biblia habla de la “gloria de Dios”, no se refiere en
prioridad a nuestras alabanzas a Dios; sino a Dios mismo, en cuanto que
manifiesta su grandeza y su esplendor. “La Gloria de Dios” es la
manifestación del esplendor y de la grandeza de Dios mismo. Gloria de Dios
es todo aquello que hace patente y manifiesta el esplendor y la grandeza
de Dios. Y es esa manifestación del esplendor y grandeza de Dios lo que
nos lleva a nosotros a glorificarle y alabarle. Nuestra glorificación de Dios
es sólo el reconocimiento por nuestra parte de la manifestación de la “Gloria
de Dios” en esa realidad en la que lo glorificamos.
La manifestación del esplendor de Dios, y por consiguiente su gloria,
consiste en que el ser humano viva y alcance su plenitud. La presencia de
Dios, su gloria y su gozo se realizan con más plenitud allí donde de modo
más verdadero y auténtico se realiza nuestra humanidad filial. Y en
particular en nuestra alegría de sabernos plenamente amados por el Padre
Dios, y en la generosidad de nuestro propio amor plenamente dado a los
demás. Así que, tanto más glorificamos a Dios, cuanto más plenamente
vivimos y nos realizamos nosotros mismos como personas, (es decir, como
los amados amantes que somos). Y tanto más glorificamos a Dios, cuanto
más ayudamos a otras personas a vivir y a realizarse en plenitud como
personas, (fundamentalmente en su realidad de amados amantes). Dios
Amor se revela como Dios, Dios Amor manifiesta su esplendor y hace visible
su grandeza y su gloria en el ser humano plenamente realizado.
Fundamentalmente, en el ser humano plenamente feliz y colmado de amor,
y en el ser humano totalmente libre para amar. En eso consiste su gloria y
se manifiesta su ser Dios con relación a nosotros. Dios es Dios buscando la
dicha y la plenitud del ser humano; ¡mi dicha y mi plenitud!; ¡tu dicha y tu
plenitud!; ¡la dicha y la plenitud de cada persona humana! Y nuestra
alabanza a Dios será el reconocimiento agradecido de esa presencia y de
esa acción de Dios, que se hace patente ahí: en el ser humano que se va
plenamente realizando como persona amada y amante, es decir: como
amada por el Padre Dios y que ama con ese amor acogido de Dios.
Pero, por otra parte, el mismo san Ireneo continúa su frase diciendo:
“vita autem hominis visio Dei”: “la vida del hombre y su plenitud se realiza
en la contemplación de Dios”. Es decir, que el ser humano llega a su propia
plenitud, se realiza y adquiere su auténtica dimensión, en su encuentro con
Dios, en su relación con Dios, cuando entra en comunión con Dios: Cuando
contempla y acoge ese amor maravilloso que Dios le tiene, y se deja
totalmente vitalizar por él, de tal manera que también él lo “transparenta”
y se pone a amar con ese amor con el que está siendo amado; entonces es
cuando el ser humano encuentra su propia plenitud y su total realización
como persona, amada y amante. Y entonces es cuando la “gloria de Dios”
se hace más patente, manifiesta, brillante y esplendorosa.

Y por eso, el Padre Dios, que quiere la plenitud y la total realización del
ser humano, erre que erre permanece junto al ser humano, amándolo y
“trabajando” por su bien y por su plena realización como amado feliz y como
amante generoso, en todo momento y en cualquier circunstancia. Incluso
cuando nosotros, los seres humanos, lo rechazamos y nos cerramos a su
amor y a su acción en nosotros, Él sigue estando ahí, amando. El Padre Dios
ha creado al ser humano para que éste sea y se realice plenamente, para
Entonces será cuando brille con todo su esplendor la gloria de Dios:
cuando el mundo y las personas humanas lleguemos a nuestra plena
realización en Él.
Padre: has de oír
este decir
que se me abre en los labios como flor.
Te llamaré
Padre, porque
la palabra me sabe a más amor.
Tuyo me sé,
pues me miré
en mi carne prendido en tu fulgor.
Me has de ayudar
a caminar,
sin deshojar mi rosa de esplendor.
Por cuanto soy
gracias te doy:
por el milagro de vivir.
Y por el ver
la tarde arder,
por el encantamiento de existir.
Y para ir,
Padre, hacia ti,
dame tu mano suave y tu amistad.
Pues te diré:
sólo no sé
ir rectamente hacia tu claridad.
Tras el vivir,
dame el dormir
con los que aquí anudaste a mi querer.
158
Dame, Señor,
hondo soñar.
¡Hogar dentro de ti nos has de hacer!
(Gabriela Mistral, premio Nobel)

17. EPÍLOGO
CARTA DE DIOS PARA TI
Mucho más habría que decir. Pero, para terminar,
os
ofrezco un texto de
autor desconocido y que yo hago mío, modificando algunos puntos.
Querido hijo mío. Querida hija mía:
Conozco tu pobreza, conozco las luchas y preocupaciones de tu alma, la
fragilidad y las enfermedades de tu cuerpo, conozco tus cobardías, tus
pecados, tus desfallecimientos. Pero a pesar de todo te digo: ÁBREME TU
CORAZÓN. DÉJATE QUERER POR MÍ. Y TÚ, ¡ÁMAME TAL COMO ERES!
Si esperas a ser un ángel para dejarte amar y para amarme, no me
amarás jamás. Aunque caigas a menudo en las mismas faltas que
quisieras no cometer nunca, aunque seas débil y cobarde en la práctica
de la virtud, ESPERO QUE NO ME NIEGUES TU AMOR.
Déjame amarte. y ámame. TAL COMO ERES: a cada instante, y en
cualquier situación en que te encuentres: en el fervor o en la aridez
espiritual, en la fidelidad, y hasta en la misma infidelidad.
Déjame amarte. Y ámame. Tal como eres. QUIERO EL AMOR DE TU
CORAZÓN MENESTEROSO. Si para amarme esperaras a ser perfecto, no
me amarías nunca.
Hijo mío, hija mía, DÉJAME QUE TE AME. Quiero formarte, mejorarte,
hacerte santo. Pero mientras tanto, TE AMO YA COMO ERES. Y anhelo
que tú hagas lo mismo: que me ames ya, tal como eres; deseo ver
elevarse y crecer tu amor, desde el fondo incluso de tu miseria.

AMO EN TI Y ME CONMUEVE, ¡HASTA TU MISMA DEBILIDAD! Me gusta el
amor y la confianza que me tienen los imperfectos, que me aman “como
pueden”. Quiero que, desde tu indigencia, se eleve continuamente este
grito: "Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo". Es el canto de tu
corazón que más me agrada.
¿Necesito acaso de tu ciencia, de tus talentos? Es algo más que “virtudes”
lo que busco, busco tu amor. Por eso, ¡no te inquietes! Acepto de ti lo
poco que tienes. Y aunque te creas poca cosa, para mí eres algo muy
grande. “Alguien” muy importante.
Yo te he creado para el amor. ¡AMA! El amor te impulsará a realizar lo
que tengas que hacer, aún sin que lo pienses. No pretendas otra cosa
sino llenar de amor el momento presente.
Hoy ME TIENES A LA PUERTA DE TU CORAZÓN COMO UN MENDIGO, A
MI, EL SEÑOR DE LOS SEÑORES.
Llamo y espero. Apresúrate a abrirme. No te excuses de tu miseria. Si
conocieras plenamente tu indigencia, morirías de dolor. Pero YO TE AMO.
LO QUE MÁS ME HERIRÍA EL CORAZÓN SERÍA VERTE DUDAR DE MI AMOR
POR TI, Y CARECER DE CONFIANZA para amarme tal como eres.
Quiero que sepas que pienso en ti y te amo en cada instante del día y de
la noche. ¡Cuenta conmigo! Hazlo todo, sabiendo que yo te amo.
Hasta cuando tengas que sufrir, Yo estaré contigo.
Tú dame tu amor. Y conocerás un amor tan grande como jamás podrías
soñar. Y yo te daré un amor tan grande y te enseñaré a amar, más allá
de lo que nunca has soñado, ¡te daré mi propio amor!
Pero recuerda esto: DÉJAME AMARTE. Y ÁMAME YA. TAL COMO ERES. Y
no esperes a ser santo para entregarte al Amor. De lo contrario, no
amarás jamás.
Un fuerte abrazo para ti
Firmado: Tu Padre Dios

Bibliografía
Anónimo: La Nube del No-Saber. Ediciones Paulinas, 1981.
Buber, M.: Eclipse de Dios. Sígueme, 2005.
De Mello, T.: El scanto del pájaro. Sal Terrae, 2015.
Evely, L.: Credo. Ariel, 1966.
Evely, L.: Fraternidad y evangelio. Sígueme, 1967.
Evely, L.: La oración del hombre moderno. Sígueme. 1969.
Evely, L.: Nuestro Padre. Sociedad de Educación Atenas, 1981.
Galilea, S.: La amistad de Dios. El cristianismo como amistad. Ediciones
Paulinas, 1987.
Galilea. S: La amistad de Dios. El cristianismo como amistad. Ediciones
Paulinas, 1987.
Gesché, A.: “Dios para pensar III”. Sígueme, 2010.
Johnston, W.: Enamorarse de Dios. Herder, 1998.
Martín Descalzo, J.L.: Vida y misterio de Jesús de Nazaret, I. Sígueme,
1986.
Pagola, J.A.: Creer, ¿para qué?. PPC, Madrid 2008
Pagola, J.A.: Dios amigo. Idatz, 1998.
Pagola, J.A.: Es bueno creer. San Pablo, 1996.
Pagola, J.A.: Jesús. Aproximación histórica. PPC, 2007.
Powel, J.: Plenamente humano, plenamente vivo. Sal Terrae, 1990.
Santa Isabel de la Trinidad: Obras completas. Editorial de Espiritualidad,
1986.
Sophrony. A.: Escritos de san Silouan el Athonita. Sígueme, 2011.
Spicq, C.: Ágape en el Nuevo Testamento. Cares, 1977.
Teresa de Lisieux: Obras completas. Monte Carmelo, 2015.
Torres Queiruga, A.: Creo en Dios Padre. Sal Terrae, 1986.
Torres Queiruga, A.: Des terror de Isaac al Abbá de Jesús. Verbo Divino,
2000.
Torres Queiruga, A.: Diálogo de las religiones. Sal Terrae, 2005.
Torres Queiruga, A.: Recuperar la salvación. Sal Terrae, 1995.

Varone, F.: El Dios ausente. Sal Terrae, 1987.

No hay comentarios:

Publicar un comentario