LA ROMERÍA.
Las ventanas de las casas
del pueblo se iban iluminando pausadamente, sin intermitencias. Los gallos se
oían cantar en un ordenado “diálogo” de unos con otros. Las chimeneas
comenzaban a echar humo. Las amas de casa se afanaban en preparar la merienda,
y los hombres daban el último pienso a las caballerías, y ordenaban los aperos
y los carros para el viaje.
Rayaba el alba, y el día
prometía ser espléndido. La Fiesta, la Romería, comenzaba ya en ese mismo
instante. Más aún, la fiesta había comenzado los días anteriores con su ansiada
y anhelada espera.
Cuando las madres estaban
enfrascadas en plena faena culinaria, aparecían los hijos con el importuno
sonsonete de siempre: ¡”Mamá”!, ¿qué me pongo? - ¡“Ahí lo tienes, encima de la
silla”!, respondía mecánicamente la madre.
Se batían huevos y se
preparaban tortillas. La tortilla francesa, en bocadillo, para mitad de la
mañana. Para la comida del medio día, y como entrante, la clásica tortilla
española de patata con cebolla. Las había muy variadas: tortilla con chorizo, o
con gambas, con ajos tiernos, espárragos silvestres o “trigueros”, tortilla de
alcachofa o de espinaca. Todo dependía del gusto de cada casa. Después vendrían
los adobos: longaniza, chorizo, lomo… Pero en muchos casos se prepararía “in
situ” la paella de arroz con conejo, a poder ser conejo de monte, o de liebre,
a la que se le añadía algo de pimiento y alcachofas. El romero y el tomillo le
daba un aroma especial, y la alcachofa coloreaba ligeramente de verde oscuro el
arroz. La humeante y jugosa paella atraía a familiares, amigos y convecinos.
A la salida del sol todo el
mundo atravesaba ordenadamente el puente sobre el río Martín. Puente que había
sido terminado de construir por nuestros antepasados en el año 1.796. Pasábamos
a la margen derecha del río para después de recorrer unos diez kilómetros,
aguas arriba, volver a su margen izquierda.
Aguas
arriba y al fondo la Sierra de Arcos. Foto de Teodoro Félix Lasmarías.
El Santuario de la Virgen
de Arcos se encontraba, -se encuentra-, a orillas del río, frente a la Sierra
de Arcos, muy cerca del pueblo de Ariño, cuya “puerta” queda marcada por el
corto estrechamiento del río que separa los campos de ambas poblaciones. En
realidad, Albalate y Ariño usan y disfrutan la fiesta con similar entusiasmo.
Aunque a lo largo de la historia hubo sus más y sus menos, como por ejemplo los
graves incidentes que se produjeron entre ambas poblaciones al celebrar la
romería en el año 1.897. “Nos querían quitar la Virgen”, me contó en cierta
ocasión el abuelo Remigio. Horcas, falces, hachas, palos y bastones con su
espadín en el interior incorporado, eran los “argumentos contundentes” que se
esgrimían. - Todavía conservo como reliquia un bastón-espada de aquellos
tiempos -. La “sangre” no llegó al río y todo aquello es “agua pasada”.
La caravana enfilaba la
carretera entre los Cabezos de El Palomar y el de Cantalobos. Bardaviu Ponz nos
cuenta en su Historia (1.914): ese trayecto era “la antigua vía romana llamada
“Cursus”, o Corso, calle ancha con casas y huertos a ambos lados que ocupaban
el terreno existente hasta pasado el Camposanto e Iglesia de San José”. San
José edificado en 1.750, sobre una antigua iglesia mozárabe llamada San
Salvador. A escasos metros se encuentran las tumbas medievales en “Las
Lastras”.
Salir del pueblo era como
salir del “cobijo”, del recinto de seguridad. Era como salir de sí mismos para
encontrarse con los demás en cuanto vecinos caminantes, en comunión con los
campos, y en búsqueda de “lo sagrado”. La madrugada, el frío en muchas
ocasiones, el caminar con viento, y las aguas de lluvia de Abril, hacían el
viaje un tanto incómodo y sacrificado, pero alegre y esperanzado.
Caballerías y carros
engalanados entonces, tractores y coches engalanados ahora. No es lo mismo,
pero el objetivo es similar.
Era un caminar alegre y
festivo hacia algo distinto de lo habitual; hacia el recuerdo de su propia
historia como pueblo, y al recuerdo del “prodigio” realizado: “la aparición de
la Virgen al pastorcillo Natalio”.
Pastores que se pasaban el
día entero, y también las noches, en auténtica soledad con su rebaño, y en
medio de la naturaleza que en esa época primaveral comienza a brotar con fuerza
y generosidad. Entonces era la más absoluta soledad. No era lo mismo que ahora
teniendo coches, motos, transistores y teléfonos móviles. Era soledad hacia los
cuatro puntos cardinales, a excepción con el breve encuentro de algún que otro
pastor o labrador. El día y la noche daba mucho de sí para el deseo y la
imaginación.
Y en ese día de romería se
vive la alegría de la fiesta, la esperanza de los cereales en desarrollo, la
ilusión de una buena cosecha; en definitiva el fruto del “sudor y del trabajo
del hombre”.
Ayer, -y permítaseme este
inciso-, visité a mi padre en su casa (a pocos días para cumplir los 99 años),
y nos recordaba a mi hermana María y a mí, el siguiente chascarrillo que indica
la soledad del pastorcillo con su ganado en el monte.
Se había quedado solo al
cuidado del ganado siendo todavía un niño, pues el pastor había ido al pueblo a
proveerse de los avituallamientos necesarios para los días sucesivos. Mi padre
se aburría sin saber cómo matar el tiempo durante el cuidado monótono del
rebaño. No se le ocurrió otra cosa que poner a una oveja una boina negra
tapándole la cabeza.
Y ocurrió lo inesperado: el
ganado se espantó y se dispersó por los rastrojos cercanos. De vez en cuando
algunas ovejas se acercaban a la “emboinada” resoplando e hinchando las
narices, pero cuando estaban cerca de su compañera al verla, golpeaban el suelo
fuertemente con sus patas, y volvían a espantarse en desbandada. Cuando mi
padre vio que no podía controlar las ovejas, dejó de reír y se asustó. Le costó
mucho tiempo atrapar a la oveja y quitarle la boina, porque corría de un lado a
otro sin ver hacia donde lo hacía, y al oír sus pisadas cuando se acerba a
ella. “Aprendí la lección”, comentó mi padre.
En nuestro caminar teníamos como perspectiva
lejana montes y barrancos como el Taconero (523 m.), el Barranco de la
Hoz que conduce hasta el llano de la Chumilla, el Saso y la Defesa (603 m.), que forman parte del
Desierto de Calanda. Hacia el Sur, el Puerto de La Calzada, La Silleta (600 m.), El Coronas (853 m.), inician la Sierra de
Arcos. Y hacia el Oeste, y en la margen izquierda del río, el Sasillo (452 m.), Val de Alacón, los
Ventiscares (389 m.),
Balsa de la Calera, Cabezo Negro (558
m.) - mi abuelo decía que bajo sus entrañas escondía
carbón, pero que nadie se aventuraba a explotar -.
Y como perspectiva más
cercana, según íbamos caminando, teníamos: los Albares donde se había
construido un abrevadero con el agua de Valdoria a su paso hacia Albalate, la
carretera hacia Andorra, la Val de la Defesa, las Canales sobre el río, la
Cuesta del Royal (de tierras rojizas) y entrada a los Tollos, la Cuesta de la
Pinarosa y la bajada hacia el Batán. Los Estrechos en el río no se veían pero
se adivinaban por la orografía del terreno y el paso obligado de las aguas.
El Mas del abuelo en La Pinarosa en un desvío durante la peregrinación. Más tarde se sentarán a comer en el Santuario de Arcos.
El tiempo lo medíamos, - y
él nos medía en cuanto a nuestra resistencia -, por el recorrido que hacíamos:
hasta los Albares, el Royal, el Batán, y el Santuario. Cuatro etapas recorridas
andando, o a lomo de los burros paso a paso, y de trecho en trecho. En total,
12 kms., en tres horas.
El Cabezo del Zarzal, el
Balsete de Ortas de Tierra Untar, el Cabezo de los Eslabones (610 m.), el Batán, el Puente
Colgante, la Central Eléctrica 2ª de Rivera-Bernad, los Baños de Ariño y la
necrópolis medieval en la Sierra de Arcos, juntamente con el río, conforman el
escenario cercano que rodea el Santuario.
Cerca del
Santuario. Foto de Teodoro Féliz Lasmarías.
¡Ya se ve la Virgen!,
exclamó mi madre, desde la carretera en el alto de La Pinarosa y al descender
hacia El Batán. Yo no veía nada acostumbrado al corto campo visual de niño.
Fueron las referencias que me iba dando mi madre las que me aproximaron al
punto de mira: un diminuto peñón rojizo al fondo y a lo lejos, que se confundía
con el terreno. A partir de entonces comencé a mirar con perspectiva de adulto.
Dejábamos abajo el río y
ascendíamos hacia el “sagrado peñón”. Mientras uno buscaba sitio para asentarse
y cuidaba las caballerías en la explanada, los demás seguíamos ascendiendo
hasta el Santuario. Una Salve y Tres Avemarías era lo preceptivo con un
santiguarse antes y después.
Desde un lugar bajo las
rocas y frente al arco de entrada al recinto del Santuario veíamos a la gente
que subía a expresar a la Virgen sus votos y sus oraciones. De vez en cuando,
un arriesgado arriero subía con sus caballerías engalanadas y sus carros
entoldados, llenos de ramajes y de banderolas, hasta la explanada interior
atravesando el arco, en su tiempo puerta de entrada al Castillo. Las
campanillas y esquilas o cencerros de las caballerías, juntamente con el bullicio
de las gentes, ponían la música de fondo.
La Plaza
del Santuario. Foto de los Años Cuarenta del S. XX.
Era el encuentro en la
ermita con familiares, vecinos y amigos. Cada uno lleva el recuerdo de sus
antepasados, con la impronta de sus huellas dejadas en sus descendientes con su
ejemplo, su trabajo y su sacrificio. Recibían su herencia y la trasmitirían con
fidelidad a los suyos.
El hombre aragonés
cumplidor de la palabra dada.
Su palabra se cumplía,
porque su palabra “iba a Misa”. “Pacta sunt Servanda”, decían los romanos. “Los
pactos son para cumplirlos”, decían nuestros hombres. El apretón de manos era
la firma que, como mejor documento escrito, daba validez al pacto.
La mayoría en aquellos
tiempos no sabían leer y escribir, pero lo pactado se cumplía.
También era el encuentro
con “lo milagroso”, con el misterio, con lo sagrado. Y en este caso de la
Virgen, era el encuentro simbólico con la madre, la mujer amada por excelencia.
Era un día de “uno con los
otros” y para los otros.
De vivir individualmente
cada uno en su hogar, se pasaba a vivir junto a los otros y para los demás.
Y ello bajo la protección y
bendición de la “Gran Mujer”, la Virgen de Arcos.
Después de la Misa pasábamos
a besar el manto de la Virgen por detrás del Retablo construido en el año
1.683. Al iniciar el recorrido en silenciosa y ordenada fila de gentes devotas
nos encontrábamos con la imagen, casi a tamaño real, de un monaguillo que
sostenía en su mano el cepillo o cajeta para introducir las monedas que
aportábamos para el sostenimiento del Culto. La expresión de su cara era tal
que nos parecía, y así nos lo decían nuestras madres, que cuando le echábamos
nuestros dinerillos muy contento sonreía.
Al manto de la Virgen le
daba la luz que entraba por una ventana y a través de la cual veíamos, hacia el
Norte, lo lejos que quedaba Albalate del Arzobispo.
El camino que habíamos
recorrido era inmenso para nosotros entonces.
Retablo de
la Virgen de Arcos de 1.683. Foto de Teodoro Félix Lasmarías.
Llegó el momento especial para todos.
El Ayuntamiento juntamente
con la Cofradía de la Virgen preparaba para todo el que lo deseaba unas
sabrosísimas alubias blancas con chorizo y un panecillo tipo campesino, de
hogaza.
Ordenadamente pasábamos con
nuestros recipientes en los que se nos servía nuestra ración personal de
“judías de la Virgen”.
Al final algunos pasaban a
recoger otro panecillo que sería enviado a familiares y amigos emigrados a
Cataluña o a Zaragoza.
Era el recuerdo de su
Virgen de Arcos.
La Liturgia de ese Domingo,
y por tanto de ese Lunes de Quasimodo, comenzaba de esta manera: “Quasi modo
géniti infantes, alleluya: rationábiles, sine dólo lac concupíscite”. “Como si
fuerais niños pequeños, razonables, desead la leche sin fraude”.
Es decir, ardientemente
desead lo que es bueno para vuestro cuerpo y vuestra alma, el alimento sin
engaño, sin perfidia, sin astucia o sin segundas intenciones, lealmente, como
es la leche materna con la que somos alimentados en los primeros días de
nuestra existencia.
Las alubias comunitarias y
el pan formaban parte de la liturgia popular. “Todos comían el pan y las judías
con chorizo, salidos de una misma hornada, de una misma olla”.
Era la comunión de todos en
un mismo espíritu.
A partir de este momento
los distintos grupos de familiares, amigos, vecinos, se dispersaban (se sigue
haciendo hoy en día) hacia los lugares elegidos para celebrar la gran comida.
Cada uno aportaba lo suyo poniéndolo a disposición de todos: conejo con arroz,
cordero, adobos…, el vino de Albalate en abundancia y los postres preparados
para la ocasión.
Todos comen
fundamentalmente de un mismo rancho. Es el amor solidario vecinal, siendo todos
comensales de “una misma mesa”.
La alegría de una fiesta entorno a una comida
campestre y bajo la unión del recuerdo de sus historias al amparo del
Santuario, podría ser el ejemplo simbólico de una nueva sociedad donde nadie se
queda sin comer.
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Emilio Velilla, Miguel Alcaine, Laureano, Carmen y Pascual, Miguel, Paquita,
Teresa y Prudencia, María, nuestra madre Pilar partiendo el pan, y tío
Francisco. Se compartía lo que se tenía. Era el día de la Virgen.
Pilarín García Alegre comiendo en la Romería con amigos y vecinos.
Angel Soro, el albañil, con susamigos.
Manoli, María Eugenia y Angelines, en la "Romería Virgen de Arcos".
Manola, madre de "las tres niñas", delante de la Virgen de Arcos.
El que está a su lado llevando la peana es Eliseo, "el burraza".
Angel Soro, el albañil, con susamigos.
El que está a su lado llevando la peana es Eliseo, "el burraza".
Todos ríen y cantan juntos
porque un día es un día, porque es el día de la fraternidad.
“Es una comida humana,
porque es una comida solidaria”. Y puesto que es una comida humana y solidaria
comienza a ser una comida “divina”.
Cuanto más humana y más solidaria,
más divina.
Por ello las discusiones
quedan a un lado. Se olvidan las viejas rencillas, y se encuentran familiares y
amigos en ocasiones separados.
Es un día en el que se
comulga con la naturaleza, con el prójimo, y en definitiva con lo divino.
¡Ese comer, SÍ es un saber
comer!
Es el bien comer que genera
amistad, porque se sabe perdonar y porque se comparte lo que se tiene, lo que
se es.
Este comer solidariamente
unidos que genera lo humano, que celebra el amor.
Y “cuanto más humano,
más divino”.
Zaragoza, Junio de 2.008.
BIBLIOGRAFÍA:
MAPAS
COMARCALES DE ARAGÓN-BAJO MARTÍN, Nº 23. Aneto Publicaciones. Año 2001.
HISTORIA
DE LA ANTIQUISIMA VILLA DE ALBALATE DEL ARZOBISPO, del Doctor D. Vicente
Bardavíu Ponz. Tip. de P. Carra. Plaza del Pilar (Pasaje). Zaragoza. Año 1914.
DE
ILUSIONES Y TRAGEDIAS. HISTORIA DE ALBALATE DEL ARZOBISPO, de José Manuel Pina
Piquer. Edita Ayuntamiento de Albalate del Arzobispo. Año 2.001.
EL VALOR
DIVINO DE LO HUMANO, de Urteaga Loidi, 4ª edición. Ediciones Rialp S.A. Madrid,
1.952.
COMIDAS Y
“CENAS DEL SEÑOR”, de Juan Luis Herrero del Pozo, teólogo. Logroño (La Rioja). http://WWW.eclesalia.blogia.com.
Santuario de la Virgen de Arcos.
Que bonito y muy bien esplicado me alegro mucho de ver nuestras fotos mil gracias la foto nuestra me encanta conozco a todos y los recuerdo sólo no se quien es ese Alcaine y Miguel y Paquita
ResponderEliminarPrecioso relato!!!
ResponderEliminarMe ha encantado ver a mi tía Josefa Villuendas, junto con sus amigas María Sabio y Pilarín García (hija de Román García, quien da nombre a nuestra escuela publica en Albalate)