martes, 8 de marzo de 2016

AMBIENTE, PROFESORES, ALUMNOS.



II.- DIOS, EN EL SEMINARIO.
Ambiente, profesores, alumnos.

Alcorisa era un pueblo tranquilo, apacible, pero inquieto. Se sentía protector del seminario. A las afueras, en la margen izquierda del río Guadalupillo, en dirección hacia Andorra, estaba construido un viejo casarón, antiguo colegio de los Paúles. Una plazoleta con grandes árboles daba acceso a la iglesia, "Esta casa, es casa de oración", dice un letrero sobre la puerta. A la derecha se abría la puerta para recibir a los "veteranos" seminaristas, y a los nuevos "picholos" que por primera vez pisábamos aquel lugar.
La foto superior corresponde al 50 Aniversario del ingreso en el Seminario de Alcorisa celebrado por los supervivientes tanto sacerdotes como seglares.
A la izquierda, la escalera principal por la que se accedía a las dos plantas que constituían, constituyen, principalmente el edificio. Justo, en frente, en la primera planta, se encontraba el despacho del Rector.
El dormitorio de los picholos, en la segunda planta, era el más amplio. Había que acoger el mayor número de alumnos.
Ese curso ingresábamos 74 chavales, dispuestos a adentrarnos en un mundo nuevo para nosotros. A medida que se avanzaba en cursos, disminuía el número de alumnos. La gente se iba quedando en la cuneta del camino. Media docena de compañeros se agregarían posteriormente a este curso que comenzaba, por repetir curso o por venir como vocaciones tardías.
Los más mayores dormían en el dormitorio llamado "La Siberia". Era la tercera planta en un extremo del edificio. Su nombre indica el frío que hacía en invierno. Recuerdo que en el cincuenta y cuatro llegamos a estar a 12 º bajo cero. El agua en las palanganas que recogíamos y guardábamos debajo de la cama para asearnos a la mañana siguiente algunas veces llegó a helarse.

Desde mi visión personal del seminario, o desde mi deseo personal sobre cómo debería ser el seminario en aquel entonces, llegaba a concebir a los demás, tanto compañeros como profesores, poco menos que ángeles constituyendo una gran fraternidad. Lógicamente me llevé un gran chasco. Observé la miseria humana, producto de los tiempos de escasez y de rencores contenidos.
En el centro del patio que formaba el pequeño claustro había, todavía está, un pozo de agua con su cubo y su cuerda para sacarla. Aunque no era necesario, porque en los dormitorios había agua corriente, y en los lavabos que cada dormitorio tenía anejos. Y a lo largo del comedor y cocinas, se extendía un patio-recreo, vallado, que lo disfrutaban los de los cursos 3º y 4º. Nosotros estábamos con los de 2º en el patio de entrada al edificio, recordándonos el letrero de la puerta de la capilla, que aquello era "casa de oración". A nuestras misas venían las personas piadosas que vivían más próximas a nosotros. Un huerto nos permitía recolectar algo de hortalizas. Y en el sótano, antiguas bodegas, antigua cárcel, se había habilitado un escenario y unas sillas para teatro y para charlas dominicales para toda la comunidad.
Especialmente las charlas del Rector se basaban en la Urbanidad y Reglamento para seminaristas de la Archidiócesis de Zaragoza. Años 1930 - 1945. Los compañeros de curso que nos solemos reunir en la actualidad la hemos reeditado en el año 2002, para recuerdo y solaz nuestro. Era una urbanidad, por supuesto para eclesiásticos, pero que coincidía, en lo sustancial en cuanto a los protocolos de actuación para con los demás, con lo que hace unos años recordaba el Marqués de Santo Floro, el Sr Figueroa.
En alguna ocasión se nos llegó a decir, y ante la proximidad de las vacaciones de verano, no había otras, que tuviéramos muchísimo cuidado en el trato con las chicas, porque "tened en cuenta que una prima nos es igual que una silla". "Si alguna mujer intenta daros la mano, procurad llevar siempre un periódico o un libro, y responderle: ¡qué!, lo quieres?, y así os evitareis tocarle la mano". ¡Qué tiempos!
No es de extrañar que mi querida Mari Luz de Albalate preguntase a mis primas que si no me dejaban hablar con las chicas. Mari Luz, nunca te he olvidado y siempre te he llevado en mi corazón. Perdóname por lo que te hice sufrir sin darme cuenta. Recuerda que cuando te volví a ver, siendo los dos, personas adultas de unos cincuenta años, y en medio del fragor de los tambores de Semana Santa, el abrazo que nos dimos resumió en una, las dos largas vidas, recorridas por separado.

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