¿Por
qué fui al seminario?
Antes de abordar
esta cuestión quiero retrotraer unas experiencias, que pueden ser de alguna
manera ilustrativas del vivir de esta época. Una estaría en el terreno individual,
la otra lo sería en grupo, y la tercera sería la semipública o semioficial.
En cierta ocasión
estábamos un amigo y yo intentando llegar hasta un nido de pájaros que había en
un chopo junto al río Martín. Se subió el amigo trepando por el fino tronco del
chopo hasta la altura del nido. Cuando estaba contemplando los pajarillos, se
le rompió la rama, cayendo cabeza abajo, pero quedándose colgado por el tobillo
en una rama partida a modo de gancho. La escena venía a ser como la que veíamos
en el matadero, cuando colgaban a los cerdos y corderos, una vez muertos, para
despedazarlos. No podía incorporarse y agarrarse con las manos, que se
extendían abiertas en el vacío. Cuanto más se movía, más quedaba enganchado. El
dolor debía de ser muy intenso a juzgar por los chillidos que daba. ¿Qué podía
hacer yo?, si corría a pedir ayuda, tardaría todavía un buen rato en regresar.
El riesgo de que se rompiera la rama, "el gancho", y cayera de cabeza
era muy posible. Me descalcé y empecé a trepar por el árbol. Los pies descalzos
se acoplan mejor al tronco para poder trepar por él. Cuando llegué a la altura
de su cabeza, la puse apoyada en mi hombro y seguí subiendo hasta que rebasamos
la altura de su pié enganchado. Se lo saqué, y sentado sobre mis hombros, una
pierna a cada lado de mi cabeza, fuimos bajando muy lentamente...
No recuerdo más
del hecho. Lo más lógico sería que su madre lo llevara al médico o al Señor
Miguel, el Practicante (ATS), lo curara, y no sé por qué, todo debió quedar en
secreto. Yo olvidé hasta el nombre del amigo. Pero recuerdo la imagen viva del
lugar del hecho: entre la peña "la baya" y el "molino de la sociedad".
El ambiente era el
de la post-guerra. Los maquis se extendían por el Maestrazgo y los montes de
Beceite. En el pueblo había instalado un destacamento del ejército en el garaje
"Durbán". Los chicos organizábamos peleas con espadas de madera y
grandes escudos de chapa o de cartón. Todos los riachuelos, barrancos, cuevas y
montículos nos los pateábamos una y mil veces. Un domingo, al salir de misa y
en la cuesta de las "Losas", se organizó una pelea pegándonos de
verdad unos cuantos chicos, rodando cuesta abajo, unos encima ahora y otros
debajo después. Nuestros juegos eran de espías y ladrones; no respetábamos la
tranquilidad de los vecinos. Nuestras familias debían estar hartas de nuestra
desbandada. De acuerdo quizás, con la Guardia civil, ésta organizo "una
batida" cogiéndonos a todos y encerrándonos en el cuartel. El trato fue
serio, pero correcto para nuestra edad. Se intentaba nuestro escarmiento de una
vez por todas. A las dos o tres horas de estar encerrados, los más pequeños, o
los más débiles, echaron a llorar, se abrieron las puertas y en la calle
estaban esperando nuestros familiares. La lección estaba aprendida. Eran los
tiempos del Guerrero del Antifaz, del Hombre Enmascarado, y de Roberto Alcázar
y Pedrín, especialmente, como lectura de nuestra cabecera.
En Albalate ha
habido encierro de toros por las calles, para nosotros, desde siempre. La plaza
de toros se construyó en 1921. Los encierros eran por tanto algo lógico,
natural y esperado, todos los años. "Era todo un ritual". Desde la
"Paridera de las Cabañuelas", a la derecha, dirección Lécera, y más
allá de "la Cuesta de los Churreros", los toros venían libremente con
sus cabestros, pastores y caballos. Nosotros salíamos a su encuentro, recien
comidos, todos los 24 de septiembre. Los veíamos, los acompañábamos a una
distancia prudencial, hasta que en la entrada del pueblo, a la altura de la
"Torre Roya", que ya no existe, se cerraba por detrás de los toros
con una valla; el pueblo, sus calles habían sido valladas convenientemente, un
disparo de cohete y...¡sálvese el que pueda, y la Virgen de Arcos le ampare!
La subida hasta la
plaza de toros, junto al castillo, era de auténticos corredores, de auténticos
especialistas. El "cuello de botella" que se formaba a partir de la
primera puerta, son tres en total, era impresionante. En esas circunstancias, o
ganas a correr a los toros, cosa casi imposible, o les dejas paso quedándote
agazapado, o te apartan a su manera. Era toda una lucha entre una posible
cogida, a vida o muerte, o salir airoso, teniendo algo importante que contar.
Era "nuestra puesta de largo", el paso a la hombría. Quedabas marcado
para siempre.
Pero en la plaza
era otra cosa. Había que tantear a los toros. Aquí el peligro es más grande,
porque el espacio es más reducido, hay más gente, hay que atender a todos los
toros a la vez, y no hay salida posible a no ser que encuentres un hueco en el
burladero, o de un brinco saltes la barrera.
Cuando un toro
cogía a algún mozo, la reacción de los demás compañeros era inmediata. Uno le
cogía del rabo. A éste se le añadía otro. Y desde atrás, por ambos lados se
agarraban al cuello y a los cuernos. ¡Visto y no visto!, una “montonada” de
mozos caían sobre el toro. Se recogía al empitonado y se procedía a soltar al
toro lo mismo que antes, pero al contrario. Mientras unos citaban al toro por
delante, los de atrás se soltaban del rabo. Era pura solidaridad, puro
ejercicio de supervivencia. Era la lucha del hombre ante la fiera. ¡Era
impresionante!
La experiencia
sexual era aprendida por la transmisión oral y "práctica" que otros
chicos mayores impartían. No había fotos, no había libros, no había imagen
alguna que te ayudara a pensar y a deducir. El silencio de los mayores era
cómplice en el "cada uno hará lo que pueda". Lo más que se escuchaba
eran algunos chistes, chascarrillos, e infortunios de las parejas recién
casadas. Alguna abuela "más deslenguada" se atrevía a insinuar alguna
cosa.
El aprendizaje era
pues instintivo, consustancial con la naturaleza. Los escenarios eran las
choperas, ribazos, ríos, cuevas, pajares y panizos. En los meses cálidos, por
la noche, y antes del canto de los "serenos" (las 23 horas), se
jugaba por las calles oscuras, empinadas y tortuosas, abundantes en bellos
rincones, y al grito de "¡Tres navíos hay en el mar!", de un grupo de
chicos-chicas, con la respuesta inmediata del otro grupo "¡Y otros tres a
navegar!", comenzaba la busca y captura del contrario. Momentos muy
propicios para hacerse el interesante, el protector, o en el ¡cógeme que me
caigo!. El apretón estaba servido.
En el inicio
sexual había curiosidad, deseo de saber y de experimentar, prestación mutua en
el experimento; pero nunca había agresión, coacción y abuso de poder; excepto
en algún caso muy contado, que todos rechazábamos después. Ello era debido a la
falta de educación en los sentimientos por parte de algún chico de familia
desajustada. Lo normal era eso, "lo normal", lo natural. Hubo alguna
ocasión en que en el juego-experimento-aprendizaje participaron algunas chicas
con las que había más amistad, más convivencia, más confianza. Se hacía lo que
se podía y hasta donde se podía, quedando satisfechos-insatisfechos al mismo
tiempo. Creo que nadie se sentía violentado, abusado, utilizado. La amistad
continuaba después como si nada hubiera pasado. A estas alturas pienso, que el
recuerdo que cada uno podamos tener será el de la amistad, confianza, y cariño.
Cuando, después de tantos años nos encontramos, el abrazo sincero y gozoso que
nos damos es el mejor ejemplo de una niñez vivida con sinceridad y limpieza de
alma.
&
En este ambiente,
con estos escenarios, con esta preparación, hubo un día que decidí ingresar en
el seminario. ¿Por qué?
Después de una de
aquellas charlas que se daban en la iglesia durante la semana de
"dolores", anterior a la Semana Santa, me eché a llorar, repitiendo
sin cesar que quería ir al seminario. Mi familia se quedó sorprendida. Yo
también lo estaba. Nunca se había hablado de ello. No había ningún seminarista
en el pueblo, que pudiera servir de referencia.
Yo veía que quien
estaba al servicio de la gente eran, de una manera o de otra, los maestros, los
médicos, la Guardia Civil; las demás personas se dedicaban a sus tareas y a sus
familias; pero de entre todos, el cura era el que más me parecía que servía más
y mejor, y con más desinterés, al bien de los demás. Esto era lo que yo quería,
hacer algo por los demás. Por esto brotó en mí la idea de ir al seminario. El
resto lo puso el cura de común acuerdo con mi madre. Mi madre antes de decidir
escribió a mi padre, a Francia, para que diera su opinión y su consentimiento.
La respuesta del exiliado anarquista fue tajante: "¡Que haga lo que crea
conveniente!". Esto se daba en el mes de Abril de 1951. El 29 de
Septiembre pisaba el umbral del Seminario de Alcorisa.
La preparación
académica en los meses de verano fue muy intensa. Había que realizar un examen
de ingreso, y necesitaba que se me concediera una beca. Mi padre todavía no
podía ayudarme. Yo no lo conocía, pues se marchó cuando tenía once meses. Hubo
que esperar al mes de Agosto de 1954 para el reencuentro.
Si la preparación
escolar fue muy intensa, la preparación personal, íntima, fue todavía mucho más
intensa. Tenía que superar unas costumbres, unos hábitos, unos deseos, y
cambiarlos por otros más acordes con la exigencia del camino emprendido. La
lucha interior fue muy grande. El destino estaba de mi parte.
El objetivo era
para mí claro y rotundo: servir a la sociedad de una manera especial ayudando
todo lo que estuviera de mi parte para mejorarla. Puedo adelantar que la salida
de sacerdote, "la secularización", tuvo el mismo objetivo. Pero esto
se explicará más adelante.
Albalate
del Arzobispo
No hay comentarios:
Publicar un comentario