CÁNTICOS PARA UN CAMBIO.
Lentamente, penosamente,
ascendían por la ladera de la montaña aquellas pobres gentes con sus vestiduras
rasgadas por el dolor y la angustia. La pobreza, la miseria, el sufrimiento se
reflejaba en sus rostros. Eran como “fúnes peccatorum”, como cordadas de presos
camino de las Galeras. Suspiros, llantos, chasquidos de látigos se mezclaban
con sus oraciones. Subían hacia “lo alto” en busca de clemencia por sus
pecados, y alivio para sus cuerpos y sus mentes atormentados por el miedo
a la peste que se había cebado en ellos. Era la temida Peste Negra. Y al ritmo
de latigazos penitenciales en la espalda se escuchaba como música de fondo
aquel…
Aquel cántico y aquella
escena quedaron grabados en mí, para siempre. Me impresionó. La visión nos la
ofrecía el gran Ingmar Berman con su película “El Séptimo Sello”. Año 1.957.
Les habían obligado
abandonar el convento francés de Carmelitas Descalzas de Compiègne. Corría el
año 1.794 en pleno Terror revolucionario. Del convento pasaron a la Prisión de
La Bastilla. Aquellas frágiles monjas desfilaban de dos en dos cogidas por las
manos, casi sin aliento, sin poder sostener sus cuerpos, hasta que una de
ellas, y para infundir fortaleza, entonó el…
“Veni Creátor Spíritus,
Mentes tuórum vísita:
Imple supérna grátia
Quae tu creásti péctora”…(1)
Una tras otra aquellas
monjas fueron cayendo a golpe de guillotina. Solamente, e inexplicablemente, se
salvó la Vicesuperiora, cuyo personaje encarnaba la gran actriz Jeanne Moreau,
y que más tarde daría al convento una nueva vida.
Aquel cántico, y en aquellas
circunstancias, me impactó.
La película tenía por
título “Diálogo de Carmelitas”, de Philippe Agostini y R.I. Bruckberger. Año
1.959. El guión se basó sobre “Diálogos de Carmelitas”, escrito por Bernanos.
Cuando en la Capilla de
Seminario de Casablanca de Zaragoza cantábamos multitudinariamente los
seminaristas, dirigidos por nuestro especialista en canto gregoriano, Manuel
Pallás Badía (+ 1-VI-1.999), aquel
“Media vita in morte sumus:
quaem quaérimus adjutórem, nisi te, Dómine?
Qui pro peccátis nostris juste irásceris:
Sancte Deus, Sancte fortis, Sante miséricors Salvátor
Amárae morti ne tradas nos”…(2)
D. Manuel
Pallás
¿Quien no se emocionaba
ante aquel cántico que ponía los pelos de punta? Todavía cuando lo escucho en
la intimidad no me deja indiferente.
CUANDO al final de la
semana, el Domingo, antes de acostarse, cantábamos aquello de….
“Frátes: Sóbrii estóte, et vigiláte:
quia adversárius véster diábolus,
tamquan léo rúgiens, circuit,
quaérens quem dévoret:
cui resístite fórtes in fíde.
Tu autem Dómine miserére nóbis”.(1)
Y al poco tiempo las luces
de nuestras habitaciones se iban apagando una tras otra, dejándonos en la más
reconfortante oscuridad. Al despertar, un nuevo día radiante comenzaba en
nosotros.
Venía a mi mente aquella
enseñanza que mi abuelo me daba. “Se debe vivir con sobriedad, pero con
dignidad”. Estoy seguro que ahora añadiría: “Resiste frente a la tentación para
no caer, - “atrapado por el león rugiente de la propaganda” -, en el consumismo
aniquilador de la persona y de su libertad”.
Las campanas del Vaticano volteaban sin cesar
agolpándose unas sobre otras en un revoltijo alegre de sonidos inconfundibles.
Era un ocho de Diciembre de 1.965. Los representantes de la Iglesia Católica
cantaban al unísono:
“Te Déum laudámus:
te Dóminun confitémur
Te aéternum
ómnis térra venerátur”…(1)
El entusiasmo y la
esperanza anidaban en el corazón de las gentes de buena voluntad.
Atrás quedaban sesiones y
sesiones de diálogo, de consenso, pero también de fuertes discusiones y
enfrentamientos. El papa Pablo VI rubricaba los Documentos Conciliares. La
esperanza se abría paso en todo el mundo. “Una nueva etapa comenzaba para
todos”.
Había sido un anciano Papa,
Juan XXIII, quien abría “de par en par las ventanas de la Iglesia para que
entrara aire fresco y renovado de la calle”. Lo anunció un 25 de Enero de
1.959. Se inauguró el 11 de Octubre de 1.962. Y el Concilio Vaticano II
terminaría después de tres largos años de estudio y de reuniones.
Dos Cartas del Papa Juan,
la “Máter et Magístra” (15-V-1.961) y la “Pácem in térris”
(11-IV-1.963) habían dado la vuelta al mundo haciendo reflexionar, y haciendo
cambiar de actitud, con respecto a las gentes más humildes, a una gran parte de
cristianos y no cristianos. Pablo VI daría un nuevo empujón con su Carta “Populorum
progressio” (26-III-1.967).
El Vaticano II con su
Constitución Pastoral “Gaudium et spes” (7-XII-1.965) sobre la Iglesia
en el mundo actual impulsó a innumerables sacerdotes y cristianos al cambio de
actitud y de vida hacia el mundo de los pobres. Muchos sacerdotes abandonamos
para siempre la sotana, vestimenta habitual hasta entonces, y vestimos el mono
de trabajo de las fábricas. No tenía vuelta atrás. “Poníamos la mano en el
arado y miraríamos hacia adelante”. Nuestra vida comenzaba a cambiar.
Después de tantos años, la
Iglesia volvía la cara al mundo. La liturgia se hizo mirándose frente a frente
Pueblo e Iglesia. Comenzaron a hablar el mismo idioma. Y en esas relaciones
cara a cara, Iglesia y Pueblo, se daban los fundamentos para la creación de la
Comunidad Eclesial. Para ello era determinante la presencia física habitual y
el lugar donde se encontraban las gentes en sus personales circunstancias. No
solamente hombres y mujeres iban a las iglesias, sino que la Iglesia iba hacia
las gentes. Y florecieron innumerables Comunidades Cristianas de Base. El
“altar”, con humildad y sencillez, se
expandió hasta los lugares de trabajo, hasta el lugar donde habitaban las gentes.
Y llegaron a ser una misma cosa.
Como muestra del ambiente
que se respiraba en la Asamblea Conciliar veamos lo que decía Monseñor Pildain,
Obispo de Canarias, el 28 de Septiembre de 1.965, pidiendo al Concilio que,
puestos a condenar algo, se condenase al Capitalismo.
“Porque el ateísmo - ya lo
dijo Pío XII – se difunde por causa de la pobreza y de la miseria entre los
hombres. Las riquezas del mundo son de todos y no es lícito que, junto a
enormes riquezas no explotadas, haya inmensa pobreza. Y estas desigualdades no
se deben a Dios - como dicen algunos -, sino al capitalismo liberal, que
abusando de las riquezas, permitió tantas injusticias entre los hombres y las
naciones. Es al capitalismo a quien deberíamos condenar, de hacerlo con
alguien, pues él es la causa y padre del marxismo. ¡Cuantos comunistas
aceptarían encantados la fórmula que hace años proponía el cardenal Suhard:
“¡Ningún proletario, todos proletarios!”.(3)
Pero a estas alturas
después del tiempo que ha pasado cabe preguntarse: ¿Siguen todavía las ventanas
abiertas en la Iglesia?, o ¿solamente se entreabren para, desde la rendija por
la cual se mira cómodamente, ver lo que pasa allá “en la plaza de los
ciudadanos” y sentenciar un “illud admittére non possumus”? ¡Como si la Verdad
fuese también patrimonio exclusivo de privilegiados!
Con sentimiento de pena
digo: En la medida que la Iglesia de la espalda al Concilio Vaticano II, el
Mundo dará la espalda a la Iglesia.
Y como dice Juan José
Tamayo: Es el adios a la Cristiandad.
Zaragoza, Septiembre de
2007.
BIBLIOGRAFIA:
(1) LIBER USUALIS MISAE ET OFICII, Desclée y
Socii. París 1.958.
Díes irae
in Misae Pro Defunctis.
Véni
Creátor, hymnus in II Vésperis in Fésto Pentecostés.
Frátes,
lectio brevis. De I. Pétris S. in Domínica ad Completorium.
(2) LIBER CHORI, Primera Edición “Sígueme”.
Salamanca, 1955. Canto de Cuaresma.
(3)
“IGLESIA EN EL CORAZÓN DEL MUNDO”, de Luis González-Carvajal Santabárbara.
Ediciones HOAC. Madrid, Diciembre de 2005. Prólogo de Mons. D. Carlos Amigo
Vallejo, Cardenal-Arzobispo de Sevilla.
(4) “ADIOS A LA CRISTIANDAD”, La Iglesia Católica
Española en la Democracia, de Juan José Tamayo. Ediciones, B.S.A. Barcelona,
2003.
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