martes, 8 de marzo de 2016

VIAJE A FRANCIA AL REENCUETRO CON MI PADRE



Viaje a Francia al reencuentro con mi padre. 
El tren "Topo" que circulaba entonces, no sé si también ahora, desde San Sebastián hasta la frontera de Irún con Francia nos dejó, a mi madre y a mí, cerca del viejo puente internacional de Hendaya sobre el río Bidasoa.
Desde mitad del puente se ve la plaza de la estación y a su izquierda la propia estación del ferrocarril que nos habría de llevar hasta Burdeos. Desde allí la mirada ansiosa de mi madre divisó a un hombre que estaba paseando por la acera de entrada a la estación. La exclamación rápida y tajante fue: ¡"Ese es tu padre"!. Lloros, abrazos, y unos ojos abiertos como platos, los míos. Escenas parecidas se habían producido anteriormente y se producirían más tarde en sucesivos reencuentros con distintas familias. Eran los primeros días del mes de Agosto de 1954.
Las maletas se quedaron en consigna y al atardecer fuimos a cenar a un restaurante al otro lado de la plaza. La primera noche la pasamos en un hotel. A la mañana siguiente cogeríamos el tren para Burdeos.
Cenamos en una terraza con el sonido de fondo de música de acordeón. Fue la primera sensación que recibí de "la dulce Francia". Me llamó la atención que tanto las fachadas de las casas como los toldos de los comercios eran de colores muy vivos, especialmente el rojo y el amarillo. En España era todo "más gris". Al lado de nuestra mesa, había un grupo de jóvenes cenando y charlando alegremente. De reojo miraba con gran curiosidad sin poder deducir quienes eran chicos, y quienes chicas. Sus cabelleras largas y sus blusas amplias me impedía sacar conclusión alguna. Aquella escena no se parecía a lo que yo estaba acostumbrado a ver.
El tren era eléctrico, silencioso y muy rápido. El olor que desprendía era a limpio y a húmedo. Lo mismo que las sábanas de la cama en la que dormí. Para mí era un mundo nuevo y distinto al que estaba acostumbrado a vivir en aquella época. St.Jean-de-Luz, Biarritz, Bayonne, Dax, Guétary, Bordeaux, fue el itinerario. En un autobús llegamos hasta la Propiedad llamada "Maison Neuve". Se encontraba entre los términos de La Lustre y Tauriac le Morón.
Entrando a la derecha estaban las bodegas con sus grandes cubas, a modo de depósitos, las prensas y garrafas, botellas, etc. Ya no se producía el vino aquí. Se hacía en la cooperativa donde todos llevaban su producción de uvas. El olor de las bodegas era un olor a viejo, rancio, agridulce y húmedo. La humedad era la característica más común. Lo que sí se producía para el consumo familiar y amigos era el famoso "L´eau de vie", una especie de "Aguardiante", hecho de ciruelas, uvas y otras frutas. Se tomaba especialmente por las mañanas con el café a modo de un buen "Carajillo". Era muy fuerte, 60º. "Al que no lo mataba, le daba vida. También se hacía champagne de vino tinto, del mejor vino tinto de la cosecha. Era delicioso, "sabroso", casi se podía cortar con cuchillo; llevaba yemas de huevo, azúcar, etc... Venía a ser como un buen reconstituyente. A la izquierda había otro grupo de edificios que componían el hangar, cobertizo para la paja, alimento de las vacas y para su camada, y a continuación las viviendas. La mejor estaba reservada para el patrón, la otra era para mi padre y mi tío (su cuñado) que trabajaba con él.
En el centro unos algarrobos y castaños con un pozo de agua de 27 metros de profundidad. Se sacaba el agua mediante unos grandes cubos, y una cuerda adherida a una polea. Hacia la cima de la suave montaña, y a derecha e izquierda se extendía la plantación de la viña. En la cima había un gran castaño, frondoso en verano con la frescura de la hierba, el paisaje era todo verde, y la gran producción de castañas para el octubre. Desde allí y mirando hacia el sur se divisaban infinidad de pueblitos de la campiña del Dordogne. Entre el Dordogne y el Garone se extendía un polígono de tierra en cuyo ángulo se estaba construyendo una gran Central Atómica. Por la noche se veían bien sus luces y los resplandores de los soldadores que iban acoplando pieza por pieza todo el sistema productivo de energía eléctrica. Mirando hacia la derecha se veía la confluencia de los dos grandes ríos formando una especie de brazo de mar hasta el Océano Atlántico. En el encuentro con el Océano, en Ptª de Grave le Verdon y Royan había establecido un servicio de Ferrys, a modo de puente flotante para pasajeros y vehículos de todo tamaño. Para mí era todo un espectáculo hermoso, toda aquella visión desde mi "marronnier". 
 Labrando la viña

Al atardecer, y después de haber ayudado a mi padre en algunas labores agrícolas, me subía hasta el castañar para leer, rezar mi rosario y tocar con mi "pipeau" las melodías más comunes cantadas en el seminario. Era el recuerdo nostálgico de mi otro mundo de origen. Los vecinos preguntaban a mi padre quien tocaba la flauta al anochecer cuyo sonido se extendía por todo el valle. Eran canciones españolas, pero también francesas, italianas y rusas, que especialmente componían nuestro repertorio habitual. El romanticismo era evidente en un joven "enjaulado" durante todo el año en un seminario.

 Esta es la foto del pasaporte en el año 1.954.
Mi padre era un hombre de 45 años, fuerte, trabajador, chistoso, y habitualmente hablaba en voz queda. Era la suavidad del lenguaje que le rodeaba. Las dos guerras, el campo de concentración de acogida francés y las nuevas costumbres que veía, le habían pulido muchísimo y venía a ser un hombre más culto de lo habitual que el de Albalate para aquel tiempo. Él me estudiaba y yo también a él. En este primer encuentro todo fue perfecto. Las discusiones vendrían después, cuando la confianza iba aumentando. Tarde o temprano tendrían que salir las diferencias ideológicas entre su vida y la mentalización muy bien dirigida de la mía. La visión de la Guerra Civil Española no coincidía, no podía coincidir. Lo que a mí se me había inculcado en el seminario de la visión de los ganadores, era imposible que fuera igual que la de los perdedores. No quiero descender a detalles, pero había relatos sobre lo que hicieron los rojos, que contados por mí a mi padre, producían violentos "ataques" de rabia. Casi destrozamos nuestra familia. ¡Lo siento!, ¡lo siento mucho! Pero tenía que ocurrir. También en este sentido afectivo e ideológico sufrí las consecuencias de la guerra fraticida. Tan espeluznantes eran las cosas que se nos decían en los primeros años de la década de los cincuenta como producidas por los rojos, como lo son las que nos cuenta nuestro amigo Julián Casanova en su libro La Iglesia de Franco, en el 2001. Creo que me siento, a través del sufrimiento de mi familia y del amor desplegado entre mis padres, en condiciones óptimas para comprender ambas partes. Creo sinceramente, que hasta que los eclesiásticos no sean capaces de leer el libro de Casanova, sufrirlo y superarlo, no estaremos, los cristianos, capacitados para evangelizar el inmenso mundo que existe fuera de nuestras murallas ideológicas, éticas y morales católicas. También creo que estas "murallas" deben de ser superadas por los de la otra parte.
Lo que más me llamaba la atención del comportamiento de las personas con las que nos relacionábamos, era el respeto por la propiedad ajena. El dinero del periódico, del pan, de la leche, se dejaba en un cesto en la puerta y cada uno cogía lo que le pertenecía. Si alguien se encontraba algo perdido, lo dejaba a un lado, recogido, para que cuando viniera el dueño buscándolo, lo encontrare en perfecto estado de conservación. La gente era tolerante y humanista. Cuando mi madre y yo íbamos a misa el domingo al pueblo, la gente nos miraba y nos hacía un saludo inclinando ligeramente la cabeza. Por supuesto el Cura esperaba en la puerta y saludaba a las personas que entraban a la iglesia.
Yo tenía que cumplir con mis obligaciones piadosas: misa y comunión diaria, y confesión semanal. En el primer viaje yo no sabía francés, por lo que hube de hacer la confesión en latín, lengua que se supone que todo sacerdote católico debe de saber. Cuando el primer día me clavo en el confesionario y digo: "Pater, quaeso te dicas mihi in lingua latina". Frase dicha con mi acento baturro produjo en el hombre, que no se lo esperaba, tal ataque de risa que todo el confesionario se movía. Lo que sudó para contestarme improvisando a lo que yo sí que me había preparado. Pero el hombre me cogió mucho cariño, ya que él no tenía ningún seminarista en el pueblo, y siempre me trató muy delicadamente. En Agosto de 1963, yo aportaría mi "cante de misa", una vez hecho sacerdote, para lo cual él organizó una gran fiesta parroquial.

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