Viaje a
Francia al reencuentro con mi padre.
El tren
"Topo" que circulaba entonces, no sé si también ahora, desde San Sebastián
hasta la frontera de Irún con Francia nos dejó, a mi madre y a mí, cerca del
viejo puente internacional de Hendaya sobre el río Bidasoa.
Desde mitad del
puente se ve la plaza de la estación y a su izquierda la propia estación del
ferrocarril que nos habría de llevar hasta Burdeos. Desde allí la mirada
ansiosa de mi madre divisó a un hombre que estaba paseando por la acera de
entrada a la estación. La exclamación rápida y tajante fue: ¡"Ese es tu
padre"!. Lloros, abrazos, y unos ojos abiertos como platos, los míos.
Escenas parecidas se habían producido anteriormente y se producirían más tarde
en sucesivos reencuentros con distintas familias. Eran los primeros días del
mes de Agosto de 1954.
Las maletas se
quedaron en consigna y al atardecer fuimos a cenar a un restaurante al otro
lado de la plaza. La primera noche la pasamos en un hotel. A la mañana
siguiente cogeríamos el tren para Burdeos.
Cenamos en una terraza con el sonido de fondo de música de acordeón. Fue la primera sensación que recibí de "la dulce Francia". Me llamó la atención que tanto las fachadas de las casas como los toldos de los comercios eran de colores muy vivos, especialmente el rojo y el amarillo. En España era todo "más gris". Al lado de nuestra mesa, había un grupo de jóvenes cenando y charlando alegremente. De reojo miraba con gran curiosidad sin poder deducir quienes eran chicos, y quienes chicas. Sus cabelleras largas y sus blusas amplias me impedía sacar conclusión alguna. Aquella escena no se parecía a lo que yo estaba acostumbrado a ver.
Cenamos en una terraza con el sonido de fondo de música de acordeón. Fue la primera sensación que recibí de "la dulce Francia". Me llamó la atención que tanto las fachadas de las casas como los toldos de los comercios eran de colores muy vivos, especialmente el rojo y el amarillo. En España era todo "más gris". Al lado de nuestra mesa, había un grupo de jóvenes cenando y charlando alegremente. De reojo miraba con gran curiosidad sin poder deducir quienes eran chicos, y quienes chicas. Sus cabelleras largas y sus blusas amplias me impedía sacar conclusión alguna. Aquella escena no se parecía a lo que yo estaba acostumbrado a ver.
El tren era
eléctrico, silencioso y muy rápido. El olor que desprendía era a limpio y a
húmedo. Lo mismo que las sábanas de la cama en la que dormí. Para mí era un
mundo nuevo y distinto al que estaba acostumbrado a vivir en aquella época.
St.Jean-de-Luz, Biarritz, Bayonne, Dax, Guétary, Bordeaux, fue el itinerario.
En un autobús llegamos hasta la Propiedad llamada "Maison Neuve". Se
encontraba entre los términos de La Lustre y Tauriac le Morón.
Entrando a la
derecha estaban las bodegas con sus grandes cubas, a modo de depósitos, las
prensas y garrafas, botellas, etc. Ya no se producía el vino aquí. Se hacía en
la cooperativa donde todos llevaban su producción de uvas. El olor de las
bodegas era un olor a viejo, rancio, agridulce y húmedo. La humedad era la
característica más común. Lo que sí se producía para el consumo familiar y
amigos era el famoso "L´eau de vie", una especie de
"Aguardiante", hecho de ciruelas, uvas y otras frutas. Se tomaba
especialmente por las mañanas con el café a modo de un buen
"Carajillo". Era muy fuerte, 60º. "Al que no lo mataba, le daba
vida. También se hacía champagne de vino tinto, del mejor vino tinto de la
cosecha. Era delicioso, "sabroso", casi se podía cortar con cuchillo;
llevaba yemas de huevo, azúcar, etc... Venía a ser como un buen
reconstituyente. A la izquierda había otro grupo de edificios que componían el
hangar, cobertizo para la paja, alimento de las vacas y para su camada, y a
continuación las viviendas. La mejor estaba reservada para el patrón, la otra
era para mi padre y mi tío (su cuñado) que trabajaba con él.
En el centro unos
algarrobos y castaños con un pozo de agua de 27 metros de profundidad.
Se sacaba el agua mediante unos grandes cubos, y una cuerda adherida a una
polea. Hacia la cima de la suave montaña, y a derecha e izquierda se extendía
la plantación de la viña. En la cima había un gran castaño, frondoso en verano
con la frescura de la hierba, el paisaje era todo verde, y la gran producción
de castañas para el octubre. Desde allí y mirando hacia el sur se divisaban
infinidad de pueblitos de la campiña del Dordogne. Entre el Dordogne y el
Garone se extendía un polígono de tierra en cuyo ángulo se estaba construyendo
una gran Central Atómica. Por la noche se veían bien sus luces y los
resplandores de los soldadores que iban acoplando pieza por pieza todo el
sistema productivo de energía eléctrica. Mirando hacia la derecha se veía la
confluencia de los dos grandes ríos formando una especie de brazo de mar hasta
el Océano Atlántico. En el encuentro con el Océano, en Ptª de Grave le Verdon y
Royan había establecido un servicio de Ferrys, a modo de puente flotante para
pasajeros y vehículos de todo tamaño. Para mí era todo un espectáculo hermoso,
toda aquella visión desde mi "marronnier".
Al atardecer, y después de haber ayudado a mi padre en algunas labores agrícolas, me subía hasta el castañar para leer, rezar mi rosario y tocar con mi "pipeau" las melodías más comunes cantadas en el seminario. Era el recuerdo nostálgico de mi otro mundo de origen. Los vecinos preguntaban a mi padre quien tocaba la flauta al anochecer cuyo sonido se extendía por todo el valle. Eran canciones españolas, pero también francesas, italianas y rusas, que especialmente componían nuestro repertorio habitual. El romanticismo era evidente en un joven "enjaulado" durante todo el año en un seminario.
Labrando la viña
Al atardecer, y después de haber ayudado a mi padre en algunas labores agrícolas, me subía hasta el castañar para leer, rezar mi rosario y tocar con mi "pipeau" las melodías más comunes cantadas en el seminario. Era el recuerdo nostálgico de mi otro mundo de origen. Los vecinos preguntaban a mi padre quien tocaba la flauta al anochecer cuyo sonido se extendía por todo el valle. Eran canciones españolas, pero también francesas, italianas y rusas, que especialmente componían nuestro repertorio habitual. El romanticismo era evidente en un joven "enjaulado" durante todo el año en un seminario.
Esta es la foto del pasaporte en el año 1.954.
Mi padre era un
hombre de 45 años, fuerte, trabajador, chistoso, y habitualmente hablaba en voz
queda. Era la suavidad del lenguaje que le rodeaba. Las dos guerras, el campo
de concentración de acogida francés y las nuevas costumbres que veía, le habían
pulido muchísimo y venía a ser un hombre más culto de lo habitual que el de
Albalate para aquel tiempo. Él me estudiaba y yo también a él. En este primer
encuentro todo fue perfecto. Las discusiones vendrían después, cuando la
confianza iba aumentando. Tarde o temprano tendrían que salir las diferencias
ideológicas entre su vida y la mentalización muy bien dirigida de la mía. La
visión de la Guerra Civil Española no coincidía, no podía coincidir. Lo que a
mí se me había inculcado en el seminario de la visión de los ganadores, era
imposible que fuera igual que la de los perdedores. No quiero descender a
detalles, pero había relatos sobre lo que hicieron los rojos, que contados por
mí a mi padre, producían violentos "ataques" de rabia. Casi
destrozamos nuestra familia. ¡Lo siento!, ¡lo siento mucho! Pero tenía que
ocurrir. También en este sentido afectivo e ideológico sufrí las consecuencias
de la guerra fraticida. Tan espeluznantes eran las cosas que se nos decían en
los primeros años de la década de los cincuenta como producidas por los rojos,
como lo son las que nos cuenta nuestro amigo Julián Casanova en su libro La
Iglesia de Franco, en el 2001. Creo que me siento, a través del
sufrimiento de mi familia y del amor desplegado entre mis padres, en
condiciones óptimas para comprender ambas partes. Creo sinceramente, que hasta
que los eclesiásticos no sean capaces de leer el libro de Casanova, sufrirlo y
superarlo, no estaremos, los cristianos, capacitados para evangelizar el
inmenso mundo que existe fuera de nuestras murallas ideológicas, éticas y
morales católicas. También creo que estas "murallas" deben de ser
superadas por los de la otra parte.
Lo que más me
llamaba la atención del comportamiento de las personas con las que nos
relacionábamos, era el respeto por la propiedad ajena. El dinero del periódico,
del pan, de la leche, se dejaba en un cesto en la puerta y cada uno cogía lo
que le pertenecía. Si alguien se encontraba algo perdido, lo dejaba a un lado,
recogido, para que cuando viniera el dueño buscándolo, lo encontrare en perfecto
estado de conservación. La gente era tolerante y humanista. Cuando mi madre y
yo íbamos a misa el domingo al pueblo, la gente nos miraba y nos hacía un
saludo inclinando ligeramente la cabeza. Por supuesto el Cura esperaba en la
puerta y saludaba a las personas que entraban a la iglesia.
Yo tenía que
cumplir con mis obligaciones piadosas: misa y comunión diaria, y confesión
semanal. En el primer viaje yo no sabía francés, por lo que hube de hacer la
confesión en latín, lengua que se supone que todo sacerdote católico debe de
saber. Cuando el primer día me clavo en el confesionario y digo: "Pater,
quaeso te dicas mihi in lingua latina". Frase dicha con mi acento baturro
produjo en el hombre, que no se lo esperaba, tal ataque de risa que todo el confesionario
se movía. Lo que sudó para contestarme improvisando a lo que yo sí que me había
preparado. Pero el hombre me cogió mucho cariño, ya que él no tenía ningún
seminarista en el pueblo, y siempre me trató muy delicadamente. En Agosto de
1963, yo aportaría mi "cante de misa", una vez hecho sacerdote, para
lo cual él organizó una gran fiesta parroquial.
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