miércoles, 20 de octubre de 2021


  BUSCADORES DE DIOS (Como los Magos. (Mt.2.112).

(BUSCANDO A DIOS QUE YA NOS HA EBNCONTRADO. 3º.)

 8. BUSCADORES DE DIOS (Como los Magos. Mt.2.112).

Para ilustrar un poco esa nuestra constante búsqueda de Dios, os propongo algunas reflexiones (tomadas de aquí y de allá), partiendo del relato que hace San Mateo sobre la visita de los Magos a Jesús recién nacido. Como sabéis, no se trata de un relato estrictamente histórico, sino de un relato lleno de simbolismos. Los Magos son ejemplo de esa búsqueda ilusionada, los Magos que vienen de lejos, buscando a este misterioso niño, son el símbolo vivo de todos los hombres de todos los lugares, de todas las razas, de todas las ideologías, que buscan. Que buscan la verdad del mundo
y de la vida. Que buscan, en definitiva, a Dios.
Buscar la verdad
En una de sus homilías, publicadas en varias páginas de internet, sobre
la Epifanía, escribe Pagola:
¿Qué es la verdad? Esta es la pregunta más importante que puede brotar
en el corazón del ser humano. Y sería una equivocación intentar
responder precipitadamente a ella, pues si surge en nosotros es
sencillamente porque no puede repetir una y otra vez fórmulas que ha ido tomando de prestado
aquí y allá. Puede recitar credos que ha escuchado a sus antepasados.
Puede leer muchos libros, acumular conocimientos y llegar a ser un
erudito. Pero, aunque sepa muchas “cosas”, ¿qué sabe todavía de la
verdad? Tal vez, lo primero que hemos de preguntarnos cada uno es si,
realmente, queremos conocer la verdad. Aunque parezca extraño es muy
raro encontrarse con personas que desean y buscan la verdad. Y la razón
es sencilla. Tenemos miedo a la verdad pues intuimos que la verdad nos
obligaría a desprendernos de ilusiones y engaños demasiados queridos y
nos obligaría a cambiar de vida. En realidad, no se trata de esforzarse por poseer la verdad, sino dejar que la verdad se vaya apoderando de nosotros y nos transforme.
Pero hay algo más. Los hombres que más apasionadamente han buscado
la verdad, sean poetas, místicos o científicos, parecen estar de acuerdo
en una cosa: lo esencial permanece fuera de nuestro alcance, la verdad
última sigue siendo misterio. La búsqueda de la verdad parece conducir
al hombre hacia la adoración. Es cierto que la cultura moderna ha
pretendido borrar el misterio, estableciendo, sin fundamento racional
alguno, que sólo tiene que existir aquello que puede ser captado por la
razón humana. Pero, ¿quiénes somos nosotros para decidir que sólo
existe la verdad que cabe en nuestras pequeñas mentes? El relato de los
magos es un símbolo de esa búsqueda sincera, humilde, incansable
de unos hombres que buscando honestamente la verdad terminan adorando el misterio.
Y también estar abiertos a la dimensión de profundidad. Siguiendo con
Pagola:
Según el gran teólogo P. Tillich, la gran tragedia del hombre moderno es
el haber perdido la dimensión de profundidad. Ya no es capaz
de preguntar de dónde viene y a dónde va. No sabe interrogarse por lo que
hace y debe hacer de sí mismo en este breve lapso de tiempo entre su
nacimiento y su muerte. Estas preguntas no encuentran ya respuesta
alguna en muchos hombres y mujeres de hoy. Más aún, ni siquiera son
planteadas cuando se ha perdido esa «dimensión de profundidad». Las
generaciones actuales no tienen ya el coraje de plantearse estas cuestiones con la seriedad y hondura con que lo han hecho las generaciones pasadas. Prefieren seguir caminando en tinieblas. Por eso,
en estos tiempos, hemos de volver a recordar que ser creyente es, antes
que nada, preguntar apasionadamente por el sentido de nuestra vida y
estar abiertos a una respuesta, aun cuando la veamos de manera
vacilante y oscura. El relato de los magos ha sido visto por los Padres de
la Iglesia (llamamos así a los grandes predicadores de los primeros siglos
del cristianismo) como ejemplo de unos hombres que, aun viviendo en
las tinieblas del paganismo, han sido capaces de responder fielmente a su
actuación, nos invitan a secundar toda gracia y toda llamada que nos urge a caminar
de manera fiel hacia Cristo. Nuestro ser mismo de hombres está en juego
en esta capacidad de escuchar la llamada de la gracia. Esta capacidad
de ser aprehendidos por una aspiración última e incondicional. Nuestra vida
transcurre con frecuencia en la corteza de la existencia. Trabajos,
reuniones, encuentros, ocupaciones diversas nos llevan y traen, y la vida
se nos va pasando llenando cada instante con algo que hemos de hacer,
decir, ver o planear. Corremos el riesgo de perder nuestra propia
identidad, convertirnos en una cosa más entre otras y no saber ya en qué
dirección caminar. ¿Hay una luz capaz de orientar nuestra existencia?
¿Hay una respuesta a nuestros anhelos y aspiraciones más íntimas y
profundas?” Ciertamente esa respuesta existe. Esa luz brilla ya en ese
Niño nacido en Belén.
Los cristianos creemos que existe una luz
Los cristianos pretendemos que existe una luz. El evangelista Lucas pone
en boca de Zacarías, el padre de Juan Bautista, estas palabras: “Nuestro
Dios, en su gran misericordia, nos trae de lo alto el sol de un nuevo día,
para dar luz a los que viven en la más profunda oscuridad, y dirigir nuestros
pasos por el camino de la paz” (Lc 1,78-79). El mismo evangelista Lucas
pone en boca de Simeón (el anciano que coge al niño en sus brazos cuando
sus padres lo llevan al templo) estas palabras: “Ya he visto la salvación que
has comenzado a realizar a la vista de todos los pueblos, la luz que
alumbrará a las naciones y que será la gloria de tu pueblo Israel” (Lc 2,30
32). El evangelista Mateo empieza la narración de la vida pública de Jesús
con estas palabras: “El pueblo que andaba en la oscuridad vio una gran luz,
una luz ha brillado para los que vivían en sombras de muerte” (Mt 4,16).
Desde entonces Jesús comenzó a proclamar: “Volveos a Dios, porque el
reino de los cielos está cerca” (Mt 4,17).
La primera carta de Juan empieza con esta gozosa proclamación: “Os
escribimos acerca de aquello que ya existía desde el principio, de lo que
hemos oído y de lo que hemos visto con nuestros propios ojos. Porque lo
hemos visto y lo hemos tocado con nuestras manos. Se trata de la Palabra
de vida. Esta vida se manifestó: nosotros la vimos y damos testimonio de
ella, y os anunciamos a vosotros esta vida eterna, la cual estaba con el
Padre y se nos ha manifestado. Os anunciamos, pues, lo que hemos visto y
oído, para que vosotros estéis unidos con nosotros, como nosotros estamos
unidos con Dios el Padre y con su Hijo Jesucristo. Escribimos estas cosas
para que nuestra alegría sea completa” (I Jn 1,1-4).
Creer o no creer
Os propongo otro texto de una homilía Pagola:
No es fácil determinar qué es lo que hace que una persona adopte ante
la vida una actitud creyente mientras otra se instala en el mundo
prescindiendo totalmente de Dios. Sin duda, la sensibilidad de cada uno,
la educación, la trayectoria seguida a lo largo de la vida, el ambiente
sociológico y tantos otros factores influyen de manera muy importante
en las convicciones últimas que rigen nuestra vida. Personalmente, me
voy encontrando cada vez con más hombres y mujeres que desearían
creer con más convicción, pero confiesan honradamente no poder
hacerlo. Han vivido intensamente los profundos cambios de estos últimos
años y ya no aciertan a ver qué puede haber todavía de auténtico y
verdadero en aquella fe infantil que aún recuerdan. Muchas veces son
personas que sufren una especie de “división interior”. Por una parte, se
preguntan si todo lo que han creído desde niños no habrá sido un grave
error o un enorme engaño. Por otra parte, sienten en su interior la
nostalgia y hasta la necesidad de creer en algo o en alguien que dé un
sentido último a todo. Más de un padre me ha confesado la situación
incómoda y embarazosa en que se ha encontrado ante las preguntas
ingenuas, pero tremendamente profundas de sus hijos pequeños.
No es fácil responder a ese niño que, mirándonos atentamente a los ojos, nos
pregunta: “¿A dónde ha ido el abuelo después de morirse? ¿Cómo es el
cielo? ¿Dónde está Dios?”. En esos momentos, bastantes padres
descubren con claridad que ya no les bastan las respuestas prefabricadas
de siempre. El lenguaje eclesiástico, las formulaciones religiosas, los
textos litúrgicos apenas les dicen ya algo que pueda encontrar eco en sus
vidas. Ese Dios en el que todavía desearían creer de verdad queda como
tapado, encubierto por toda clase de prejuicios, dudas e incertidumbres.
¿Qué hacer? Entonces, como siempre, lo más importante y decisivo es
abrirse interiormente a Dios con corazón sencillo y sincero, sabiendo que
Dios, como dice el profeta Isaías, es “un Dios escondido” (Is 45, 15) al
que hemos de buscar a tientas. Así buscan los magos al Señor. La estrella
se les oculta una y otra vez. Es fácil entonces caer en la duda, la
incertidumbre o la vacilación. Pero ellos siguen buscando y la estrella
aparece de nuevo. Dios siempre se deja encontrar por quienes lo buscan
con un corazón sincero. Ojalá en medio de nuestro vivir diario, no
perdamos nunca la capacidad de estar abiertos a toda luz que pueda
iluminar nuestra existencia, a toda llamada que pueda dar profundidad a
nuestra vida.
Creer en Dios es dejarse encontrar por Dios
Todos vosotros conocéis y seguramente habéis jugado de niños más de
una vez al juego del escondite. A veces hemos imaginado nuestras
relaciones con Dios, como si Dios jugara al escondite con nosotros: Él se
oculta, y somos nosotros los que tenemos que encontrarlo. En realidad, es
todo lo contrario: Somos nosotros los que nos escondemos, y es Dios el que
nos está buscando constante y permanentemente. Las primeras páginas de
la Biblia, nos lo dicen de un modo bellamente poético y con un cierto humor:
El hombre y su mujer escucharon los pasos de Dios el Señor que se
paseaba por el jardín a la hora en que sopla la brisa de la tarde, y
corrieron a esconderse de su vista entre los árboles del jardín. Pero Dios
el Señor llamó al hombre y le preguntó:
¿Dónde estás?
El hombre contestó:
Escuché que andabas por el jardín y tuve miedo, porque estoy desnudo,
por eso me escondí (Génesis 3,8-10).
Dios viene a pasearse por el jardín donde ha colocado al hombre, en esa
hora de la tarde en que empieza a notarse ya el fresco después de un día
de bochorno, para poder echar un rato amicalmente con su creatura
preferida. Pero el hombre se esconde. Le tiene miedo, porque se siente
culpable. Y, sobre todo, porque todavía no ha comprendido que Dios no es
el “Gran Señor, Gran Patrón, Gran Juez Severo y Vengativo” que él imagina.
Dios tendrá que hacerse niño débil y desvalido para que nosotros
empecemos a vislumbrar su verdadero rostro. Fijaos lo que nos dice la
liturgia del día de Navidad, proponiéndonos la lectura de este texto de la
Carta de Pablo a Tito:
Dios nuestro Salvador mostró su bondad y su amor por la humanidad, y,
sin que nosotros hubiéramos hecho nada bueno, por pura misericordia
nos salvó lavándonos y regenerándonos, y dándonos nueva vida por el
Espíritu Santo. Pues por medio de Jesucristo nuestro Salvador nos dio en
abundancia el Espíritu Santo, para que, después de hacernos justos por
su bondad, tengamos la esperanza de recibir en herencia la vida eterna.
Esto es muy cierto, y quiero que insistas mucho en ello, para que los que
creen en Dios se ocupen en hacer el bien. Estas cosas son buenas y útiles
para todos (Tito 3,48).
Dios ya se ha manifestado. Pero a Dios hay que buscarlo
Probablemente, los que vais a leer este texto sois, somos y nos
consideramos creyentes: Decimos creer y creemos en Dios. Ahora bien,
creer en Dios no es poseer a Dios. Creer en Dios es ponerse en camino para
ir cayendo en la cuenta cada vez más de que Él ya está creyendo en
nosotros, que Él ya ha venido a nuestro encuentro. En definitiva, creer en
Dios es ir cayendo en la cuenta de que Él “ya está aquí”, y nos está
queriendo, antes y aunque nosotros no hayamos todavía caído en la cuenta
de ello. Este llegar a caer en la cuenta puede ser un camino largo, es un
camino que puede durar toda una vida. Creer en Dios es ponerse en camino,
para dejarse encontrar por Dios. Mejor: Ponerse en camino para ir cayendo
en la cuenta de que Él ya nos ha encontrado, y aceptar ese encuentro con
Él. Recordad esta palabra que Pascal pone en boca de Dios: “Tú no me
buscarías, si no me hubieses encontrado”; L. Evely creo que la mejora
transformándola: “Tú no me buscarías, si Yo no te hubiese encontrado”. ¡Es
Dios quien nos busca y sale a nuestro encuentro! ¡A nosotros nos toca
dejarnos encontrar!
Dios ya se ha manifestado (sabéis que el nombre litúrgico de la fiesta que
popularmente llamamos de los Reyes Magos es “epifanía”, que significa
“manifestación de Dios”). Dios se ha manifestado. Dios ya se ha dado a
nosotros, se está dando constantemente a nosotros. Pero nosotros tenemos
que caer en la cuenta de que ya se nos está dando, tenemos que abrirnos
a ese don de sí que Dios nos hace, tenemos que aceptarlo y acogerlo.
También nosotros, como los Magos, estamos en camino. Cada uno a
su manera, con su temperamento, en su circunstancia. Unos, a través de una
reflexión más intelectual; otros, con un corazón más bien poético; otros, a través
de una vida ordinaria vivida en profundidad; otros, a través de un
compromiso por un mundo mejor, etc. Los Magos son símbolo de los
buscadores de caminos, camino que debemos recorrer también cada uno
de nosotros, y que debemos seguir recorriendo a lo largo de toda nuestra
vida, incluso cuando creemos que ya lo hemos encontrado.
Nadie fue ayer, ni va hoy,
ni irá mañana hacia Dios
por este camino que yo voy.
Para cada hombre guarda
un rayo nuevo de luz el sol.
y un camino virgen, Dios.
(León Felipe)
En realidad, no existe una verdadera separación entre los que ya
encontraron a Dios y los que aún lo están buscando, porque todo el que ha
encontrado a Dios lo seguirá buscando; y todo el que busca a Dios, de algún
modo ya lo ha encontrado. “Encontrar a Dios es buscarlo sin cesar”, afirma
limpiamente San Gregorio de Nisa.
Encontrar a Dios es buscarlo sin cesar
Escribe Pagola: “Tú pensabas quizás que ser cristiano consistía en
confesar unos dogmas, ir a misa los domingos y, sobre todo, cumplir los
mandamientos. Te falta lo más importante: descubrir que Jesús es un
camino que hay que recorrer. Te voy a decir algo que probablemente
desconoces. Los primeros cristianos no hablan del cristianismo como si
fuera una «religión». Nunca lo llaman así. Lo que ellos han encontrado
en Jesús no es una nueva religión, sino el «camino» más acertado para
vivir. Dicen que es un «camino nuevo y vivo», «inaugurado por Jesús
para nosotros». Un camino que hay que recorrer «con los ojos fijos en
él». Si te acercas a Jesús, lo que vas a encontrar no es una religión, sino
un camino nuevo para vivir. Y tú sabes muy bien lo que es un camino. A
veces avanzarás con seguridad, otras veces encontrarás obstáculos, te
cansarás, incluso podrás retroceder. Todo es parte del camino. Si sigues
los pasos de Jesús, podrás tener malos momentos, dudas, extravíos, pero
tendrás un camino. Tendrás que recorrer también tu propio camino.
Nadie lo puede hacer por ti. Tú eres el que tiene que escuchar a Dios en
el fondo de tu corazón" (Pagola, 2008).
El camino de cada hombre hacia Dios implica, como el de los Magos, un
desinstalarse, un querer salir de la rutina y de la superficialidad, para entrar
en lo más profundo de uno mismo, y para buscar. Es, de algún modo, una
aventura. Salir de nuestra instalación, para buscar a Dice S. Juan Crisóstomo: "Los magos no se pusieron en camino porque habían visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto
en camino". Quizás también nosotros, los cristianos de hoy, tenemos necesidad de aprender, de estos extraordinarios "nómadas de la fe", el sentido de la búsqueda. Los Magos buscan, indagan. ¡Qué diferente esta actitud de esa fe estática, quieta, que todos padecemos! Tenemos la fe
como quien ha recibido un paquete bien embalado, con muchas cosas
dentro, y que guarda cuidadosamente. La fe subjetiva, de cada persona, no es algo que esté hecho: un “paquete de verdades” bien embaladas, sino que es el encuentro con “Alguien”, que debe ser encontrado por cada hombre y cada generación. No es algo que ya está conquistado y que hay
que guardar, sino que es un encuentro personal que cada uno tiene que
vivir. Nada más extraño a una actitud de fe que la inmovilidad, el
sedentarismo espiritual. No se puede llamar creyente a quien posee una fe
por la simple asimilación del ambiente social y oficial en que se vive. La
presión de la sociedad nos puede hacer tener unas creencias, unas
prácticas, una moral y unos ritos sagrados. Pero eso no es fe.
Se trata de no pararse, de no instalarse, ni siquiera en la posesión de la
verdad que uno cree haber descubierto. ¡Ay! de los satisfechos en este
campo. Ciertos cristianos dan la impresión de colocarse y reposar en la
verdad. Pero es legítima la duda expresada por G. Thibon: "¿Es la posesión
de la verdad lo que da fundamento a tu reposo, o es el amor al reposo lo
que crea tu verdad?". Porque la verdad ¡crea nómadas, no sedentarios! Ser
creyentes quiere decir ser incansables “buscadores” de Dios, no
“poseedores” de Dios. El creyente es alguien que no se considera nunca
"llegado". Para el creyente, Dios no es una posesión, no es un objeto que
se tiene bien guardado en el bolsillo, sino una persona, que jamás es
encontrada de una vez para siempre, una persona, de quien se tiene
siempre sed. Sedientos de Dios. Los creyentes somos un pueblo que busca.
Y después de haber encontrado, sigue buscando, para profundizar aún más
la relación con esa persona que es Dios. Es necesario librarse de la ilusión
de tener a Dios, de poseerlo de una vez para siempre. A una persona, no
se la tiene, con una persona se viven unas relaciones, que han de ser
constantemente avivadas y profundizadas.
Los que no buscaron
En contraste con la actitud de búsqueda de los Magos, podemos
reflexionar también sobre otros personajes que aparecen en la narración:
no basta el “saber” sobre una persona, para vivir una verdadera relación
con ella. En primer lugar, los sacerdotes y letrados de Jerusalén, de
los que nos habla el evangelio de la epifanía: sabían que el Mesías iba a nacer en Belén
de Judá, pero ninguno fue a buscarlo, y ninguno lo encontró. La fe debe ser
reflexionada, pero la reflexión no engendra la fe. Podemos saber muchas
cosas sobre la fe y sobre Dios, ¡y no ser creyentes! No quiero decir que la
fe no sea inteligible y que no haya que reflexionar críticamente sobre
nuestra fe. Pero no hay que olvidar que el saber intelectual sobre la fe y
sobre Dios no bastan, como no basta el saber sobre una persona para
enamorarse de ella. Los sacerdotes y los sabios de Jerusalén, de los que
nos habla el evangelio, “sabían” de Dios. ¡y lo tenían bien guardado y
protegido en sus dogmas y en sus verdades! En sus libros y en sus biblias.
Pero no se mueven de sus esquemas. Esto mismo nos puede suceder a
ciertos cristianos, que “tienen” fe, y la “tienen”, bien conservada, tal como
la heredaron de sus padres, y por eso ya no buscan. Hombres satisfechos.
Seguros de sí mismos. Saben todo. Su geografía es la aprendida en los
textos, no a través de una exploración personal. Conformistas. Comodones.
Perezosos. Desde esa actitud ¡no lo descubrirán nunca! Es una fe cosificada,
esclerotizada, rancia. ¡Muerta!
Otra actitud que nos impide encontrar de verdad a Dios: la de Herodes, la de
los poderosos. Tienen miedo de la Verdad. Tienen miedo de perder su
posición, su poder o su nivel de vida, su rango, sus seguridades. Por eso se
conmueven, se asustan. Como tienen miedo de la verdad deciden
aplastarla, recurriendo incluso a la injusticia. Herodes y los Magos tipifican
dos actitudes contrarias ante la verdad: la de aquellos que la aman y la
buscan sinceramente, poniendo en juego toda la vida, y la de aquellos que
la temen y recurren a todas las astucias, hasta la injusticia, para liquidar la
verdad del mundo. ¡También esto sigue sucediendo hoy!
Jesús proclamará bienaventurados a los de corazón limpio, porque ellos
verán a Dios (Mt 5,8). Un corazón limpio es un corazón sincero, un corazón
libre. Si nuestro corazón se sitúa en la inautenticidad o está abarrotado por
nuestros propios deseos egoístas, difícilmente habrá lugar en él para Dios.
Tú te irás acercando a Dios si vas limpiando tu corazón de la
superficialidad e indiferencia. Sencillamente cuando no te preguntes:
«¿Cómo puedo ganar más dinero?», sino que pienses: «¿Cómo puedo ser
más humano?». Cuando no te preocupes tanto por disfrutar de esto y
de aquello, sino que te digas: «¿Cómo puedo llegar a ser más libre y más
sincero conmigo mismo?» Y sobre todo si sabes decirle de vez en cuando:
«Señor, no acierto a creer. Aumenta tú mi fe» (Pagola, 2008).
Para el que ama, mil objeciones no llegan a formar una duda, para quien
no ama, mil pruebas no llegan a constituir una certeza (Evely, L., 1967).
Cuando “desaparece la estrella”
El relato de la Epifanía del Señor tiene para nosotros otro mensaje
importante: El proceso de búsqueda, que dura toda la vida, pasará por
situaciones en las que no se ve nada. “Desaparece la estrella”, como les
pasó a los Magos. Es lo que San Juan de la Cruz llama “la noche oscura”, y
que en mayor o menor grado padecemos, en ocasiones, todos los creyentes.
De esto tenemos que ser conscientes, porque es doloroso y produce a veces
no poca angustia cuando esta situación se presenta: Después de un largo
camino en el camino de la fe, la estrella desaparece. Y aparecen las dudas.
¿Se puede creer teniendo dudas? Por supuesto. Para ser creyente no es
necesario que resuelvas todos los interrogantes y dudas que te vienen a
la cabeza. Lo decisivo es que te relaciones con Dios honestamente. No es
más creyente el que con más seguridad habla de los “dogmas” o la
doctrina cristiana, sino quien se esfuerza sinceramente por vivir en la
verdad ante Dios. Lo importante es que no te engañes a ti mismo ni trates
de engañar a Dios. Lo que más te aleja de Dios no son las dudas e
interrogantes que brotan de ti, sino tu indiferencia, ese desinterés por
todo lo que podría transformar tu vida. Si buscas sinceramente a Dios te
verás envuelto más de una vez en la oscuridad o la duda. Es normal.
Tienes que ir superando unas convicciones que te inculcaron de niño,
pero que tal vez no son las más adecuadas para ti hoy. Tienes que
aprender a creer de manera diferente en un Dios que solo quiere para ti
lo que es bueno. Lo importante es que no desaparezca en tu corazón el
deseo de creer en él y de buscarlo con confianza. Si mantienes esta
actitud dentro de ti, cada duda y cada interrogante puede ser un punto
de partida para despertar en ti un deseo más grande de Dios” (Pagola,
2008).
Hay que aceptar la oscuridad de la fe. Oscuridad, porque Dios sobrepasa
todo lo que podemos decir, pensar, imaginar sobre Él. Ya hemos dicho en
charlas anteriores que Dios es y será siempre para nosotros un Misterio,
que nos desborda por todas partes. De este obstáculo tenemos que ser
conscientes, porque es doloroso y produce no poca angustia. Cuando esta
situación se presenta, el relato de los Magos nos sugiere que debemos
seguir buscando, preguntando, investigando, aceptando el testimonio de
los demás, de la Iglesia, aunque nosotros no veamos nada. Podemos tener
la confianza de que “de pronto la estrella comenzará a guiarnos”. Sin olvidar
lo ya dicho: A Dios no se le conoce, a Dios ¡se le "vive"! Y de Él conocemos
realmente sólo lo que le dejamos vivir en nosotros.
Hay otra cosa que tampoco hay que olvidar: Cuando emprendemos en
serio una búsqueda de la fe, puede suceder que nos pongamos a soñar.
Esperamos llegar a grandes y convincentes metas. Soñamos con un mundo
utópico, lleno de luz, de sentido, de fuerza, sin tensiones. ¿Quién no ha
tenido una ligera esperanza de solucionar con la fe todos los problemas que
ahora nos atormentan? La fe, aunque sea don de Dios, es siempre humana,
es una fe del hombre en su condición de mundano y, por tanto, una fe
limitada, pobre, débil, sin respuestas fulgurantes, sin evidencias, una fe
velada y a veces decepcionante. No vemos aún cara a cara. No somos
derribados de ningún caballo, ni padecemos espectaculares caídas de
rodillas en actitud de adoración. La fe participa también de la sencillez de
nuestra vida. La fe es la actitud de aquellos que saben, a pesar de todo, de
quién se han fiado, de los que esperan contra toda esperanza, de los que
se saben amados por el Padre Dios, aunque constantemente les asalte la
duda, de los que creen sin “escandalizarse de mí”, dice Jesús. La confianza
de un niño con su madre. Consciente de la debilidad, de la fugacidad de la
luz, de la torpeza de los demás, de la transcendencia de Dios, de la miseria
propia.
El Dios que encontramos suele ser muy diferente del “dios” que
imaginábamos

Quiero subrayar aún otro aspecto de este evangelio. Y es que: el
descubrimiento de Dios puede ser desconcertante, y hasta decepcionante,
porque puede suceder que el Dios que encontramos sea diferente del “dios”
que imaginábamos. No basta con que Dios se nos manifieste, es preciso
que sepamos verlo donde se manifiesta: en un pesebre, en un niño, en la
pobreza, en la debilidad. Los Magos buscaban a un “Rey de los judíos”, y
encuentran a un bebé indefenso. Nosotros solemos buscar a Dios en el
poder, en la gloria, en el triunfo. Él es un niño entre pajas. Los Reyes Magos
tuvieron su Epifanía, su manifestación de Dios, porque supieron reconocer
el rostro de Dios en los rasgos de un hombre niño. Y esto es importante
para nosotros. Por eso voy a volver sobre este punto en el capítulo siguiente.

9. EL ASOMBRO DE LOS BUSCADORES
Os Copio aquí un texto de Martín Descalzo en Vida y Misterio de Jesús de
Nazaret, que me parece inmejorable:
¿Qué esperaban los magos encontrar en Belén? Algo muy diferente de lo
que en realidad encontraron. Su fe de aventureros había sufrido ya un
duro golpe al llegar a Jerusalén. Esperaban encontrarse la ciudad en
fiestas por el nacimiento del libertador. Y allí no había más que ignorancia
y miedo.
Pero su fe era demasiado fuerte para quebrarse por este primer
desconcierto. Y siguieron. Ya no esperaban encontrarse a un rey
triunfador -esto se habría sabido en Jerusalén-. Pero sí estaban seguros
de que algo grande señalaría aquel niño.
Siglos antes -por el mismo camino que ellos- una reina, la de Saba, habla
venido a visitar al rey Salomón y regresó impresionada de las riquezas y
de la sabiduría del rey. Algo semejante encontrarían ellos.
Pero allí estaba aquel niño, fajado en pañales más humildes que cuantos
conocían. Allí estaban sus padres, aldeanos incultos, malvestidos y
pobres. Allí aquella cueva (o aquella casa, si es que José había
abandonado el pesebre) chorreando pobreza. Ellos, nobles y grandes.
acostumbrados a mirar al cielo y a visitar las casas de los poderosos,
quizá nunca habían conocido pobreza como aquella. Se habían incluso
olvidado de la miseria humana, de tanto mirar a las estrellas. Pero ahora
la tocaban con sus ojos, con sus manos. Y aquel bebé no hablaba. No
había rayos de oro sobre su cabeza. no cantaban los ángeles, no fulgían
sus ojos de luces trascendentes. Sólo un bebé, un bebé lloriqueante.
Luis Cernuda ha descrito perfectamente su desconcierto:
Esperamos un Dios, una presencia
radiante e imperiosa. cuya vista es la gracia
y cuya privación idéntica a la noche
del amante celoso sin la amada.
Hallamos una vida como la nuestra, humana,
gritando lastimosa, cuyos ojos miraban
dolientes, bajo el peso del alma
sometida al destino de las almas,
cosecha que la muerte ha de segar.
El esperado ¿podía ser «aquello»? Disponía de estrellas en el cielo ¿y en su casa no tenía más que el olor a estiércol? Ahora entendían que en Jerusalén nadie supiera nada. Lo que no entendían era todo lo demás.
Quizá habían venido también un poco egoístamente. Venían, sí, con fe.
Pero también de paso a conseguir ponerse a bien con quien iba a mandar
en el futuro. ¿Y... «éste» iba a ser el poderoso vencedor? Los reyes no
son así. los reyes no nacen así.
¿Y Dios? Habían imaginado al dios
tonante, al dios dorado de las grandes estatuas. Mal podían entenderlo
camuflado de inocencia, de pequeñez y de pobreza.
La madre y el bebé sonreían, sí, y sus sonrisas eran encantadoras. Pero
¿qué vale en el mundo la sonrisa? No es moneda cotizable frente a las
espadas. Si este era Dios.

 si este era el esperado, era seguro que venía
para ser derrotado. Nacido así, no podía tener otro final que una muerte
horrible, lo presentían. Incluso les parecía adivinarlo en la mirada de la
madre que, tras la sonrisa, dejaba adivinar el terror a la espada.
El verdadero Dios
Pero fue entonces cuando sus corazones se reblandecieron. Sin ninguna
razón, sin ningún motivo. «Supieron» que aquel niño era Dios.
«Supieron» que habían estado equivocados. Todo de pronto les pareció
clarísimo.
No era Dios quien se equivocaba, sino ellos imaginándose a un
Dios solemnísimo y pomposo. Si Dios existía, tenía que ser «aquello»,
aquel pequeño amor, tan débil como ellos en el fondo de sus almas. Sus
orgullos rodaron de su cabeza como un sombrero volado por el viento.
Se sintieron niños, se sintieron verdaderos. Se dieron cuenta de que en
aquel momento comenzaban a vivir. E hicieron algo tan absurdo y tan
absolutamente lógico como arrodillarse. Antes de este día se habían
arrodillado ante la necedad del oro y ante la vanidad de los violentos
Ahora entendían que el único verdadero valor era aquel niño llorando.
Entendían lo que siglos después diría Jorge Guillen:
Dios no es rey. ni parece rey,
Dios no es suntuoso ni rico.
Dios lleva en sí la humana grey
y todo su inmenso acerico.
Sí, Dios no podía ser otra cosa que amor y el amor no podía llevar a otra
cosa que a aquella caliente y hermosa humillación de ser uno de nosotros.
El humilde es el verdadero. Un Dios orgulloso tenía que ser forzosamente
un Dios falso. Se arrodillaron y en aquel mismo momento se dieron
cuenta de dos cosas: de que eran felices, y de que hasta entonces no lo
habían sido nunca. Ahora ellos reían, y reían la madre, y el padre, y el
bebé.
Abrieron sus cofres. Con vergüenza. De pronto, el oro y el incienso y la
mirra les parecían regalos ridículos. Pero entendían también que poner a
los pies del niño aquellas tonterías que le habían traído era la única
manera en que podían expresar su amor.
Cuando a la noche el ángel (o la voz interior de sus conciencias) les aclaró
que Herodes buscaba al niño para matarlo, no dijo nada que ellos ya no
supieran. Habían entendido muy bien que ante aquel niño sólo cabían dos
posturas coherentes: o adorarle o intentar quitarlo de en medio. Y Herodes no era un hombre como para caer de rodillas.
Se levantaron, entonces, en la noche y se perdieron en las sombras de la
historia. La leyenda -que nunca se resigna a la profunda sencillez de la
verdad- ha inventado una cadena de prodigios: los magos se habrían
vuelto convertidos en apóstoles y cuando, cuarenta años más tarde, llegó
hasta su lejano país el apóstol Tomás encontró que, allí, ya se veneraba
a Cristo. Encontró, incluso, a los reyes magos y les consagró obispos en
su altísima ancianidad. Pero ¿acaso los magos necesitaban obispados y
predicaciones y gestas? En realidad, el día que partieron de Belén ellos
habían cumplido ya su vida y entraron en la oscuridad como cae una fruta
madura. Con las pocas líneas que el evangelista les dedica, habían
realizado ya en plenitud su tarea: ser los primeros que vivieron la locura
evangélica que acepta como lógico el ponerse en marcha tras una estrella
muda (que dice todo porque no dice nada) y el arrodillarse ante un Dios
que acepta un pesebre por trono (Martín Descalzo, J.L., 1986).
No encontraremos al Dios que se nos revela en Jesús, si vamos buscando
un “Señor Ser Supremo Todopoderoso”. Lamentablemente ese falso dios es
el que mucha gente sigue imaginando y buscando. Ahora bien, cuando Dios
se manifiesta en persona, se manifiesta como un niño pobre y desvalido.
UnDios, que nos necesita a nosotros y que nos suplica que abramos
nuestrapropia debilidad a la fuerza de su Amor, para amar hoy a los
hombres y mujeres de hoy a través de nuestro pobre y débil amor humano
de cada día. Un Dios que, un día (dentro de 30 años) tendrá los pies y las
manos calvados en una cruz. Y que, desde la cruz, nos pedirá que le
prestemos los nuestros, para poder seguir yendo al encuentro de los
hombres y mujeres de hoy, para poder servirles y abrazarles a través de
nuestro acercamiento a todos, nuestros servicios y nuestros abrazos a
todos. Comprender esto creo que es extremadamente importante, si
queremos encontrar al Dios de Jesús. Por eso quiero insistir sobre ello.
Si no somos capaces de encontrarnos con Dios en nuestro encuentro con los hombres, no lo descubriremos nunca
Al menos no encontraremos nunca al Dios de Jesús, que no es una
entelequia o un ente sólo para la especulación, ni es alguien sólo para la
oración, sino que es Alguien vivo y cercano, que nos espera agazapado en
la mano del hombre que la tiende a nosotros para que la estrechemos
cuando sufre o cuando goza. Quizá nunca se insistirá bastante en este
aspecto de la fe, que es, por otra parte, el que comporta verdaderos y
auténticos problemas prácticos.
Ir al encuentro de un Dios en el que sólo se piensa, o al que sólo se le
reza y se le da culto, compromete a poco. Ir al encuentro de un Dios al que
hay que descubrir en el hombre, sabiendo que ese hombre es “presencia de
Dios” y es mi hermano al que hay que amar tanto como nos amamos a
nosotros mismos, es algo que acarrea consecuencias imprevisibles y, a
veces, muy molestas. Pero si no caminamos por esa senda es muy posible
que nunca alcancemos nuestra particular y espléndida epifanía. Ojalá cada
uno de nosotros seamos constantes buscadores de Dios. Ojalá lo vayamos
encontrando cada vez más.
Os copio aquí una antigua leyenda muy significativa: La leyenda del Rey
Mago que llegó tarde a Belén:
- Se cuenta que había un cuarto Rey Mago, que también vio brillar la
estrella sobre Belén y decidió seguirla. Como regalo pensaba ofrecerle al
Niño un cofre lleno de perlas preciosas. Sin embargo, en su camino se
fue encontrando con diversas personas que iban solicitando de su ayuda.
Este Rey Mago las atendía con alegría y diligencia, e iba dejándole una
perla a cada uno. Pero eso fue retrasando su llegada y fue vaciando su
cofre. Encontró muchos pobres, enfermos, encarcelados y miserables y
no podía dejarlos desatendidos. Se quedaba con ellos el tiempo necesario
para aliviarles sus penas, y luego proseguía su marcha, que nuevamente
era interrumpida por otros desvalidos. Sucedió que cuando por fin llegó
a Belén, ya no estaban los otros Magos y el Niño había huido con sus
padres hacia Egipto, pues el Rey Herodes quería matarlo. El Rey Mago
siguió buscándolo, primero en Egipto y luego por otros países, ya sin la
estrella que antes lo guiaba. Buscó y buscó y buscó… y dicen que estuvo
más de treinta años recorriendo la tierra, buscando al Niño y ayudando a
los necesitados. Hasta que un día llegó a Jerusalén justo en el momento
que la multitud enfurecida pedía la muerte de un pobre hombre.
Mirándolo, reconoció en sus ojos algo familiar. Entre el dolor, la sangre y
el sufrimiento, podía ver en sus ojos el brillo de la estrella. ¡Aquel
miserable que estaba siendo ajusticiado era el Niño, ahora hecho ya todo
un hombre, que por tanto tiempo había buscado! La tristeza llenó el
corazón del Rey Mago, ya viejo y cansado por el tiempo. Aunque aún
guardaba una perla en su bolsa, ya era demasiado tarde para ofrecérsela
al Niño que ahora, convertido en hombre, colgaba de una Cruz. Había
fallado en su misión. Y sin tener a dónde más ir, se quedó en Jerusalén
para esperar que llegara su muerte. Apenas habían pasado tres días
cuando una luz aún más brillante que la de la estrella, llenó su habitación.
¡Era el Resucitado que venía a su encuentro! El Rey Mago, cayendo
de rodillas ante Él, tomó la perla que le quedaba y extendió su mano
mientras hacía una reverencia. Jesús le tomó tiernamente y le dijo: “Tú
no fracasaste. Al contrario, me encontraste durante toda tu vida. Yo
estaba desnudo, y me vestiste. Yo tuve hambre y me diste de comer.
Tuve sed y me diste de beber. Estuve preso, y me visitaste (ver Mt 25,35 45). Pues yo estaba en todos los pobres que atendiste en tu camino”.
¡Muchas gracias por tantos regalos de amor, ahora estarás conmigo para
siempre, pues el Cielo es tu recompensa!.
“Cayendo de rodillas, lo adoraron” (Mt 2,11)
Volviendo al texto del evangelio que nos habla de los Magos, sería bueno
que nos hiciéramos algunas preguntas:
¿A quién adoramos nosotros?
¿Somos capaces de adorar? ¡Necesitamos aprender a adorar! Os propongo
de nuevo algunas reflexiones entresacadas de las homilías de Pagola:
Los magos vienen del «Oriente», un lugar que evoca en los judíos la
patria de la astrología y de otras ciencias extrañas. Son paganos. No
conocen las Escrituras Sagradas de Israel, pero sí el lenguaje de las
estrellas. Buscan la verdad y se ponen en marcha para descubrirla. Los
magos prosiguen su larga búsqueda. A veces, la estrella que los guía
desaparece dejándolos en la incertidumbre. Otras veces, brilla de nuevo
llenándolos de «inmensa alegría». Se dejan guiar por el misterio.
Por fin se encuentran con el Niño, y sienten necesidad de «adorar»:
«cayendo de rodillas, lo adoran». Después, ponen a su servicio las
riquezas que tienen y los tesoros más valiosos que poseen. Este Niño
puede contar con ellos pues lo reconocen como su Rey y Señor.
En su aparente ingenuidad, este relato nos plantea preguntas decisivas:
¿ante quién nos arrodillamos nosotros?, ¿cómo se llama el «dios» que
adoramos en el fondo de nuestro ser? Nos decimos cristianos, pero
¿vivimos adorando al Niño de Belén?, ¿ponemos a sus pies nuestras
riquezas y nuestro bienestar?, ¿estamos dispuestos a escuchar su
llamada a entrar en el reino de Dios y su justicia?
(...) El hombre actual ha quedado, en gran medida, atrofiado para
descubrir a Dios. No es que sea ateo. Es que se ha hecho «incapaz de
Dios». Cuando un hombre o una mujer sólo busca o conoce el amor bajo
formas degeneradas y su vida está movida exclusivamente por intereses
egoístas de beneficio o ganancia, algo se seca en su corazón. Cuántas
personas viven hoy un estilo de vida que las abruma y empobrece.
Envejecidos prematuramente, endurecidos por dentro, sin capacidad
de abrirse a Dios por ningún resquicio de su existencia, caminan por la vida
sin la compañía interior de nadie.
El gran teólogo A. Delp, ejecutado por los nazis, veía en
Pero Dios es otra cosa. Dios es Amor infinito, encarnado en nuestra propia
existencia. Y ante ese Dios, lo primero es la adoración, el júbilo, la acción
de gracias. Cuando se olvida esto, el cristianismo corre el riesgo de
convertirse en un esfuerzo gigantesco de humanización y la Iglesia en
una empresa siempre tensa, siempre agobiada, siempre con la conciencia
de no lograr el éxito moral por el que lucha y se esfuerza. Sin embargo,
la fe cristiana, antes que nada, es descubrimiento de la Bondad de
Dios, experiencia agradecida de que sólo Dios salva. El gesto de los Magos ante
el Niño de Belén expresa la actitud primera de todo creyente ante Dios.
Dios existe. Está ahí, en el fondo de nuestra vida. Somos acogidos por El.
No estamos perdidos en medio del universo. Podemos vivir con confianza
ante el misterio. Ante un Dios del que sólo sabemos que es Amor, no
cabe sino el gozo, la adoración y la acción de gracias. Por eso, «cuando
un cristiano piensa que ya ni siquiera es capaz de orar, debería tener al
menos alegría» (L. Boros).
(…) El drama del hombre contemporáneo no es, tal vez, su incapacidad
para creer, sino su dificultad para sentir a Dios como Dios. Incluso los
mismos que se dicen creyentes parecen estar perdiendo capacidad para
vivir ciertas actitudes religiosas ante Dios. Un ejemplo claro es la
dificultad para adorarlo. En tiempos no muy lejanos, parecía fácil sentir
reverencia y adoración ante la inmensidad y misterio insondable de Dios.
Es más difícil hoy adorar a quien reducimos a veces a un ser extraño,
incómodo y superfluo.
Para adorar a Dios es necesario sentirnos criaturas, infinitamente
pequeños ante El, pero infinitamente amados. Admirar su grandeza
insondable y gustar su presencia cercana y amorosa que envuelve todo
nuestro ser. La adoración es admiración. Es amor y entrega. Es rendir
nuestro ser a Dios y quedarnos en silencio agradecido y gozoso ante El,
admirando su misterio desde nuestra pequeñez. Nuestra dificultad para
adorar proviene de raíces diversas. Quien vive aturdido interiormente por
toda clase de ruidos y zarandeado por mil impresiones pasajeras sin
detenerse nunca ante lo esencial, difícilmente encontrará «el rostro
adorable» de Dios. Para adorar a Dios es necesario detenerse ante el
misterio del mundo y saber mirarlo con amor. Quien mira la vida
amorosamente hasta el fondo, comenzará a vislumbrar las huellas de
Dios antes de lo que sospecha. Por otra parte, sólo Dios es adorable.
Ni las cosas más valiosas ni las personas más amadas son dignas
de ser adoradas como El. Por eso hay que ser libre interiormente para poder
adorar a Dios de verdad. Esta adoración a Dios no aleja del compromiso.
Quien adora a Dios lucha contra todo lo que destruye al ser humano, que
es su «imagen sagrada». Quien adora al Creador respeta y defiende su
creación. Están íntimamente unidas adoración y solidaridad, adoración y
ecología.
Se entienden las palabras del gran científico y adorador que fue
Teilhard de Chardin: «Cuanto más hombre se haga el hombre, más
experimentará la necesidad de adorar». El relato de los Magos nos ofrece
un modelo de auténtica adoración. Estos sabios saben mirar el cosmos
hasta el fondo, captar sus signos, acercarse al Misterio y ofrecer su
humilde homenaje a ese Dios encarnado en nuestra vida.
Quiero terminar este capítulo, dándoos una Buena y Alegre Noticia:
¡Él ya nos ha encontrado a cada uno de nosotros!
Había terminado el período del catecumenado en un poblado de la selva
africana. El misionero examinaba a una anciana:
-¿Dónde está Dios?, le pregunta.
La buena mujer responde:
No lo sé, Padre.
-¿Cómo no vas a saberlo? ¿No lo recuerdas?
- No lo sé, Padre. Pero estoy segura de que Él sí sabe dónde estoy yo.
Sepamos o no sepamos dónde está, ¡Él sí sabe dónde estamos nosotros!
Lo busquemos o no lo busquemos ¡Él ya nos ha encontrado! Lo hayamos
encontrado o no lo hayamos encontrado aún ¡Él ya está ahí! Y seguro que
encontrará la manera de que yo caiga en la cuenta. No sé cómo ni cuándo,
pero ¡lo conseguirá!

10. LOS HUMANOS VAMOS “CAYENDO EN LA CUENTA” DE ESE
MISTERIO A QUIEN LLAMAMOS DIOS

Para acercarse al Misterio de Dios, sería bueno empezar estudiando cómo
los seres humanos, a lo largo de la historia, hemos ido “cayendo en la
cuenta” de esa realidad a la que llamamos “Dios”; cómo hemos intentado
irlo comprendiendo y definirlo; cómo hemos ido intentando relacionarnos
con esa realidad. Eso nos llevaría a hacer un repaso de la historia de las
diferentes culturas, de las diferentes sabidurías, de las diferentes religiones,
de las diferentes filosofías. No me va a ser posible hacerlo aquí y ahora. Os
recuerdo simplemente, y de modo muy esquemático, algunos puntos:
A lo lardo de la historia de la humanidad, en todos los tiempos y en todas
las culturas, los hombres hemos ido barruntando, con mayor o menor
nitidez, que las realidades inmediatas que vemos y tocamos no agotan toda
la realidad. Que hay algo más, un Misterio, que sobrepasa todas esas
realidades inmediatas y tangibles. Eso, todas las culturas, a lo largo de la
historia, lo han intuido. A lo largo de la historia de la humanidad, en todos
los tiempos y en todas las culturas, los hombres hemos ido intentando
también comprender algo de ese Misterio Insondable y de esa realidad
trascendente. Hemos ido intentando definirla, de diferentes modos y
maneras. Eso es lo que han intentado diferentes, “sabidurías”, filosofías,
religiones, a lo largo de la historia. Y, los seres humanos hemos ido
intentando entrar en contacto, por diversos y variados medios, con “eso”
que está más allá de nuestras realidades tangibles. Ahí entran los diferentes
rituales de las diferentes religiones, que son los medios y los modos a través
de los cuales los hombres hemos intentado entrar en contacto con ese
Misterio que sobrepasa todas las realidades inmediatas y tangibles.

Esa Realidad Absoluta, Total, Primigenia, Originaria, es designada con
infinidad de nombres diversos, según las diferentes lenguas, culturas,
filosofías y religiones. La variedad es inmensa. (En mi lengua africana –el
“lendu” o “bbadhà la palabra es [Ginrì] nombre compuesto de dos palabras
= [gi]: “sólo” o “único” y [nrì]: “en todas partes”). En castellano la
designamos con la palabra “DIOS”. La palabra castellana “Dios” (al igual
que las de las otras lenguas romances), según dicen los especialistas,
proviene del latín: [Deus], que a su vez proviene directamente de la raíz
protoindoeuropea [dyeudyu] que significa “luz diurna”, variante de la raíz
[deiw], “brillo”, “resplandor”, y significaría algo así como “ser de luz”. De
esta misma raíz indoeuropea deriva también el latín [dies] “día”. De la
misma raíz deriva asimismo el término griego [Ζεύς] (Zeus) que es el
nombre del principal dios de la mitología griega. En cuanto a la palabra
griega que designa a la divinidad en general: [θεóς] (theós) “dios”, y de la
que derivan las palabras castellanas “teología” “ateo” etc., tiene también su
origen en una raíz indoeuropea, pero distinta de la anterior: [dhēs–].
Ante la existencia o no existencia y ante la naturaleza de ese Misterio al
que nosotros llamamos “Dios”, existe una enorme variedad de opiniones.
Limitándome a citar las más comunes y generales, podemos hablar, por
ejemplo, de Teísmo (del griego [θεóς] (theós): “dios”), se entiende
generalmente como la doctrina que afirma la existencia
de un ser creador del universo que está comprometido con su mantenimiento y gobierno.
Ateísmo (el término “ateo” proviene etimológicamente del latín [athĕus] y
este del griego [ἄθεος], el prefijo [a] es negativo, la palabra significa “sin
dios”, el ateísmo es pues la negación de la existencia de dios.
(Curiosamente, en la Antigüedad clásica, los romanos acusaron a los
cristianos de ser ateos por no adorar a sus deidades paganas). Deísmo (del
latín [deus]: “dios”), es una postura filosófica que reconoce un dios como
autor de la naturaleza, pero niega la intervención de dios en el mundo una
vez creado, y no admite revelación ni culto externo. Politeísmo (del griego
[πολύς] (polis) "muchos" y [θεός] (theos) “dios”), es la creencia en la
existencia de varios seres divinos o dioses. Monoteísmo (el término
proviene de dos palabras griegas: [μόνος] (monos) que significa “solo”, y
[θέος] (theos) que significa “dios”), es la creencia en la existencia de un
solo dios. Panteísmo (la palabra está compuesta del término griego [πάν]
(pan) “todo”, y [θεός] (theos) “dios” = “todo es dios”), es una concepción
del mundo y una doctrina filosófica según la cual el universo, la naturaleza
y la deidad que los monoteístas llaman Dios son equivalentes, la suma de
todo lo que fue, es y será, eso sería “dios”. Panenteísmo (del griego: [πάν]
(pân) “todo”, [έν] (en), “en”, y [θεός] (theós), “dios”: “todo en dios”), es
un concepto filosófico y teológico que indica que Dios es a la vez inmanente
y trascendente al universo o, en otras palabras, que “todo está en Dios”,
que Dios engloba el universo pero no se limita a él, lo transciende. Habría
que hablar también del Agnosticismo (del griego [α] (a), “sin”, y [γνώσις]
(gnosis), “conocimiento”), es la postura que considera que “no es posible
conocer a Dios”, la parte de verdad que puedan contener ciertas
afirmaciones (especialmente las referidas a la existencia o inexistencia de
Dios, además de otras afirmaciones religiosas y metafísicas) es desconocida
o inherentemente incognoscible, etc. De hecho, ya lo hemos dicho, ninguna
teoría ni ninguna palabra humana puede definir exactamente quién es y
qué es ese Misterio al que llamamos Dios, porque su realidad sobrepasa
todo lo que podamos pensar y decir sobre Él. Así que nunca lo podremos
encerrar ni agotar con nuestros conceptos y nuestras palabras humanas,
como tampoco podemos encerrarlo en nuestros ritos religiosos, con los
cuales intentamos entrar en contacto con Él.
Una cosa tenemos que tener clara: Puesto que Dios nos desborda por
todas partes, Dios no es “propiedad exclusiva” de nadie: de ninguna cultura,
de ninguna teología, ni de ninguna religión. ¡Tampoco de la religión
cristiana! Y menos aún de una teología o de una escuela teológica
particular: dentro de la Iglesia, debemos recordar que puede haber y hay
“teologías” diferentes, coincidentes en lo esencial, pero diversas en sus
formulaciones y acentos. Ninguna de esas teologías ni ninguna de esas
espiritualidades diversas tiene, ni puede pretender tener la exclusividad de
la verdad de Dios. Esa tentación de “poseedores exclusivos de la verdad”,
es una tentación que nos acecha a todos. Y puede suceder y sucede que
algunos grupos pretenden emplear “su verdad”, no como riqueza a
compartir con los demás, sino como martillo para machacar los pretendidos
“errores” de los demás. Por desgracia, eso está pasando, incluso dentro de nuestra Iglesia.
¿Dónde me buscas, oh, servidor mío?
¡Mírame! Estoy junto a ti.
No estoy en el templo ni en la mezquita, ni en el santuario de
La Meca, ni en la morada de las divinidades hindúes.
No estoy en los ritos y las ceremonias, ni en el ascetismo y sus
renunciaciones.
Si me buscas de veras me verás enseguida,
y llegará el momento en que me encuentres.
Kabir dice:
Dios, ¡oh, Santo!, es el aliento de todo lo que respira”.
(Poema de Kabir recogido por Tagore)
¿No hemos ensuciado demasiado la palabra “dios”?
Martín Buber, uno de los grandes pensadores judíos del siglo XX, cuenta
un encuentro con el filósofo Paul Natorp en los años 1920. Así lo narra en
su libro Eclipse de Dios:
Nada más saludarme me preguntó qué llevaba en la mano, y cuando
se lo dije, me volvió a preguntar si tenía algún inconveniente en leérselo. Lo
hice con gusto. Él escuchó con amabilidad, pero claramente asombrado,
cada vez más sorprendido. Cuando terminé dijo vacilando al principio,
pero alentado después por un creciente impulso, cada vez con más
apasionamiento: «¿Cómo se atreve usted a decir 'Dios' una y otra vez?
¿Cómo puede usted esperar que sus lectores comprendan esa palabra
con el significado que usted le quiere dar? Lo que quiere decir con ella
se eleva por encima de toda captación y comprensión humanas; lo que usted
quiere expresar justamente es esa sobreelevación; pero cuando
pronuncia dicha palabra, la pone de golpe en manos del hombre. ¿Hay
acaso alguna palabra humana tan mal utilizada, manchada y profanada
como esta? Toda la sangre inocente que se ha derramado por ella le ha
hurtado su esplendor. Toda la injusticia que se ha cubierto con ella, ha
borrado su perfil. Cuando oigo llamar 'Dios' al Altísimo, a veces me parece
como si se blasfemara».
Sus claros ojos juveniles refulgían. Su misma voz llameaba. Nos
sentamos un momento frente a frente, silenciosos. La vaporosa claridad
del amanecer inundaba la estancia. Fue entonces como si de aquella luz
brotara una fuerza que penetraba en mi interior. Lo que yo le contesté
me es imposible repetirlo palabra por palabra; sólo puedo esbozarlo.
Sí, dije, esta palabra es, de entre todas las palabras humanas, la que
soporta una carga más pesada. Ninguna ha sido tan manoseada ni tan
quebrantada. Por eso mismo no puedo renunciar a ella. Las distintas
generaciones humanas han depositado sobre ella todo el peso de sus
vidas angustiadas hasta aplastarla contra el suelo; allí está, llena de polvo
y cargada con todo este peso. Las diferentes generaciones humanas han
destrozado esta palabra con sus divisiones religiosas; por ella han matado
y han muerto; en ella están todas y cada una de las huellas
de sus dedos, todas y cada una de las gotas de su sangre. ¿Dónde podría encontrar yo
una palabra mejor para describir lo más alto? Aunque tomara el concepto
más puro y resplandeciente de la cámara más recóndita en la que los
filósofos guardan su tesoro más preciado, lo único que en él podría hallar
es una imagen intelectual que no nos vincula, mas no la presencia de
Aquel en el que pienso, de Aquel a quien el linaje humano ha venerado y
envilecido con su monstruoso vivir y morir. Me refiero a Aquel a quien
dicen que invocan las diversas generaciones humanas, angustiadas por el infierno
o en camino hacia las puertas del cielo. Es cierto que dibujan caricaturas
y debajo escriben la palabra «Dios»; se matan entre ellos y
En aquel justo momento había en la estancia mucha claridad. Ya no era el amanecer, sino pleno día. El anciano se levantó, se acercó a mí, puso su mano sobre mi hombro y dijo amistosamente: «Hablémonos de tú».
La conversación había llegado a su fin. Pues cuando hay dos que están
juntos de verdad, lo están en nombre de Dios (Buber, M., 2005)
Sabemos que Jesús, cuando se dirige a Dios, se dirige a Él con la palabra
“Abbá”, que es la palabra cariñosa con la que el hijo se dirige a su padre en
la lengua materna de Jesús (el arameo). Por el momento me contento con

anotar aquí un pequeño poema, cuyo autor desconozco, pero que me
parece significativo:
Una cosa es ser Dios y otra ser Abbá.
Dices "Dios" y se te llena la casa
de teólogos, filósofos, obispos
y hasta la Inquisición viene con sus calculadoras de herejes.
"Dios" es una palabra demasiado contaminada para expresar a
Dios.
Diciendo, en cambio: "¡Abbá!",
no sabes muy bien lo que dices
(¿acaso lo sabe un niño cuando balbucea "papá"?)
pero, hablando de Dios, es justo que sea así.
Si supiésemos exactamente qué es Dios (como algunos creen que
lo saben)
qué Dios tan pequeño sería.
Sólo sabes que "Abbá" es algo muy bueno,
con una bondad que le viene de su bondad.
Llamar a Dios "Abbá" es reconocer
que todo lo que decimos sobre Dios es sólo aproximación,
excepto cuando lo pensamos
a partir de lo que de más divino tiene el hombre:
la bondad, la misericordia, la ternura.
“Dios” impulsa a disentir,
"Abbá" a comprender y a perdonar.
Los hombres se enfrentan unos a otros en nombre de Dios,
nunca podrían hacerlo en nombre de Abbá.
Dios produce ateos,
Abbá, hijos invitados a crecer
(aunque, para crecer, haya que irse alguna vez de casa).
Con Dios la gente tiende a sentirse esclava,
en cambio, el espíritu de hijos que está dentro de nosotros grita:
"Abbá" (papá).
Quizá por eso Jesús no nos enseñó a decir Dios,
sino ABBÁ.

 

 

 

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