miércoles, 20 de octubre de 2021


  ¿POR QUÉ CREO EN DIOS?

(BUSCANDO A DIOS QUE YA NOS HA ENCONTRADO. )                                                                                                                                                                           

5. ¿POR QUÉ CREO EN DIOS?
Al preparar este tema me pareció que el teólogo Adolphe Gesché, en el
capítulo 4 de su libro “Dios para pensar III” decía de modo magnífico,
mucho mejor que yo podría hacerlo, lo que yo quería decir. Así que os lo
propongo aquí tal cual para vuestra propia reflexión. Adolphe Gesché:


La cuestión sobre la existencia de Dios no es una cuestión banal. Nos
incumbe a todos, creyentes y no creyentes. Y nos incumbe con una
realidad que va más allá de sí misma y atañe los confines de nuestro ser,
allí donde se esbozan las cuestiones sobre el sentido y el destino.


Se ha escrito que las pruebas sobre la existencia de Dios tienen la
singularidad de convencer a los que ya creen y de no convencer a los que
no creen. Tal vez se deba a que no han atendido a sectores vitales a los
que no llega la sola razón. Lo más honrado sería considerar que la
creencia y la increencia nos atañen a todos, y lo mejor será dirigirse al
no creyente que está latente en nosotros y al creyente que late en el
fondo del incrédulo. Todos los hombres son aquí parientes cercanos.
En este escrito tomaré una doble opción. En primer lugar, la de considerar
que al comienzo la cuestión no debe ponerse tanto en querer demostrar
la existencia de Dios cuanto en mostrar hasta qué punto Dios es creíble.
La segunda opción será la de hablar en primera persona. Es cierto que
voy a hablar como teólogo. Pero el teólogo es inseparable de la persona.
Si soy teólogo, si continúo siéndolo, es porque yo creo. Si soy teólogo es
porque creo que esta fe vale verdaderamente la pena. Este "yo" del que
hablo es también, en parte, el de mis lectores. Casi todos nos podemos
encontrar en este itinerario. Hemos nacido en la misma civilización;
somos hijos de la fe cristiana y nos hallamos con no creyentes que nos
hacen las mismas preguntas. Creo que el "yo" que aquí se empleará
podrá ser el de cada uno de nosotros.
Una última observación. Los pasos que voy a dar no pretenden seguir un
orden estrictamente lógico. Cada uno puede seguir su propio orden. No
pretendo que cada razón tenga el mismo peso. En estas materias se trata,
sobre todo, de una convergencia de razones. Es posible que, para alguno,
tal o cual razón no sea válida.


1. CREO EN DIOS "PORQUE" HAY “NO CREYENTES”
Es evidente que el "porque" debe de estar entre comillas.
Su pretensión es la de ampliar nuestro campo de reflexión dando a entender que no se
olvida el mundo de la increencia.
a. Porque me demuestran que creo libremente
La existencia de ateos me manifiesta que hay hombres que pueden vivir
sin creer en Dios. Esto me enseña que la afirmación de Dios no se puede
imponer. Si no es inevitable, soy libre. En esta situación me siento a
gusto.
Mi confesión de Dios es una elección, un acto de libertad. Y para
mí es un acto de libertad que me libera.
Esto es importante. Acepto que muchas cosas me vengan impuestas por
coacción, incluso por coacción racional o lógica. Pero creo que me sería
difícil de soportar que Dios me viniese impuesto así, ya que tendría la
impresión de una imposición violenta.
A partir de los no creyentes experimento que mi fe es libre. Por esto
puedo decir que creo "porque" hay “no creyentes”. Puedo desear que
todos los hombres lleguen a la fe en Dios. Pero deseo también para ellos
la libertad. La fe debe seguir siendo el mayor ejercicio de mi libertad.
b. Porque me fuerzan a ser crítico con mi fe
Hallo otro motivo para incorporar a los “no creyentes” en la trayectoria
de mi fe: los ateos son a menudo más exigentes que nosotros y tienen a
veces una idea de Dios muy elevada. A menudo renuncian a creer por
este motivo. Tal es, por ejemplo, la objeción sobre el problema del mal.
Su expectativa de Dios es tan exigente que no toleran que se acepte la
existencia de Dios ante tal escándalo. También nosotros tenemos
conciencia de esta objeción, pero es posible que no le prestemos la
suficiente atención. Nuestra tesis sobre la "permisión del mal" puede
parecer llena de ambigüedades. Los no creyentes me enseñan a estar
más atento y a ser más exigente en la confesión de mi fe.
Tengo la impresión de que mientras los creyentes insisten sobre la
existencia de Dios los no creyentes suelen preguntarse sobre la
naturaleza de Dios. El no creyente me invita a tener una idea de Dios
menos fácil; más que pedirme demostraciones de la existencia de Dios
me pide que le muestre y le pruebe con hechos en qué Dios creo.
c. Porque me revelan que en mí hay algo de “no creyente”
Existe una tercera realidad que me enseñan los no creyentes. Su
presencia me revela que en mí existe también el “no creyente”. Es cierto
que se da la división entre creyentes y no creyentes. Pero esta distinción
es, a veces, demasiado cómoda. La frontera entre fe e increencia pasa
por dentro de cada uno. Hay incrédulos que se preguntan a veces: "¿y si
fuera verdad?". Algo semejante sucede a creyentes. Esto prueba que
todos los hombres se parecen. Y, como creyente, aprendo a no ser un
hombre arrogante, sin lisuras y fanático. No olvidemos que Sto. Tomás
decía que la existencia de Dios no es evidente con la evidencia propia del
mundo de los objetos.
En todo hombre se da la duda y la fe. Yo diría incluso que la duda y la fe
hacen honor a dos dimensiones que existen en nosotros. A su manera
hacen también honor a Dios. Y es que, no lo olvidemos, nuestro Dios
se ofrece a nosotros en esta fragilidad.
Se niega a violentarnos y a anular nuestra libertad. La grandeza de
Dios consiste en haber creado un ser que pueda decirle sí o no.
San Pedro nos asegura: "Hacéis bien en prestar atención a la palabra
como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro, hasta que despunte el
día y se levante en vuestros corazones el Lucero de la mañana" (2 P
1,19). La fe se ofrece al corazón y a la inteligencia del hombre que somos.
Es como la vigilante lámpara que brilla en nuestras iglesias; se levanta
desde la profundidad de nuestra noche; se ofrece para que vivamos de
ella; se ofrece como razón de vida. Así, el no creyente, me estimula sin
cesar para que mi fe permanezca despierta, brillante, de modo que no
cese de reanimaría continuamente; a veces, paradójicamente, a partir
del fuego de los no creyentes.
2. CREO EN DIOS "PORQUE" HE NACIDO EN UN AMBIENTE CRISTIANO
Pienso que esto es así para casi todos nosotros. Si fuese norteafricano o
asiático sería ahora musulmán o budista. Salvo en casos de conversión,
sucede como si heredásemos la fe en la que hemos nacido.
Esto parece ser una objeción a la fe. Por ello he puesto entre comillas el
"porque".
Reconociendo la dificultad que crea lo que acabo de admitir, puedo decir
en verdad que yo he "asumido" esta fe que he recibido. He descubierto
que la fe cristiana merece ser creída. Sin negar el valor de otras religiones, creo en la excelencia de la rama judeo-cristiana.
Y la razón es ésta. Se ofrecen al hombre dos grandes posibilidades. Por
una parte la religión, la cual implica el riesgo de elevar a Dios a una
cumbre tan exclusiva que no haya lugar para el hombre. Por otra parte
se ofrece al hombre el humanismo, que es una afirmación tal del hombre
que comporta el riesgo de denegar al hombre toda apertura a la
trascendencia. El hombre queda como encerrado en el hombre.
Personalmente no me siento en ninguna de las dos posiciones exclusivas,
aunque me encontraría bien en las dos dimensiones. En esta situación, el
cristianismo me aparece como la religión que consigue ser a la vez una
afirmación radical de Dios y una afirmación radical del hombre. Jesucristo
se entrega plenamente a Dios y plenamente al hombre; es totalmente
religioso, filial y totalmente humano, fraterno. Apasionado por la causa
de Dios y apasionado por la causa del hombre.
Ver así reunidas las dos aspiraciones fundamentales me parece una
intuición tan genial que seguramente es para mí la razón principal de mi
fe cristiana.
Yo descubro en esta posición genial del cristianismo un signo
impresionante. Esta disposición es tanto más genial cuanto no se trata
del fruto de un raciocinio, sino que es el resultado del comportamiento
de un hombre, Jesús, que ha podido vivir así. Hay aquí un signo de
verdad, ya que el hombre está intrínsecamente tentado por posiciones
maniqueas exclusivistas y dualistas.
He expresado mis razones personales para creer en el Dios de los
cristianos. Así he asumido la fe que recibí, y esta reasunción es un modo
de conversión.
El camino de hallar la fe por sí mismo es posible, pero no es el único
camino. Decía Sartre: "Yo no soy lo que he hecho de mí; soy lo que he
hecho a partir de lo que han hecho de mí". Es cierto; el hombre no es
una libertad absoluta, sobre él pesa toda una herencia cultural y
biológica. El hombre es una libertad en situación que puede retomar su
propia herencia.
Es necesario despedir al mito de la "tabla rasa". Esta no existe. Nadie
nace sin un bagaje (Ricoeur) y no hay por qué lamentarlo (Gadamer).
Cuando uno nace cristiano reasume la fe recibida y se reencuentra en el
mismo sentido en el que el convertido se encuentra. Se habla con
facilidad del incrédulo que se convierte en creyente. ¿No se podría hablar
también del creyente que se convierte en creyente?
3. CREO EN DIOS "PORQUE" HE NACIDO EN UN HOGAR CREYENTE
Esta razón de creer no está muy lejos de la expuesta anteriormente. Sin
embargo, ofrece contornos lo bastante específicos como para justificar la
distinción. Concretamente: se puede haber nacido en un medio
sociológicamente cristiano sin que esta relación al cristianismo vaya más
allá de una mera pertenencia superficial. La situación de la que ahora
trato es la de un hogar en el que existe una fe viva explícitamente
orientada hacia Dios, y que por lo mismo se contra distingue muy claramente del ateísmo.
Como en el precedente apartado debo reconocer un hecho. Admito que
si hubiese nacido en una familia atea probablemente hoy sería ateo.
Entonces, ¿cómo comprender la verdad personal de mi fe?. También aquí
diré que creo haber asumido como valor personal esta fe; aunque, a
diferencia de un convertido, la he reasumido en mi propio terreno. He
asimilado esta fe creyente porque he descubierto que hay un particular
sentido en el hecho de creer en Dios. Percibo en la cuestión sobre Dios
un modo de proponer un discurso que es profundamente dador de
sentido. Proponer la cuestión acerca de Dios es preguntarme por el
sentido último de mi existencia. Es proponerme el sentido del sentido.
Es verdad que el amor, el trabajo, el servicio, la belleza, no necesitan ser
confirmadas por Dios para tener un sentido. Pero mi convicción es la de
que el sentido siempre requerirá tener un sentido. En el fondo, el sentido
tiene necesidad de ser preservado; tiene incluso necesidad de ser
salvado.
Creo que aquí se halla la entraña de la pregunta religiosa. Si Dios no es
una cerrazón sino una llamada hacia más arriba y más lejos, entonces es
muy razonable que dirija mi interrogante en esta dirección y que empiece
a percibir cierta respuesta. Porque hay ciertas preguntas que conllevan
en sí mismas una respuesta.
Pascal reconocía el problema con el que nos hallamos. Escribe que la
religión cristiana tiene algo de asombroso. En seguida capta la posible
objeción: "afirmas esto porque has nacido en ella". Reconoce el valor
de esta dificultad, y no obstante concluye: "pero aunque haya nacido en ella
sigo hallándola así".
La observación de Pascal es esclarecedora. Si uno ha nacido en un ámbito
creyente puede cuestionarse la autonomía de su propia fe. Es una
fantasía el creer en un nacimiento culturalmente "inmaculado". Es
olvidar, una vez más, que todos hemos nacido en un lugar determinado
y que hemos sido precedidos por una determinada concepción de la
existencia. Actualmente, en antropología, lejos de considerar esta
situación como una desgracia, se la descubre como una suerte. Se nos
dice que somos seres de una cultura, enraizados en una tradición. Se
trata de las condiciones de nuestra identidad, de nuestra libertad. Esta
antropología sigue un camino inverso al del racionalismo que cree que
absolutamente todo debe de ser descubierto por uno mismo y por la
propia razón.
El hombre está preocupado por salvar su identidad. Pero hoy se descubre
que vivir la propia identidad supone también vivir el propio nacimiento.
El hombre, ser cultural, es un "ser que ha nacido".
Lo quiera o no, el hombre es precedido por respuestas. Esto es
particularmente cierto en la cuestión religiosa. Pero uno puede interrogar
estas respuestas, las puede someter a prueba, puede cuestionarías.
El hombre más bien interroga respuestas que responde a preguntas.
Al fin y al cabo las preguntas, ¿no nacen precisamente a causa de la presencia de respuestas?
El hombre no entra en la vida con capacidad de responderlo todo. Tiene
necesidad de claves. Por mi parte, pienso que la mayoría de las claves
que propone el cristianismo permiten descifrar el sentido último de la vida
al hombre que yo soy. Y sobre todo, estas claves no sólo me permiten
descifrar; me permiten vivir.
4. CREO EN DIOS PORQUE EXISTE JESUCRISTO
Se comprenderá que no ponga el "porque" entre comillas.
Yo creo en la divinidad de Jesús, pero me fijo ahora sólo en su humanidad.
Hace dos mil años vivió en esta tierra un hombre humanamente digno de
fe. Esta afirmación me parece indiscutible. Este hombre ha creído en Dios
y me impresiona.
Jesús, que no aparece como un inquieto en busca de compensaciones,
ha hablado de Dios serenamente.
Para mí, Jesús es motivo de fe. Por una parte ha dado todas las garantías
de una existencia humana serena y comprometida, ha estado muy
cercano a la tierra, ha afirmado al hombre de modo absoluto, y por otra
parte ha confirmado la dimensión trascendente del hombre.
Me interesa que él hable de Dios, a pesar de la condena de los sumos
sacerdotes y a pesar del anti testimonio de los portadores de la ortodoxia.
El Dios del que Jesús da testimonio no es banal. Ama a los pecadores y
comparte su mesa con escándalo de los fariseos. Devuelve toda su
dignidad a la mujer que debía ser lapidada. Trata con la samaritana, una
hereje. Acepta la invitación del publicano y lo elogia a pesar de su mala
reputación. No tiene en cuenta el sábado cuando se trata de salvar a la
persona. Purifica el templo, lugar sagrado por excelencia. Este Jesús es
el que va a preferir a los pobres sin que esto suponga ningún
resentimiento contra los ricos y poderosos, a los que sabe decir lo que
quiere en el tiempo apropiado.
Jesús ha mostrado una conducta revolucionaria en el plano religioso que
ha conmocionado a sus contemporáneos.
Pero veamos nuestras propias reacciones. En el fondo, el Dios que
anuncia Jesús no es el Dios que esperamos, no es el Dios de nuestros
fantasmas e infantilismos; tampoco es el Dios de nuestras dignas
filosofías.
Jesús no ha estado al abrigo de la inquietud y el combate interior que
atraviesa a todo hombre al verse descalificado por aquellos que tienen el
derecho y el depósito de la ortodoxia.
Jesús pasa por la angustia del huerto de los olivos; da un terrible grito
en la cruz donde sufre la tentación de verse abandonado por Dios.
En esta imagen que Jesús dio de Dios es donde realmente se puede hallar
a Dios.
Al final de esta agonía, el Dios al que Jesús anuncia manifiesta
que es el verdadero Dios y da la razón a Jesús contra sus perseguidores.
He aquí por qué creo en Dios a causa de Jesucristo, o mejor dicho, gracias
a Jesucristo.
El cree en este Dios hasta el fin, contra todas las evidencias. El combate
la vida humana con singular veracidad y esto no le separa de su fe en
Dios. Una fe que no es trivial. Una fe que lo tiene todo a favor porque lo
tienen todo en contra.
5. CREO EN DIOS PORQUE ESTA FE ME CONSTRUYE
Encuentro en la fe en Dios una dimensión fundamental y radical de mi
existencia. Sé que la fe puede aparecer a algunos como un componente
extraño que viene como desde fuera de nuestra humanidad, como algo
impuesto.
Personalmente creo que este análisis es inexacto, incluso desde una
perspectiva antropológica. Pienso que se trata de una dimensión
coherente con otros comportamientos humanos que, desde un punto
de vista fenomenológico, podría considerarse como inmanente a nuestra
humanidad.
Tomemos el término "fe" sin darle por el momento una connotación
religiosa. ¿Puede vivirse sin fe?. Se puede vivir sin fe religiosa; pero no
se puede vivir sin ningún tipo de fe. La palabra latina fides es la raíz
de palabras como "confianza", "confidencia"., Algo semejante se podría decir
del término latino credere, que ha dado lugar a “creer”, "crédito"... y que
se halla en muchas expresiones coloquiales. Si estos términos pasan a
nuestro vocabulario cotidiano es porque expresan y representan una
dimensión "natural" de nuestra existencia. Se trata de una dimensión que
nos constituye y sin la cual nos resultaría difícil comprendernos. En
realidad el creer es tan inherente al hombre como el pensar, amar,
trabajar... Es un comportamiento que permite este descentramiento
de sí mismo que es indispensable para vivir con los demás. Desde aquí la fe
en Dios me aparece como una actitud digna del hombre ya que dice algo
importante acerca del hombre. El creyente no tiene el deber de
justificarse continuamente como si sólo el no creyente viviese en la
actitud sensata.
A menudo se hace la objeción de que la fe crea su objeto para satisfacer
un deseo o una insatisfacción; pienso que la fe no crea su "objeto" (Dios)
sino que lo descubre. La fe me aparece como una actitud que desvela
algo oculto, que descubre. Transformando la célebre fórmula de Freud
diría que la fe no es una "ilusión" sino una "alusión". Una alusión a algo
muy discreto que percibimos en ciertos momentos como un eco dentro
de nosotros mismos y que la fe nos desvela y nos revela. La fe es como
una capacidad de descubrimiento a la que ninguna de mis otras
capacidades puede llegar.
Aun cuando se habla de deseo o de necesidad, no veo en ello algo
sospechoso a priori. El deseo de amar o el deseo de comprender no
convierten a estas dos realidades en vacías. Esta necesidad o este deseo
más bien manifiestan una realidad que sólo espera ser investida. En este
sentido no dudaría en considerar a la fe como inventiva: descubre,
encuentra. La fe revela en el hombre una dimensión propia.
La fe señala la existencia de una "alteridad". Indica la existencia posible
de una alteridad radical, de este otro que buscamos en los demás, pero
que a la larga se desgasta en mí y en los otros. El "otro" aquí tiene un
nombre: el Otro, el Otro del hombre, el Otro de los hombres. No es bueno
que los hombres estén solos. La fe desvela en mí un eco. Es decir, un
acorde. Un acorde profundo que precisamente por eso es difícil de expresar.
No puedo creer que mi ser profundo se engañe tan radicalmente que en
este caso haya inventado pura y simplemente su objeto. "El ser habla",
afirma Heidegger. Mi ser habla, y seguramente ésta sea la mejor manera
de entrar en la verdad; mejor, a veces, que a través de la simple razón.
Es cierto que puedo equivocarme en las representaciones, perfiles y
denominaciones. Es posible que me pueda engañar. Pero
fundamentalmente,
no.
A menudo existen caricaturas y falsas representaciones que pueden
conducir al rechazo o al no reconocimiento. Pero mi ser profundo habla,
tiene su elocuencia. La fe tiene su elocuencia, como la tienen en mí otras
voces.
Este derecho de la fe a expresar algo verdadero sobre el hombre, a decirle
una verdad sobre sí mismo, lo encuentro tan incontestable como el
derecho que tienen otras dimensiones existentes en nosotros y que
pueden decimos algo sobre nosotros mismos. Este es el derecho a la fe
y su capacidad de desvelar algo propio.
No se trata de caer en el fideísmo. El uso de la razón es, también aquí,
incuestionable si se quiere hallar apoyo. El logos conserva sus derechos
y deberes imprescriptibles. Pero existe una circulación del logos, hay
diversos logos o sentidos, y me parece indiscutible el derecho de
la fe a ser uno de ellos, con tal de que la fe se mantenga en su propio ámbito y
se deje interrogar por otros logos.
Así como la gramática no es capaz de hablar de electrones, tampoco la
ciencia física es capaz de hablar de fe; aunque sí puede hacerle preguntas
pertinentes.
Es claro que cada realidad debe ser detectada por una capacidad
adecuada. ¿Por qué debería ser de otro modo cuando tratamos de la fe?
Nuestras dificultades en este terreno seguramente no hacen más que
señalar que precisamente aquí se trata de algo tan profundo que es difícil
hablar de ello con claridad. Pero cuando nos inclinamos sobre el brocal
de nuestro propio pozo, del pozo de nuestro ser profundo, escuchamos
el débil ruido de una presencia, o de una palabra que no se asemeja a
otra alguna.
6. CREO EN DIOS PORQUE ES QUIEN ES
El hombre ha buscado a menudo a Dios en el cosmos, y este es un camino
aceptable; pero Dios no puede reducirse a ser el gran relojero del mundo
y esta indagación no nos manifiesta cercano su rostro. Durante mucho
tiempo se le ha buscado en argumentos y razonamientos; este
procedimiento no es absurdo, pero raramente es convincente.
Supuesto que, según la fe cristiana, somos templo de Dios, ¿no será
también un camino auténtico el interrogar a nuestro ser profundo? No
temamos la realidad que hay en nosotros y escuchar en el fondo un soplo
tenue pero casi palpable.
La Escritura me aparece como un gran libro de historias que Dios nos
narra. Creo en Dios porque esta historia que Él nos narra se entreteje con
mi propia historia, viene a aportarme un hilo, de tal modo que así puedo
encontrarme y construirme a mí mismo. Insisto sobre el término
"historia" porque Dios no me llega como una "sustancia" ni como Alguien
inmóvil. Tomando el paradigma del camino de Emaús, Dios me aparece
como Alguien que me acompaña, Alguien que se hilvana en mi historia,
siguiendo el ritmo mismo de mi propia historia y de mi propia andadura.
Sin turbar mi itinerario sino respetando las sinuosidades de mi ruta y las
curvas de mi camino.
Un dios como Moloch estaría oprimiendo mi historia y mi ser; si así fuese,
creo que yo hubiese tomado los caminos de la increencia y del rechazo.
Pero un Dios de la historia es totalmente distinto. Es un Dios que respeta
el tiempo, respeta mi tiempo.
No está aquí de una sola vez y de modo inexorable, sino que permite lo olvidemos y lo desconozcamos un tiempo.
Acoge los altibajos de mi existencia y mis propios ritmos. Un Dios
histórico - y éste es uno de los rasgos de nuestra tradición judeo-cristiana
- es un Dios que, como un amigo, sabe cuándo es el momento oportuno
y cuándo no lo es. Es un Dios que sabe adaptarse y comprender. En la
historia veo una presencia de Dios de carácter más flexible, más
acogedora de lo que soy.
Creo que esta categoría de historia es de capital importancia. Quien dice
historia, dice que no todo está dictado o decidido de antemano. La
realidad se va haciendo en un recorrido, en un trayecto. Tendré el tiempo
de respirar junto al pozo (samaritana), tendré el derecho de equivocarme
(Pedro), tendré el derecho de luchar y permanecer ante Él (Jacob), tendré
el derecho de discutir (Job), y también el de gritar en el borde de mi
sufrimiento (Jesús). Como también tendré, en otras circunstancias, el
tiempo y el derecho de introducir otros acentos: el del amor, la felicidad
y la alegría (María en el Magnificar).
me
De esta manera Dios no me viene dado de una vez, sino a medida que
Creo que cuando se ha descubierto así el lugar de Dios en la propia vida,
Dios se hace creíble. Se convierte en una de las realidades de mi
existencia, sin duda la mayor, pero una "solamente". Dios ha creado en
nosotros la urdimbre de la tela. A nosotros toca enhebrar la trama
(Gesché, A., 2010).

6. DIOS ES EL AZÚCAR QUE DA SABOR A MI VIDA
He aquí una anécdota que tomo de la página web de Juan Jáuregui:
Una profesora pregunta a sus alumnos: “¿Cómo sabemos que Dios
existe?” Cada uno fue dando su propia respuesta. Pero la profesora
seguía insistiendo como si no estuviese satisfecha con las respuestas.
Queriendo echarles una mano añadió: “¿Y cómo saber que Dios existe si
ninguno lo hemos visto?” Todos se quedaron callados. Para los niños es
evidente que lo que no se ve o se toca no existe. Hasta que un pequeño
que era tímido, levantó la mano y tímidamente y respondió: “Señorita.
Dios es como el azúcar. Mi madre me dijo que Dios es como el azúcar en
mi taza de leche que ella prepara todas las mañanas. Yo no veo el azúcar
que está dentro de la taza en medio de la leche, pero si la leche no tiene
azúcar se queda sin sabor”.
Estoy seguro que la mamá de ese niño no entendía demasiada teología,
pero sí tenía algo que es fundamental cuando se trata de hablar de Dios.
Hablaba no del Dios que se nos explica con ideas, sino del Dios que ella
experimentaba en su corazón.
No sé si los teólogos estarán muy de acuerdo con un “Dios terrón de azúcar”, lo que sí sé es que aquella madre vivía la verdad de Dios en el corazón humano. Porque, al fin y al cabo, Dios no es
una idea. Dios es una realidad para nuestra vida. Y una realidad que da
sentido y da sabor a nuestra vida. Nadie ve el azúcar disuelto en la taza de
leche o en la taza de café. Pero todos sabemos que la leche sabe de otra
manera y también el café. ¿Alguien ha visto el amor? No lo hemos visto.
Pero todos sabemos que existe. Y cuando nos sentimos amados y cuando
amamos, la vida tiene otro color y tiene sentido. Dios ES Amor. Amor que
impregna y vivifica todo nuestro ser y vivir, Amor que da color y sentido a
nuestras vidas.
La suerte de saber que Dios nos acompaña en nuestra tarea de ser
personas cabales

Más de una vez me han preguntado si hay alguna diferencia entre una
“buena persona” creyente y una “buena persona” pero no creyente, como
los hay tantos, incluso entre nuestro amigos y familiares. Sin entrar a fondo
en la cuestión, sí al menos señalar algún aspecto. Sobre este punto os
aconsejo leer a Torres Queiruga (1997). Os resumo muy brevemente y hago
mías algunas de las cosas que dice en su libro.
El creyente, igual que el no creyente, tendrá que afrontar los problemas
de la vida, y tendrá que esforzarse por ser una persona cabal, íntegra,
realizada; esforzarse por vivir unos valores (honradez, generosidad,
atención a los demás, etc. que son valores humanos que todo el mundo
tiene que esforzase en vivir, y que ciertos no creyentes, a veces, viven
incluso con más intensidad que muchos de los que nos llamamos
creyentes). ¿Cuál es pues la diferencia entre un creyente y un no creyente?
Creo que una diferencia es que el creyente podrá esforzarse, podrá afrontar
la vida, podrá afrontar la tarea de ser persona cabal con una confianza, una
paz, una fuerza especial que le da el saberse habitado, trabajado desde
dentro, arropado, acompañado, motivado por esa Presencia Amorosa
activa, constante y permanente.
La suerte del cristiano es saber que Dios está ahí con nosotros y en
nosotros, para hacer posible y para hacer más llevadera esa tarea nuestra
de llegar ser personas cabales. Sucede que muchas personas conciben a
Dios como una presencia exigente, que hace más incómoda la existencia y
más pesada la vida, porque impone obligaciones duras y difíciles, que puede
manifestarse en castigos oscuros, dolorosos e inexplicables. Puede incluso
hasta suceder que alguna vez nos venga la idea que, si Dios no existiera, la
vida sería más fácil, más ligera y más llevadera, ya que estaríamos libres
de toda esa carga de obligaciones que, según esta inexacta visión de las
cosas, Dios nos impone, más o menos arbitrariamente.
Esta manera de ver las cosas, por frecuente que sea, incluso en ciertos
cristianos, no deja de ser totalmente falsa, basada como está en un
tremendo malentendido: el peso de la vida no es un peso añadido por Dios,
Dios no trata caprichosamente de imponer nuevas cargas sobre nuestras espaldas. La vida es dura por
sí misma. La vida, que es maravillosa y que
conlleva grandes gozos y grandes alegrías, conlleva también sus pesos y
sus luchas. La vida es un proceso de crecimiento, y a nosotros que, tanto a
nivel individual como a nivel colectivo, emergemos a penas de la
animalidad, nos resulta difícil ir llegando a ser personas auténticas y
cabales. Eso es lo difícil y lo que hace que la vida sea a veces dura.
Lo difícil no es ser cristiano, lo difícil es ser persona cabal. Y Dios está
ahí, no para hacerlo más difícil todavía, sino que está ahí con nosotros y en
nosotros, para hacer posible y para hacer más llevadera esa difícil tarea
nuestra de llegar a ser personas, tanto individual como colectivamente.
Dios, desde dentro de nosotros mismos, nos ofrece su compañía, su amor,
que se traduce en luz para caer en la cuenta de
lo que es ser persona cabal; estímulo para seguir intentando serlo a pesar de nuestras debilidades y
fallos; y apoyo, para que vayamos llegando a serlo efectivamente, en
nuestro caminar hacia nuestro crecimiento como personas, en marcha hacia
nuestra plenitud. Dios es siempre “cómplice”, apoyo, ayuda, en la dura
tarea nuestra de ser personas. Dios no trata de imponernos cargas, sino
que ¡Dios, desde dentro de nosotros mismos, nos motiva y nos echa una
mano para llevarlas! Dios no es una especie de “mandón” arbitrario, que prohíbe lo que es agradable y bueno para el ser humano, o le obliga a lo que puede serle penoso, por el placer de fastidiar, sino todo lo contrario:
Dios es el apoyo en nuestra marcha hacia nuestra plenitud y nuestra
felicidad como personas.
Otra manera de ver el pecado, la moral, la conversión
En la misma línea, hay que comprender el tema de lo que llamamos
“pecado”: el pecado no es pecado porque ofenda a Dios, o porque le haga
daño a él. Sino que algo es pecado porque esa acción o esa actitud son
contrarias a lo que es ser una persona cabal, el pecado es pecado porque
nos hace daño a nosotros y le hace daño al ser humano. Y eso ya lo dijo
Santo Tomás en la Suma “Contra Gentes” III, 122: “Non enim Deus a nobis
offenditur nisi ex eo quod contra nostrum bonum agimus”: Lo único que
ofende a Dios es lo que hacemos y daña nuestro bien; lo que daña nuestra
felicidad y nuestra plena realización como personas, que es lo que Dios
quiere y busca.
Tenemos en la Iglesia un sacramento al que yo me empeño en seguir
llamando “sacramento de la confesión”. Pero ¿confesión de qué? No de
nuestros pecados; sino del maravilloso amor con que soy amado, yo que
soy débil y pecador. Creo que muchas veces hemos pervertido ese
sacramento, poniendo en el centro nuestros pecados. El centro, lo que
confesamos no son nuestros pecados; lo que confesamos y proclamamos
gozosamente es que seguimos siendo amados y acompañados por el amor
del Padre Dios en nuestro tambaleante caminar, agarrados de la mano de
Jesús resucitado y animados desde dentro por el Aliento Divino del Amor
que es el Espíritu Santo, quien nos abre a ese amor creador y recreador del
Padre. Lucidez y reconocimiento sincero de nuestra fragilidad, nuestros
tropezones, nuestras caídas, nuestros pecados. ¡Sí! Pero sobre todo lucidez,
reconocimiento, acogida y agradecimiento por el amor impenitente con que
el Padre Dios nos sigue y nos seguirá amando y acompañando.
La moral cristiana no consiste en el cumplimiento exacto de una serie de
normas y mandamientos que Dios nos habría impuesto. La moral cristiana
consiste, ante todo, en ponerse a la escucha, en discernir, y en dar cauce
en nuestra vida concreta al Dinamismo Divino de Amor que habita en lo
más profundo de nuestro corazón, y que es su propio Espíritu de Amor, que
produce en nosotros frutos de amor (ver Gal 5, 2226). Todo ello, con los
ojos puestos en Jesús, que es el Hijo Amado del Padre que está amando en
este mundo nuestro como y con el amor recibido del Padre. Como dice
Pablo: “Tened los mismos sentimientos y las mismas actitudes del Cristo
Jesús” (Fil 2, 5), Jesús, que es el “Hijo del Hombre”, “Hijo de Dios”: el ser
humano llegado a su verdadera plenitud.
Con lo dicho, podemos ver también que la conversión a Dios no consiste
pues en decidirse por una vida más infeliz y fastidiosa, sino en orientar
nuestra libertad hacia una existencia más humana, más auténtica, más
cabal, más total y, en definitiva, más dichosa, sabiéndose apoyado para
ello, desde dentro de nosotros mismos, por Dios: nuestra felicidad es tan
querida por Dios como anhelada por nuestro corazón.
Esta opción por ser persona cabal exige sacrificios y renuncias, porque
ser persona y ser feliz siempre tiene sus exigencias, ya que la persona
humana tiene que construirse, no desde la frivolidad o la superficialidad,
sino a favor de su impulso profundo y divino de autorrealización y, por
consiguiente, también contra la inercia de la finitud, la oposición del instinto
y la contradicción de las tendencias. Pero Dios está justamente ahí, con
nosotros y en nosotros, para hacer posible y hacer llevadera esta tarea
nuestra de ser persona humana: ofrece su compañía, su amor, su luz,
su estímulo, su apoyo. Su garantía de que es posible y su apoyo que lo hace
posible. Dios es una mano tendida por nuestro exclusivo interés, para
nuestra realización como personas plenamente humanas, y no un puño
cerrado para golpearnos.
La vida cobra nueva luz y nueva densidad
Para quien vive desde la vivencia de esa cercanía amorosa de Dios, toda
la vida cobra un sentido y tiene una densidad nueva, puesto que ha
descubierto que está habitada por Dios Amor, y que se sabe a sí mismo
amado por el mismísimo Padre Dios. ¡Dios está enamorado de
mí! Sí, ¡de mí! ¡y de ti! Enraizado en esa fuerza de Amor que te habita, puedes vivir
con una paz, con una confianza, con una profunda satisfacción y con una
alegría interior radicales. Y eso, en toda circunstancia y pase lo que pase,
incluso cuando te toque sufrir física o moralmente, y hasta cuando te
encuentres a ti mismo débil y pecador. Al cristiano, como a todo el mundo,
le pasará y le tocará de todo, ya que Dios es Amor, pero no es un
“pararrayos”. Y ¡nos pasará de todo en la vida! El cristiano sigue siendo
débil, sigue metiendo la pata mil veces, sigue siendo “pecador”. Pero en
todo, nos sabemos acompañados y apoyados por ese Amor que nos habita
y nos vivifica desde dentro de nosotros mismos.
He aquí algunas reflexiones, que hago mías pero que espigueo en las
primeras páginas del libro de Pagola Creer, ¿para qué? (2008):
Los creyentes tenemos los mismos problemas y sufrimientos que todo el
mundo. La fe no le dispensa a nadie de las preocupaciones y dificultades
de cada día. Pero si un creyente cuida en el fondo de su corazón la
confianza en Dios, descubre una luz, un estímulo y un horizonte nuevo
para vivir. En primer lugar, el creyente puede acoger la vida cada mañana
como un regalo de Dios. La vida no es una casualidad, tampoco es una
lucha solitaria frente a las adversidades. No estoy solo en la vida. Alguien
me acompaña. Viviré este día confiando en Él. El creyente puede conocer
también la alegría de saberse perdonado. En medio de sus errores y
mediocridad puede experimentar la inmensa comprensión de Dios. Yo no
soy mejor que los demás. Conozco mi pecado y mi fragilidad. Mi suerte
es poder sentirme perdonado y renovado interiormente para comenzar
siempre de nuevo una vida más humana.
Creer en Dios (saberse habitado y trabajado desde dentro por ese
fermento que es Dios Amor en nosotros) significa sentir con otra hondura
mi propia dignidad. No soy solo un conjunto de células que dentro de
muy poco se disolverá. Alguien ha pensado en mí, ¡alguien está pensando
en mí!, alguien busca mi bien. Me siento sostenido y estimulado por Dios
para hacer mi recorrido por este mundo con la esperanza y dignidad
propias de un hijo de Dios.
Creer en Dios: saber que todos y cada uno estamos habitados y
trabajados desde dentro por ese fermento que es Dios Amor en nosotros
significa reconocer esa misma dignidad de hijos e hijas de Dios en todos
los hombres y mujeres.
Creer en Dios (saber que todos y que el universo entero estamos
habitados y trabajados desde dentro por ese fermento que es Dios Amor
en nosotros y en todo) significa creer que el mal, la injusticia, no tienen
la última palabra y ni siquiera la muerte tiene la última palabra.
Dice también Pagola: “Siempre me ha conmovido esa postura noble del
gran científico ateo Jean Rostand. Cuentan que le gustaba repetir a sus
amigos cristianos: «Vosotros tenéis la suerte de creer». Y, cuando
planteaba la cuestión de la fe, solía afirmar: «De lo que yo estoy seguro
es de que me gustaría que Dios existiera». Son palabras que hacen
pensar”.
7. ¿“SENTIR” O “VIVIR” EN EL AMOR DE DIOS?
Posiblemente más de uno de nosotros se ha hecho alguna vez esta
reflexión: “Que Dios nos ama y nos acompaña; que nos ama y nos
acompaña siempre, pase lo que pase, y sea yo lo que sea; que Dios me
está amando precisamente a mí, todo esto suena muy bien, es muy bonito.
¡Pero es que yo no siento nada!”.
¡Ojo! No confundamos “fe” con “emoción” o con “sentimiento”. Nuestro
“sí” al amor del Padre Dios, es un sí de todo nuestro ser y de toda la
persona. No sólo ni prioritariamente de la sensibilidad. Es un sí dado en la
fe; no en grandes emociones. Sobre este tema, quiero empezar citando
algunos textos de Teresa de Lisieux, porque lo que ella ha vivido y escrito
me ha servido mucho, tanto para caer en la cuenta de la centralidad del
amor en nuestra relación con Dios, como para comprender que hablar de
amor es mucho más que hablar de piadosos sentimientos y emociones.
Basta con leer cualquier texto de Teresa para encontrarse con frases
entusiastas sobre ese amor que Dios nos tiene. Pero recordad que cuando
algunas hermanas le decían: “¡Qué suerte tienes de sentir esas cosas!”, ella
contestaba: Sentir, no siento nada; "canto sencillamente lo que quiero
creer" (Manuscrito C 7 verso).
Algunas palabras de Teresa de Lisieux sobre su falta de emociones en
los ratos de oración

Teresa fue una gran orante, y tiene mucho que enseñarnos sobre ese
tema. Hoy voy a insistir sólo sobre su sequedad y su falta de emociones en
la oración. Como dice una carmelita en un artículo sobre la oración de
Teresa: Para reconciliarnos con nuestra pobreza, creo que puede ser bueno
comenzar recordando algo de sus confidencias a sus hermanas de
comunidad acerca de la práctica de su oración. Nos habla de una oración
hecha a menudo sin consuelo, en aridez, a la intemperie, con sufrimiento,
con sueño, sequedad, ante un Jesús que no habla. Escuchemos algunas de
sus confidencias:
No puedo decir que haya recibido frecuentes consuelos durante las
acciones de gracias; tal vez sean los momentos en que menos los he
tenido" (A 79v). "Mis ejercicios para la profesión fueron, como todos los
que vinieron después, unos ejercicios de gran aridez" (A 76r). "He
observado muchas veces que Jesús no quiere que haga provisiones.
Me alimenta momento a momento" (A 76r). “Rezar yo sola el rosario me
cuesta más que ponerme un instrumento de penitencia... ¡Sé que lo rezo
tan mal! Por más que me esfuerzo por meditar los misterios del rosario,
no consigo fijar la atención... Durante mucho tiempo viví desconsolada
por esta falta de atención..., ahora me entristezco menos, pues pienso
que la Reina de los cielos ve mi buena voluntad y se conforma con ella"
(C 25v). "Durante mucho tiempo, en la oración de la tarde, yo me
colocaba delante de una hermana que tenía una curiosa manía... En
cuanto llegaba esa hermana, se ponía a hacer un extraño ruido, parecido
al que se haría frotando dos conchas una contra otra. Sólo yo lo notaba,
pues tengo un oído extremadamente fino. Imposible decir cómo me
molestaba aquel ruidito. Sentía unas ganas enormes de volver la cabeza
y mirar a la culpable... Me sentía bañada de sudor, y me veía forzada a
hacer sencillamente una oración de sufrimiento" (C 30v). "La sequedad
es mi pan cotidiano" (A 73v), dice a propósito de los momentos
de intensísimo dolor ante la enfermedad de su padre, cuando tiene que
enfrentarse silenciosamente al misterio de Dios. "Al lado de Jesús, nada,
sequedad, sueño" (L 74) (Se puede leer el artículo completo en
www.cipecar.org).
Algunas palabras de Teresa de Lisieux sobre la “noche de la fe”

Sabéis que Teresa pasó una terrible prueba de la fe, que duró hasta su
muerte. Os cito sólo algunos textos. Ella mismo escribe:
Me parece que las tinieblas, apropiándose de la voz de los pecadores, me
dicen burlándose de mí: “Sueñas con la luz, con una patria aromada
de los más suaves perfumes. Sueñas con la posesión eterna del Creador de
todas estas maravillas. Crees poder salir un día de las brumas que te
rodean. ¡Adelante! ¡Adelante! Gózate de la muerte que te dará no lo que
tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada
(…) Tal vez os parezca [se dirige a la priora, sor María de Gonzaga] que
exagero mi prueba. En efecto, si juzgáis por los sentimientos que expreso
en las pequeñas poesías que he compuesto este año, debo de pareceros
un alma llena de consuelos, para quien casi se ha rasgado el velo de la
fe. Y sin embargo…, esto no es ya un velo para mí, es un muro que se
alza hasta los cielos y cubre el firmamento estrellado… Cuando canto la
felicidad del cielo, la eterna posesión de Dios, no experimento alegría
ninguna, porque canto simplemente lo que quiero creer (…) No creáis [le
dice a su hermana mayor, María del Sagrado Corazón] que nado en
consuelos. ¡Oh, no! Mi consuelo es no tenerlo en la tierra (…) Creo haber
hecho más actos de fe de un año a esta parte que en toda mi vida. Cada
vez que se presenta el combate, cuando mis enemigos vienen a
provocarme [se trata de los argumentos de los ateos militantes de su
época, que Teresa conoce y que la afectan por su solidez], me porto
valientemente. Sabiendo que batirse en duelo es una cobardía, vuelvo la
espalda a mis adversarios sin dignarme siquiera mirarles a la cara. Pero
corro a mi Jesús, le digo que estoy dispuesta a derramar hasta la última
gota de mi sangre por confesar que existe un cielo.
Teresa vivió esa noche de la fe como la batalla final, la oportunidad de
demostrar su confianza inquebrantable en Dios Amor Misericordioso.
No siente la fe; ¡la vive! Su lenguaje, a veces un poco romántico y en algunos
textos hasta infantil (sabéis que murió muy joven) puede llamar a
equivocación; eso ha contribuido a que muchas veces se haya deformado
su llamada a la “infancia espiritual”, para degradarla en infantilismo
sentimental y beato. De infantilismo ¡nada! Tras un lenguaje a veces un
poco ñoño está una Teresa recia en su fe, que ha madurado y ha dado pasos
de gigante hacia una vivencia de fe muy adulta, muy realista, muy
profunda, más allá de sentimentalismos.
La fe no es sentir; la fe es vivir. Alguien ha escrito: “Y¿no será esa noche
de la fe la suprema experiencia de Dios?”. Nosotros nos hemos ido
construyendo una imagen de Dios, edificada con nuestros razonamientos y
nuestra sensibilidad. Es posible que haya que derribar esa imagen, para
llegar a Dios mismo; llegar a confiar en un Dios que es Amor, pero que está
más allá de lo que yo pueda pensar, sentir o imaginar. (Me siento inclinado
a pensar en ese paso necesario cuando contemplo a Jesús en Getsemaní y
en la cruz: ¿Por qué me has abandonado? ¡A tus manos encomiendo mi
espíritu!).
Pasar de la sensibilidad emotiva al “corazón”

No se puede descartar de plano un determinado margen de sensibilidad
en nuestra relación de amor y de amistad con Jesús y con el Padre Dios, al
menos en ciertos momentos, dado que la sensibilidad es uno de los
componentes de la vida humana, y un componente importante. Tener
miedo de nuestra sensibilidad sería ignorar una dimensión importante de
nuestra personalidad. Las repercusiones sensibles que la experiencia del
Amor del Padre Dios puede tener a veces, pueden ser útiles y pueden ser
una ayuda y un estímulo para ir más lejos. Pero, por otra parte, hay que
saber controlar, e ir más allá de nuestro sentimentalismo superficial y
epidérmico. No podemos ir por la vida dejándonos conducir por nuestros
sentimientos superficiales o nuestras emociones momentáneas y pasajeras.
Más allá de esa sensibilidad superficial, tenemos que aprender a tomar
contacto con nuestra sensibilidad profunda, que es el dinamismo de nuestro
ser profundo, más allá de lo puramente emocional. Esta sensibilidad
profunda es lo que la Biblia llama “el corazón”, que es el centro, el núcleo
más profundo de la persona; el “yo” más íntimo donde se asientan las
opciones que dirigen el actuar de la persona. Como escribe Pascal, “el
Corazón tiene razones que la Razón no comprende”.
Se me ocurre una comparación que quizás sea un poco tonta: algunos
seréis padres y madres. Recordad cuando teníais a vuestro bebé recién
nacido en brazos. Se os caía la baba de emoción. Pero recordad también
cuando a las tres de la mañana el bebé empezaba a berrear. ¿Os
emocionaban muchos esos lloros que no os dejaban descansar después de
todo un día en el trabajo? Con desgana y hasta con mal humor cogíais al
niño en brazos para calmarlo. ¿Pero lo hacíais “en un éxtasis de sublimes
emociones? ¿O lo hacíais porque, más allá de la desagradable reacción
emocional que provocaba en vosotros sus lloros, amabais a vuestro hijo?
Más allá de nuestras emociones del momento, lo que realmente dirige
nuestra vida es nuestro corazón, nuestra sensibilidad profunda.
Nuestra vivencia del Amor de Dios, tiene que ir más allá de la emoción,
para pasar a lo profundo del corazón en cuanto núcleo de lo que soy como
persona. Y por eso tendrá que pasar por etapas de sequedad a nivel de esa
sensibilidad superficial. Sequedad que es necesaria, para que la experiencia
descienda hasta lo más hondo de mí mismo y no se quede en la epidermis.
No hay que extrañarse pues de esa sequedad sentimental en nuestra
relación con Dios; ni angustiarse a causa de ella. Esa sequedad afectará,
tanto a nuestra oración, como a nuestra vida ordinaria. Será a veces
dolorosa. Pero es necesaria, para que Dios pueda crear en nosotros ese
“corazón nuevo” del que habla el Salmo 50 (51), o para que, como dice San
Pablo, “Dios ilumine los ojos de vuestro corazón” (Ef 1,18).
La sensibilidad puede jugar un papel de acompañamiento, de salsa de los
buenos platos, de guarnición. ¡La salsa y la guarnición son un componente
importante de una buena comida! Pero un buen menú requiera algo más
rotundo y más consistente. ¡No se puede vivir sólo de salsas! Puede haber
ciertas formas de religiosidad y de devoción, pude haber ciertas personas
que sientan una religiosidad y una devoción con mucha salsa, muy emotiva;
pero habrá que ver cuál es la calidad de la sustancia.
Se trata de vivir, no sólo de sentir 

Nuestro sí al amor del Padre Dios, es un sí dado con la vida (“obras son amores, y no buenas razones”). El sentimiento (que es bueno y útil) tendrá
que ser contrastado, purificado y profundizado por la vida, acrisolado en la
realidad de la monotonía de la vida de cada día. Se trata de saber, de creer,
de vivir; no simplemente de sentir. “No todos los que me dicen: “Señor,
Señor”, entrarán en el reino de los cielos, sino solamente los que hacen la
voluntad de mi Padre celestial. Aquel día muchos me dirán: “Señor, Señor,
nosotros comunicamos mensajes en tu nombre, y en tu nombre expulsamos
demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros.” Pero entonces les
contestaré: “Nunca los conocí; ¡aléjense de
mí, malhechores!”” (Mt 7,21

En todo enamoramiento suele haber un primer momento de euforia ¡y
eso está muy bien, es muy normal! Pero es evidente que esta euforia
emocional no basta. El amor verdadero tiene que madurar y profundizarse.
La rutina de la vida de cada día se encargará de apagar esa primera euforia
sentimental, para convertirla en una verdadera vivencia de amor profundo
y personal. La vida no la podemos vivir a base de emociones baratas,
superficiales epidérmicas. u Porque el verdadero amor no es
sentimentalismos. El amor –más allá de emociones pasajeras– se apoya en
la roca sólida de una decisión personal. Ese es el verdadero amor que es
más fuerte que la muerte (Cantar 8, 6).
Lo importante no es sentir, sino vivenciar el amor que Dios nos tiene.
“Vivenciar” es: Caer en la cuenta de una realidad, acogerla profunda y
personalmente, y vivir (vivirse a sí mismo, vivir los acontecimientos, vivir
las relaciones con los demás, vivir la vida) apoyado en esa realidad de la
que se toma conciencia.
Es en la vida real donde tendré que dar y vivir mi sí al amor que Dios me
tiene. Ese caer en la cuenta y ese sí, será un proceso, un camino que hay
que recorrer. Y ese sí afirmativo, a veces (y sobre todo en situaciones de
sufrimiento) será vacilante; poder llegar a decir ese sí de todo corazón será
a veces un camino largo y penoso; más de una vez mi sí afirmativo
conllevará algunos peros; incluso en más de una ocasión quizás tienda a
convertirse en un dubitativo: "¡Si Dios me quisiera de veras, no me pasaría
esto!". El mismo Jesús pasó por ahí: Recordad el “por qué me has
abandonado” que Jesús gritó en la cruz.
Y es esa fe (más allá del simple sentimiento) lo que dará sentido a la vida
y lo que hará que nuestra vida sea feliz. El sabernos verdaderamente
amados, - y no sólo el sentirnos emotivamente amados-, eso es lo que da
luz a nuestras vidas, aunque ya no salten chispas como puede suceder al
principio de un enamoramiento.
Hay que saber también que esta paz profunda y esta alegría de saberse
amado por el Padre Dios pueden coexistir con situaciones psicológicas más
o menos tranquilas o agitadas; incluso pueden coexistir con situaciones de
grandes sufrimientos físicos o morales. Pero, gracias a mi fe, en todas esas
situaciones, me podré sentir en paz, y podré ser incluso feliz, porque sé
que, en toda circunstancia, estoy siendo amado y acompañado; y que nada
ni nadie me podrá separar de ese amor con el que soy amado (ver Rm 8,
71 35 s.). Pase lo que pase, ¡el Padre Dios está conmigo!; y el Padre Dios está
conmigo ¡queriéndome! ¡Pase lo que pase!
¡Y me pasará de todo en la vida! Me pasarán cosas buenas y agradables;
y también cosas desagradables o dolorosas (porque el amor de Dios no es
un pararrayos que pueda desviar todos los rayos que la vida, a veces, nos
lanza a la cabeza). Pero, pase lo que pase, sé que el amor con que soy
amado me rodea y me lleva siempre. Así que:
“Alegraos siempre en el Señor. Insisto:
Sólo desde la fe, y no desde un simple encuentro emocional, Dios seguirá
siendo para nosotros “el azúcar de nuestra vida”.
La oración descansa el alma (Juan Jauregui)
"Exclamó Jesús: Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y
yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí, que soy manso y
humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es
suave y mi carga ligera" (Mt 11,28-30).
Jesús es un tipo bien observador.
Jesús es de los que caminan, pero sus ojos se fijan en todo.
Y llega incluso a darse cuenta de que:
La gente vive cansada.
La gente vive con demasiados agobios.
Hoy diría "venid a mí todos los estresados”.
Hoy abundan por todas partes las técnicas de relajación.
Sin embargo en ningún manual
de relajación encontré la sugerencia de "acercarse a Jesús, pues él nos aliviará", "pues en Él
encontraréis vuestro descanso".
No niego el valor de muchas de esas técnicas o ejercicios.
Pero ¿habremos descubierto que un rato con Jesús, también es una
manera de descansar y de salir de nuestros agobios, de nuestro estrés?
Charlar con alguien unos momentos ayuda a relajarnos.
Sentir la compañía de los otros ayuda a relajarnos.
Compartir serenamente unos momentos con alguien, siempre
resulta relajante.
Pasarnos un rato de silencio con Jesús, también afloja los nervios y
los músculos.
Charlar un rato con Jesús, también calma nuestra ansiedad.
Compartir, incluso sin decir nada, un rato con Jesús, serena
nuestro espíritu.
Contemplar en silencio un lindo paisaje, pone paz en el espíritu.
Contemplar en silencio el color de las rosas, pone paz en el
espíritu.
Contemplar en silencio el corazón de Jesús, pone serenidad en el
espíritu.
Contemplar en silencio el rostro de Jesús, pone serenidad en el
espíritu.
Contemplar en silencio la paz de Jesús, pone paz en nuestro
espíritu.
Unos momentos:
De oración callada, descansan el alma.
De contemplación silenciosa, descansan el alma.
De escucha callada de Jesús que nos habla, descansan el alma.
Planificar unos momentos diarios de silencio con Él, nos devuelve
la serenidad.
Planificar unos momentos diarios de conversación con Él, nos dará
tranquilidad.
Planificar unos momentos diarios de silencio interior, apagando
todos los ruidos y escuchando a Dios en nosotros, nos aliviará en
nuestros agobios y tensiones.
Hay personas cuya sola presencia nos serena.
¡Mucho más la presencia de Dios en nuestro corazón!
Hay personas cuyas palabras nos regalan paz.
¡Mucho más las palabras de amor de Dios habitando en nosotros!
El vivir a golpe de reloj nos crispa los nervios.
El regalarnos unos minutos de silencio nos tranquiliza.
El romper nuestras prisas regalándonos unos momentos de silencio
para escucharle, es como la suave caricia de la mano de Dios
regalándonos paz.
El regalarnos esos pequeños espacios cada día:
Nos ayuda a encontrarnos con nosotros mismos.
Nos ayuda a sentir latir nuestro corazón.
Nos ayuda a mirarnos interiormente.
Nos ayuda a ver nuestro paisaje interior.
Nos ayuda a vivir con nosotros mismos como amigos y no como
extraños.
La experiencia de Dios nunca es estresante.
La experiencia de Dios siempre es relajante.
La experiencia de Dios siempre es fuente de paz.
¿Que quiere usted irse a gastar su dinero en el gimnasio? Puede
hacerlo.
¿Que no cree usted que el encuentro con Dios en el silencio del
corazón nos proporciona serenidad y descanso?
No me crea a mí.
Haga usted mismo la prueba. Además no le cobran nada.
¿Que no le resulta? Puede dejarlo cuando guste.
Pero le aseguro de que posiblemente le va usted a coger gusto.
Solo le pido que haga la prueba. El resto lo dejo a su discreción”.
(Juan Jáuregui)


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