TEODORO SÁNCHEZ PUNTER.
Ángel Calvo Cortés,
autor del escrito.
Circunstancias de diversa índole hacen cada
vez más patente la necesidad de que la historia de la archidiócesis de Zaragoza
conste por escrito. Es obvio que no pueden cubrir esta carencia ni el Boletín
Oficial de Arzobispado ni la publicación
“Iglesia en Zaragoza” y, desde
luego, limitarse a usar como fuente la prensa diaria -que en cada momento tiene
de hecho sus propios fines e intereses- sería pasar por alto las realizaciones
más positivas para la evangelización y para la sociedad.
Teodoro Sánchez Punter.
Tener noticia de la vida de nuestra iglesia
en tiempos difíciles (realmente, no se conocen tiempos fáciles) puede y debe
dar ánimo a quienes hoy están en la brecha. La composición actual del clero
diocesano es también una razón para procurar que sea conocida esta historia,
sobre todo en lo que se refiere al siglo XX. Bastantes de los sacerdotes no
vivieron determinados episodios importantes porque se encontraban estudiando
fuera o por simples razones de edad. Por otra parte, son cada vez más los
incardinados que proceden de otros países. Conocer el pasado debe reforzar su
integración y su sentir personal de pertenencia a esta iglesia. Dejarlo todo en
meras situaciones canónicas podría producir la sensación de pertenecer a una
familia, pero sin padres ni hermanos.
Una fórmula –entre las muchas posibles- es la
de narrar los acontecimientos historiables a través de pequeñas biografías de
los sacerdotes relacionados con los hechos. Teodoro Sánchez fue uno de
los más implicados en la vida de nuestra diócesis durante el último tercio del
pasado siglo; por ello y por la amistad que nos unió, he escrito este artículo.
Las líneas que siguen no
pretenden dar juicios indiscutibles sobre nada ni sobre nadie, pero sí animar a
quienes pueden ser los autores de los próximos artículos de esta serie.
Colegiata de Alcañiz
II.- ASÍ SE FORMABA UN CURA:
2.1. Aquel monaguillo de Alcañiz
Teodoro Sánchez Punter nace en Alcañiz el 14 de febrero de
1940. Su padre se dedicaba al transporte de mercancías con dos camiones de su
propiedad. En aquellos tiempos, la familia podía ser considerada como de clase
media y, por tanto, no entra en el tópico de que el seminario era la única
salida para sus hijos.
Nadie se explica el motivo, pero
lo cierto es que desde los cinco años Teodoro manifestó su deseo de ser cura.
En cuanto le fue posible, formó parte del grupo de los monaguillos. En 1950,
ingresó en el Seminario Menor de Alcorisa, aunque las normas exigían que el
candidato tuviese “once años cumplidos.
2.2. El Seminario Menor de Alcorisa
Aquel viejo caserón llegó a
albergar más de 250 alumnos y sus instalaciones eran bastante deficientes.
Disponía de 15 wateres, tipo “placa turca”, situados en el patio de recreo (lo que hacía necesario disponer de orinal en
el dormitorio). Las duchas eran solamente cuatro. El carecer de cualquier tipo
de calefacción era importante si tenemos en cuenta las “olas de frío” de
aquellos años y el estar situado Alcorisa a 632 m de altitud. Da una idea
de la temperatura que había en el dormitorio el hecho de que el agua se helaba
en las palanganas situadas bajo las camas. Por otra parte, el pozo usado para
el consumo humano se demostró no muy protegido de las aguas residuales.
Seminario de Alcorisa
A todas las carencias del
edificio había que sumar las propias de aquella época. Las restricciones en la
luz eléctrica obligaban con frecuencia a estudiar con velas o con carbureros.
Estos artilugios consistían en recipientes donde se ponían piedras de calcita sobre
las que se hacía gotear agua, generándose acetileno, cuya llama era muy
luminosa. Al no tener ninguna válvula que regulase el gas sucedía con
frecuencia que, por sorpresa, salía una llama horizontal de más de un metro de
larga. En el tema de la alimentación, es conocido que entonces los alimentos no
gozaban de libre circulación ya que estaban intervenidos por el Estado. Esto
era problema en todos los hogares pero mucho más en el seminario donde había
tantas voraces bocas que alimentar. Es significativo que como extra se diese
medio huevo duro el día de San José. En 1952 se suprimió la cartilla de
racionamiento y comenzó a cambiar la situación. En septiembre de 1953 se firmó
el “Pacto de Madrid” entre Estados Unidos y España. Organizaciones católicas
norteamericanas (National Catholic
Welfare Conference) enviaron una ayuda alimenticia que distribuía Caritas:
leche en polvo, queso de color rosado y mantequilla amarillenta.
En este centro de formación, la
práctica religiosa estaba casi siempre sometida al contenido de un librito
titulado “Prácticas de Piedad del Seminarista” (editado en 1946). Los cantos
habituales estaban en “Canta et ambula”. Las letras -a veces tremendistas- de
oraciones y cantos o las narraciones del anciano padre espiritual Juan Más Ron
eran objeto de bromas, sobre todo por parte de los más mayores y casi nadie
perdía el sueño por aquellas expresiones. En cuanto a política, no se percibía
ningún deseo de indoctrinar ni apenas se recordaba la entonces reciente guerra
civil. Por ejemplo, lo sucedido a mosen Domingo Buj Millán, cura de Alcorisa,
nunca se contó en público.[1] Desde luego, no se cantaba
ningún himno político como expresión de convicciones ni había clase de
Formación del Espíritu Nacional (Ley 1945).
[1] Este sacerdote salvo su vida durante la guerra manteniéndose
“tabicado”, es decir, viviendo escondido entre dos tabiques.
Seminario de Zaragoza
2.3.Vida de un seminarista
En
aquella época la campana para levantarse sonaba antes de las 6 de la mañana.
Era comprensible que en lo duro del invierno se agradeciese el madrugón pues,
al estar el dormitorio bajo cero, el frío se hacía notar incluso dentro de la
cama. Para bajar a misa, Teodoro y sus compañeros se pusieron la sotana; era
negra con cordoncillo y botones rojos (sin fajín). La beca roja y el bonete de
cuatro puntas con borla roja se usaban en otras ocasiones. Integrado en una de
las dos filas -era la única manera de circular tantos en tan poco espacio- bajó
a la capilla donde se estaba más caliente. Tras la meditación y la misa, una
vez hecha la cama y recogida la sotana, fue al refectorio. Allí el mobiliario
eran mesas de “mármol” blanco y bancos fijados el suelo. Su vaso de metal,
marcado con el número 277, guardaba sus cubiertos y su servilleta. Adosado a la
pared, en el centro de la sala había un púlpito de color marrón claro. Durante
la comida se leía primero el martirologio romano en latín y luego algún libro
de aventuras en tierra de misiones tal como “El narcótico del fakir” de
Celestino Testore u otras obras de acción.
La primera clase de latín lo dejó
satisfecho: aquello ya lo sabía. Incluso tenía el voluminoso diccionario de
Raimundo de Miguel y una gramática de José Guillén con páginas de papel oscuro.
Las calificaciones iban del 0 al 7. Un suspenso con 1 era un coreano (la guerra de Corea empezó en
aquel año) y un 2 (un patico) era ya
un aprobado. A lo largo de los cuatro cursos se insistía en el dominio del latín,
del castellano, la ortografía y la buena letra. En tercero se exigía aprender
miles de exámetros latinos y traducirlos sobre la marcha.
Pronto descubrió Teodoro que él
era un “picholo”; tal era la
denominación que los “veteranos” daban a los novatos de primero. La verdad es
que los de segundo curso usaban la palabra con cierto tono agresivo. Pero él
tenía gente conocida: aquel curso estudiaban allí seis seminaristas de Alcañiz.
Los de primero eran más de 42 alumnos; todos con su pantalón bombacho y su bata
gris oscuro.[2]
El recreo de 1º y 2º cursos era
en la pequeña plazoleta situada ante las puertas de la capilla. Se juntaban
hasta 172 alumnos jugando[3]. Se jugaba al ajo, es decir, a dar pelotazos con una
dura pelota de frontón a los del otro curso. Los de segundo se desquitaban así
de lo sufrido el curso anterior y, dada su potencia y su puntería, muchos
alumnos de primero preferían ir a la capilla.
Como todos los ambientes, también
el seminario tenía su picaresca. Instrumento muy importante era conocer el
alfabeto manual de los mudos: esto permitía comunicarse -incluso en los
exámenes- sin ser detectado. Como amenaza de delación se decía “me gibaré”, en lugar de me chivaré. En
una ocasión, ante la imposibilidad de faltar a clase, Teodoro manipuló el termómetro
y hubo que llamar con urgencia al médico. Don Bienve pudo comprobar que la
fiebre no existía. Hubo cachetes y amonestación pública para que no cundiese el
ejemplo. Otro día, se subió en marcha a la caja de un camión para llegar antes
al campo de fútbol, pero al pasar por aquel lugar el conductor aceleró y bajar
fue bastante accidentado.[4] Ah! Lo que tardó más en
comprender era qué significaba lo de “amistades particulares”.
Los paseos del jueves por la
tarde podían ser a lugares cercanos tales como la era de Andorra, el pantano de
Gallipuén o el calvario. A veces, se recorrían los 6 kilómetros hasta
llegar a Berge y volver. En los días de campo la caminata podía ser hasta
Alloza (16 km)
o a Mas de las Matas. La formación física era excelente.
Mención especial merecen los
“superiores”. Así se llamaba a los sacerdotes (Operarios Diocesanos) que
ejercían las tareas de organizar, dar clase y educar a aquellos más de 250
seminaristas. Eran solo 8 personas; dos de mucha edad. Desde luego, tenían sus
limitaciones personales, pero eran incansables. Nunca estuvieron de baja.
Aguantaban las mismas carencias de la casa y de la época. Se levantaban antes y
se acostaban después. Un horario lleno de clases, charlas, presencia en el
estudio, obras de teatro, caminatas animando a todos y organización de días
extraordinarios. En 1953 llegó como rector Ángel Jiménez Sánchez, que con sus
32 años y su sacerdocio casi recién estrenado tenía ilusión por mejorar
las cosas. Impuso el pelo un poco más
largo, prohibió las alpargatas para ir de paseo y exigió corbata negra. Se
pusieron altavoces en el comedor, hacía audiciones de música clásica con un
viejo magnetofón ¡de hilo!, organizó turnos para usar las 4 duchas, hizo
populares las canciones de Europa, leía poesía a los alumnos…
[1] En 1950
había 363 seminaristas en la diócesis y dos cursos después 455
[1] Este
espacio (casi triangular) tenía unos 180 m2. Había en
él dos gruesos árboles, escoltando la puerta de la iglesia y otro a la
izquierda de la entrada a esta plazoleta.
[1] Este
campo de fútbol, entonces abierto y pedregoso, dista del seminario 1, 7 km.
2.4. Resultados
La situación se vivió sin
dramatismos ni miedo. En aquel entorno tan lleno de carencias, aunque los
educadores lo hubieran programado, los resultados no hubiesen sido mejores.
Lograron sacar (e-ducere) de los
alumnos unos importantes niveles de cualidades humanas. Paradójico y
sorprendente, pero cierto: Contra facta
non sunt argumenta.
Sin orden de prelación ni
pretensión de exahustividad se pueden enumerar algunas de las capacidades que
más valoran los alumnos de aquellos años.
a) Espíritu de sacrificio,
capacidad de autocontrol y de austeridad. Esto favorecía el equilibrio
emocional. No había lugar para rabietas tontas ni para usar las lágrimas como
chantaje. Todo ello sin ninguna norma ni castigo que no fuesen los habituales
en la época.
b) El hábito de trabajo enseñaba
a valorar lo que cuestan las cosas. Se fomentó el desarrollo de la memoria,
pero no era un “empolle” mecánico: los miles de hexámetros latinos había que
medirlos y traducirlos.
c) La maduración personal
individualizada permitía ir asentando la personalidad sin “singularizarse”, sin
necesidad de llamar la atención ante los demás. Se ejercía administrando la
propia vida en temas como aceptar las consecuencias de las propias acciones,
distribuir el tiempo de estudio o auto-cuidarse física y socialmente.
d) El compañerismo tenía
manifestaciones que iban desde el no acusar nunca a nadie hasta el sacar del
comedor (¡en el bolsillo!) pescado para el que había sido castigado a no cenar.
e) La alegría, propia de la edad
pero también nacida del sentimiento interior, puede percibirse en las fotos que
se conservan. Si las vocaciones aumentaban era, fundamentalmente, porque los
seminaristas en vacaciones se manifestaban contentos de estar en aquel el
Seminario.
Por entonces, era el respectivo
párroco quien decidía si enviaba a un chico al seminario. Desde luego, esto lo
hacía después de recibir información -a veces, incitación- del maestro y solo
con el beneplácito de los padres y del chico. Al aspirante se le preparaba, no
solo para el examen de ingreso, sino que también se le enseñaba una buena parte
de los contenidos de primer curso. Luego, entre los ingresados, eran las malas
calificaciones académicas lo que causaba el mayor número de bajas
involuntarias. Esta circunstancia, como la vida demostraría después, no
indicaba incapacidad intelectual del sujeto sino simplemente se debía a no
responder en aquel momento a las exigencias establecidas. Por este concreto
motivo, en cuarto curso podían quedar la mitad de los ingresados en primero.[5] A partir de esta criba, el
dejar el seminario solía ser debido a decisión del alumno y, en algún caso, a
expulsión por motivos de disciplina.
[5) Solo 52 alumnos quedaban en cuarto curso de los 102 ingresados en 1952.
No todos los tiempos fueron
iguales, por todo ello, no es extraño que algunos hablen de una “época de oro”
del Seminario de Alcorisa y la sitúen entre 1950-1956. Hay un numeroso grupo de
antiguos alumnos no sacerdotes que incluso han celebrado las bodas de oro de su
ingreso en aquel centro y mantienen todavía sus lazos de amistad. Se confiesan
contentos de haber estado allí: “Sabiendo lo que hoy sabemos, elegiríamos
volver”. En expresión de Teodoro Sánchez: “nadie me robó mi adolescencia ni mi
juventud y, por tanto, nadie me podrá convencer ahora de que me la habían
quitado”. Parece evidente que no tienen porqué estremecerse las carnes de nadie
al escuchar relatos de aquel seminario en aquellos años.
Paseos por el Canal Imperial de Zaragoza. Barrio de Casablanca
2.5. En el Seminario Mayor de Zaragoza
En el curso 1955-56, con solo 16
años, Teodoro comenzó a estudiar Filosofía en el Seminario Mayor de Zaragoza,
entonces situado en Condes de Aragón, 32. Un mundo nuevo se abrió ante él:
otros profesores, otros tiempos, otros horizontes personales y sociales. En
opinión de muchos, el Seminario de entonces era intelectualmente más
interesante que la misma Universidad de Zaragoza. Lo cierto es que el deseo de
aprender y conocer era enorme. El hambre de pan padecido en Alcorisa se cambió
por hambre de cabeza y espíritu. Interesaba más saber que aprobar.[6] Estudiar en grupo era una
delicia.
[6] Hubo protestas contra un profesor, muy valioso por otros conceptos, por
limitarse a explicar el manual de Seb. Reinstadler “Elementa Philosophiae Scholasticae”, cuya primera edición era de
1901.
Estas inquietudes se veían
potenciadas por la parte más joven del profesorado (varios menores de 30 años).
Además, el Arzobispo Morcillo reforzó el claustro con Carlos Castro Cubells y
José María Cabodevilla Sánchez. En los aspectos educativos, tuvo mucha
influencia Cipriano Calderón Polo, vicerrector y encargado de teólogos. Era
entonces un cura periodista de 33 años que daba ideas y renovaba cosas. Él hizo
posible una sala de estar, con decorado y muebles modernos, donde el dominó y
la radio eran menos importantes que los periódicos y revistas de que se
disponía diariamente: Il Corriere della Sera, Le Monde, L’Osservatore Romano,
Gaceta del Norte, El Ciervo y otros. Era idea suya que, si en lugar de rezar el
“Oficio parvo”, se estudiase inglés en honor a la Virgen, ella estaría muy
contenta y además sería muy útil. El popular Assimil se hizo presente entre los seminaristas.
La obra de Charles Moeller “Literatura del siglo XX y cristianismo” (1955) daba pistas sobre lo que era
importante leer. Camus, A. Huxley, Graham Greene, Bernanos, James Joyce, Arthur
Miller, Maxence Van der Meersch, Mauriac, Casona… ninguno de estos autores
estaba en la biblioteca. Se adquirían de forma particular en la colección
Austral, Libros Plaza o le Livre de Poche; luego, el intercambio entre los
poseedores permitía una “biblioteca móvil”. Cierto que determinados superiores
no eran muy partidarios de que se leyese literatura moderna y de que algunos alumnos tampoco se enteraban
mucho de la “movida”, pero eran la excepción.
Por el aula de conferencias
pasaron entre otros el Padre Ignacio Elizalde, José Manuel Blecua, J.L. Martín
Descalzo, Ildefonso Manuel Gil y también jugadores del Atleti de Bilbao. En
teatro leído, por ejemplo, “Escuadra hacia la muerte” (censurada después de su
3ª representación en Madrid) o “La barca sin pescador” eran elegidas y
representadas por los jóvenes alumnos de Filosofía que tenían entre 16 y 20
años. En cuanto al cine, lo proyectado solía tener notable calidad
cinematográfica y el cineforum posterior a cada película aumentaba el interés.
En las salidas personales a la ciudad -con su oportuna excusa justificativa- se
aprovechaba a veces para ver alguna película.
Tampoco en las clases se educaba
para atacar a la cultura del entorno sino para dialogar con ella. El hombre, su
libertad, la solidaridad, el respeto y, sobre todo, el que las cosas se pueden
cambiar eran temas de interés generalizado. Esto último dejó una huella muy
clara en Teodoro. Tanto estudio y tanta lectura “provocaron” que los
responsables cortasen la luz a una hora en la que se suponía que ya todo el
mundo debería estar acostado. Pero los conocimientos de física hicieron inútil
esta medida: un polo de la llave de la luz y otro conectado al radiador de la
calefacción encendían la bombilla.
Carlos Castro Cubells, discípulo
de García Morente (a su vez discípulo de Ortega y Gasset) era el puntal en
cuestiones filosóficas. Ángel Berna Quintana, además de Teología Dogmática,
daba también Sociología. Los problemas sociales y políticos de aquel momento
interesaban y, en concreto, a Teodoro le atraían mucho. Se leían obras tan
densas como “El pensamiento de Carlos Marx” de Yves Calvez, artículos de Arnold
Toynbee o apuntes de personalidades cristianas como Alberdi, monseñor Ancel o Joseph Cardijn. La información sobre
lo acontecido en el día había que sacarla -previa capacidad crítica- de los
periódicos extranjeros o de la escucha de emisoras de onda corta (París, BBC,
Pirináica, Moscú, etc). Esto era posible aguantando el ruido del molesto buzzer colocado por la censura
gubernamental y gracias a un superheterodino de muchas lámparas montado por el
sacerdote Alfredo Gil Muro cuando era seminarista. Las noticias normales se
escuchaban de radio Zaragoza usando receptores de galena o de germanio hechos
por los propios usuarios.
La afición a la práctica
deportiva era grande. Tierra extraída en la construcción del estadio municipal
de La Romareda
(inaugurado en 1957) se porgó, se distribuyó y se apisonó hasta formar el campo
de fútbol situado al este del Seminario y que por ello tiene cierta elevación
sobre el nivel del entorno. Pocos años más tarde también los seminaristas
harían en el duro mallacán el hueco de una piscina.
En el plano apostólico, algunos
curas diocesanos se convertían, por su acción social y evangelizadora o por sus
ideas, en modelo para los seminaristas. Había grupos organizados de Acción
Católica especializada y muchos salían los domingos a colaborar en la
catequesis de algunas parroquias de la ciudad. Teodoro iba a Valdefierro.
Era un ambiente joven y alegre,
profundo y sin pedanterías, disciplinado y sanamente pícaro. En el lado este
del edificio, a la altura del primer piso, había una cornisa que sobresalía
unos cuarenta centímetros de la fachada. Saliendo por la ventana de la propia
habitación se solía visitar a los compañeros a través de este estrecho
corredor. No parecía importar el peligro de una caída desde más de cinco
metros. Quien vigilaba la disciplina desde el pasillo y no veía a nadie salir
de las habitaciónes, no podía sospechar el movimiento que realmente había.
En junio de 1962, Teodoro terminó
4º de Teología en Zaragoza pero no tenía la edad canónica exigida para el
sacerdocio. En septiembre inició estudios en Roma. El 22 de diciembre de ese
mismo año regresó para ser ordenado sacerdote por Don Casimiro Morcillo en la
iglesia del Seminario de San Carlos de Zaragoza y, días después, dijo su
primera misa solemne en Alcañiz. Luego volvió a Roma donde se licenció en
Teología en la
Pontificia Universidad Gregoriana y, en 1965, terminó su
licenciatura en Sociología en el Angelicum. En aquel entonces no eran muchos
los españoles que podían estudiar en el extranjero. Hacerlo en Roma era una
oportunidad de conocer a gentes de todos los continentes, de ver la situación
española desde fuera, de comprobar el funcionamiento de las plenas libertades
democráticas, de conocer la movida política italiana y de tener cerca el mayor
y más interesante partido de izquierda en Occidente. A todo esto se sumaba una
circunstancia sumamente especial: durante su estancia se celebró el Concilio Vaticano
II. En el Pontificio Colegio Español de Roma se podía conocer a las personas
más destacadas de la iglesia española.[7]
[7] Por la prensa y por cartas de los amigos conoció, en octubre de 1964, la sentencia sobre el robo en la biblioteca de La Seo.
[7] Por la prensa y por cartas de los amigos conoció, en octubre de 1964, la sentencia sobre el robo en la biblioteca de La Seo.
2.6. Cura de pueblo
A su regreso de Roma fue enviado
a las parroquias de Cretas y de Lledó (14.09. 1966 hasta 29.09.1969). Un Seat
600 amarillo le facilitaba sus desplazamientos. Estos lugares, relativamente
cercanos a Alcañiz, no le eran desconocidos y además le permitían estar cerca
de su familia. Cierto que no era un nombramiento espectacular pero por aquel
entonces todo recién ordenado iba a un pueblo. Durante los tres años de
permanencia en este destino mantuvo una gran sintonía con sus feligreses y, sobre todo, con los
jóvenes. Es verdad que en aquel tiempo los curas jóvenes eran muy valorados,
pero fue su capacidad de cercanía lo que le dio mayor ascendiente. Tenía el don
de entablar contacto enseguida aun en lugares que nunca antes había visitado.
En su último año de estancia en estas parroquias recibió la visita del
sacerdote Domingo Laín Sanz que en breve iba a marchar hacia Cuba para recibir
preparación e incorporarse al ELN colombiano. Comieron en Horta de San Juan y,
aunque Domingo no le dio ese tono, era claramente una despedida para siempre.[8]
[8] A quienes
le queríamos nos dejó sin palabras. Domingo no era un ingenuo ni un
desinformado. Fue enormemente duro para él dejarlo todo y para siempre:
familia, amigos, entorno vital… pero, sobre todo, aceptar lo más crudo: en la
guerrilla habría que matar a soldados del ejercito colombiano que, valga la
expresión, ni siquiera eran gente rica. Además, él debía hacerlo sin la fuerza
que a otros les daba el odio; moriría sin ver resultados palpables: solo para
mantener vivo el grito por la justicia. Después, la realidad parece que resultó
todavía más dura. Murió en acción de combate el 20 de febrero de 1974.
[9] Se habla
poco de monjas obreras. María José Sirera Oliag, religiosa, directora en 1968
del CMU Azaila “comprendió de qué lado había que estar” y tuvo que dejar los hábitos
para poder ser obrera.
Iglesia de la
Asunción de Cretas. España.
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